El viejo inventor pasaba la mayor parte de su tiempo en un desordenado estudio cuyos amplios ventanales se abrían a los valles de poniente, y tras echar un trago de una mugrienta bota de vino, lo cual parecía tener la virtud de inyectarle renovadas fuerzas, indicó a su visitante que tomara asiento a su derecha.
—La oreja izquierda ya solo la tengo para que haga juego con la otra, que muy pronto pasará a ser también un simple adorno.
—Por lo visto ha cumplido su función durante noventa años.
—Lo sé y lo agradezco, por lo que entiendo que yo también he cumplido la mía porque cuando comprendí que todos mis esfuerzos chocaban contra los intereses de inescrupulosos empresarios o la desidia de unos gobernantes que deberían ser los primeros en defender a sus conciudadanos, me enfurecí a tal extremo que juré no volver a dedicar ni un minuto más a la investigación.
—Cualquiera habría hecho lo mismo.
—Sin duda, pero cuando el sufrimiento ajeno te preocupa no puedes convertirte de la noche a la mañana en un «cualquiera» y seguir siéndolo eternamente aunque se hayan burlado de ti considerándote un «viejo loco» que desbarra. Miles de personas mueren cada año en naufragios, tanto de barcos pesqueros como de buques mercantes, y todos los días aumenta el número de inmigrantes que se ahogan cuando tratan de llegar a Europa en pateras atestadas. A la vista de ello decidí diseñar un sistema que podía salvar muchas vidas.
Se sentía confuso porque se diría que su destino era precisamente sentirse cada vez más confuso, y hubiera deseado encontrarse muy lejos, sospechando que tenía que resignarse a escuchar —de la forma más educada posible— las divagaciones propias de un hombre que estaba en edad de poder permitirse todo tipo de divagaciones.
—Usted dirá.
—Se lo diré, pero antes respóndame a una pregunta: ¿qué ocurre cuando una nave en peligro lanza una señal de socorro?
—Que casi siempre comienza dando sus coordenadas para que las patrullas de salvamento acudan en su ayuda.
—¿Patrullas que acuden arriesgando vidas?
—Sí, claro.
—Y la mayoría de las veces, sobre todo durante las tempestades, que es cuando acostumbran a hundirse los barcos, ni siquiera consiguen llegar a tiempo. Las olas, que en ocasiones alcanzan los ocho metros de altura, los vientos huracanados, la oscuridad y la niebla suelen impedir que otro barco, un helicóptero e incluso un avión se aproximen al lugar de la tragedia… ¿Cierto o no?
¿Qué podía responder a un planteamiento tan obvio y a unos hechos que se habían venido produciendo desde que el primer ser humano decidió navegar sobre una balsa de troncos?
—Cierto.
—¡Bien…! ¿Qué sabe sobre el mar?
—Que lo odio… Ni siquiera sé nadar.
La espontánea y en cierto modo sorprendente confesión tuvo la virtud de desconcertar a quien había hecho la pregunta, y tras casi un minuto de silencio el nonagenario no pudo por menos que lanzar un resoplido de evidente disgusto:
—¡Pues sí que estamos buenos! Supongo que en ese caso no sabrá cuál es la diferencia entre una ola libre y una ola forzada.
—Ni la más mínima.
—Una ola libre es la que existe aunque no haya viento, puesto que su origen se encuentra muy lejos, en alta mar; una ola forzada es la que se forma cerca y siempre a causa del viento.
—No resulta difícil entenderlo.
—Y lo que también debe entender es que la longitud de las olas libres, es decir, la distancia que existe entre una cresta y la siguiente, es siempre mucho mayor que la de las forzadas, que se van sucediendo rápidamente las unas a las otras… ¿Me explico?
—Supongo que sí. Como no me gusta el mar suelo observarlo desde lejos y evidentemente cuando está en calma las olas tardan mucho más en llegar.
—Pues como el agua es un fluido que no puede comprimirse, los deslizamientos de las partículas superficiales se transmiten a las capas subyacentes de tal modo que, en la práctica, cuando se alcanza una profundidad equivalente a la mitad de la longitud de la ola, el mar ya no se mueve.
—¿Y eso qué quiere decir?
—Que cuanto más rápidas y furiosas sean las olas en el exterior, a menor profundidad se encontrará la calma bajo la superficie. O sea, que si una nave naufraga en mitad de una galerna, con viento, lluvia y escasa o nula visibilidad, la mejor forma de llegar a ella es por el único camino que no ofrecerá obstáculos: bajo el mar.
—¿Utilizando un submarino?
—Un minisubmarino inteligente no tripulado.
El viejo inventor, que podía estar muy viejo pero aún tenía el pulso firme y dibujaba con exquisita delicadeza, extrajo de una carpeta varios planos en los que se distinguían con toda claridad los detalles de la nave que había diseñado.
Tenía forma de torpedo, de unos seis metros de largo por dos de ancho, y se advertía que en la parte delantera se encontraban alojados los instrumentos de control y dirección, compuestos por radio, GPS, radar, ordenador, cámara de televisión y visores de infrarrojos.
En la parte baja del cuerpo central se alojaban las baterías de litio y los depósitos de aire comprimido, mientras que en la parte trasera iban instalados motores, hélices y timones de dirección y profundidad.
Según fue explicando, si un coche eléctrico superaba los doscientos kilómetros por hora con una autonomía que se aproximaba a los trescientos, un moderno minisubmarino inteligente no tripulado estaría en condiciones de llegar con mayor rapidez y eficacia que las naves de superficie a cualquier punto en que se hubiera producido un naufragio.
En el momento de recibir las coordenadas, el ordenador de a bordo marcaba el itinerario más corto y corregía el rumbo en caso de encontrar obstáculos o a causa de las derivas provocadas por las corrientes.
A su modo de ver, si el ser humano estaba en condiciones de enviar una nave espacial a Marte y manejar por radio sus brazos articulados, con muchísima más facilidad estaba en condiciones de enviar una nave submarina a un punto determinado del océano, y una vez allí permitir que la parte superior del vehículo se abriera expulsando una enorme lancha neumática que se hinchaba automáticamente.
Cuando los náufragos se encontraran a bordo, el propio submarino determinaría un nuevo rumbo con el fin de remolcarla a un lugar seguro.
—Todos los elementos que se emplean existen hoy en día en el mercado y todos han demostrado su eficacia; por lo tanto, mi único mérito se limita a haberlos unido de tal forma que puedan salvar vidas.
Los dibujos eran tan precisos que incluso un profano como él, hombre de letras que hasta hacía poco tiempo apenas se había relacionado con la tecnología, podía entenderlos, pese a lo cual no pudo evitar inquirir:
—¿Y esta ballena, qué hace aquí?
—Está siendo detectada por los instrumentos de a bordo con el fin de alertar a los barcos más próximos. Hoy en día, uno de los mayores riesgos de los ferrys que navegan a gran velocidad estriba en colisionar con un cetáceo.
—Eso sí que lo había oído; por lo visto sucede con cierta frecuencia.
—Demasiada, pero si estos minisubmarinos, que tendrían un bajo consumo de energía, patrullaran por zonas de mucho tráfico marítimo, evitarían la mayoría de esos accidentes, salvando no solo a los cetáceos, sino también a los pasajeros de los ferrys.
—Parece lógico.
—Y lo es. La verdad es que, pese a que me llamen «el viejo inventor», nunca he inventado nada; tan solo he aplicado la lógica. Hoy en día se han puesto de moda aviones en miniatura que lo observan todo desde el aire, y a decir verdad mi «invento» no es más que un dron marino, que de paso puede vigilar a los traficantes de drogas, a los contrabandistas e incluso a los barcos que pescan ilegalmente. Con una veintena de ellos circulando día y noche por nuestras costas se evitarían muchos delitos y se estaría en condiciones de acudir de inmediato a los puntos en que se necesitara ayuda. Sin embargo, cuando se lo mostré a las «autoridades competentes», me aseguraron que no se necesitaban nuevos sistemas de seguridad, por lo que las muertes que se han producido desde aquel día no cuentan.
—¿Por eso decidió retirarse aquí?
—¿Qué cree que se siente al ver morir a la gente sabiendo que podría haberse salvado? Te invade la frustración, la ira y sobre todo el odio hacia los culpables de esas muertes, y como ya soy viejo no quiero morirme odiando.
Mala cosa debía de ser morirse odiando, por lo que cuando horas más tarde observó al anciano mientras cortaba con mano temblorosa una enorme tarta de arándanos, comprendió que habría resultado cruel contarle que no hacía mucho un helicóptero de salvamento marítimo se había caído al mar en Canarias con un saldo de cuatro víctimas.
Se lo guardó para sí, al igual que todas las malas noticias que aquella gente no deseaba conocer, y al día siguiente salió de Abandonado con la amarga sensación de dejar atrás un universo que resultaría irrepetible debido a que ya no existirían seres como el hombre de la coleta, el violinista eternamente enamorado o el viejo inventor desencantado.
En el momento de despedirse, la anciana invidente se empeñó en palparle el rostro y, tras hacerlo con tanto cuidado como si tuviera intención de esculpirlo, le colocó al dedo índice sobre los labios al señalar:
—Tu voz será escuchada hasta en el último rincón de la Tierra, pero para conseguirlo deberás guardar silencio. Deja que quienes te acompañan hablen por ti.
—No los conozco…
—Pero ellos a ti sí, y sabrán cómo ayudarte.
—Me gustaría entenderla.
—Serán muchas las cosas que no entiendas, aunque eso no te impedirá seguir tu camino; recuerda que Cristo habló alto y claro y lo crucificaron, pero más tarde otros hablaron por él y lo resucitaron…
Los perros se empeñaron en seguirlo, por lo que tres muchachos tuvieron que correr con el fin de retenerlos para que no hicieran dejadez de su obligación de espantar a quienes no fueran bienvenidos, y mientras se alejaba por el bosque se esforzó por desentrañar el significado de las palabras de una anciana, que algo especial debía de tener, puesto que era capaz de escuchar el croar de unas ranas que tan solo existían sobre el papel.
Lo había dicho bien claro: «Serán muchas las cosas que no entiendas».
Demasiadas para alguien que siempre había sabido encontrar respuestas en los libros pero que empezaba a creer que ningún libro, ya escrito o aún por escribir, sería capaz de aclarar sus dudas. Ni persona alguna tampoco, porque a nadie, excepción hecha de Claudia, tan confundida en ocasiones como él mismo, podría comentarle que tenía la impresión de haber dejado de ser una persona real para convertirse en un personaje imaginario.
Guardar silencio constituía sin duda un buen consejo, pero horas más tarde, y tal vez debido al cansancio motivado por lo que empezaba a ser una ruta demasiado empinada para alguien que ya no estaba en la plenitud de sus facultades, llegó un momento en el que no pudo resistir la necesidad de tomar asiento sobre una roca e inquirir en voz alta:
—¿Quiénes sois y por qué razón os empeñáis en seguirme?
Y es que su presencia parecía ir en aumento a medida que avanzaba.
En realidad los había presentido desde la tarde que un cable de alta tensión lo había arrojado al suelo dejándolo maltrecho, pero tan solo había tomado conciencia de que estaban allí a partir del momento en que la ciega había asegurado que los «veía».
¿De dónde habían salido?
Probablemente de una masa de seres asustados por la inhumanidad de un futuro del que empezaban a temer que no formarían parte debido a que la justicia estaba siendo irremediablemente masacrada por leyes injustas.
Aunque el eterno e inalienable concepto de «justicia» era el arma que en incontables ocasiones habían utilizado los humildes a la hora de enfrentarse a las arbitrarias leyes de los poderosos, cabría imaginar que tan elemental concepto había sido borrado de la faz del planeta.
De improviso se puso en pie, alarmado.
¿De dónde habían salido?
Eran dos, y ni siquiera los había visto llegar debido a que serpenteaban entre precipicios y montañas, casi rozando las copas de los árboles, persiguiéndose el uno al otro en lo que quizá constituía un ejercicito de entrenamiento o quizás un juego demasiado arriesgado, y tal fue el estruendo cuando cruzaron sobre su cabeza que por un momento temió que se tratara de una nueva tormenta que venía a rematarlo.
La bandera tricolor que lucían en la cola le hizo comprender que eran franceses, pero apenas tuvo tiempo de reparar en ello, puesto que al poco de sobrepasarlo comenzaron a realizar absurdas maniobras, subiendo, bajando y girando una y otra vez sobre sí mismos como si hubieran perdido el rumbo o la capacidad de determinar en qué lugar o a qué altura se encontraban.
El primero se perdió de vista tras los montes, pero los motores del que le seguía dejaron de rugir, permaneció muy quieto, como si pretendiera ascender o recuperar el equilibrio, y en un abrir y cerrar de ojos comenzó a precipitarse hacia el fondo del valle como una perdiz brutalmente abatida, no por uno, sino por diez perdigonazos.
Observó estupefacto cómo una moderna, brillante y sofisticada máquina de guerra que había costado millones iba ganando velocidad en su afán por destrozarse, y apartó el rostro en el momento en que resonó una explosión y del fondo del barranco emergió una lengua de fuego que de inmediato prendió en la maleza.
La primera columna de humo apestaba a queroseno, pero pronto dejó paso al clásico olor a bosque en llamas que había aprendido a odiar desde que tenía uso de razón.
Lanzó un suspiro al advertir que el piloto había conseguido eyectar su asiento, el paracaídas se abría salvándole la vida y el viento lo alejaba del peligro de morir abrasado.
Se derrumbó como si le hubieran quebrado las rodillas y no pudo evitar que se le escapara un sollozo cuando lo asaltó la insufrible sensación de haber sido el causante de semejante tragedia.
Si modernas aeronaves dotadas de la más compleja tecnología parecían haberse vuelto locas perdiendo su capacidad de maniobra por el simple hecho de haber pasado a menos de mil metros sobre su cabeza, resultaba evidente que el extraño poder que le había sido concedido superaba todo lo inimaginable, y si se hubiera tratado de un avión comercial ahora tendría casi un centenar de muertos sobre la conciencia.
¿Pero qué culpa tenía su conciencia?
Tal como solía suceder, le vino a la mente una de las muchas frases que había traducido en algún determinado momento de su vida:
La conciencia es una condenada egoísta que solo va a lo suyo sin importarle el resto de tu persona. Cuando te rompes una pierna a la conciencia no le duele, le duele a la pierna; y cuando un policía te patea el estómago buscando información, la conciencia se queda de lo más tranquila e incluso se siente orgullosa por tu silencio, pero en cuanto se siente afectada consigue que te duelan desde la raíz de las uñas hasta la punta de los pelos.
En ocasiones le molestaba e incluso le ofendía depender de una forma tan directa de cuanto había leído, aunque se disculpaba a sí mismo argumentando que la supervivencia dependía en gran parte de lo que se había sido capaz de aprender directamente o a través de los libros.
Observando desde la distancia cómo el fuego comenzaba a extinguirse debido a que la zona era escarpada, rocosa y con escasa vegetación, no pudo evitar reflexionar sobre las consecuencias que traería aparejado el hecho de haber sido dotado del poder suficiente para derribar un avión de combate.
La industria armamentista, una de las más poderosas que existían, se enriquecía a base de fabricar máquinas de matar cada vez más dependientes de la electrónica, y resultaba evidente que si esa electrónica fallaba, un misil nuclear corría el riesgo de estallar en el momento de ser lanzado o ir a caer sobre la cabeza de quien había ordenado que lo lanzaran.
Sin control se convertirían en bumeranes que a nadie le apetecería tener entre las manos, porque un arma que se podía volver contra quien la utilizaba no era un arma; era una cabronada.
Intentó hacerse una idea de cuántos billones dejarían de invertirse en fabricarlas y en qué podría emplearse la centésima parte de ese dinero.
Pasó la noche desasosegado, apenas descansó dándole vuelta a nuevas ideas, y cuando al fin se reunió con Claudia en un aislado cruce de caminos al pie de los Pirineos franceses, lo primero que dijo la dejó ciertamente confusa:
—Tenemos que convertirnos en chantajistas.
—¿Cómo has dicho?
—Que no debemos limitarnos a exigir que no se hagan ciertas cosas; debemos exigir que se hagan otras.
—¿Como qué?
—Como que no solo los bancos o las empresas eléctricas y de telecomunicaciones, sino también las armamentistas, dediquen una parte de sus presupuestos a paliar el hambre, la explotación laboral y la miseria.
—¿Te das cuenta de lo que eso significa?
—Significa que ya que nos arriesgamos tanto, que sea por algo que valga la pena. Ayer un avión de combate se estrelló cerca de aquí.
—Ha salido en las noticias. Otro consiguió regresar, pero tras un aterrizaje de emergencia quedó inservible.
—Fue culpa mía.
—¿Qué demonios has dicho?
—Que yo los hice caer.
—¡Dios nos coja confesados!
—Recuerda que tan solo podemos confesarnos el uno con el otro.
La puso al tanto sobre cuánto le había ocurrido en el transcurso de su viaje, la experiencia con las ovejas y los perros, la forma en que los cazas habían perdido el control y las palabras de la anciana aconsejándole que fueran otros los que hablaran por él, lo cual no resultaba un empeño fácil teniendo en cuenta que no sabía quiénes eran los que le seguían a todas partes.
—Admito que no los conozco, pero sé que están ahí, y están deseando que mi voz se escuche «hasta en el último rincón de la Tierra».
—¿Y cómo vamos a encontrarlos…?
—Por medio de las redes sociales. Y no solo recurriremos a ellas para poner freno a sus abusos, sino para sentar lo cimientos de una sociedad más solidaria.
—Recuerda la vieja sentencia china: «Todos nacemos con la obligación de salvar a la humanidad, pero pocos logramos salvarnos a nosotros mismos».
—La tengo presente, pero empiezo a creer que frente a la pantalla de millones de ordenadores se sientan personas que no desean que esos ordenadores se usen para manipular vidas ajenas. La sociedad actual es como un adolescente que de improviso ha pegado un brusco estirón que ha traído aparejado un grave tumor. O se extirpa a tiempo, aunque sea a base de cirugía agresiva, o acabará matándolo.
—Nadie nos ha concedido el título de cirujanos, y nos arriesgamos a que el paciente se quede en la mesa de operaciones, pero como creemos que debemos hacerlo, lo haremos. Por mi parte, y mientras tú te divertías confraternizando con ovejas, pastores, perros, músicos y ancianitas visionarias, yo me he roto los cuernos preparando un ataque frente al cual la logística del desembarco de Normandía parecerá un juego de niños.
—Siempre he admirado tu capacidad organizativa… ¿Primer paso?
—Alejarnos de las centrales nucleares, puesto que no tenemos la menor idea de qué podría ocurrirles en caso de provocar un colapso informático.
—En Francia hay muchas.
—La más cercana, Golfech, se encuentra a ciento cincuenta kilómetros, o sea que de momento no debe preocuparnos. Si tuviéramos que subir más hacia al norte la cosa cambiaría, pero considero que siempre habrá pasillos lo suficientemente anchos como para evitarlas.
—Lo último que desearía es provocar una catástrofe como la de Chernóbil; esta debe ser una guerra sin muertes.
—Difícil parece, ya que ayer estuvo a punto de producirse la primera y ese piloto se salvó por los pelos. Pero si a cambio de la vida de un militar miles de civiles dejan de ser aniquilados, creo que habrá compensado.
—Estamos en lo de siempre: ¿quiénes somos para decidirlo?
—¿Y quiénes son los que lo deciden? Mientras no nos aprovechemos personalmente tenemos más derecho moral que cualquier político.
Aquella era una discusión que podía prolongarse hasta el infinito y ambos lo sabían, porque se suponía que quienes provocaban conflictos armados o permitían que las hambrunas asolaran África estaban avalados por los votos de sus conciudadanos, pero con demasiada frecuencia los que alcanzaban el poder se olvidaban de quiénes se lo había concedido.
La mejor prueba estaba en el resultado: la tradicional sociedad piramidal se desmoronaba debido a que el peso de su pequeña pero codiciosa cúspide superaba con mucho la capacidad de resistencia de la base. Era una situación que venía repitiéndose cíclicamente desde que alguien se consideró a sí mismo superior al resto de sus congéneres, desmintiendo una vez más el absurdo dicho:
El pueblo que no conoce su historia está condenado a repetirla.
La historia de la mayoría de los pueblos había sido escrita infinidad de veces, y por muchos que fueran los que la leyeran siempre volvían a cometer idénticos errores incluso en el transcurso de la misma generación. Ambos lo sabían porque si algo habían hecho en su vida era leer.
Ahora el nuevo ciclo, imparable ciclo, no afectaba únicamente a un determinado pueblo, sino a la especie humana en su conjunto, y por lo tanto se les antojaba legítimo ponerle freno pese a que alguien pudiera caer por el camino.
En realidad eran millones los que ya estaban cayendo, por hambre o por desesperación, puesto que cada día llegaban noticias de desgraciados que tomaban la difícil determinación de poner fin a sus vidas al no conseguir trabajo o no soportar la presión a la que los sometía la avaricia de unos pocos.
Claudia jamás había aspirado a ser una heroína, por más que le gustara bucear a mayor profundidad de la que recomendaba un elemental sentido de la prudencia, pero a la vista de cuanto estaba ocurriendo no dudó a la hora de dar un paso al frente, y cuando su marido le preguntó, en un tono levemente socarrón, en qué consistía «su astuta logística comparable al desembarco de Normandía», la respuesta lo dejó absolutamente perplejo.
—He invertido todo lo que tenía, incluidas las joyas que me dejó mi madre, en comprar un restaurante.
—¿Un restaurante…? ¿Y qué sabes tú de cocina?
—Ni una palabra.
—De eso doy fe, porque excepto para las ensaladas y los espaguetis, tienes que recurrir a un manual de instrucciones.
—Pero este está situado a orillas de un pequeño lago, aislado y sin vecinos. Es pequeño, pero precioso, y sobre todo tiene algo muy importante: una bodega rebosante de vino, jamones, quesos y chorizos, así como neveras repletas de cuanto podamos consumir durante casi un año. Es decir, el mejor escondite que quepa imaginar.
—Muy astuto.
—Gracias. Los propietarios ya son muy mayores y a nadie le sorprenderá que al cambiar de dueños los nuevos lo mantengan cerrado mientras realizan algunas reformas ciertamente necesarias, o sea que de momento el camino de acceso permanece cerrado a los extraños.
—¿Y los empleados?
—Solo eran dos, y les he concedido vacaciones hasta que se concluyan las reformas.
—Aún me sorprende que siendo tan lista te casaras conmigo.
—Es que en aquellos momentos me sentía más masculina que femenina.
—¿Qué has querido decir con eso?
—Que tan solo pensaba de cintura para abajo.
—¡Muy graciosa!
—El jueves, los viejitos, que por cierto son encantadores y ella cocina como los ángeles, se volverán a su Córcega natal y podremos instalarnos.
—¿Le has pedido que te deje unas cuantas recetas?
—¡Por supuesto! Y ahora presta atención, porque la cosa no se presenta nada fácil, ya que tendremos que actuar por separado. Si mientras estamos cerca el uno del otro tu presencia me impide acceder a las redes sociales, cuanto hagamos resultará inútil, porque nadie conocerá nuestras exigencias. O sea que en primer lugar tenemos que causar un pequeño estrago con el fin de indicar que vamos en serio. Luego tendrás que quedarte en ese restaurante sin más compañía que tus amigos invisibles mientras yo me voy a París a colocar en esas redes nuestro «Manifiesto Reivindicativo».
—¿Y cómo piensas acceder a ellas sin que localicen desde dónde se envían los mensajes?
—Tengo mis métodos.
Su marido la observó de reojo y acabó negando como si fuera consciente de lo que se le venía encima, por lo que no pudo evitar lanzar un suspiro de resignación al señalar:
—Conociéndote como te conozco y por tu tono de voz sospecho que esos «métodos» no me van a gustar. Huelen a cuerno quemado, y como diría Vicenta, ya mis cuernos deben de estar carbonizados.
Claudia sonrió con coquetería, acudió a acomodarse sobre sus rodillas y tras estamparle dos besos en la frente, allí donde se suponía que debía lucir los cuernos, negó con firmeza:
—No habrá cuernos; lo que ocurrirá es que una misteriosa señora guapa, elegante, sexy, inteligente y sofisticada…
—Es decir, tú…
—Por poner un ejemplo.
—Me vale.
—Pues bien; esa increíble mujer conocerá en un bar parisino a un maduro caballero de buena posición, intimarán, la cosa se animará y él la invitará a pasar la tarde en un lujoso hotel. Pero como ella está casada con un diputado le rogará discreción, o sea, que él se inscribirá en el hotel, regresará con el fin de entregarle la llave de la habitación, y le dará un tiempo prudencial, digamos unos veinte minutos, para que ella llegue sin llamar la atención y se dé un relajante baño antes de entrar en faena.
—Pero confío en que no acaben entrando en faena…
—Confías bien, porque ella aprovechará ese tiempo para conectarse a las redes, enviar unas reivindicaciones que ya habrá preparado de antemano y dejar una nota en el espejo con su lápiz de labios: «Lo siento; me he arrepentido».
—Con lo cual, supongo, el frustrado caballero borrará la nota del espejo, se irá con el rabo entre las piernas, y si algún día se descubre que el mensaje partió de esa habitación nadie podrá averiguar quién lo envió.
—Veo que lo has entendido.
—He traducido libros con tramas realmente complejas y lo que me gusta de esta es su absoluta sencillez, que se remonta a los orígenes de la especie humana: señor pretende acostarse con señora, pero la señora le toma el pelo y obtiene lo que pretende sin acostarse con él… O al menos eso espero.