Capítulo Nueve

Durmió al raso.

Siempre había sido feliz durmiendo al raso.

Normalmente contemplaba las estrellas hasta que sus párpados descendían lentamente como el telón que pone punto final a un hermoso espectáculo, pero en esta ocasión ese telón parecía haberse atascado y la simpática comedia llevaba trazas de transformarse en horrenda tragedia.

Las estrellas, tan amigas aunque tan lejanas, amenazaban con no seguir velando sus antaño felices sueños de hombre sin problemas y conciencia tranquila, poco entre los pocos de los muy pocos que podían alardear de ello, debido a que ahora sus problemas conformaban un nuevo firmamento y su conciencia dudaba.

Le admiraba que Claudia nunca se cuestionase la legalidad o la viabilidad de su empeño, al extremo de que un par de días antes había afirmado sin la menor vacilación:

—Es legal, puesto que responde al mandato que has recibido, y tiene que ser viable, ya que de lo contrario no se habrían molestado en organizar semejante tormenta con tantos rayos, centellas y parafernalia.

—Lo dices como si estuviéramos obedeciendo una orden divina y te recuerdo que siempre has presumido de atea.

—Presumir de atea no significa que lo seas, al igual que presumir de tetas no significa que si te quitas el sostén no se te caigan hasta el ombligo.

—Muy gráfico, pero siempre has presumido de tetas y las tuyas aún se mantienen firmes.

—Gracias a que he usado sujetador desde que empezaron a crecerme, mientras que no he tenido nada que mantenga mi ateísmo en su lugar. Sigo sin estar convencida de la existencia de Dios, pero empiezo a considerar posible la existencia de una fuerza superior que ha dicho «basta».

—Te estás liando y me estás liando.

—No me estoy liando, ni te estoy liando. Creo que nos están liando, y te advierto que no me desagrada.

A él sí que le desagradaba, tal vez debido a que tenían caracteres muy diferentes, ya que él tan solo confiaba en la firmeza de las rocas mientras que ella confiaba en la inestabilidad del agua.

A su modo de ver el agua estaba muy bien cuando caía en cascadas o discurría por acequias, pero resultaba aborrecible cuando se perdía de vista en el horizonte.

Y Dios estaba muy bien en un altar, pero no cuando le exigía llevar a cabo una tarea superior a sus fuerzas.

Recordaba una novela en la que un personaje tenía el don de «aplacar a las bestias, atraer a los peces, aliviar a los enfermos y agradar a los muertos», y ahora le parecía tener el don de organizar el caos entre los humanos y atraer a las ovejas.

Raro habría sido que, siendo tan partidario de mantenerse alejado del mar, hubiera tenido de igual modo el don de atraer a los peces, a no ser que fueran truchas. Y siempre le había costado un gran esfuerzo pescarlas.

Durmió inquieto, quizá debido al peso de su responsabilidad o quizá por una leve resaca pese a que el coñac era excelente, y el amanecer le sorprendió ya en marcha por senderos que no parecían llevar a ninguna parte pero que se dirigían siempre al norte.

Subió a montañas agrestes y atravesó espesos bosques, para acabar por desembocar frente a un valle en cuyo centro, rodeadas de cuidados huertos, se alzaban una docena de casas de piedra con techo de pizarra.

Tres perros corrieron a recibirlo agitando el rabo, saltando y jugueteando como si lo conocieran de toda la vida.

—A ver si ahora va a resultar que también atraigo a los perros.

No distinguió cables eléctricos, por lo que decidió aproximarse y le sorprendió descubrir que tan apartado lugar no se encontraba habitado por hoscos labradores de pocas palabras, sino por acogedora y parlanchina «gente de ciudad» que había decidido desertar de una forma de vida demasiado hostil, eligiendo adaptarse a otra mucho menos compleja.

Lo recibieron con los brazos abiertos, aunque advirtiéndole desde el primer momento que no debía contarles nada de cuanto ocurría en el exterior, pues preferían no llevarse inútiles disgustos.

Quien llevaba la voz cantante, un hombretón de larga melena recogida en una cola de caballo, le explicó que hacía ya catorce años que había decidido comprar aquel villorrio deshabitado, rehabilitarlo y compartirlo con cuantos opinaran que el nuevo siglo llegaba cargado de oscuros presagios.

—No es que esperemos el advenimiento del fin del mundo ni nada parecido; es que estar siempre pendientes de los inspectores de Hacienda era una lata. Hasta aquí no llegan.

—He llegado yo.

—Porque no es uno de ellos. Si lo hubiera sido los perros le habrían impedido aproximarse.

—¿Y cómo los distinguen?

—Instinto, o que un buen perro ama lo que ama su dueño, y aborrece lo que aborrece.

Le invitaron a almorzar en un enorme comedor que recordaba los refectorios de los monjes de un convento y la única diferencia estribaba en que no vestían hábito, visto que cuanto se servía en increíble abundancia era de una calidad fuera de lo común.

El hombre de la coleta pareció disculparse:

—La tierra es fértil, los pastos abundantes y la vida corta. Intento aprovecharla al máximo y hacer felices a los demás, porque ya les había hecho mucho daño anteriormente.

—¿A qué se dedicaba?

—Era inspector de Hacienda.

—Parece un contrasentido.

—No, cuando un día te detienes a pensar que eres un simple recaudador de impuestos al que han puesto un nombre rimbombante pero que sigue haciendo el mismo trabajo que hacían los esbirros de reyes y tiranos: ahogar a muchos para que unos pocos respiren a sus anchas.

—La diferencia estriba en que ahora el problema no se limita a reyes y tiranos, sino a una pléyade de políticos de tercer orden, e incluso a sindicalistas que deberían defender a los obreros…

—Veo que comprende nuestras razones. Aquí nos mantenemos alejados de tanta contaminación; no solo atmosférica, sino sobre todo moral.

De improviso, una anciana, inquirió:

—¿De dónde vienen estos señores?

—Perdona, madre; solo es uno.

—Te equivocas, querido. Soy vieja, ciega y casi inválida, pero por eso mismo percibo cosas que a los demás se les pasan por alto; es más de uno.

Su hijo se volvió a observar mejor a quien se sentaba a su lado.

—Mi madre siempre tiene razón cuando dice esas cosas. ¿Quién le acompaña?

Era una pregunta absurda a la que tan solo cabía responder de una forma igualmente absurda:

—No los conozco, pero admito que resultan bastante molestos.

A partir de ese momento la conversación giró en torno a la posible identidad de unos advenedizos a los que nadie había invitado, pese a lo cual serían bien recibidos siempre que no trajeran noticias desagradables, ya que últimamente todas lo eran.

—Por eso mismo son noticia.

A los postres un hombre que apenas había abierto la boca comenzó a afinar un violín mientras el resto de los comensales disfrutaba de un excelente café, y al poco la estancia se llenó de suaves acordes y del humo de pipas talladas a mano en ramas de cerezo, por lo que de nuevo el patriarca pareció querer justificarse ante su invitado:

—Aquí el clima es muy sano y los niños se pasan la mayor parte del tiempo al aire libre, o sea que un poco de polución no les hace daño. Aunque, como podrá advertir, en cuanto el maestro ha comenzado a tocar, la mayoría se ha ido.

—Pues lo hace muy bien.

—Pero su música no es para niños. Fue un gran concertista que se cansó de los aplausos. Y no continúe marcando el compás con la mano porque odia a los directores; su mujer, que era chelista, falleció de un infarto cuando uno de ellos le echó una injusta bronca.

—Recuerdo el caso; fue muy sonado.

—Normal, tratándose de una orquesta.

Lo observó de medio lado y un tanto confuso.

—Últimamente todo el mundo insiste en que soy raro, pero resulta evidente que no han estado aquí. ¡Por cierto!, ¿cómo se llama este lugar?

—«Abandonado».

—¿Y ese nombre tan rebuscado?

—No tiene nada de rebuscado, sino todo lo contrario; cuando llegué había un letrero que decía «Pueblo abandonado», por lo que me limité a tachar la primera parte… Y ahora más vale que guardemos silencio, porque si el Maestro se molesta nos deja sin concierto una semana.

Además de su enorme talento musical, el Maestro era dueño de un acervo cultural apabullante, por lo que tras su magnífico concierto se mostró inmensamente feliz al poder hablar en ruso, ya que su adorada esposa había nacido en San Petersburgo.

Y mucho más feliz se mostró aún cuando el recién llegado le regaló el libro que llevaba en la mochila al tiempo que señalaba:

—Lo estoy traduciendo y resulta apasionante.

—Pero usted lo necesita…

—La editorial me proporcionará otro ejemplar.

La anciana, que escuchaba sentada en una enorme mecedora, comentó tan de improviso como tenía por costumbre:

—En ese libro hay muchas ranas… Las oigo.

—Son las de la charca, madre.

—Conozco a las de la charca, porque me hacen compañía durante la noche; las del libro cantan distinto.

—Será porque cantan en ruso.

—¡No seas impertinente o te arreo un sopapo! Y usted, el que asegura que es uno aunque sea varios, ¿hay ranas o no hay ranas en ese libro?

—Muchas.

—Lo sabía. ¡Acérquemelo!

Lo tomó, lo palpó, lo acarició, incluso se lo aproximó a la nariz aspirando profundamente mientras pasaba algunas páginas, y por último se lo colocó sobre el halda cubriéndolo con ambas manos.

—Me lo quedaré esta noche. Siempre me han gustado las cosas agridulces, porque mi marido era el mozarrón más agrio y más dulce que haya existido.

—Por mí no se preocupe, porque ya pertenece al Maestro. Y ahora, sintiéndolo mucho, he de irme; el camino es largo.

Hizo ademán de levantarse, pero el hombre de la cola de caballo lo retuvo.

—¡De eso nada! Hoy nuestro viejo inventor cumple noventa años y le están preparando una tarta gigante. ¿Le gusta la tarta de arándanos?

—Mucho.

—Pues no se hable más. Le enseñaré su alojamiento y de paso le presentaré al viejo inventor. Pídale que le hable de su último invento; le encanta hacerlo.

* * *

Parker espera y parece satisfecho porque han encontrado a un muchacho que responde al perfil psicológico que buscan.

—¿Perfil psicológico? Esos imbéciles elaboraron hace treinta años el perfil psicológico de Garganta Profunda y nunca consiguieron desenmascararlo, pese a que no podían elegir más que entre una veintena de sospechosos. ¿Cómo es que ahora están tan seguros?

—Por lo visto es un hacker.

—¿«El hacker de Pozoviejo»? A mí me parecen unos cretinos que no tienen ni puñetera idea de por dónde les da el aire.

—Estoy de acuerdo, pero si se lo proponen conseguirán que nos condenen al ostracismo. El asunto es muy grave.

—¿Y a mí me lo dices? El presidente me trata como a un apestado y si aún no me ha sustituido debe de ser porque nadie quiere cargar con semejante muerto. Me recuerda lo del Prestige; todos los ministros implicados echaron a correr alegando ignorancia y lavándose las manos hasta que la mierda nos llegó a las cejas.

—En ese caso tuvimos suerte; nadie salió condenado.

—No se trató de suerte, sino de jueces, y dudo que si algún día nos juzgan dispongamos de los mismos.

—Bastará con que sean parecidos.

—No lo serán si en ese momento estamos en la oposición, o sea que no pienso arriesgarme. He hecho algunas llamadas de cara a un futuro lejos de la política, y por la vieja amistad que nos une te aconsejo que te lo pienses… Y ahora haz pasar a ese mendrugo.

Lo recibió con la más amable de sus sonrisas y lo primero que hizo fue felicitarlo por su éxito al haber conseguido encontrar a un presunto culpable, aunque la respuesta del americano, que hablaba un castellano casi perfecto con un claro acento sudamericano, lo dejó helado:

—Con todos los respetos, señor ministro, no nos andemos con pendejadas: ese muchacho sabe tanto del tema como yo, lo cual quiere decir que no sabe absolutamente nada.

—¿Entonces…?

—Algo tenía que decir y confiamos en que ese chico, que ciertamente es un apasionado de la informática y parece listo, nos cuente algo sobre la gente del pueblo que tenga algo que ver con la tecnología, porque la mayoría solo entiende de vacas.

—Es que es una región eminentemente ganadera.

—De eso ya nos hemos dado cuenta. Y es casi de lo único que nos hemos dado cuenta, porque en cuanto al resto seguimos como el primer día. No se trata de vacas, personas, tormentas, torres de alta tensión o repetidores de señales. Es algo distinto.

El silencio de aquel que lo contemplaba desde el otro lado de la mesa no era el de quien aguarda una aclaración o quien se siente profundamente desencantado, sino el de alguien cuya mente parecía haber huido del enorme despacho, e incluso del gigantesco edificio.

Tras unos momentos de espera, Dan Parker añadió:

—Necesitamos ayuda.

—Le he dado todo lo que me ha pedido. ¿Qué más quiere?

—No lo sé.

—Y si usted, que se supone que es el especialista en solucionar este tipo de problemas, no sabe lo que quiere, ¿cómo puedo saberlo yo?

—El único especialista en este tipo de problemas solo puede ser alguien que sepa de ciencias ocultas, pero como comprenderá no es cuestión de empezar a recurrir a magos o adivinos. Al día siguiente tendría que buscarme otro empleo.

—Yo ya he empezado a hacerlo.

Su interlocutor lo observó como si lo viera por primera vez y al poco inquirió:

—¿Se da cuenta de lo disparatado de esta conversación? Usted es ministro y yo director de una agencia de información que controla los teléfonos de los presidentes de países amigos, pero estamos aquí, sin saber qué decir, mientras la sociedad que hemos contribuido a construir se tambalea.

—Confío en que será un fallo al que se encuentre remedio.

—¿Y si no lo fuera? ¿Y si existe alguien capaz de agrandar ese fallo y conseguir que todo este el tinglado se venga abajo?

—No quiero ni pensarlo…

—Bastaron unos fanáticos aprendices de pilotos para derribar las Torres Gemelas, y esto sería infinitamente más grave, o sea que sintiéndolo mucho y aunque signifique admitir mi fracaso, si dentro de una semana no hemos conseguido solucionarlo, ordenaré a las redes que dejen de conectar con España.

—Eso nos aislaría del mundo.

—Mírelo por el lado positivo; el primero que empiece a adaptarse a una nueva forma de vida que no priorice la comunicación a cualquier otro concepto llevará ventaja. En este mismo instante deben de estar diciéndose miles de miles de millones de tonterías a larga distancia, pero ni una sola cosa sensata cara a cara. Eso tiene que cambiar.

—Algunas empresas ganan miles de miles de millones gracias a que tanta gente anda diciendo tonterías a larga distancia.

—Pretenden continuar ganándolos y por lo tanto les inquieta que una minúscula región que ni siquiera figura en la mayor parte de los mapas constituya una amenaza. Los conozco y le garantizo que si para acabar con ese peligro tuvieran que lanzarle encima una bomba nuclear, no dudarían en hacerlo.