Claudia se mostró muy sorprendida al ver la escopeta, y más aún cuando su esposo le contó la curiosa historia del hombre que había estado a punto de suicidarse porque no conseguía vender discos.
—Lo que importan no son esos discos, sino lo que representan. Tendríamos que comenzar a preparar una lista denunciando todo aquello que debería volver a la normalidad.
—Será muy larga.
—Iremos anotando cuanto nos parece injusto o desproporcionado, por si llega un momento en que estemos en condiciones de negociar…
—¿Negociar…? Creí que lo que pretendíamos era destruir un sistema que lleva al precipicio, no aceptar componendas.
Ella lo observó un tanto perpleja y se detuvo en la tarea de aliñar la ensalada para dirigirle una severa mirada de reproche.
—Me he pasado ocho horas dando vueltas por caminos infernales y casi no consigo volver, porque en estas puñeteras montañas la brújula continúa señalando el norte pero luego las cosas no se encuentran donde se supone que deberían estar.
—Ya te lo advertí; aquí arriba las brújulas pueden llegar a ser muy traicioneras.
—Lo sé, y admito que he pasado miedo y estoy agotada, pero por eso mismo no creo que tanto esfuerzo valga la pena si lo único que pretendemos es destruir por el simple afán de destruir. Podemos arrasarlo todo o determinar cuáles deben ser nuestros límites, porque no todo lo que arrasáramos sería malo.
—Tal vez tengas razón, pero nadie nos garantiza que nuestros límites sean los apropiados.
—Podríamos consultarlo.
—¿Con quién?
—Con los interesados.
—No acabo de entenderte.
—Pues es muy fácil; si de lo que hagamos o dejemos de hacer va a depender el futuro de millones de personas, deben ser esos millones de personas las que decidan lo que les parece bien y lo que les parece mal.
—¿Y cómo lo conseguiríamos?
—Utilizando las armas de aquellos a los que pretendemos combatir y en las que radica el origen del problema: las redes sociales.
—¿Y quién crees que va a ser tan estúpido como para oponerse a algo que usa?
—Todos aquellos que opinan que se abusa. Mientras almorzaba en un bar de carretera, estuve viendo cómo entrevistaban a un chico que había abandonado la carrera para dedicarse a jugar al póquer on-line durante diez horas diarias. Había conseguido ganar algún dinero y no solo alardeaba de ello, sino que los entrevistadores le aplaudían. A mi modo de ver eso incitará a miles de muchachos a seguir su ejemplo y dejar los estudios pese a que, como en todo juego, son más los que pierden que los que ganan. Muchos padres, que también usan las redes, opinarán que ese es un límite que nunca debería haberse traspasado.
—Y estoy de acuerdo.
—Pues ya tenemos el primer peldaño de una larga escalera.
—¿Que sube al cielo o baja al infierno?
—Dependerá de nuestro esfuerzo, de nuestra buena voluntad, y de ese don que se te ha concedido sin haberlo solicitado.
—¿Don o maldición?
—Eso tan solo lo sabremos cuando hayamos llegado a donde tenemos que llegar. Si es que llegamos a alguna parte.
—De momento en el camino estamos y mañana seguiremos.
Pero a la mañana siguiente les resultó imposible seguir.
Al abrir las cortinas, Claudia se quedó boquiabierta al comprobar que al otro lado del cristal de la ventana no había nada.
No era de noche, pero tampoco era de día.
Cabía imaginar que se habían sumergido en una gigantesca sauna en la que el vapor apenas dejaba pasar una ligera luz grisácea y se hacía necesario aguzar mucho la vista para imaginar, más que ver, el grueso tronco del pino que se alzaba a menos de tres metros de distancia.
Ninguno de los dos se había enfrentado nunca a una niebla capaz de mantenerlos inmóviles y aislados durante dos días. Era como si un errante mar de nubes en continuo movimiento hubiera decidido hacer un alto en su agotador viaje hacia un horizonte que carecía de límites, tumbándose a dormitar sobre las mullidas copas de los árboles mientras rozaba con la punta de los dedos el agua del riachuelo que corría por el fondo del valle.
En un principio el fenómeno se les antojó molesto debido a que retrasaba sus planes, pero no tardaron en advertir que aquella prisión sin barrotes ofrecía el sorprendente encanto de poder dedicarse el uno al otro como si no existiera nada más en este mundo.
Sin televisión, radio, paisaje o tan siquiera la posibilidad de dar un paseo por miedo a que la niebla los convirtiera a su vez en niebla, aprovecharon el tiempo para comer, dormir, leer, hacer el amor y, sobre todo, hablar. Fue como redescubrir el placer de la conversación en sí misma, expresando ideas y sentimientos que siempre habían preferido mantener ocultos, no porque fueran secretos inconfesables, sino más bien por timidez o temor al ridículo.
—Te agradecería que procurases que me entierren de costado.
—¿A qué viene un capricho tan idiota?
—A que si morir significa el descanso eterno, me horroriza pensar que no descansaré como me gusta, porque jamás he conseguido dormir boca arriba. Los niños no crecen estirados en el vientre de su madre; lo hacen en posición fetal, que es la más lógica, y por lo tanto deberíamos acabar nuestra vida tal como la iniciamos y tal como la mayoría pasamos parte de ella.
—Empiezo a entender por qué te ocurren las cosas que te ocurren, pero te prometo que lo intentaré, aunque para facilitar las cosas deberías intentar morirte en posición fetal.
—Haré lo que pueda.
—De todas formas, me resultará difícil encontrar un ataúd cuadrado.
—Suena a humor negro de baja estofa, pero como he sido yo quien ha sacado el tema, te disculpo. ¿A ti cómo te gustaría morir?
—Hundiéndome lentamente para acabar de comida para los peces, porque al fin y al cabo ellos han sido siempre mis mejores amigos, mientras que jamás he tenido ninguna relación con los gusanos. Ni siquiera con los de seda.
—Me parece justo.
—Me sorprende que últimamente estemos de acuerdo en tantas cosas.
—Los momentos difíciles unen a las personas o las separan, pero rara vez las mantienen indiferentes.
El tercer día amaneció despejado, como si la niebla hubiera sido un sueño del que despertaran de improviso, y por un lado lo agradecieron, aunque por el otro lo lamentaron, dado que a partir de ese momento carecían de disculpas para mantenerse inactivos, y lo cierto es que les atemorizaba enfrentarse a la ardua tarea que tenían por delante.
Claudia había ido trazando sobre el mapa diversas rutas por las que conseguirían avanzar sin demasiados riesgos, pero indefectiblemente llegaba un momento en que no existía forma humana de mantenerse lejos de zonas habitadas.
A partir de un determinado punto, a falta aún de casi cien kilómetros para la frontera con Francia, el peligro resultaba innegable.
Dudaban sobre si el sistema que habían ingeniado para evitar ser detectados sería de utilidad, o si por el contrario en cuanto se acercaran a una ciudad la gente comenzaría a volverse tan histérica como de costumbre. Pero no les quedaba más remedio que arriesgarse.
Se pusieron en marcha; avanzaron a paso de tortuga, tuvieron que detenerse a cambiar un neumático reventado, y cuando al fin avistaron en la distancia un grupo de casas se desviaron hacia el este.
Era como el juego de la oca, diez kilómetros hacia delante y en ocasiones cinco hacia atrás, y cuando llegó lo inevitable debido a que la única carretera existente pasaba por el centro de un pueblo, Claudia se puso el volante mientras su marido se refugiaba en el interior de la caravana.
Habían cubierto las paredes, el techo y el suelo con una espesa capa de pintura a la que habían ido añadiendo con infinita paciencia limadura de plomo, pues habían averiguado que un teléfono móvil encerrado en una caja de ese metal no recibía señales y confiaban en que el efecto fuera el mismo pero a la inversa.
Esa era en esencia la teoría, pero, tal como suele suceder, de la teoría a la práctica se hace necesario recorrer un largo camino que demasiado a menudo concluye en un rotundo fracaso.
Y en este caso el fracaso no admitía componendas.
Atravesaron el pueblo procurando no llamar la atención, quince kilómetros más allá se apartaron de la carretera y se detuvieron en mitad de un bosquecillo, donde desengancharon la caravana para que Claudia volviera a comprobar si habían ocasionado algún destrozo a su paso.
Regresó con una botella de vino blanco y dos enormes langostas recién cocidas, comentando que nunca habría imaginado encontrarlas tan grandes y tan vivas en el restaurante de un pueblo tan pequeño y tan muerto.
Celebraron el éxito de su estratagema con un pantagruélico banquete, y el vino y el marisco no tardaron en hacer su efecto, debido a lo cual acabaron haciendo el amor con más ímpetu que durante su primera noche en Fráncfort, comportándose a ratos como niños traviesos y otros como un hombre y una mujer aterrorizados por las consecuencias de sus actos.
—No puedes pasarte el resto del viaje aquí dentro. En la frontera suele haber bastante más vigilancia y si ven a una mujer sola remolcando una caravana tal vez llame la atención.
—Lo sé.
—Si me paran y te obligan a bajar, la habremos jodido.
—También lo sé, y no he querido decírtelo porque imaginaba que te opondrías, pero ya había previsto que cruzaras la frontera sola mientras yo continúo a pie. Aunque te parasen, no ocurriría nada porque la documentación está en regla.
—¿A pie…? ¿Tienes idea de lo que eso significa?
—Un paseo de tres o cuatro días…
—¡Menuda paliza!
—Recuerda que te casaste con un senderista.
—Bastante magullado, por cierto.
—Eso sí.
Claudia intentó negarse alegando que no se encontraba en sus mejores condiciones físicas, pero pronto acabó admitiendo que aun así era una solución acorde con su forma de comportarse, dado que solía pasarse la mayoría de los veranos vagando por valles y montañas sin más compañía que un cayado y un buen libro.
—Tómatelo con calma, no tenemos ninguna prisa porque lo mismo da acabar con el mundo dentro de un mes que dentro de cuatro…
Eligieron cuidadosamente el punto en que deberían reunirse una vez en Francia y al alba se despidieron procurando no mostrar la angustia que sentían, puesto que quien se alejaba agitando la mano no era un hombre que partiera hacia la guerra o a eliminar peligrosas fieras: era un hombre que emprendía una larga y peligrosa caminata procurando eludir a un enemigo invisible.
En otras circunstancias tan solo habría sido, en efecto, «un tranquilo paseo» durante el que habría disfrutado observando los pájaros, pero por desgracia en esta ocasión sus viejos prismáticos tenían que permanecer más atentos a los tendidos eléctricos y las torres de repetición que a los nidos de las rocas o las copas de los árboles.
Amaba la soledad de aquellas largas caminatas en las que de tanto en tanto se sentaba a leer o a dormitar sintiéndose casi el único habitante del planeta, pero ahora incluso las ideas le pesaban y no podía dejar de pensar en la gravedad de lo que intentaba llevar a cabo.
Sabía que se estaba arrogando funciones que no le correspondían, y temía que llegara un momento en que se considerara a sí mismo un ser todopoderoso, una especie de dictador ante el que la humanidad debía inclinarse.
La egolatría es una semilla implantada en el cerebro de todo ser humano y es tanto mayor cuanto menor es el tamaño de ese cerebro. En ciertos casos no le queda más remedio que dormitar, dado que no tiene razón válida alguna para germinar, pero siempre lucha por salir a la luz.
Enfrentarse a la propia egolatría suele ser una implacable lucha que se gana o se pierde en la primera batalla, ya que hay que tratarla como un lobezno al que se hace necesario azotar en cuanto enseña los colmillos, porque de lo contrario acabará clavándotelos en el cuello.
Aquel retorcido siberiano que disfrutaba convirtiendo a los sapos en príncipes y a los príncipes en sapos parecía estar advirtiéndole sobre el peligro que corría si no azotaba a tiempo al lobezno que rondaba en su interior cada vez que se planteaba la posibilidad de enfrentarse al sistema.
Y es que aquel nuevo «sistema» no era uno de los tantos a los que tanta gente se había opuesto en tantos lugares a lo largo de tantos siglos de historia; era un nuevo sistema que estaba muy por encima de los anteriores, tanto que había conseguido que países antaño libres dependieran ahora los unos de los otros por culpa de unas redes de comunicación que, en cuestión de segundos, eran capaces de separarlos sin el menor reparo, aun a sabiendas de que ninguno de ellos sobreviviría por sí mismo.
Las redes de internet se habían convertido en los nervios por los que la mente enviaba sus órdenes hasta la última falange del dedo meñique del pie, y muy pronto llegaría un día en el que, si fallaban, el mundo se volvería parapléjico. Ni siquiera hacía falta la intencionalidad de quienes las controlaban; bastaría con un simple accidente, y el colapso alcanzaría tales proporciones que se volvería prácticamente irreversible.
Como una guerra atómica, pero sin átomos, sin millones de muertos ni ciudades arrasadas, pero con una humanidad incapaz de reaccionar debido a que en menos de treinta años había roto los puentes que la unían a miles de años de lenta evolución.
Lo que tanto esfuerzo costó materializar se estaba convirtiendo en obsoleto y desechable, al igual que un teléfono móvil admirado como un increíble milagro de la tecnología pasaba a ser obsoleto y desechable en cuestión de meses.
Él mismo, con su absurda manía de traducir a mano, era ya un personaje de otro tiempo, obsoleto y desechable.
No obstante se le había concedido la oportunidad de poner freno a tan enloquecida carrera, algo cuya razón continuaba preguntándose.
Su desconcierto aumentó hasta límites insospechados cuando, al despertar de una larga y bien merecida siesta, se encontró rodeado de ovejas mientras un impasible pastor lo observaba sentado en una roca con el mentón apoyado sobre las manos que se apoyaban a su vez en la curva de su cayado.
—¿Por qué las atrae?
—¿Cómo ha dicho?
—Que por qué razón las ovejas acuden a usted como las moscas. Jamás había visto nada parecido, y eso que llevo medio siglo tras ellas.
—Será mi olor.
El buen hombre aspiró profundo para negar al poco.
—Huele a pies sudados y a eso están acostumbradas, porque yo apenas me los lavo. Y aquí al perro tampoco le parece extraño.
—¿Cómo lo sabe?
—Siempre sé lo que piensa porque piensa poco. ¿Lleva algo en la mochila que pueda atraer a las ovejas de ese modo? Me encantaría saberlo, porque así podría reunirlas sin necesidad de silbar ni tirar piedras.
Él abrió la mochila y colocó sobre la hierba cuanto contenía.
—Puede que sea el libro; una vez una cabra se comió uno y nunca supe cómo acababa.
—No son cabras, son ovejas. ¿Qué lleva en la cantimplora?
—Coñac.
—Pues tampoco va a ser eso, porque a las ovejas no les gusta, aunque a mí sí.
Le gustaba, en efecto, y no dudó en admitir que aquel era el mejor coñac que había probado, por lo que dieron cuenta de casi media cantimplora.
Cuando decidió alejarse, con paso poco firme debido al efecto de la bebida, las ovejas lo siguieron, por lo que su dueño tuvo que echar mano de su extraordinaria puntería a la hora de tirar piedras con el fin de evitar que se alejaran, y en el momento en que se perdía ya de vista en la distancia le gritó:
—¡Es usted un tipo muy raro!
¡Qué manía…!