Capítulo Siete

Se instalaron cómodamente, disfrutaron de una magnífica cena a la luz de una luna que jugaba a filtrarse entre las ramas de los árboles, permanecieron a ratos en silencio atentos a las llamadas de las aves nocturnas, y a ratos evocando viejos tiempos durante los que, como siempre suele ocurrir cuando se acude a los recuerdos, la vida era mucho más sencilla, mucho más feliz y sobre todo mucho más divertida porque como rezaba una vieja canción marinera:

El tiempo es al amor

lo que a la vela el viento.

Si sopla con suavidad lo llevará muy lejos.

Si sopla con brusquedad lo acabará rompiendo.

—Los políticos actuales son tan mediocres que contagian su apatía, por lo que apenas dan pie para un mal chiste.

—¡Mientras no seamos nosotros los que acabemos convertidos en un mal chiste…!

—A partir de mañana dependerá de ti.

—Lo sé, y me asusta.

Sus razones tenía, puesto que al día siguiente y a partir del momento en que desengancharon el coche y dejó atrás la caravana, Claudia se vio obligada a conducir con infinito cuidado, no solo atenta al peligroso sendero que en ocasiones bordeaba un precipicio, sino a la posible aparición de tendidos eléctricos, torres de repetición o antenas parabólicas.

Las advertencias de su marido habían sido muy claras:

—No tengas prisa y busca zonas por las que podamos avanzar sin provocar interferencias. Las casas aisladas no representan peligro, pero las aldeas sí. Lo que en verdad me preocupa es que no seas capaz de encontrar el camino de regreso.

—Tengo una brújula, y recuerda que me he pasado media vida en el mar.

—En el mar no hay bosques, ríos ni quebradas.

—Pero el norte siempre está en el mismo sitio.

—La experiencia me enseña que las montañas a menudo se divierten engañando a las brújulas.

—¡Hombre de poca fe!

—Hombre cuarentón, que viene a significar lo mismo.

Y tenía razón, porque la brújula era sin duda un antiquísimo invento que había servido para descubrir nuevos mundos o permitir a los navegantes regresar sanos y salvos al puerto de partida, pero perdía gran parte de su eficacia cuando el vehículo se detenía ante una roca desprendida o un arroyuelo desbordado, obligando a buscar un nuevo camino y a retroceder varios kilómetros.

Lógicamente ese tipo de imprevistos no estaban marcados en los mapas, ya que tenían la mala costumbre de aparecer o desaparecer según las épocas del año, especialmente en la zona que habían elegido para iniciar su insólita aventura, una de las más agrestes y despobladas del país. Estaban convencidos de que en tan remoto lugar nadie los encontraría, pero también era cierto que les resultaría muy difícil encontrar a persona alguna.

Sin embargo, no fue así, puesto que apenas habían pasado un par de horas desde la marcha de Claudia, y mientras recorría los alrededores tratando de hacerse una clara idea de la exacta ubicación de los que consideraba ya su «campamento base», advirtió que algo se movía entre los árboles.

Se aproximó sigilosamente y descubrió a un hombre armado que permanecía muy quieto con la vista clavada en la maleza.

En un principio se alarmó, luego sospechó que se trataba de un cazador furtivo que aguardaba la aparición de un ciervo, pero volvió a alarmarse cuando advirtió que tomaba asiento sobre un árbol caído, se colocaba el cañón de la escopeta bajo el mentón y alargaba la mano intentando apretar el gatillo.

Lógicamente no pudo evitar gritar:

—Pero ¿qué hace…?

El desconocido se volvió a mirarlo y mientras se encogía de hombros replicó en un tono entre molesto y despectivo:

—¿Y a usted qué le parece?

—¿No pretenderá suicidarse aquí?

—Es el lugar más solitario que he encontrado.

—Nuestra caravana se encuentra a trescientos metros y nos va a estropear las vacaciones.

—También es mala suerte.

Se aproximó con el fin de acomodarse a su lado mientras comentaba:

—Si no le importa, me gustaría saber a qué se debe que haya elegido este lugar para tomar una decisión tan drástica.

—Es muy bonito.

—Pero solitario; pasarán meses hasta que encuentren su cadáver.

—Por eso mismo lo hago. ¿Sabe cuánto cuesta un entierro?

—¿Bastarían dos mil euros?

—¿Me está ofreciendo dos mil euros para que vaya a suicidarme a otra parte?

—No, pero se los daría para que se lo pensara una semana. Si continúa con la idea, puede volver y pegarse un tiro.

—Es usted un tipo muy raro.

—Tan solo soy alguien que suele reflexionar, sobre todo cuando se trata de algo que no tiene vuelta atrás.

—Ya nada tiene vuelta atrás.

—¿Acaso está enfermo…?

—No; no estoy enfermo, pero he dedicado treinta años de mi vida a levantar la mejor tienda de discos de la región, y cuando al fin empezaba a recoger los frutos de tanto esfuerzo, mis clientes dejaron de comprar discos porque podían descargárselos gratis por las redes de internet. Esas malditas redes permiten que todo sea gratis excepto las propias redes. Proporcionan una herramienta que permite robar el trabajo ajeno, pero destrozan a quien intenta robarles su herramienta.

Comprendió que aquel aspirante a cadáver devorado por bestias carroñeras había expresado con absoluta claridad lo que millones de seres humanos experimentaban al ver cómo sus vidas se derrumbaban, y tras meditar un largo rato mientras observaba de reojo a su acompañante, que continuaba aferrando con fuerza el arma, inquirió:

—¿Conserva esos discos?

—Miles, pero no me darían por ellos ni para un entierro decente.

—Pues si emplea esos dos mil euros en alquilar un camión y llevárselos a Pozoviejo, se los quitarían de las manos. Allí ya no llegan las redes de internet porque algo se averió.

—Recuerdo que lo comentaron en las noticias, pero como no se ha vuelto a mencionar el tema creí que se había solucionado.

—Pues no es así, y dudo que llegue a solucionarse, así que las cosas pueden tener vuelta atrás.

—¿Y por qué se preocupa por mí?

—Porque estamos aquí, puedo percibir su angustia y entiendo que en su lugar también yo la experimentaría. ¿Haría usted lo mismo por alguien a punto de suicidarse?

—Supongo que sí.

—Pues con eso me basta; y con imaginar que pronto habrá otras personas que volverán a pensar como personas.

—¿Le he dicho ya que es usted un tipo muy raro?

—Últimamente empieza a ser una opinión generalizada.

El otro descargó con cuidado la escopeta y se la entregó.

—No vale dos mil euros, pero es todo lo que tengo, aparte de los discos. El cartucho me lo guardo como recuerdo.

—Me parece buena idea, por si se le vuelven a ocurrir tonterías. Y ahora, si me acompaña, le invitaré a almorzar y le daré su dinero.

—Será mi mejor almuerzo en años. Por cierto, me llamo Diego Méndez. ¿Y usted?

—Prefiero que no lo sepa.

—¿Y eso…?

—Porque no me gustaría que algún día dijera: «Fulanito de Tal me echó una mano cuando más lo necesitaba». Preferiría que dijese: «Un desconocido me echó una mano cuando más lo necesitaba».

—Pero siempre es mejor que te ayude un amigo que un desconocido…, ¡digo yo!

—Pues comete un error, puesto que todo el mundo tiene un determinado número de amigos, mientras que el número de desconocidos resulta ilimitado, o sea que el cálculo de probabilidades se inclina abiertamente hacia estos últimos.

—Con todos los respetos, se me antoja una explicación un tanto absurda, o cuanto menos pintoresca.

—No tiene nada de absurda o pintoresca. ¿Cuántas veces se le ha pinchado un neumático en la carretera y tenía un amigo cerca para ayudarle?

—Que yo recuerde, solo una.

—¿Y cuántas se detuvo a ayudarle un desconocido?

—Varias…

—¡Pues ahí lo tiene…!

—No es lo mismo.

—Sí que lo es. Mientras avanzamos por la vida se nos van pinchando las ruedas y necesitamos que alguien nos ayude a repararlas, no importa quién. Lo que importa es que luego no nos olvidemos de las ruedas de los otros.

—¡Cuando yo digo que es usted un tipo muy raro…!