Llegaron tres inspectores serios, secos y bruscos que nada tenían en común con los desorientados y cabizbajos ingenieros que habían aceptado unas cervezas, y lo primero que hicieron fue exhibir una orden de registro que supuestamente les permitía incluso derribar la casa alegando que estaba en peligro la seguridad nacional.
Conectaron infinidad de aparatos cuyas indicaciones analizaron detenidamente y escucharon con suma atención a través de auriculares, dando la sensación de encontrarse en éxtasis. Más tarde golpearon repetidamente los muros buscando estancias secretas, inspeccionaron el suelo del sótano y husmearon tras cada libro, cada mueble y cada cuadro, comportándose como hurones que olfatearan el rastro de conejos que se encontraran muy cerca, pero a los que al parecer les resultara imposible acceder.
A las dos horas se dieron por vencidos, aunque era evidente que no parecían estar en absoluto convencidos.
—¿Únicamente tienen este ordenador?
—Nos sobra con él.
—Es casi una pieza de museo.
—¿Y para qué queremos otro, si ni siquiera se puede conectar a internet?
—¿Alguien más tiene acceso a él?
—La mujer de servicio, pero no sabe manejarlo.
—¿Móviles…?
—Esos dos, pero por lo visto ahora tampoco sirven de gran cosa.
—Pronto servirán.
Se les advertía molestos, pero sobre todo frustrados, mostrando a las claras su impotencia porque habían llegado convencidos de estar avanzando por el sendero correcto.
El que los comandaba, un mofletudo de gesto agrio y bigotito cuidadosamente recortado, los observó como si estuviera intentando leer en el fondo de sus mentes, al tiempo que inquiría señalando la enorme biblioteca:
—¿Son ustedes tan listos como parece?
—Se supone que somos cultos, que es diferente.
—Nunca me he fiado de la gente demasiado culta.
—Ni yo de la gente demasiado ignorante.
—¿Tienen idea de con quién están hablando?
Claudia intervino haciendo gala de un aplomo poco imaginable dado lo tenso de la situación.
—¡No! No la tenemos, pero le pediré a mi tío, el embajador, que presente una queja ante su ministro. No tenemos por qué soportar sus malos modos debido a que no sepan hacer su trabajo. Limítense a instalar un nuevo repetidor y dejen de molestar.
—Ya ha sido instalado.
—¿Y…?
—No funciona.
—¡Vaya por Dios! Me temo que este año te vas a quedar sin fútbol, querido.
Cuando los dejaron unos momentos a solas, él no pudo por menos que comentar admirado:
—Nunca imaginé que tuvieras tanta sangre fría.
—Recuerda que soy submarinista, y si a sesenta metros no conservas la calma, estás muerta.
—¿Desciendes hasta sesenta metros…?
—A veces.
—¡Qué horror…!
—A menudo, y casi siempre en verano, me pregunto por qué diablos me casé contigo si somos tan diferentes.
—Por eso mismo.
Fue a añadir algo, pero golpearon con discreción la puerta y al poco uno de los inspectores la abrió.
—Ya hemos terminado —señaló—. Lamento lo ocurrido, pero es que el jefe está muy alterado porque este maldito asunto le supera. Normalmente no es así.
—No se preocupe; no tiene importancia.
—¿Podría pedirles un favor?
—Usted dirá.
—He visto que tienen algunos libros repetidos. ¿Les importaría prestarme uno? En la papelería del pueblo ya no queda ninguno que no haya leído, y como la televisión sigue sin funcionar las noches se vuelven interminables.
—Llévese los que quiera.
—Prometo devolvérselos.
—No hace falta; en esta casa lo único que sobran son libros. Le recomiendo esos dos, y el de tapas rojas que está sobre aquel estante. Los hemos traducido nosotros y por lo tanto sabemos de qué hablamos.
El hombre se marchó feliz, puesto que sin duda le habían librado de horas de tedio contemplando el techo de la habitación de un hotel pueblerino.
—Me preocupan esos tipos.
—Y a mí. Por cierto, ¿cuándo nombraron a tu tío embajador en Madrid?
—Continúa en Lima, pero no me pareció necesario aclarar ese punto. De todas formas, me temo que esto no acabará aquí. ¿Qué podemos hacer?
—Disminuir la tensión.
—¿Cómo?
—Abriendo un nuevo frente que les distraiga.
—Explícate.
—Si tanto les asusta lo que está ocurriendo en el culo del mundo, imagínate cómo reaccionarían cuando ocurriera en una gran ciudad que se encontrara lejos de aquí.
—¿Quieres decir con eso que estás dispuesto a iniciar la lucha?
—¡En absoluto! Lo que pretendo es desviar la atención hacia objetivos importantes y actuar en consecuencia.
—¿Y cómo llegaríamos a un ciudad que se encontrase lejos sin ir dejando un rastro de incomunicación a nuestro paso? Me imagino que con tanta tecnología no tardarían en localizarnos.
—Eso resulta evidente.
—¿Y…?
—Tendremos que buscar una solución.
No parecía empresa fácil, puesto que, efectivamente, tal como Claudia había apuntado, en cuanto abandonaran la zona que se encontraba «contaminada», comenzaría a expandir dicha contaminación, de inmediato saltarían toda clase de alarmas y los expertos, que al parecer eran muchos, no tardarían en localizarlos.
La mayor dificultad a la hora de encontrar un sistema que les permitiera viajar sin provocar desastres estribaba en que no poseían conocimientos técnicos sobre tan enrevesadas tecnologías y en que, dejando a un lado el que se refería al coltán, entre los miles de libros que se amontonaban por todos los rincones de la casa no debía de existir ningún otro capaz de aclararles las ideas.
—Está claro que somos gente de otra época.
—En ese caso debemos intentar resolver nuestros problemas con métodos de otra época…
Respondiendo a tal filosofía, tres días más tarde viajaron a la odiosa ciudad que continuaba siendo un total desbarajuste y regresaron remolcando una pequeña caravana que habían conseguido de segunda mano pero en bastante buen estado.
Al verla, Vicenta no pudo por menos que comentar:
—¿Qué piensan hacer con esa perrera?
—Tomarnos unas vacaciones hasta que las cosas se arreglen por aquí.
—Pues dependiendo de si van a mar o montaña, uno de los dos se morirá de asco… ¡Si los conoceré yo!
No era cuestión de contarle adónde pensaban ir, así que se limitaron a repintar cuidadosamente el vehículo, aprovisionarlo de cuanto pudieran necesitar cargándolo de libros y diccionarios, porque una de las ventajas que ofrecía el hecho de traducir a mano era que podían hacerlo en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia.
Provistos de los mejores mapas y con ayuda de una enorme lupa y un lápiz rojo fueron trazando con toda minuciosidad la ruta que debían seguir para no atravesar lugares densamente poblados.
—Parecemos espías.
—Más bien parecemos espiados.
—¿Estás completamente decidido?
—La decisión no la he tomado yo; la han tomado ellos. Un gran general dijo: «Nunca acoses en exceso a un enemigo vencido; déjale una vía de escape, porque si se siente acorralado puede ser más peligroso que al comienzo de la batalla. Muchas guerras se han perdido por apurar en exceso la victoria».
—Acabas de inventártelo.
—Es posible, pero no por ello es menos cierto; si nos hubieran dejado en paz, nada de lo que pueda suceder habría sucedido.
—Siempre he dicho que deberías haber escrito tu propio libro.
—Frases sueltas, casi siempre inspiradas por otras que he leído, no bastan para construir un libro, aunque tal vez algún día deberíamos contar lo que nos está ocurriendo.
—A condición de que sigamos vivos.
—Habrá que intentarlo.
Lo intentaron un viernes de madrugada, tal como solían hacer las familias que deseaban aprovechar al máximo el fin de semana, siguiendo al pie de la letra el itinerario previsto, de tal forma que al poco de salir el sol habían alcanzado ya su primer objetivo.
Se trataba de un solitario bosque que se extendía por las laderas de un grupo de escarpadas montañas, a unos cien kilómetros del punto de partida y a pocos metros de un mirador natural desde el que se distinguía un estrecho valle por el que discurría un riachuelo que en época de lluvias tenía la mala costumbre de convertirse en destructiva torrentera. Constituía un lugar perfecto para serenarse, recapacitar sin la presión de visitas inesperadas y plantearse una vez más si estaban haciendo lo correcto.
A él le agobiaba la idea de estar actuando con el único fin de salvarse, pero Claudia se mostraba absolutamente segura de sus razones, por lo que en un determinado momento señaló a modo de irrefutable argumento:
—Debemos hacerlo porque entre los años mil novecientos noventa y ocho y dos mil siete, los bancos negociaron derivados a futuro por un valor que supera los beneficios de todo cuanto han producido las industrias manufactureras del mundo durante el último siglo…
—No sigas, porque no tengo ni la menor idea de qué coño son los «derivados a futuro».
—Son operaciones financieras extremadamente arriesgadas en las que se juega con la diferencia entre el precio de un producto en el mercado en una determinada fecha y el precio que se ha acordado con anterioridad. Es como apostar a que tal día algo va a valer tanto, y se gana o pierde según se acierte a la alza o a la baja. Se trata de una economía ficticia, por lo que en la actualidad el mundo de las finanzas flota sobre una nube de dinero que nunca ha existido. A causa de ello las burbujas especulativas se sucederán y millones de personas continuarán perdiendo sus ahorros, sus puestos de trabajo y sus hogares.
—No sabía que tenías tantos conocimientos de economía.
—Eso no es economía, es estafa a nivel sideral. Este verano salí a cenar con un tipo que sabía mucho de esas cosas.
—Tus cenas de este verano empiezan a parecerme de lo más peculiares.
—¿Tú con quién cenabas?
—Con Vicenta. Y aprendí mucho sobre higos.
—¿Higos? ¿Qué clase de higos?
—Toda clase de higos. ¿Sabías que es uno de los alimentos más completos y antiguos que se conocen, el que más se consumió durante milenios por el «hombre recolector» y el primero que se aprendió a conservar secándolo? Por lo visto las higueras crecen en casi todos los terrenos y casi todos los climas, continentes, altitudes y latitudes. Las hay que apenas miden un palmo, mientras que otras alcanzan treinta metros de altura, con raíces tan fuertes que acaban destruyendo edificios.
—Me dejas atónita.
—Como tú a mí con esos dichosos derivados a futuro; la diferencia estriba en que Vicenta dormía en su cama y yo en la mía.
—Comentario asaz desafortunado, soez e inapropiado, puesto que al que cenaba conmigo no le interesaba yo sino Aldo, que como sabes mide metro noventa y es una mula.
—¿Ligó con él?
—Aldo es muy suyo y le dio una coz donde más duele. Y antes de preguntar lo que me consta que vas a preguntar, te aclararé que Aldo es un extraordinario compañero de inmersión al que puedo confiarle la vida, y por lo tanto alguien tan valioso que no conviene estropear la relación llevándoselo a la cama.
—Razón tiene Vicenta cuando dice que somos una pareja bastante rara.
—Más vale ser una pareja rara que se quiere, se respeta y aún se desea, que una normal que se aborrece, se insulta y ni se toca.
—Eso es muy cierto, y ya que hablamos del tema… ¿desde cuándo no lo hacemos bajo los pinos?
—Desde el día en que te picó un tábano en el culo. ¡Pero si estás dispuesto a arriesgarte…!
Se «arriesgó», porque durante los últimos días se estaban «arriesgando» casi con la misma pasión que cuando se conocieron, algo que no debía achacarse a que se sintieran más jóvenes, sino al hecho de abrigar en lo más profundo del subconsciente el temor a un final demasiado prematuro.
El hecho de lanzarse a una lucha sin la menor esperanza de victoria, contando con el otro como único aliado y apasionado cómplice, inclinándose sobre un mapa buscando con ayuda de una lupa un punto idóneo en que plantar cara a sus hipotéticos enemigos, tenía la virtud de revitalizar de forma sorprendente la atracción mutua que siempre habían experimentado, al punto que en ocasiones no podían evitar echarse a reír tras hacer el amor como desesperados y derrumbarse felices y satisfechos.
—Esto es mucho más efectivo que la Viagra.
—Y más barato, aunque me temo que a la larga nos va a costar más caro.
—Habrá valido la pena.