Capítulo Cinco

Las cosas no parecían querer arreglarse por sí solas y fue como si se hubieran convertido en modernos robinsones a los que no faltaba de nada, excepto las informaciones a las que estaban acostumbrados desde niños.

De tanto en tanto en la pantalla del televisor hacía su aparición la imagen de una locutora, pero lo que decía no solía tener sentido y la voz que se escuchaba correspondía a la retransmisión de un partido de fútbol o a la preparación de una receta de cocina.

El costoso aparato se había convertido en casi un mero objeto de decoración, bueno tan solo para sentarse a ver unas películas que ya se sabían de memoria, y ni siquiera intentaron conectarse a internet por miedo a que fuera más el daño que acarreara a la memoria del ordenador que sus supuestos beneficios.

Su único contacto con el exterior se limitaba al teléfono fijo, por el que solicitaban a los amigos que les mantuvieran al corriente de cuanto sucedía fuera de la «isla de silencio» en que se había convertido la zona en que vivían.

Se acostumbraron a ver pasar vehículos que parecían andar buscando fugitivos, así como a las visitas de nuevos «expertos» tanto más desorientados cuanto más tiempo pasaba sin que se aclarara el origen de tan incomprensible desaguisado.

Claudia continuaba dudando sobre la veracidad de la teoría del «inhibidor con patas», por lo que una noche decidieron aproximarse a una diminuta aldea cuyo único restaurante gozaba de la merecida reputación de servir la mejor carne en cien kilómetros a la redonda.

Al parecer el secreto estribaba en unas terneras que tan solo se alimentaban de pasto fresco y cuyos enormes chuletones se asaban en fuego de sarmientos tras haber pasado unos minutos sumergidas en un misterioso caldero al que ningún extraño podía acercarse a riesgo de recibir un sonoro coscorrón.

Salieron de casa de noche, como si se tratara de peligrosos salteadores de caminos, y fueron a detenerse a unos doscientos metros de las primeras luces, apagando los faros del vehículo y permaneciendo a la espera.

—Esto es una tremenda putada; mis padres me traían a comer aquí los domingos.

Pasaron los minutos.

Tan solo media docena de ventanas permanecían encendidas y tres pequeñas farolas iluminaban la única calle.

Al poco se escucharon voces y llamadas.

Alguien comenzó a maldecir a gritos.

¿Qué les ocurría a los televisores?

¿Por qué no funcionaban los móviles?

Regresaron por donde habían venido con una pesada carga a sus espaldas, sabiendo que habían causado un daño injusto y al parecer irreparable a quienes no les habían causado ningún daño.

Se sentaron en el salón, casi a oscuras, abrumados no solo por un amargo sentimiento de culpabilidad, sino sobre todo por la angustia.

—¿Qué vamos a hacer?

No obtuvo respuesta.

—¿Cómo voy a vivir sabiendo que dondequiera que vaya le destrozo la vida a la gente?

Tampoco obtuvo respuesta.

—Empiezo a creer que me he convertido en un monstruo.

—Tal vez no seas un monstruo; tal vez lo que ocurre es que te has convertido en un elegido.

—¿Elegido para qué? ¿Para provocar el caos?

—O para poner un poco de orden en el caos. Una parte de Pozoviejo está furiosa o asustada, pero otra parece respirar a gusto, como si de pronto dejara de sentir la insoportable presión que les viene atosigando desde que comprendieron que las máquinas eran las auténticas dueñas de sus actos. La panadera incluso se sentía feliz comentando que por primera vez en años había conseguido hablar más de cinco minutos seguidos con sus hijos.

—En eso puede que tengas razón.

—La tengo. La otra noche me encontraba en un romántico restaurante a la orilla del mar en la que una joven pareja, los dos guapísimos, en lugar de hablar, besarse o meterse mano, se dedicaban a enviar mensajitos por el móvil como si se encontraran a mil kilómetros el uno del otro.

—¿Y qué hacías tú en un romántico restaurante a orillas del mar?

—Se supone que ligar, pero mi supuesto pretendiente se pasó más de una hora intentando enseñarme la infinidad de cosas que podía hacer con su nuevo móvil, y que le bastaba con apretar una tecla para saber si llovía en Chicago o quién estaba ganando las elecciones en Grecia.

—Me parece una falta de respeto; tú te mereces mucho más.

—¡Y tanto! A los postres le dije que iba al baño y supongo que aún me estará esperando, a no ser que ni siquiera reparara en que me había largado.

—¿Moraleja…?

—De tanto comunicarnos hemos dejado de comunicarnos.

—En otras circunstancias te diría que me habría gustado romperle la cara por haber menospreciado a una mujer tan excepcional, pero lo cierto es que estoy demasiado asustado como para tenerlo en cuenta.

—Nunca has sido pusilánime.

—Olvidas cómo suelo serlo en cuanto me acerco al mar. Y esto es peor.

—¡Ciertamente!

—¿Qué me harán cuando descubran que por mi culpa no se puede hacer una transferencia de cientos de millones ni espiar los móviles de jefes de gobierno?

—Enterrarte en un hoyo muy profundo.

—Tenía pensado llegar a los sesenta.

—También yo, pero veo que mal camino llevamos. Y ahora dejemos de jugar a ser tan listos y empecemos a decidir qué vamos a hacer.

—Yo lo dije primero, pero tienes razón; como nunca hemos tenido que enfrentarnos a auténticos problemas, siempre estamos intentando epatarnos el uno al otro con estúpidas exhibiciones de ingenio, pero ahora el peligro es real y esa forma de jugar no sirve.

Su mujer se limitó a asentir con la cabeza aceptando que debido a su profesión llevaban demasiados años viviendo inmersos en lo que podría considerarse una especie de «empacho cultural», y a menudo tendían a comportarse como si acabaran de surgir de las páginas de una novela. Y eso era lo que quizás había ido convirtiendo su relación en algo lo suficientemente artificial como para llegar a aparentar indiferencia ante comportamientos poco habituales en un matrimonio bien avenido.

Por el mero hecho de disponer de suficientes medios económicos, trabajar en algo que les apasionaba, vivir aislados y no tener hijos, se habían convertido en una pareja atípica que siempre había vivido en el casi etéreo mundo de las letras, pero que de pronto se había precipitado de cabeza sobre el duro cemento del mundo de las ciencias.

—Lo primero que tendríamos que averiguar es a qué demonios nos estamos enfrentando. ¿Qué sabes sobre teléfonos móviles?

—Que juré que jamás tendría ninguno, pero al final caí en la trampa en que ha caído gran parte de la humanidad porque alguien ha sabido ingeniárselas a la hora de quitarle a la gente su trabajo, su casa, su dignidad e incluso a su familia, dándole a cambio las migajas de un aparatito cada vez más ridículamente sofisticado.

—A veces resulta útil.

—También resultan útiles los sacacorchos y no se han convertido en la esencia de nuestras vidas.

—No empieces de nuevo y concentrémonos en lo que importa. ¿Tenemos algún libro que trate sobre el tema?

—Hace años traduje uno que trataba sobre una región del Congo donde se explota a los niños que extraen un mineral que resulta esencial para las nuevas tecnologías, pero no recuerdo cómo se titulaba.

—Supongo que estará en la biblioteca.

—Seguro.

—Pues vamos a buscarlo.

El mundo avanza a tal velocidad que amenaza con regresar a sus orígenes.

Al ver a unos infelices muchachos, la mayoría niños, trabajar doce horas diarias en unos yacimientos que cuando menos se espera se desplomarán sobre sus cabezas ahorrando a sus explotadores el trabajo de enterrarlos, no cabe por menos que preguntarse qué hemos hecho tan rematadamente mal para que nuestro futuro esté en sus manos.

Cuando el presidente de una multinacional envía un mensaje ordenando que se realice una transferencia por internet, lo envía gracias al esfuerzo de esos niños.

Cuando el piloto de un avión confía en su GPS a la hora de conducir a trescientos pasajeros a la seguridad de un aeropuerto perdido en una diminuta isla, lo consigue gracias al esfuerzo de esos niños.

Cuando un sofisticado satélite observa la Tierra enviando información sobre la dirección y la fuerza de un huracán, guarda su posición en el espacio gracias al esfuerzo de esos niños.

En la actualidad cuatro mil millones de seres humanos, es decir, más de la mitad de los habitantes del planeta, depende de un modo u otro de un puñado de críos hambrientos.

Dentro de unos años la humanidad no será capaz de desenvolverse sin ellos.

Los medios más rudimentarios, palos, troncos, picos, palas, escoplos, martillos y unas manos que no han tenido tiempo de aprender a escribir, constituyen la base sobre la que se asienta la fabulosa tecnología punta del orgulloso siglo XXI.

¿Cómo se explica?

¿Acaso hemos sido tan inconscientes como para no darnos cuenta de que corremos ciegamente hacia el abismo?

Hace poco más de treinta años alguien, nadie sabe exactamente quién, comprendió que un metal casi desconocido, el tantalio, poseía propiedades físico-químicas casi mágicas, puesto que era mucho mejor conductor de la electricidad y el calor que el cobre, a la par que dúctil, maleable, de gran dureza, con un alto grado de fusión e inoxidable, ya que tan solo lo ataca un ácido fluorhídrico que apenas existe en la naturaleza.

Pese a que había sido descubierto en 1820 por el sueco Jakob Bercelius, que le dio el nombre en alusión a Tántalo, el hijo de Zeus que entregó la ambrosía de los dioses a los seres humanos, y al que su padre castigó condenándolo a sufrir sed eterna, nunca se le había prestado una especial atención hasta que a la luz de dicho hallazgo los fabricantes de toda clase de aparatos electrónicos encontraron el cielo abierto.

Se había dado el pistoletazo de salida a una dura competición en la que lo único que importaba era ganar.

Ganar dinero, ganar prestigio, ganar tecnología, ganar cuotas de mercado…

De la noche a la mañana los mostradores se abarrotaron de nuevos productos que atraían a millones de clientes fascinados por la idea de comunicarse con el resto del mundo por medio de un aparato que podían llevar a todas partes y cabía en la palma de la mano.

Con el nacimiento del nuevo siglo nacía de igual modo un nuevo concepto en la forma de relacionarse.

La carrera se fue acelerando hasta alcanzar un ritmo de vértigo.

La industria armamentista no tardó en comprender que con la naciente tecnología conseguirían que un misil disparado a cientos de kilómetros impactara con precisión milimétrica sobre un blanco determinado, aunque con frecuencia un error humano en el cálculo arrasara un hospital o destruyera un edificio cercano causando cientos de víctimas.

Los terroristas tampoco tardaron en comprender que el móvil les serviría para detonar bombas a distancia.

Por si ello no bastara, el ochenta por ciento de las reservas mundiales se localizaban en un solo país, la República Democrática del Congo, y eso venía a significar que el futuro de las nuevas tecnologías que se habían apoderado de la voluntad de los seres humanos se asentaba en un remoto punto del corazón de África.

El problema estaba servido.

La República Democrática del Congo debería ser una nación de una prosperidad apabullante, ya que cuenta con la tercera parte de las reservas mundiales de estaño, gran cantidad de uranio, cobalto, petróleo, oro, inmensos bosques y el mayor potencial de energía hidráulica conocido. No obstante, el noventa por ciento de sus habitantes malvive por debajo del umbral de la pobreza, e incluso de la miseria.

Por ello se han convertido en una presa codiciada por las grandes potencias, que han encontrado la forma de despojarlos de sus riquezas provocando un sinfín de guerras disfrazadas de enfrentamientos fronterizos o tribales que han costado la vida a casi cinco millones de seres humanos.

Estados Unidos, Francia, Holanda, Alemania y Bélgica, así como las empresas fabricantes de aparatos de tecnología punta, Alcatel, Compac, Dell, Ericsson, HP, IBM, Lucent, Motorola, Nokia, Siemens, AMD, AVX, Hitachi, Intel, Kemel o NEC, no parecen dispuestas a permitir que sea el gobierno del Congo quien imponga sus precios y decida a quién vende el coltán y a quién no, por lo que se limitan a aplicar el viejo dicho de «a río revuelto ganancia de pescadores».

Su estrategia consiste en sobornar a una falsa disidencia interna para que provoque alborotos al tiempo que incitan a los países vecinos, Uganda, Ruanda y Burundi, a intervenir militarmente y aprovechar la violencia para ir expoliando los yacimientos de forma descarada.

Leonardo da Vinci dejó escrito:

Se verán sobre la tierra seres que siempre estarán luchando unos contra otros con grandes pérdidas y frecuentes muertes entre ambos bandos. Su malicia no tendrá límites. Con su fortaleza corporal derribarán los árboles de las selvas. Cuando se sientan hartos de alimentos, su acción de gracias consistirá en repartir muerte, aflicción, sufrimiento, terror y el destierro a toda criatura viviente. Su ilimitado orgullo les llevará a desear encumbrarse hasta el cielo, pero el excesivo peso de sus miembros les mantendrá aquí abajo. Nada de lo que existe sobre la Tierra, debajo de ella o en las aguas quedará sin ser perseguido o molestado y lo que existe en un país será traspasado a otro.

Y en otra de sus notas asegura:

Los metales saldrán de oscuras y lóbregas cavernas y pondrán a la raza humana en un estado de gran ansiedad, peligro y confusión… ¡Qué monstruosidad! ¡Cuánto mejor sería para los hombres que los metales volvieran a sus cavernas! Por su causa perderán la vida infinito número de hombres y animales.

Teniendo en cuenta los millones de muertos de esa interminable contienda y observando esas selvas arrasadas y los padecimientos que se reflejan en los rostros de unos muchachos que se saben en continuo peligro, no cabe por menos que preguntarse cómo es posible que hace quinientos años el indiscutible genio de todos los genios tuviera tal capacidad de visión del futuro.

Pondrán a la raza humana en un estado de gran ansiedad, peligro y confusión.

Ese es exactamente el punto en que nos encontramos ahora: ansiedad por lo incierto del futuro, peligro ante la evidencia de que la sociedad que hemos construido tan chapuceramente puede derrumbarse sobre nuestras cabezas, y confusión frente a unos brutales acontecimientos que nadie se siente capaz de explicar con la suficiente claridad.

Y es que la esencia del demoníaco juego que se plantea en la República Democrática del Congo estriba en que ha sido diseñado con la intención de que nadie consiga ganar, nunca.

Ni gobierno, ni hutus, ni tutsis, ni ugandeses, ni ruandeses ni las mismísimas Naciones Unidas que acudieran al rescate.

Es como una kafkiana partida de ajedrez en la que todas las piezas fueran peones que se movieran en las cuatro direcciones con la seguridad de que no existe rey, ni reina, ni posibilidad alguna de dar jaque mate al enemigo.

Es la guerra por la guerra, sin perseguir otro objetivo que aquel que han perseguido todas las guerras no religiosas desde la noche de los tiempos: obtener un beneficio ilícito.

—Evidentemente, Leonardo era un genio adelantado a su tiempo en todos los sentidos. Esa frase, «Pondrán a la raza humana en un estado de gran ansiedad, peligro y confusión», demuestra hasta qué punto era capaz de prever el futuro.

—Por algo era italiano.

—No empecemos con estúpidos nacionalismos…

—No empiezo, y volviendo al tema que analiza el libro, resulta evidente que los países que proporcionan las materias primas para las nuevas tecnologías sufren hambre, guerras y esclavitud, mientras que en los países a los que van destinadas esas nuevas tecnologías cada vez se eliminan más puestos de trabajo. Por lo visto los únicos que salen beneficiados son unos pocos privilegiados que controlan esas tecnologías.

—Como de costumbre.

—Pues sería un buen momento para intentar cambiar de costumbres.

—¿Cómo?

—No lo sé, pero por lo que nos está ocurriendo parece ser que el sistema tiene un talón de Aquiles que le obliga a cojear, y si consiguiéramos que esa herida se gangrenara, las todopoderosas empresas informáticas podrían acabar por derrumbarse.

—¡Un momento…! ¿No se te estará pasando por la cabeza la idea de plantarle cara al resto del mundo?

—Al resto del mundo, no. Solo a la pequeña parte del resto del mundo que está jodiendo a la mayor parte del resto del mundo.

—Habíamos convenido en dejar a un lado demostraciones de ingenio que no vienen a cuento. Lo que estás proponiendo es inaudito.

—Sin pretender dar muestras de ingenio, lo verdaderamente inaudito no es lo que estoy proponiendo, sino lo que está sucediendo.

—En eso te doy la razón, ya ves tú.

—¿A cuántos seres humanos se les ha presentado la oportunidad de modificar el curso de la historia, no ya de un país o un continente, sino de todo un planeta?

—Supongo que a muy pocos.

—Pues ahora resulta que, sin comerlo ni beberlo, te has convertido en uno de ellos, puesto que cada uno de tus actos puede repercutir sobre las cotizaciones de las bolsas mundiales, el movimiento de tropas en la frontera coreana o la política exterior de Rusia, Alemania y Estados Unidos.

—¡Qué tontería…!

—¿Tontería…? ¿Qué ocurriría si en estos momentos te encontraras en el centro de Moscú, Berlín o Nueva York?

—Prefiero no pensarlo.

—Pero como te conozco, me imagino que ya lo has pensado.

—¡Naturalmente!

—¿Y…?

—No creo que tenga derecho a interferir en la vida de tanta gente cuando no me siento capaz de determinar cuáles serían las consecuencias.

—Actuar de buena fe siempre es disculpable; no actuar por desidia siempre es condenable. Infinidad de veces la humanidad se ha hundido porque quienes podían haber frenado a tiempo su caída prefirieron mantenerse al margen. El ejemplo más reciente lo tenemos en los nazis.

—No es comparable.

—Lo es en cuanto que se trata de permitir que el poder, ya sea en forma de tanques, cañones, bombas nucleares o tecnología punta, se concentre en pocas manos. Si consiguiéramos despojar a los gobiernos, cualquiera que fuese su ideología, de sus medios de comunicación y su capacidad de influir en la opinión de las masas, esas masas empezarían a pensar por sí mismas.

—¿Y eso es bueno o es malo?

—Si se lo preguntas a los millones de parados de este país, te contestarán que es bueno, pero si se lo preguntas a sus miles de políticos, te dirán que es malo.

—¿Y si se lo pregunto a treinta millones de usuarios de telefonía móvil?

—Supongo que cada uno te responderá según sus circunstancias.

—Sea como sea, sigo opinando que no tengo derecho a decidir por los parados, ni por los políticos, ni por los usuarios de móvil.

—Es posible, pero existe otra forma de verlo. ¿Estás dispuesto a pasar el resto de tu vida siendo un prisionero que no puede alejarse más que una docena de kilómetros de su propia casa?

Aquella era una difícil pregunta a la que no podía responder ni con rapidez ni con ingenio, puesto que la situación exigía una profunda reflexión.

Si no quería seguir el ejemplo de los ineptos gobernantes que confiaban en que «las cosas se arreglaran por sí solas», tendría que «encuevarse» confiando en que cuantos iban y venían buscando «el foco de infección» que amenazaba el futuro de los poderosos no estrecharan tanto el círculo que acabaran por determinar que alguna culpa tenía.

Y en ese caso, tal como Claudia había asegurado, acabaría enterrado en la más profunda de las fosas.

También cabía la posibilidad de que lo diseccionaran como a un ser alienígena llegado de una lejanísima galaxia, lo cual no se le antojaba un futuro demasiado apetecible.

Cierto que a la mayoría de la gente le gustaba la idea de saberse diferente, pero no hasta tal punto.

Si por el contrario decidía presentar batalla aceptando que el destino, la naturaleza, Dios, o quienquiera que fuese, lo había elegido con el fin de dar un toque de atención a quienes parecían estar yendo demasiado lejos en su afán por convertirse en los únicos que detentaran la potestad de tomar decisiones que afectaban a miles de millones de seres humanos, corría el riesgo de ser perseguido y acosado como una rata que estuviera royendo los cables del teléfono, y a la que se hacía necesario eliminar a cualquier precio.

Dejó por ello que transcurriera un largo rato antes de señalar:

—Tendré que pensármelo.

* * *

—¿Y bien…?

El subsecretario de impoluto traje azul oscuro, impoluta camisa blanca e impoluta corbata a rayas tomó asiento al tiempo que hacía entrega a su compañero de carrera, que ahora ejercía más como ministro que como compañero de carrera, de un informe cuidadosamente encuadernado en piel.

—Aquí lo tienes.

—Sabes que no pienso leerlo porque no entendería nada; somos abogados, no electricistas.

—Creo que no se trata de electricidad, sino de ondas electromagnéticas, aunque si quieres que te diga la verdad tampoco lo tengo claro. En realidad los que lo han redactado tampoco parece que lo sepan. De momento lo único que han hecho es vigilar la zona tratando de minimizar la importancia del problema y asegurar que quedará solucionado en cuanto lleguen las piezas dañadas.

—¿Y de dónde tienen que venir esas piezas?

El sufrido subsecretario, que había alcanzado su cargo debido a una casi infinita paciencia y a una probada capacidad de no decir nunca nada que pudiese molestar a sus superiores, se limitó a responder:

—Esas piezas no existen, pero empezamos a sospechar que alguien ha conseguido diseñar algún tipo de aparato capaz de dispersar las ondas haciendo que pierdan su naturaleza y acaben entremezclándose.

—Pero ¿qué clase de tontería es esa? No entiendo mucho de física, pero se me antoja un disparate.

Su interlocutor se limitó a extraer del bolsillo el pequeño prisma de cristal que llevaba preparado y lo colocó sobre la mesa en un punto en el que daba el sol, al tiempo que señalaba:

—¿Ves cómo se descompone la luz y se vuelve de varios colores en el momento de atravesarlo? Se debe a que la luz blanca es la suma de varios haces de luz de diferentes longitudes de onda, que son desviadas de manera diferente.

—Eso ya lo sabía.

—El fenómeno se llama «dispersión», y por lo visto es el causante de las aberraciones cromáticas y del halo que se aprecia alrededor de ciertos objetos al observarlos con instrumentos que utilizan algún tipo de lentes.

—¿Y eso qué tiene que ver con lo que nos ocupa?

—Que tal vez Polifemo consigue lo mismo, pero con todo tipo de ondas.

—¿Y quién es Polifemo?

—Es el nombre en clave del sospechoso.

—O sea, que todo lo que sabemos es que existe un supuesto sospechoso al que se le ha puesto un nombre ridículo y al que nuestros «expertos» atribuyen habilidades insospechadas. ¿Es eso lo que contiene este informe?

—Más o menos.

—En resumen, que no tenemos nada.

—Nada, lo que se dice nada…

—¡Nada! Es como lo de la gripe aviar y las vacas locas, pero en tecnología; un momentáneo foco epidémico que se intenta aislar pero amenaza con descontrolarse.

—Por desgracia, sí.

—¿Y te das cuenta de lo que eso significa? Pueden poner al país en una especie de cuarentena tecnológica, cosa que nos convertiría en los parias de la humanidad, y lo único que se te ocurre es ponerle nombre a un imaginario terrorista cibernético.

—No se me ha ocurrido a mí, sino a los que se supone que saben de esto, y si consideras que mi renuncia puede servir de algo, en media hora la tienes sobre la mesa.

—Creo que la única renuncia aceptable sería la mía, o sea que deberíamos encarar el problema desde otro punto de vista buscando ayuda externa.

—Sería tanto como admitir nuestra incompetencia.

—Nosotros no hemos creado este monstruo, nos limitamos a alimentarlo, o sea que si ahora ha cogido la gripe que sean sus padres quienes lo curen. Llama a Garrido.

—En Washington aún es de noche.

—La obligación de un embajador es estar disponible las veinticuatro horas del día. Y este asunto es de la máxima prioridad.

Somnoliento y de manifiesto mal humor, Alfonso Garrido aceptó a regañadientes ponerse al teléfono pero a punto estuvo de dejar caer el aparato al escuchar lo que le comunicaban, por lo que tuvo que respirar profundamente antes de decidirse a responder:

—Lo que me estás pidiendo va contra todas las normas.

—¿Me crees capaz de sacarte de la cama si no lo considerara cuestión de vida o muerte? Aquí no hay normas que valgan, Alfonso; o arreglan este desaguisado o nos vamos al infierno.

—¡Que Dios nos ayude!

—Pues tendrá que saber mucho de tecnología de última generación.

—No es momento para bromas, y menos de tan mal gusto.

—Lo admito. Es momento de echarse a temblar.

Alfonso Garrido no sentía ganas de llorar, pero sí un insoportable dolor de estómago en el momento de rogarle al todopoderoso, prepotente y casi inaccesible Dan Parker que acudiera a la embajada con el fin de comunicarle que sus compatriotas no habían sabido resolver «un pequeño problema de telecomunicaciones». No obstante, su dolor de estómago se intensificó cuando, en lugar de obtener una respuesta despectiva, su aborrecido interlocutor admitió que no se trataba de un «pequeño problema de telecomunicaciones», sino del mayor quebradero de cabeza al que su sofisticada agencia se había enfrentado nunca.

—¿Qué imagina que hemos estado haciendo? ¿Cruzarnos de brazos? Ese asunto puede llegar a convertirse en una catástrofe de tal magnitud que aún no me he atrevido a ponerlo en conocimiento del presidente. A un solo banco, no puedo decirle cuál, se le han volatilizado casi tres mil millones de dólares sin saber cómo ni adónde han ido a parar. Oficialmente no debería reconocerlo, pero en estos momentos la mayor parte de nuestros satélites están centrados en un punto muy concreto de su país, aunque sin el menor resultado. El maldito Polifemo es francamente bueno.

—¿Quién es Polifemo?

—Ojalá lo supiera, pero es el nombre que le han puesto sus servicios secretos.

—¿Y cómo lo sabe?

—¡Oh, vamos! ¡Qué pregunta! Mi obligación es estar al corriente de todos los secretos de sus servicios secretos. Esperaba su llamada y usted sabe que la esperaba. Este es un tema demasiado importante para andarnos con las protocolarias ñoñerías habituales, porque o remamos juntos, o nos hundimos juntos.

—¿Alguna pista?

—De momento, no, pero nuestros expertos han trazado un perfil psicológico que puede sernos muy útil. Debe de tratarse de un muchacho con algún defecto físico, de entre quince y veinte años, y perteneciente a una familia desestructurada. Al ser poco sociable o sentirse rechazado ha debido de refugiarse en el mundo de las computadoras y sobre todo de los videojuegos, por lo que sospechamos que se ha construido una vida virtual que lo ha llevado a convertirse en un auténtico genio de la informática.

—Una teoría interesante…

—¡Y tanto! Polifemo tiene una personalidad obsesiva que le obliga a pasar la mayor parte del tiempo ante el ordenador, y aunque suponemos que su nivel cultural es bajo, posee un talento natural para todo cuanto se refiere a la electrónica.

—¿Y han conseguido saber todo eso sin tener la menor idea de quién es?

—Se ha avanzado mucho en el campo de los perfiles psicológicos, lo cual nos ha permitido detener a violadores, asesinos en serie, terroristas e incluso delincuentes cibernéticos.

Alfonso Garrido se había enfrentado a infinidad de problemas a lo largo de una larga carrera diplomática durante la que creía haberlo visto todo, pero cuanto le estaban contando le dejaba ciertamente perplejo.

Debido a ello, y tras unos momentos de duda, señaló:

—Por lo que tenía entendido, el problema fue motivado por una tormenta que derribó las torres de alta tensión y un repetidor de señales.

—Eso no es exactamente así, ya que durante la tormenta no se detectaron anomalías. El verdadero problema se descubrió días más tarde y el «virus» comenzó a extenderse, aunque por fortuna de momento el área contaminada permanece estable.

—¿Y qué pasará si continúa estable?

—Que en su país habrá una especie de agujero negro de telecomunicaciones, por lo que quiero aprovechar la ocasión para pedirle que nos permitan enviar a la zona a nuestros mejores técnicos.

—Ya debería saber que eso es lo que quería proponerle.

—Pues en cuanto me firme una autorización nos pondremos en marcha.