Regresó aterrorizado.
La experiencia que había vivido en la inhóspita ciudad parecía calcada a la de días antes en el pueblo, pero multiplicada por mil debido a que en esta ocasión la gente no contemplaba el hecho como una curiosa e inexplicable avería pasajera, sino como una auténtica tragedia, ya que les constaba que en el cercano Pozoviejo llevaban una semana inmersos en el caos.
Y no les faltaba razón, porque la caída de un cable de alta tensión sobre un repetidor situado a setenta kilómetros de distancia no bastaba para explicar que tanto tiempo después su ciudad sufriera idénticos padecimientos.
La palabra «contagio» había sido la más utilizada, la que corría de boca en boca, casi como si se escupiera o se tratara de la tan temida peste negra que antaño diezmara naciones e incluso continentes. Nada ni nadie conseguía detenerla cuando avanzaba como una sombra impalpable atravesando los muros de las fortalezas o las puertas de las ciudadelas y dejando a su paso un reguero de cadáveres. Luego, sin razón aparente, se esfumaba. Pero ya el mal estaba hecho.
Tras acabar el Siglo de las Luces se había iniciado el Siglo de las Tecnologías, y al parecer el destino de la humanidad había pasado a depender de unas impalpables ondas que se desplazaban por el espacio transmitiendo voces, imágenes o caracteres. Pero ahora esas ondas dejaban de comportarse como siempre lo habían hecho y parecían disfrutar retorciéndose y jugueteando sin tener en cuenta que se habían convertido en el pilar sobre el que se mantenía el inestable futuro del planeta.
Y se sentía aterrorizado debido a que había caído en la cuenta de algo que se le antojaba disparatado e inaceptable: al parecer el gran desbarajuste había comenzado en el momento en que él había llegado a «Pozoviejo», y de igual modo en el momento en que había llegado a la ciudad.
Tan solo existían dos posibilidades: o se estaba volviendo loco, o la auténtica razón del desastre era él.
—Me estoy volviendo loco.
A lo largo de su extensa carrera profesional había traducido algunos textos que profundizaban en las incontables anomalías del cerebro humano, y dadas las circunstancias consideró más práctico admitir que se estaba convirtiendo en un maniático cuya enfermiza mente le obligaba a suponer que estaba siendo testigo de desconcertantes acontecimientos, que tratar de explicar tales acontecimientos.
El cerebro podía llegar a ser un universo tan difícil de entender como el mismísimo universo, con la dificultad añadida e imprevisible de su asombrosa capacidad de cambiar de un segundo al siguiente.
Se desabrochó la camisa con intención de observar con detenimiento las llagas que le habían quedado como recuerdo de la tormenta, y no pudo por menos que preguntarse si no entraba dentro de lo posible que su mente se encontrara de igual modo cubierta de laceraciones.
Sin duda era así visto que las heridas de la piel ya apenas le molestaban, mientras que el recuerdo de tanta angustia y tanto pánico parecían querer seguirlo a todas partes.
Aunque, pensándolo bien, comprendía que su actual estado no se debía en realidad al incidente de la montaña, sino a cuantos se habían desencadenado con posterioridad, y que tal vez ni siquiera estaban relacionados entre sí.
Permaneció con la mirada clavada en el techo hasta que las emociones más que el sueño consiguieron derrotarlo, y cuando al fin abrió los ojos le sorprendió descubrirla sentada en la butaca sobre la que tenía la costumbre de lanzar sus bragas en el momento de meterse en la cama.
—¿Cuándo has llegado?
—Hace una hora.
—¿Y por qué has venido?
—Porque llamé mientras estabas fuera y Vicenta me contó lo que te había ocurrido.
—¡Maldita cotilla…! No ha sido nada…
—¡Nada y pareces un mapa! Lo que me sorprende es que estés vivo.
—¿Cómo has llegado?
—De milagro; el tren tan solo pudo entrar en la estación a diez por hora, la gente anda como loca, y al final me ha traído un taxista boliviano que no paraba de hablar asegurando que lo que está ocurriendo no es más que el preludio de una invasión alienígena, porque su país pasó por una experiencia similar hace cuatro mil años. ¡Y te juro que casi consigue convencerme!
—Y es que resulta más convincente que la teoría del cable de alta tensión que cayó sobre un repetidor…
Se puso en pie y se encaminó al cuarto de baño al tiempo que concluía:
—Lo discutiremos desayunando. Tengo un hambre canina.
Cuando hubo conseguido aplacar su «hambre canina» se sirvió una nueva taza de café mientras se echaba hacia atrás en la silla con el fin de observar mejor a quien se había limitado a verle comer.
—¿Crees que estoy loco?
—Siempre lo he creído, porque de lo contrario no te habrías casado conmigo.
—Hablo en serio.
—En ese caso admitiré que me casé contigo porque eras el hombre más cuerdo que había conocido.
—Quizás haya cambiado.
—No, al menos hasta que me acompañaste a la estación; a partir de ese instante no puedo saberlo, y de momento no te he visto papando moscas.
—Es que no hay moscas.
—Será por eso, o porque a la vista de lo que está ocurriendo te estás imaginando las mismas tonterías que el taxista.
—Es posible.
—¡Y tanto! Que seamos incapaces de entender los entresijos de las nuevas tecnologías no significa que nos hayamos vuelto locos, sino que el sistema en que fuimos educados no preveía que se iba a avanzar a tanta velocidad por tan intrincados derroteros. Me juego la cabeza a que Bill Gates no conoce cuál es el pensamiento social o la inquietud moral de Alberto Moravia.
—Ni falta que le hace, siendo uno de los hombres más ricos del mundo.
—Las cosas que no hacen falta son las que en verdad se aprecian; las que hacen falta nunca se disfrutan, simplemente se necesitan.
—¿Eso lo has traducido de algún libro?
—¿Acaso me consideras incapaz de tener un pensamiento propio?
—¡Dios me libre! Lo que ocurre es que en nuestra profesión a menudo no sabemos si somos nosotros mismos, o si somos aquel en el que hemos intentado transformarnos durante cierto tiempo. Nos comportamos como esos actores que de tanto interpretar un papel acaban por imaginar que son el personaje.
—¡Interesante teoría!
—Que no viene a cuento, porque aún no he conseguido aclarar lo que me inquieta. ¿Es posible que sea el culpable de cuanto está ocurriendo?
—¿Cómo has dicho?
—Que si te parece factible que, en el momento en que llego a un lugar, los móviles, los televisores y las redes de internet se desajusten.
—¿Es que te has vuelto loco?
—Esa ha sido mi pregunta inicial.
Claudia, mujer pragmática que no dudaba en admitir que lo que más le había atraído del que acabó siendo su marido era su forma de encarar la vida eligiendo siempre el camino de la lógica, tardó en responder, y cuando lo hizo resultó evidente que más bien buscaba un poco de tiempo para encontrar la respuesta apropiada.
—¿Estás hablando en serio?
—Totalmente.
—¡Vaya por Dios!
—No continúes dando largas y responde.
—Si así fuera, algo que ciertamente resulta inconcebible, nos enfrentaríamos a uno de los mayores problemas que se le habrían planteado nunca a nadie.
—¿Y es…?
—Que el progreso daría un gigantesco paso atrás.
—Veo que lo has entendido.
—No te confundas; entiendo lo que sucedería, no lo que está sucediendo.
—Lo que está sucediendo no lo entiende nadie, pero de lo que estamos hablando no es de las razones por las que un tren se sale de sus raíles, sino de sus consecuencias.
—Necesito una copa.
—¿A estas horas?
—Necesitaría una copa cualquiera que fuese la hora que me dijeras lo que me acabas de decir, ya que lo considero lo más descabellado que he oído nunca. Si he entendido bien, estás intentando hacerme creer que te has convertido en una especie de inhibidor, o mejor sería decir «mezclador» de ondas con patas.
—Más o menos…
—¿Y a qué se debe?
—Supongo que algo tendrá que ver con la tormenta.
—No parece una explicación muy científica.
—La explicación científica tendrán que darla los científicos, aunque dudo que la encuentren. Lo que importa son los hechos, y los hechos indican que miles de personas están viviendo una pesadilla…
Se interrumpió al advertir que un automóvil había hecho su aparición al final del largo camino de higueras centenarias, se detenía ante la puerta y de él descendían dos hombres, por lo que le gritó a Vicenta que les hiciera pasar al salón.
Los recién llegados formaban parte del «grupo de expertos» que habían enviado desde la capital con el fin de volver a poner en funcionamiento el repetidor averiado, pero no tardaron en admitir que se encontraban «confundidos», y que de momento lo único que estaban haciendo era intentar averiguar si en la zona afectada existía alguna fuente de energía capaz de interferir en el comportamiento de las ondas electromagnéticas.
—Nuestra única fuente de energía es una chimenea que tan solo encendemos a partir de octubre.
—¿Y motores?
—Los de los coches, pero visto lo visto estoy sopesando la posibilidad de instalar un generador para este tipo de emergencias que tanto complican las cosas.
—¿Nos permitirían echar un vistazo por si pudiéramos encontrar algo que nos sirviera de orientación? Reconozco que resulta poco usual, pero es que es la primera vez que se produce un fenómeno que desafía las leyes de la física.
—Considérense en su casa.
Al concluir un somero recorrido durante el que no hallaron mucho que ver, excepto una inmensa cantidad de libros que se amontonaban por todos los rincones, uno de los visitantes se atrevió a comentar en tono jocoso, aunque resultaba evidente que no estaba de buen humor:
—Va a resultar que los libros emiten demasiada energía.
—Tampoco sería de extrañar, ya que han hecho avanzar a la humanidad más que los barcos e incluso las locomotoras.
—¿Los han leído todos?
—Y algunos más.
—¡Qué cosas…!
Les invitaron a cerveza y jamón, pero aunque las cervezas estaban frías y el jamón era excelente, no parecieron disfrutarlo, comportándose como perros que estuvieran siendo apaleados por su dueño.
Estaban considerados ingenieros de alta cualificación que en buena lógica tan solo deberían haber necesitado media mañana para descubrir la raíz del problema y media tarde para solucionarlo, pero lo cierto era que llevaban días dando palos de ciego y convirtiéndose en el hazmerreír de la profesión.
—Aquí quisiera ver yo a esos que tanto nos critican, porque por estos pagos no hay más que campo abierto y plastas de vaca. Hemos comprobado los recibos de todas las casas de la zona, ninguna consume más energía de la normal y no existen fábricas o un mísero invernadero al que echarle la culpa.
—¿Y esas placas solares que se instalaron cerca del río?
—Están abandonadas, porque sin subvenciones el negocio resultó ruinoso.
—Pues a punto estuve de dejarme convencer para invertir en él.
—Suerte tuvo de no hacerlo. ¡Adiós y gracias!
—Vuelvan cuando quieran.
Cuando ya el vehículo se perdía de vista en la distancia, Claudia señaló:
—No creo que vuelvan.
—Esos no, pero si las cosas no se arreglan por sí solas vendrán otros, porque es mucho lo que está en juego.
—Tan solo los malos políticos creen que las cosas se arreglan por sí solas.