Capítulo Tres

—¿Qué ocurre?

—Que nada funciona.

—¿A qué te refieres?

—A todo.

—¡Aclárate…!

—Televisores, móviles, internet; aquí el mundo parece haberse ido al infierno.

—Volveré mañana.

—¿Para qué? ¿Qué entiendes tú de televisores, móviles o internet? Lo único que sueles hacer es apretar teclas para ponerlos en marcha y cagarte en su padre cuando no funcionan.

—Eso es muy cierto…

—Pues disfruta de tus vacaciones porque me las arreglo con Vicenta; lo único que quería era ponerte al corriente para que no te alarmes al ver que no respondo a tus llamadas.

—Lo cierto es que empezaba a inquietarme.

—Pues no hay motivo. ¿Qué tal los peces?

—¿Qué peces…? En este jodido mar ya no quedan peces. ¿Cómo va la traducción?

—Lenta pero segura.

—Aún no me explico cómo consigues entender un idioma que tiene ese puñetero alfabeto. Y ahora te dejo, que me estoy quedando sin batería. ¡Te quiero!

—Yo también.

Colgó sin haber mencionado el incidente de la tormenta, puesto que al fin y al cabo Claudia tampoco entendía de quemaduras y no era cuestión de amargarle unos merecidos días de descanso. Era una hermosa e inteligente mujer que había renunciado a la vida mundana aceptando recluirse durante la mayor parte del año en un remoto caserón de montaña en el que no podía hablar más que con su marido o con Vicenta, y por lo tanto se ganaba a pulso cada día que pudiera disfrutar del mar, el sol y las fiestas playeras.

En cuanto al delicado tema de las posibles infidelidades debidas más a la lejanía que al auténtico deseo de mantener una relación fuera de la pareja, era una cuestión que jamás surgía en sus conversaciones, ni siquiera en las más íntimas, debido a que daban por sentado que cuando se conocieron ambos eran adultos y estaban de acuerdo en que los celos constituían un equipaje inútil y engorroso cuando se aspiraba a realizar un placentero viaje a lo largo de una única vida que nunca se sabía cuán larga o corta llegaría a ser.

«Un polvo no basta ni para fabricar un ladrillo, y hacen falta muchos ladrillos a la hora de construir un hogar».

Aquella desvergonzada afirmación de un autor cuyo nombre por desgracia no recordaba se había convertido en una máxima, aun a sabiendas de que en contadas ocasiones un polvo podía convertirse en un cartucho de dinamita capaz de destruir los cimientos de un hogar aparentemente sólido.

Por fortuna, los príncipes que croaban durante los orgasmos no abundaban; los amantes ocasionales solían ser mucho más discretos que destructivos, y era cosa sabida que los cuernos eran como las setas, que cuando quieren crecer brotan solas sin que nadie las haya sembrado ni abonado.

Durmió incómodo y dolorido, se despertó temprano tal como tenía por costumbre, puesto que solía emplear las primeras horas del día en sus largas caminatas por la montaña, comprobó que la televisión del hotel seguía tan disparatada como el día anterior y media hora después se plantó en la entrada del supermercado justo en el momento en que abría las puertas.

Deseaba comprar cuanto iba a necesitar durante no sabía cuántos días en una casa a la que tal vez tardaría tiempo en regresar la energía eléctrica, y además sospechaba que la descontrolada situación vivida el día anterior traería aparejada una lógica reacción de acaparamiento de productos básicos por parte de cuantos parecían estar siempre aguardando misteriosas señales cósmicas que anunciaran terribles cataclismos.

Se felicitó por haber sido tan previsor, porque al poco el establecimiento comenzó a llenarse de forma insólita y los empleados no daban abasto a la hora de atender a los clientes, e incluso comenzaban a producirse discusiones en torno a productos de gran consumo como el azúcar, el aceite o el café.

Los en general atestados expositores en los que solían exhibirse, con muy escaso éxito, viejas películas en DVD, aparecían en esta ocasión semivacíos, y los primeros que llegaban se iban llevando las pocas existencias que quedaban argumentando que mientras no se arreglara la avería y la señal de sus televisores continuara «comida de parásitos», al menos los aparatos les servirían para algo.

Abandonó el abarrotado lugar como quien huye del averno y jurando no volver aunque se estuviera muriendo de hambre, se vio obligado a soportar otra larga cola para repostar gasolina y lanzó un hondo suspiro de alivio cuando divisó en la distancia la altiva chimenea que tanto le gustaba encender durante las frías tardes de invierno.

Junto a ella le aguardaban la imprudente reina, el príncipe sapo y los diez mil personajes de los incontables libros que había traducido, algunos de los cuales parecían haber decidido quedarse a hacerle compañía visto que se trataba de un lugar por el que podían transitar sin ser molestados, tanto si habían sido creados por Hemingway como por Tolstói.

En el momento de aparcar lamentó que Claudia no estuviera aguardándole y se vio obligado a conformarse con la imponente figura de Vicenta, que surgió de la cocina secándose las manos, dispuesta a descargar ella sola el coche al tiempo que comentaba:

—Mi hija no para de llorar jurando que le he estropeado el móvil. ¡Menuda la ha liado!

—No lo ha estropeado; todo el pueblo está igual. Por lo visto se trata de una avería en el repetidor que envía las señales al valle.

—¡Pues menos mal! Ya me estaba exigiendo que le comprara otro nuevo. ¿Consiguió hablar con la señora?

—Solo por el fijo del hotel.

—Seguro que no le contó que casi le «electrojode» un rayo…

—¿Y qué habría sacado con contárselo? Como usted misma dijo estoy hecho un Cristo y ese dichoso «potingue» alivia mucho pero apesta a diablos. ¡Imagínese qué cara pondría viniendo de una playa en la que se pasean docenas de chicos musculosos!

—Es que lo de ustedes no tiene nombre, pero una no es quién para opinar, aunque mi madre me dio un consejo que siempre he seguido al pie de la letra: «Más vale limpiar casas ajenas y sacarle brillo al cipote de tu marido, que limpiar tu propia casa y sacar brillo a cipotes ajenos».

—Deliciosamente vulgar pero muy expresivo.

—En mi familia somos así. Por cierto, mi primo, el que trabaja en la compañía eléctrica, me ha dicho que estaremos un par de días sin luz.

—¿Y el teléfono?

—Más mudo que mi cuñado.

—No sabía que tuviera un cuñado mudo.

—Y no lo tengo; está muerto, aunque para el caso es lo mismo; solo gruñía.

Se encontraba demasiado agotado para continuar con una charla disparatada, por lo que se fue a descansar y durmió hasta que la hiperactiva mujer fue a comunicarle que era hora de cenar.

—¿Qué hace aún aquí?

—He decidido quedarme a cuidarle, porque además de ese modo me evito ordeñar.

Era de agradecer, aunque no le habría importado quedarse a solas, siendo como era un hombre para el que la soledad constituía casi un vicio.

Tras cenar se sintió muy a gusto trabajando a la luz de las velas, puesto que siguiendo una antigua tradición familiar las traducciones las hacía a mano, utilizando folios color crema, con una letra grande, clara y espaciada, procurando no escribir una frase hasta saber que era la exacta.

Sus padres siempre se habían mostrado reacios a utilizar máquinas de escribir porque en su opinión las teclas invitaban a precipitarse, lo que obligaba a realizar engorrosas correcciones. El trabajo hecho a pluma se convertía en algo casi artesanal, tal como se merecía un texto brillante, y gracias a su desahogada posición económica podían permitirse el lujo de no aceptar ningún texto que no se les antojara ciertamente brillante.

En realidad para ellos el hecho de traducir no era una forma de ganarse la vida, sino un placer que les permitía agrandar los límites de sus conocimientos al tiempo que mantenían la mente inquieta y la memoria activa en una constante búsqueda de una palabra que encajara en un determinado texto, al igual que una diminuta pieza encajaba en un gigantesco puzle.

—Leer enriquece… Traducir bien aumenta esa riqueza.

De buenos padres, buenos hijos; de buenos maestros, buenos alumnos; de buenos padres-maestros, buenos hijos-alumnos, pero a menudo lamentaba que le hubieran inculcado una forma de ser y comportarse tan perfeccionista, puesto que ello le había impedido lanzarse a la aventura de intentar escribir por sí mismo dejando en total libertad su fantasía.

Y el mejor libro sin una pizca de fantasía era como el mejor guiso sin una pizca de sal.

Cerca ya de la media noche la habitación se iluminó fantasmagóricamente, lo que le obligó a dar un respingo, y al poco le llegó el retumbar del trueno de una tormenta que había vuelto a estallar sin previo aviso. Docenas de rayos sin lluvia surcaban el cielo sobre la cima de las montañas, y pese a que caían muy lejos le invadió una casi insoportable sensación de angustia, temiendo que vinieran en su busca.

Por suerte se alejaron, pero aun así las manos continuaron temblándole al extremo de no poder sostener la pluma, como si se encontrara preso de absurdos presentimientos que estaban en contra de su habitual forma de entender la vida.

Comenzó a lamentar no haberle pedido a Claudia que regresara, no con el fin de cuidarle, sino porque comprendía que necesitaba un interlocutor al que hacer partícipe de sus inquietudes, ya que siempre había sido una mujer eminentemente pragmática, tan poco dada como él a excentricidades carentes de una base racional, y además poseía un espíritu crítico y una mente lúcida capaz de analizar los temas más espinosos sin el menor apasionamiento.

Se habían conocido en la Feria del Libro de Fráncfort, durante un ciclo de conferencias sobre la vida y obra de Alberto Moravia, escritor por el que ambos experimentaban una especial predilección, al punto que a las pocas horas se encontraban compartiendo cena y discutiendo sobre si preferían La Ciociara a Los indiferentes.

Claudia adoraba la forma en que Moravia mostraba sin tapujos los vicios y virtudes de sus compatriotas, mientras que a él le atraía la difícil sencillez con que desarrollaba sus espinosos argumentos.

—Es como un manso río que serpentea entre médanos pero de improviso se despeña con furia para volver a sestear en el siguiente párrafo. Algún día escribiré como él.

Pero ese día nunca había llegado y al parecer nunca llegaría, porque intentar escribir como Moravia era tanto como aspirar a coronar el Everest sin haber conseguido ascender al Monte Perdido.

Tampoco era cosa de exigir demasiado, ya que si el italiano no le había ayudado a escribir mejor, al menos había servido para proporcionarle una excelente esposa.

Se durmió recordando el memorable papel que Sofía Loren había hecho en la versión cinematográfica de La Ciociara, y le despertó Vicenta anunciando que al fin se había presentado el técnico de la compañía telefónica, que al parecer traía buenas y malas noticias.

—Se supone que dentro de un par de horas arreglarán la avería eléctrica que ha afectado a una centralita auxiliar, por lo que confío en que mañana consigamos reparar también la línea telefónica. Pero me temo que seguirán sin poder utilizar el móvil, la televisión ni la conexión a internet.

—¿Y eso?

—Parecer ser, aunque nadie está demasiado seguro, que un cable de alta tensión cayó sobre la base de la torre de un repetidor y ha provocado una cadena de interferencias.

—¿Y cuánto va a durar?

—Si le digo, le engaño, porque han mandado a una docena de especialistas cargados con un montón de cachivaches, pero creo que no tienen ni idea de por dónde van los tiros.

—Resulta intrigante.

—¡Y tanto! Dicen que la caja de ahorros del pueblo recibió una transferencia de casi cien millones que andaban flotando por el ciberespacio en busca de dueño, pero a la media hora ya se habían ido a otra galaxia.

Le invitó a desayunar y, mientras disfrutaban de los huevos con jamón y el fuerte café que preparaba Vicenta, intentó que el buen hombre le diera su opinión personal sobre tan inusual avería.

—Tal vez una súbita descarga eléctrica de alto voltaje cayó sobre la base de una parabólica de grandes dimensiones disparando una onda ultrasónica que rebotó contra uno de los miles de satélites de telecomunicaciones que giran a todas horas sobre nuestras cabezas, regresando luego a su lugar de origen… Pero tenga en cuenta que esa no es más que una de las muchas majaderías que vengo oyendo, mientras otros aseguran que se trata de un sabotaje.

—¿Y quién podría planear un sabotaje con la complicidad de una tormenta al extremo de conseguir que un cable de alta tensión caiga sobre la base de un repetidor?

—Supongo que uno de esos políticos que consiguen que les toque la lotería siete veces seguidas con el fin de justificar sus ingresos. No creo que se trate ni de un sabotaje ni de una avería; a mi modo de ver lo que ocurre es que estamos yendo demasiado lejos en el desarrollo de unas tecnologías que aún no dominamos y que acabarán hundiéndonos.

—De momento a mí ya me han hundido, porque tengo que entregar al editor casi cien páginas de una traducción que corre prisa, y si no puedo escanearlas y enviárselas por internet voy de cabeza.

—Pues imagínese cómo voy yo dando tumbos por esos caminos de Dios intentando establecer el diámetro de este desastre a base de ir poniendo la radio. Si no capto ninguna emisora, significa que aún estoy dentro del perímetro afectado; si consigo oírla, es que estoy fuera.

—¿Y en cuánto lo calcula?

—De momento en unos diez kilómetros, aunque todavía no puedo asegurarlo con exactitud, porque las montañas amortiguan el efecto, pero en las partes llanas el desmadre llega mucho más lejos.

—Debería ser al contrario. Las emisoras se suelen escuchar mejor en las zonas llanas.

—Debería, pero parece ser que este asunto va a contracorriente. Empiezo a creer que tiene razón mi tía Marta y es cosa de los camarrupas.

—¿Y quiénes son esos?

—Una especie de gnomos, pero con muy mala uva, que se entretienen en joder a la gente. Son los que suelen esconderte las llaves cuando tienes prisa, fundirte los plomos cuando estás viendo la tele o desinflarte las ruedas cuando más frío hace.

—Creo que en esta casa hay uno…

—¡Ni lo nombre…!

Las pintorescas explicaciones no aclaraban nada, pero lo cierto fue que a las dos horas ya había vuelto luz y al día siguiente funcionaba el teléfono.

Las cosas parecían querer normalizarse, pero cuando consiguió hablar con el director de la caja de ahorros el corazón le dio vuelco:

—Aquí todo sigue igual, o sea que no vale la pena que vengas a buscar efectivo porque no tengo. Y recuerda lo que te recomendé sobre los ladrillos.

Se trataba sin duda de un buen amigo que le estaba haciendo comprender de la forma menos comprometedora posible que su dinero corría peligro, por lo que quince minutos después estaba duchado, afeitado, vestido y listo para emprender la marcha.

—¿Adónde va con tanta prisa?

—A la ciudad.

—Si usted va a la ciudad es porque vienen mal dadas. ¿Ocurre algo malo?

—Podría ocurrir.

La mujerona inclinó la cabeza con el fin de observarlo de medio lado y con un leve tono de sorna comentó:

—Me temo que se está volviendo hipocondríaco.

—No voy al médico; voy a buscar dinero porque en Pozoviejo no queda.

—En ese caso tráigame algo, porque al Ceferino le han dado un cheque que no ha conseguido cobrar. Cuando le reclamó al dueño del supermercado le ofreció pagarle los quesos con latas de conserva. ¡Imagínese! Como no arreglen ese maldito repetidor se nos acabará llevando la bruja.

Mientras conducía rumbo a una ciudad que detestaba por desangelada, sucia y maloliente, se vio obligado a reconocer que Vicenta volvía a tener razón en sus apreciaciones, porque cabría asegurar que un terremoto de máxima intensidad no habría causado tanto daño a Pozoviejo como el que ocasionaba una simple avería en las telecomunicaciones.

Cierto que no había habido víctimas y los edificios se mantenían en pie, pero era como si sus cimientos se hubieran removido desde lo más profundo, los muros exhibieran anchas grietas y los tejados permitieran que penetrara el agua inundándolo todo.

Un lugar tranquilo y hasta cierto punto bucólico por el que los siglos habían ido pasando sin dejar otra huella que un pequeño acueducto romano, una vetusta iglesia románica y una mohosa ermita en la que se guardaban las reliquias de un santo medieval, había sufrido en cuestión de minutos, y sin que se removiera una sola piedra, un cambio muy superior al que había experimentado durante sus casi dos mil años de historia.

Y todo ello de forma invisible, silenciosa e inexplicable.

La repelente y pretenciosa capitalucha hacia la que se dirigía constituía casi el polo opuesto al agradable pueblo; falsamente moderna, triste, fea, «hormigónica» y tan mustia que a las nueve de la noche no quedaba un alma en la calle ni paseando a un perro.

Contra su costumbre, pero temiendo no llegar a tiempo al banco, cometió alguna que otra imprudencia, debido en parte a que desde el día del incidente no conseguía concentrarse en lo que hacía. Su mente parecía volar no en dirección a los difíciles momentos en los que se había visto al borde de la muerte, lo cual en cierto modo habría sido natural, sino más bien hacia una especie de espacio vacío por el que flotaba sin destino aparente y en el que tan solo se percibían infinidad de voces que le hablaban en infinidad de idiomas.

Consultó el reloj, aceleró aún más, esquivó por centímetros a un desalmado autobús que parecía considerarse dueño y señor de la carretera, y consiguió aparcar cuando apenas faltaban unos minutos para las dos.

El espacioso local no parecía en aquellos momentos la sucursal de un banco, sino la de un manicomio en el que los enfermos no fueran seres humanos, sino ordenadores, televisores o teléfonos móviles, y en el que alguien gritaba casi histéricamente:

—¡Nos han contaminado! ¡Nos han contaminado! Ese sucio pueblo nos ha contagiado su maldito virus…

Tuvo que esperar a que el enfurecido empleado se calmara antes de inquirir:

—¿Cuándo ha sido?

—Hace unos diez minutos.