Capítulo Dos

Aún tuvieron que pasar otros dos días antes de sentirse con suficientes ánimos para enfrentarse sin aprensión a las treinta y cinco curvas de la endemoniada carretera, y cuando finalmente lo hizo, circuló tan despacio que tardó media hora más que de costumbre.

Cuando avistó las primeras casas de Pozoviejo detuvo el coche en el arcén y respiró hondo para tranquilizarse, porque tras toda una vida de hacer idéntico recorrido sin el menor problema, por primera vez se sentía indispuesto y con náuseas.

Se impuso a sí mismo un merecido descanso durante el que se planteó que tal vez el incidente le había dejado secuelas que pudieran acarrear impredecibles consecuencias, por lo que si los golpes y quemaduras habían afectado órganos internos más valía saberlo cuanto antes.

Claudia era de las que acudían al médico a la menor indisposición, pero él siempre se había mostrado reacio a imitarla, alegando que el olor de los hospitales le enfermaba y la simple visión de una bata, fuera blanca o verde, le deprimía.

No obstante, con el tiempo las cosas parecían haber cambiado y empezaba a temer que aquella salud de hierro de la que tanto presumía hubiera sufrido un duro revés ya que sentía como si la mayor parte de las piezas de su interior continuaran intactas pero se hubieran desencajado.

Al cabo de un rato le gruñeron las tripas, recordó que apenas había desayunado y reemprendió la marcha en dirección a la tranquila cafetería en la que solía detenerse cuando bajaba a la ciudad, un lugar limpio y con buen servicio que ofrecía un excelente café con churros crujientes.

Sin embargo, en esta ocasión la amable regordeta que solía atenderle parecía nerviosa y de mal humor.

El café estaba aguado, y los churros, babosos, pero cuando alzó la mano con intención de protestar advirtió que tanto la camarera como un gran número de parroquianos no hacían más que parlotear por sus teléfonos móviles. Sus gestos eran casi compulsivos y algunos elevaban demasiado la voz, renegaban, insultaban a sus interlocutores e incluso maldecían al «puñetero aparatito» que les fallaba cuando más falta hacía.

—¿Qué ocurre?

Un anciano que leía el periódico en una mesa cercana le respondió con innegable sorna mientras indicaba a varios de los parroquianos:

—Por lo visto algo se ha estropeado y las llamadas se entrecruzan; aquel intenta hablar con su mujer y le sale una carnicería de Murcia, y a ese otro le han llamado tres veces desde Bilbao, donde no conoce a nadie. ¡Andan como locos!

—Es que la tormenta fue de aúpa…

—¿Qué tormenta?

—La del sábado.

—No sabía que hubiera habido tormenta.

—Pues la hubo.

El anciano lo miró con aire dubitativo y acabó por encogerse de hombros al tiempo que elevaba el periódico ocultándose tras él como si con ello diera fin a cualquier tipo de contacto.

—¡Si usted lo dice…!

Lo único que sacó en claro fue que, como de costumbre, la primera página del diario estaba dedicada a la corrupción política en todas sus facetas, que a decir verdad comenzaban a ser infinitas, y que un equipo francés ofrecía casi cuatrocientos millones de euros por un escuchimizado jugador de fútbol, lo cual venía a significar la aberrante cifra de casi seis millones por kilo.

Por primera vez abandonó el agradable local malhumorado y descontento, preguntándose cómo era posible que cuanto mayor fuera la crisis menor parecía ser el interés de la gente en hacer bien su trabajo. Era como si se sintieran derrotados de antemano, sabiendo que por mucho que se esforzaran jamás conseguirían progresar debido a que entre políticos y empresarios había ido tejiendo ladinamente una tela de araña que les impedía dar un solo paso de cara a un futuro mejor. Era como una condena a permanecer donde estaban e incluso a dar las gracias, cuando no les obligaban a retroceder.

Las calles aparecían repletas de gente detenida en las esquinas o en los quicios de las puertas hablando a gritos con no se sabía quién, y le sorprendió que un guardia urbano también lo hiciera aun a riesgo de ser atropellado por cualquier conductor igualmente distraído.

Se acercó a la oficina de la caja de ahorros, en la que la mayor parte de los empleados iban de un lado a otro desconcertados, debido a que, al igual que habían dejado de funcionar los móviles, también lo habían hecho las redes de internet. Se habían visto obligados a desconectar la mayor parte de unos ordenadores donde lo mismo hacía su improvisada aparición la foto de una señorita desnuda que la orden de ingresar diez millones en una cuenta desconocida.

El director, al que conocía desde niño, se llevaba las manos a la cabeza y casi sollozaba mientras le hacía pasar a su despacho:

—¡No lo entiendo! ¡No lo entiendo! Si me descuido me vacían las cuentas de un centenar de clientes. ¿Qué necesitas?

—Dinero.

—¿Cuánto?

—Cinco mil euros… ¡Para una vez que bajo al pueblo!

El otro cerró la puerta, tomó asiento en su butaca y le alargó un cheque de ventanilla al tiempo que susurraba:

—Llévate veinte mil.

—¿Y eso?

—Siempre has confiado en mí, ¿no?

—¡Naturalmente!

—Pues hazme caso, porque me dolería perder a un buen cliente y amigo. Lo que está ocurriendo supera lo imaginable y por si fuera poco he recibido órdenes de mis jefes que van contra mis principios, pero que no puedo desobedecer si no quiero acabar en el paro. Jamás imaginé que tendría que decir esto, pero creo que donde más seguro está tu dinero es bajo un ladrillo.

—Me asustas.

—El miedo suele ser contagioso; anteayer recibí una orden de embargo de setecientos euros porque por lo visto no habías dado de baja un coche hace quince años. Intenté avisarte, pero tu teléfono no funcionaba, así que ordené que se pagara para evitar sobrecargos.

—No tengo ni idea de qué me hablas.

—Lo imagino, pero cosas como esa y multas absurdas y evidentemente malintencionadas están llegando a diario. Por eso insisto: llévate ese dinero y arréglatelas como puedas hasta que esta especie de «ciclogénesis de inmoralidad» amaine un poco.

—Me va a causar muchos trastornos.

—Más trastornos tendrás si una mañana te encuentras tu dinero convertido en «acciones preferentes» o en cualquier otro producto opaco que puede dejarte en la ruina. No todos tienen mis escrúpulos.

Salió a la calle sintiéndose no solo incómodo por llevar encima veinte mil euros distribuidos por todos los bolsillos, sino inquieto por el hecho de comprender que aves carroñeras planeaban sobre cuanto poseía.

Si la «información confidencial» que acababa de recibir era digna de crédito, y a su modo de ver lo era, cualquier día podía entrar a formar parte de la masa de infelices que a diario aparecían en los noticiarios reclamando que les devolvieran sus ahorros. Y no se consideraba más inteligente ni más preparado a la hora de proteger sus intereses contra las artimañas de individuos que habían estudiado en costosas universidades la mejor forma de apoderarse de los bienes ajenos en estrecha colaboración con una clase política que tal vez podía ser analfabeta, pero que evidentemente perseguía idénticos fines.

Se fue a almorzar meditando sobre cómo conseguir que no lo expoliaran y no se le ocurrió ningún sistema que superara aquel concepto tan simple:

«Donde más seguro estará tu dinero será bajo un ladrillo».

En su viejo caserón familiar abundaban los ladrillos, pero tan elemental concepto iba en contra de todo cuanto le habían inculcado desde la infancia.

Aquella novedosa denominación ligada a la meteorología, «ciclogénesis de la inmoralidad», le llevaba a suponer que el enorme barco en que todos navegaban comenzaba a hundirse, no a causa de un temporal, sino porque el capitán y sus oficiales se habían dedicado a abrirle vías de agua a sabiendas de que eran los únicos que tenían acceso a unos botes salvavidas con los que arribarían a una isla paradisíaca desde la que observarían tranquilamente cómo sus pasajeros se ahogaban.

¡Malditos fueran!

No se sentía con las fuerzas necesarias para regresar a una casa en la que ni siquiera había luz, por lo que decidió hospedarse en el pequeño hotel donde solían hacerlo cuando a Claudia no le apetecía encarar de noche una peligrosa y cada vez más descuidada carretera. Hacía años que no la asfaltaban, por lo que el riesgo de acabar despeñándose no había hecho más que aumentar.

La televisión de su habitación no funcionaba, o mejor dicho funcionaba con interferencias, cambiando a cada segundo de canal, por lo que de repente aparecía una película infantil y a esta sucedía de inmediato un concurso de adivinanzas o un noticiario en sueco.

Se quejó a recepción y le respondieron que no sabían por qué razón estaba ocurriendo lo mismo en todas las habitaciones del hotel e incluso en el resto del pueblo.

Enchufó el móvil aun a sabiendas de que no podría utilizarlo, pero al menos le sirvió para recuperar y apuntar los números que guardaba en la memoria. El proceso le resultó especialmente fastidioso, ya que los caracteres eran muy pequeños y se confundía con frecuencia.

Utilizó el teléfono fijo del hotel para comunicarse con el móvil de Claudia y le respondió su buzón de voz, por lo que dejó un mensaje rogándole que le llamara a la habitación 212.

Oscurecía, a través de la ventana tan solo se distinguía un solitario jardín, y como no tenía nada que hacer, y no había tenido la precaución de traer un libro, decidió ir al cine.

Por lo que recordaba siempre estaba casi vacío, pero en esta ocasión la cola llegaba a la esquina, visto que al parecer todos los vecinos de Pozoviejo se habían encontrado con idéntico problema «televisivo».

El local constaba de tres salas, pero aquella en la que proyectaban la película que le apetecía se llenó de inmediato, por lo que tuvo que conformarse con otra bastante mediocre pero que al menos tuvo la virtud de hacerle reír.

Al salir regresó al hotel, recogió un mensaje de Claudia en el que le comunicaba que volvería a llamarle a medianoche, cenó en un restaurante cercano que, sorprendentemente, también se encontraba a rebosar, y a la vista de que la televisión continuaba igual de caprichosa, regresó a ver la película que en verdad le apetecía.

Mientras esperaba a que comenzara la proyección cayó en la cuenta de que no recordaba haber acudido al cine dos veces en el mismo día, lo cual quizá también le ocurría a un gran número de espectadores.

Evidentemente, la avería que estaba afectando a la zona había tenido la virtud de sacar a la gente de su casa.

En este caso la película era muy buena, con un sonido magnífico y hermosos paisajes que se apreciaban en toda su grandiosidad, por lo que abandonó el cine francamente satisfecho, y puesto que aún faltaba media hora para la medianoche y hacía calor, decidido a tomarse una copa en una concurrida terraza.

Los clientes charlaban de mesa a mesa y la mayor parte de las conversaciones giraban en torno a la indignación que les embargaba por culpa de una «maldita tecnología» que les obligaba a sentirse prisioneros de sus propios aparatos, por más que dispusieran de libertad para ir donde quisieran.

—¿Cuánto cree que va a durar?

Observó desconcertado a una señora que se sentaba muy cerca, y cuyas lamentaciones su marido se había cansado de escuchar.

—Pues si quiere que le diga la verdad, no lo sé.

—¿Y quién puede saberlo?

—Supongo que los técnicos.

—Pues si tenemos que confiar en los técnicos del pueblo, vamos apañados. Para repararme la lavadora tardaron tres días.

—Pues tuvo mucha suerte.

—Su cara me suena, pero usted no vive aquí, ¿verdad?

—Más o menos… Vivo en Las Higueras.

—¡Ah, vaya! ¡Ahora caigo! Es el hijo de aquella señora inglesa tan agradable y elegante…

—Alemana.

—¡Eso! Alemana. A veces coincidíamos en la peluquería. Lamenté mucho su muerte.

—¡Gracias!

—Y su padre es todo un caballero… ¿Cómo se encuentra?

—También murió.

—Lo siento.

El paciente marido, que evidentemente conocía muy bien a su esposa, se sintió en la obligación de acudir en auxilio del acosado.

—Deja en paz al señor, querida… No se mete con nadie.

—¡Solo estamos hablando…!

—Tú hablas; él se limita a responder. Y es hora de irnos; va a empezar mi programa.

—¡Qué programa ni programa…! Hoy no tienes programa porque la televisión se ha vuelto loca y es la que suele condicionar la vida de la gente. Especialmente la tuya.

El pobre hombre permaneció unos instantes inmóvil, dudando entre marcharse o volver a sentarse, y tras encogerse de hombros como admitiendo que en esta ocasión su mujer tenía razón optó por extraer una cajetilla del bolsillo de la camisa y comentar:

—Por lo menos aquí puedo fumar. ¿Un cigarrillo?

—No, gracias.

Encendió el suyo pese a la desaprobadora mirada de su esposa, y mientas lo hacía inquirió:

—¿Y a qué se dedica usted, viviendo en un lugar tan solitario?

—Continúo el negocio familiar.

—¿Quesos…?

—Traducciones.

La mujer apartó con la mano a su esposo como si con ello pretendiera hacerle entender que aquella conversación la había iniciado ella y por lo tanto debía continuar interpretando el papel principal.

—¿Traducciones? ¿De qué idioma?

—Inglés, francés, italiano, alemán y ruso.

—¿Habla cinco idiomas…?

—Seis, si contamos el español.

—¿O sea que es polígamo?

No se atrevió a ofenderla señalándole que en realidad era políglota y no polígamo, pero no se vio en la necesidad de responder ya que ella añadió de inmediato:

—¿Y cómo lo ha conseguido?

—Estudiando, aunque ayuda mucho tener una madre alemana, un abuelo inglés, otro ruso y una esposa italiana. Y ahora les ruego que me disculpen; debo volver al hotel porque estoy esperando una llamada.

—¿Y por qué no le llaman al móvil…?

Su marido aprovechó la ocasión para vengarse, comentando con voz aflautada en lo que pretendía ser una cómica imitación de su forma de hablar:

—¿Cómo le van a llamar al móvil si los móviles no funcionan y son los que condicionan la vida de la gente? Sobre todo la tuya.

—¡Bocazas…!

De regreso al hotel no pudo por menos que sonreír al recordar la pintoresca charla, cayendo en la cuenta que hacía años que apenas se relacionaba con desconocidos y ese día lo había hecho, como en lo de ir al cine, por dos veces.

Al pensar en ello admitió que se había convertido en una especie de ermitaño encerrado en un enorme despacho atestado de libros, puesto que con el paso del tiempo había acabado por devenir en un apasionado amante de la palabra escrita en detrimento de la palabra hablada.

Cierto que dominaba seis idiomas, pero más cierto era que lo que en verdad le gustaba era desentrañar y trasladar al papel el sentido exacto de lo que había pretendido expresar el autor en su lengua vernácula.

En ocasiones tenía la sensación de vivir resolviendo un gigantesco crucigrama en el que tenía que participar no solamente por entender perfectamente lo que otros pretendían expresar, sino por ser capaz de conseguir que a su vez otros lo entendieran con absoluta nitidez en una lengua distinta.

Sus padres le habían inculcado el amor al trabajo realizado con minuciosa escrupulosidad, respetando al máximo las ideas ajenas sin aportar ninguna, según ordenaba un viejo dicho que constituía el primer mandamiento de un buen traductor:

«Si tienes tus propias ideas escribe tus propios libros».

Él tenía ideas propias, algunas incluso brillantes dada la amplitud de su cultura, pero nunca conseguía expresarlas con claridad en ninguno de los idiomas que hablaba.

Conocía las palabras, ¡millones de palabras!, y su oficio era construir correctamente las frases, lo cual hacía muy bien cuando se trataba de trasladarlas de una lengua a otra, pero a su modo de ver lo hacía muy mal cuando se trataba de llevarlas de la mente al papel. Era como si el cerebro y la mano se desconectaran, ya que unos conceptos que en su origen parecían nítidos se opacaban entremezclándose sin orden ni concierto al escribirlos, expresando cosas tan diferentes que en ocasiones parecían impresos en otro alfabeto.

Claudia solía señalar que su problema estribaba en que, por el hecho de estar acostumbrado a trabajar sobre textos de grandes autores, se sentía empujado a menospreciar la calidad sus propios textos.

Tendido en la incómoda cama del hotel y mientras aguardaba a que sonara el teléfono le vino a la mente la historia sobre la que estaba trabajando últimamente y que en verdad había conseguido cautivarlo.

Era una novedosa interpretación del cuento de la reina que besaba a un sapo que se convertía en un apuesto príncipe con el que se casaba, pero en esta ocasión el autor había añadido a la conocida historia un inesperado ingrediente; por culpa de sus anteriores experiencias sexuales como sapo, en el momento del orgasmo el rey consorte comenzaba a croar desaforadamente, lo que excitaba a todos los batracios de la región, que no paraban de imitarlo hasta el amanecer. Como resultado de tan atronador concierto sus sufridos súbditos no pegaban ojo en toda la noche, por lo que al día siguiente no conseguían trabajar. Por si fuera poco se sentían avergonzados debido a que su antaño inocente y virginal reina se pasaba las noches fornicando desaforadamente, con lo que ya no veían a su marido como un apuesto príncipe, sino como un repugnante advenedizo que según las malas lenguas comía saltamontes y daba enormes saltos.

Aprovechando tan abierto malestar, el cruel y ambicioso monarca de un país vecino se lanzó a la tarea de derrocar a la reina con el fin de anexionarse sus territorios, pero esta, en lugar de atender a los ruegos de sus consejeros renunciando a las caricias de su excesivamente apasionado y sonoro amante, decidió huir con él a una lejana y hedionda charca, dejando a sus súbditos sumidos en la desesperación, la humillación y la esclavitud.

La desconcertante historia acababa cuando una coqueta rana besaba al príncipe, que volvía a convertirse en sapo y abandonaba a la reina a un amargo destino de vagabunda por la que nadie experimentaba la menor compasión.

El relato, simple en su concepto, se encontraba no obstante entretejido de sutiles matices que ahondaban en las raíces del espíritu humano y la naturaleza de sus pasiones, lo que dificultaba de forma extraordinaria su traducción a la hora de hacer llegar a la mentalidad de lectores de habla hispana la forma de ser y pensar de un escritor nacido en «la Tierra Pantanosa», que era la expresión con que al parecer los mongoles definían Siberia.

El autor, nacido en pleno corazón de la helada tundra, daba muestras de un sentido del humor ligado a la tragedia difícil de trasladar a quienes habían nacido y se habían criado a pleno sol.

Conseguir que no se rompiera tan delgado vínculo entre dos mundos tan distintos era lo que le fascinaba de su difícil profesión.