Cuando un hombre dispara sobre otro, dispara sobre sí mismo: no existen asesinos en el mundo.
CURZIO MALAPARTE
—El defensor tiene la palabra —dice el Honorable Gordo Tudela después de tomarle juramento a David.
David parece nervioso, como si tuviera al frente una audiencia pública. Empieza a hablar en voz baja:
—No debiera ocuparme de la acusación, sencillamente porque aquí no ha habido acusación. Pero el respeto que me inspira la cárcel y la necesidad que tengo de desagraviarla me obligan a examinar una a una las falacias de Míster Alba. No tengo más remedio. Voy a meterme en el pantano. Voy a destruir el rompecabezas de variados colores con que ha querido deslumbrarnos Míster Alba. Lo haré de un manotón, como el niño que tira al suelo las piezas revueltas de un juego de dominó.
David habla sin parar. Ahora no lo miro. Me siento tranquilo, casi libre. Su voz me ampara del temor a lo desconocido.
—Míster Alba nos ha mostrado los cinco rostros de la verdad. Pero cuando la verdad muestra cinco rostros es que ya no se siente segura de ser la verdad. Decir que Antón mató para limpiarse del cuerpo el olor de la inocencia es ensuciar el cuerpo de la inocencia con una increíble perversidad. Decir que mató porque lo corrompió la cárcel es calumniar a la cárcel. Decir que mató para poder dormir es una fábula rusa: eso lo leyó Míster Alba en un libro de Chéjov que yo le presté recientemente. Decir que mató por inspiración del maestro Vargas Vila es sostener que el crimen lo cometió el único discípulo que aquí tiene Vargas Vila, es decir, el mismo Míster Alba. Decir que mató para poder darle un aire de tragedia al segundo acto del drama es no conocer esta celda. Desde que Míster Alba entró en ella, esta celda ya no necesita más tragedia.
En este punto la voz de David, aunque todavía baja, es mucho más enérgica:
—Con el mismo criterio de acuñar verdades con el metal de la mentira, yo podría presentar también otros aspectos del asunto, que Míster Alba omitió. Podría probar, por ejemplo, que Leloya no ha muerto, aunque lo hayan enterrado, puesto que sus obras, es decir, sus crímenes, están vivos. Podría decir que no lo mató Antón, sino el propio Míster Alba, o sea quien lo citó al sitio donde encontró la muerte. Podría demostrar que a Leloya no lo mató el brazo de carne de Antón, sino la pierna de palo de Óscar. Podría decir que el crimen tiene antecedentes temporales transmigratorios y afirmar que al matar, Antón cumplió con una predestinación que le llega de los más hondos compromisos de una antigua encarnación. El Honorable señor juez le dijo a las damas católicas que Leloya se suicidó. Sin descartar esta hipótesis, no sería difícil poner en claro que en Leloya no murió Leloya, sino el mismo Antón Castán, También podría apelar a un recurso puramente dramático, probando que Antón mató porque ama la publicidad de la justicia, es decir, que mató para poder ser juzgado. Por otro camino, estaría capacitado para mostrar que mató por compasión humanitaria: mató para salvar a Leloya del horror de ser víctima de una guerra atómica. Finalmente, no me sería difícil poner en evidencia que al matar a Leloya, Antón se puso a salvo de que Leloya lo matara a él: es posible que Leloya se hiciera nombrar director de la cárcel para borrar con un nuevo delito las huellas de una antigua infamia contra Antón.
Traspira tanto, que la tela húmeda de la camisa se le pega a las costillas, destacando la sombra de los huesos, como en una radiografía borrosa.
—Para un jurado real, la exposición y el desarrollo de cualquiera de esas versiones sería un triunfo de la ciencia penal. Pero aquí no se trata de darle vida a los espectros. Aquí no se trata de hacer con las leyes una exhibición de juegos malabares. En este jurado fantasma, yo sólo le puedo dar crédito al hombre.
Ahora David habla con ardor. Bajo el golpe de su voz, el ojo apagado de Míster Alba parece una cuenca de ceniza.
—Yo no defiendo al hombre. Yo trato de comprender la acción del hombre. Y puesto que trato de comprenderla, en este caso puedo decirles, por fin, la verdad. Es la única verdad. Antón Castán mató para ejecutar una venganza.
En la sombra, yo siento que los muertos se agitan. Los muertos… ¿Por qué no he hablado hasta ahora de los muertos?
Los muertos tienen miedo de los presos, pero vienen a la celda con frecuencia. A veces, cuando me siento solo, silbo a los muertos. Los silbo como mi padre silbaba a los perros, para llamarlos cuando necesitaba salir con ellos a perseguir los presos que se fugaban de la cárcel. Y como los perros de mi padre, los muertos atienden mi llamada, llegan sumisos, se acuestan a mis pies.
En la cárcel, la justicia ha dejado sus huellas digitales, y esas huellas son los muertos que llenan la vida de la cárcel.
Una noche silbé en la celda y Míster Alba me preguntó:
—¿Para qué silba, Antón?
—Estoy llamando a los muertos —dije yo.
—Si están muertos rio vendrán.
—Están muertos, pero vienen a vivir con nosotros cuando los llamo.
—No entiendo.
—Los asesinos nunca mueren. Siguen viviendo en sus delitos. Para un asesino, la cárcel es la inmortalidad. Cuando un hombre mata a otro, ambos van a la cárcel. Los muertos también tienen un subconsciente y ese subconsciente de los muertos es lo que vive entre nosotros.
Míster Alba se levantó de la cama. Braulio también se agitó en la suya. Los dos debieron de creer que yo estaba loco. Pero yo estaba tranquilo, porque sabía que David me comprendía y que los muertos también me comprendían.
Ahora, los muertos están aquí, sin que yo los haya llamado. O quizá los silbara sin darme cuenta y ellos acudieron, pensando que los necesitaba. De todos modos, siento muy cerca el frío de su aliento. Hoy me lamen las manos también, como si los muertos buscaran pan en mis manos. No se crea que vienen a acusarme. Vienen a defenderme. Yo soy un preso, lo cual quiere decir que soy uno de los suyos. En mis dedos, entre los muertos que me lamen las manos, yo distingo muy bien el roce húmedo y varonil de los labios muertos de mi padre.
Muy lejos, aunque está cerca de mí, David sigue hablando. Quizá los muertos hayan influido en él, pues su voz tiene acento de ultratumba.
—No voy a decirles que con la muerte de Leloya Antón Castán se vengó de la justicia. Tampoco voy a decirles que Antón mató para burlarse de la libertad, al recobrar por sí mismo la libertad de matar. Menos aún les diré que el destino se encargó de alargar con la pierna de Óscar el alcance del brazo demoledor. No. Mi idea sobre la muerte de Leloya es tan simple, que de lo puro sencilla resulta casi torpe. No quiero provocar dolor de cabeza en el Honorable señor juez al decirle que habiendo estrangulado a su amante, Leloya logró llevar a la cárcel a Antón Castán, acusándolo de su propio crimen. El abogado Ramírez le reveló a Antón este secreto. Leloya era el cacique y en nuestro pueblo el cacique es el dueño de la libertad. Cuando Leloya fue nombrado director de la cárcel, Antón debió de empezar a sentir que la muerte se le aproximaba. Cuando estalló el motín y lo tuvo cerca, la muerte ya estaba sudando entre sus dedos. Ya lo he dicho: es sencillo como la verdad. Es sencillo como la mentira. Es sencillo como la justicia. La justicia es pura y es sencilla, pero los hombres la complican y la ensucian, cuando la convierten en cárcel. Y por ser tan sencillo este caso, yo no pido la absolución ni la condena del acusado. Pido que busquemos la manera de comprenderlo, porque éste será el único modo de absolver la justicia. Así podremos aplicarle a este duelo individual la lógica criminal de las batallas históricas, después de las cuales se cierran las cárceles y se destapan las estatuas. Todo esto me lleva a concluir que Antón Castán no ha cometido ningún crimen. Sencillamente, ha vencido. Leloya se había rebelado contra los derechos del hombre al perseguir a Antón Castán. Al matarlo en la cárcel, Antón ha ganado la guerra. La guerra ha terminado, paso al vencedor. Ha llegado la hora de las condecoraciones.
Permanece de pie después de las últimas palabras. A mi lado, los muertos se agitan, excitados, impacientes, delirantes, como los perros cuando mi padre se disponía a salir a cazar fugitivos. Los muertos me rozan las piernas con sus lomos peludos, como si quisieran invitarme a salir de la celda, como si quisieran que los siguiera por los caminos de la muerte.
El juez dice:
—¿Tiene la acusación algo que alegar?
Míster Alba contesta:
—Lo único que tengo que decir es que es una lástima que por estar en la cárcel David no hubiera podido terminar sus estudios en la Universidad. El defensor habla tan bien, o mejor dicho, habla tan mal como un abogado.
La voz del Honorable Gordo Tudela suena muy clara:
—Tiene la palabra el acusado.
Yo no tengo nada que decir en este proceso. Sin embargo, los muertos me piden que hable. Quizá ladren con sus fauces de polvo para pedírmelo, pero de algún modo me lo exigen. A los muertos les gusta que yo hable. Se calman con mi voz. A veces, mientras hablo, se duermen a mis pies. Entonces, empiezan a soñar que están vivos.
No hubiera hablado, de todos modos, si no hubiese reparado de repente que entre los muertos, acurrucado a mis pies, está Leloya. En el primer momento quiero pisarlo, espantarlo. Yo no contaba con este muerto. Pero al sentir otra vez entre mis manos la lengua cálida, y sin embargo muerta, de mi padre, tengo una inspiración. Resuelvo desconcertar a Leloya:
—Soy inocente —digo en voz alta.
Todos, los vivos y los muertos, me miran sorprendidos. Sólo Leloya me mira con miedo. Yo digo:
—Señor juez, concédale ahora la palabra a la víctima.
—¿A quién?
—A la víctima. Al muerto.
Jamás había visto tan desconcertado al Honorable Gordo Tudela.
—¿Qué dice?
—Digo que quizás el muerto tenga algo que decir.
—¿Dónde está el muerto?
—Está aquí. Los muertos están siempre donde se juzga a los muertos. Dele la palabra y hablará. La declaración de Leloya es en este caso fundamental.
El Honorable no se decide, a pesar de que Míster Alba pide también que oigamos a Leloya.
Entretanto, Leloya permanece al acecho, como el perro que se dispone a saltarle al cuello al enemigo. Pero Leloya no me salta al cuello. Al oír que Míster Alba pide que hable se da cuenta de que se necesita muy poco para que lo pongamos a hablar. De repente brinca, pero no para atacarme, sino para huir. Yo comprendo muy bien. A los muertos no les gusta hablar de sus crímenes.
A los muertos no les gusta que se diga que ellos son los asesinos cuando son ellos los que empujan a los otros a matar.
Animado por la fuga de Leloya repito con toda claridad:
—Soy inocente.
La jauría de los muertos corre tras de Leloya, mordiéndole los talones. Es una pena. No puedo retenerlos. Estoy rendido. Ya no tengo fuerzas para silbar a los muertos.