Aparte de los asesinatos que había cometido, Burke era un hombre muy decente.
GEORGE MIKES
Muy temprano recibimos la noticia de la muerte de Óscar.
—¿De qué murió? —le pregunto al guardián.
—De viejo —explica el guardián—. Estaba sano, pero no salvo. Amaneció muerto en la cama.
—¿Lo entierran hoy?
—Lo entierran ya. A los presos hay que enterrarlos con rapidez.
No comprendemos por qué nos dice eso el guardián. Éste es uno de esos misterios de la vida que nunca nos es posible desentrañar. Cuando el guardián se va, Míster Alba habla de Óscar con el Honorable Gordo Tudela. Éste hace la pregunta que entre nosotros se hace siempre respecto a los compañeros cuyo nombre se menciona.
—¿Por qué estaba preso?
—Por mascar chicle.
—¿Es delito mascar chicle?
—No. Pero usar la goma para pegarse esmeraldas en la barba y pasarlas de contrabando a Venezuela sí debe de ser delito cuando por eso lo trajeron aquí.
—Por lo menos, dejen en paz a los muertos —pide David.
Míster Alba explica que a Óscar le dio por viajar a Venezuela con mucha frecuencia. Unas veces decía que iba a estudiar el folklore musical del Táchira. Otras, que iba a buscar un hermano que emigró a Venezuela en tiempos de la dictadura del Benemérito Juan Vicente Gómez. Los viajes frecuentes hicieron entrar en sospechas a las policías de los dos países. Lo agarraron en San Cristóbal, con sus cómplices venezolanos. Se puso en claro entonces que Óscar pasaba las esmeraldas colombianas a Venezuela por el sencillo procedimiento de esconderlas entre la espesa barba, pegándoselas allí con restos de goma de mascar. Ocupada en examinar la pierna de palo, que en un presunto contrabandista es un elemento altamente sospechoso, la policía descuidaba la barba de Óscar, que era un nido de esmeraldas escrupulosamente envueltas en la naturalidad varonil de la mata de pelo.
Míster Alba se sienta, escribe una nota, llama al guardián y le dice:
—Por favor, lleve esto al señor director.
Cuando el guardián se va, todos nos quedamos esperando que nos explique de qué se trata. Míster Alba accede a este deseo presente, aunque inexpresado.
—Le pido al director que entierre a Óscar sin la pierna de palo. Le sugiero que construya en el patio principal un monumento al preso desconocido, es decir, al preso no identificado. Ningún símbolo mejor para el monumento que la pierna de palo de Óscar.
Yo callo, no por lo que me toca en relación con esa pierna, sino porque por primera vez me parece descubrir en Míster Alba algo que no funciona muy bien en su cabeza. Me parece además que David piensa lo mismo que yo. Pero yo no digo nada. Observo a Míster Alba. Encuentro que su rostro, surcado por cavernas de palidez cadavérica, corresponde precisamente a mis suposiciones. Pero esta crisis reflejada en su semblante dura muy poco. Míster Alba vuelve a hablar de Óscar.
—Era un preso común. No pasará a la inmortalidad.
—Ningún preso pasa a la inmortalidad —afirma el Honorable Gordo Tudela.
—Su ignorancia me conmueve. Pero no me sorprende. La cárcel está llena de presos famosos en la historia de la humanidad.
—Yo el único preso famoso que conozco es el Conde de Montecristo —dice el Gordo.
Míster Alba lo aplasta con la mirada y habla así:
—No me sorprende que sus conocimientos no hayan logrado sobrepasar el regazo mental de Dumas padre. Le daré una lección de ilustre historia carcelaria. Presos distantes, de las más variadas condiciones, relacionados todos con la evolución del pensamiento y del sentimiento humano, han sido Sócrates, San Pedro, Dante, Galileo, Cervantes, Servet, Moro, Napoleón, Robinson Crusoe, Dreyfus, Dostoievski, Gandhi, Malaparte, Albizu Campos. Y que me perdonen otros presos famosos que hoy no puedo citar, ya que no voy a presentarle ahora una estadística de presos más o menos inmortales, más o menos literarios. Tampoco voy a referirme entre ellos a los que murieron en la cárcel. Sólo quiero llamar la atención hacia el hecho de que la fama de ciertos presos está íntimamente relacionada con la inutilidad patente de la pena de la cárcel. A Silvio Pellico lo metieron en sus prisiones y en la celda se convirtió en monje, lo cual es el colmo de la piedad, porque es ir demasiado lejos en el camino de la mortificación. A Oscar Wilde lo encerraron y en el encierro escribió la balada de la cárcel, que fue la fachada con que la mente genial quiso disimular en la carne los vicios que seguían creciendo pero que ya no gritaban. A Caryl Chessman lo mataron varias veces y lo perdonaron otras tantas, sólo para descubrir, después de cada intento frustrado de eliminación, que su tierno corazón de asesino estaba cada vez más empedernido en el crimen. Los presos inmortales demuestran que la cárcel no sirve para nada, o sirve para muy poco. La cárcel sólo es una solución para los que no saben leer ni escribir. No les corrige el alma, pero les despeja la mente o les educa la mano, porque los enseña a leer y escribir.
Yo le interrumpo:
—Una objeción, con todo respeto, Míster Alba. Robinson Crusoe no estuvo preso. Por el contrario, es la prueba más ardiente de la independencia del espíritu y de la libertad humana.
—Robinson Crusoe es una prueba de libertad para los demás. Para sí mismo, es el más miserable de los prisioneros. Un día, Robinson puso preso a Robinson y lo confinó en una isla. Si este aislamiento voluntario, si esta vocación de colonia penal no constituye la más alta expresión del espíritu de cárcel que todos llevamos dentro, yo no sé qué será la libertad, yo no sé qué será la cárcel.
El Honorable Gordo Tudela murmura filosóficamente:
—Descansemos del tema. Ya me estoy aburriendo de hablar de presos.
—¿De qué quiere que hablemos? —pregunto yo.
—Hablemos de cárceles.
Míster Alba no se hace de rogar. Conversa con la elocuencia de costumbre:
—Los nombres de las cárceles siempre me han deslumbrado. Conozco una cárcel del país que se llama La Concordia. Conozco otra que se llama la Cárcel Modelo. Esto parece una ironía: concordia y modelo, dos palabras de amor y de ejemplo. Sin embargo, en esto nos quedamos muy atrás de la poesía carcelaria universal. Oigan ustedes este collar de piedras preciosas que son los nombres de las cárceles más famosas del mundo: Isla del Diablo, Regina Coeli, Auschwitz, La Santé, Ocaña, Núremberg, Sing-Sing. ¿No se conmueve el alma con tanta belleza?
David lo interpela:
—¿Qué quiere qué hagan? ¿Que supriman las cárceles? La gente decente tiene que defenderse.
—Usted lo ha dicho —afirma Míster Alba—. Cuando no haya gente decente no habrá cárceles. No dude de que en lo futuro habrá un mundo sin cárceles.
—¿Y los criminales? ¿Todos los hombres serán criminales? ¿Dejará ese mundo sueltos a los criminales?
—Tampoco habrá criminales.
—¿Se volverán buenos los hombres de la noche a la mañana?
—No. Pero cambiará el concepto de lo que es bueno y de lo que es malo.
Cuando empiezan en la celda, estas discusiones nunca acaban. Yo me pongo a leer hasta que llega la hora de salir al patio.
En el patio, David invita a Míster Alba a examinar de nuevo la parte del diario que estoy escribiendo y que ellos no conocen. De ese modo, cuando regresamos de nuevo a la celda me pongo a leer en voz alta. Leo hasta el capítulo anterior. Al terminar, los ojos me arden, no tanto por el ejercicio prolongado de la lectura como por ciertas partes de la obra que tratan directamente de mi manera de proceder con Leloya.
—Lo de la muerte de Leloya está bien —dice Míster Alba—. Pero al lector le gustaría saber algo más. Le gustaría saber por qué mató a Leloya. En todo el libro eso es lo que importa. Al lector le va a gustar la muerte de Leloya, pero va a encontrarla un poco prematura.
—El lector va a tener que contentarse con lo que tengo escrito y como lo tengo escrito —digo yo.
—¿Podría darme a conocer la primera parte? —pregunta el Honorable Gordo Tudela.
—Tendrá que esperar a que el libro se publique. Además a usted no le interesa la primera parte. Usted no figura en ella.
Como David no emite ninguna opinión yo le pregunto:
—¿Le gusta?
—Sí. Pero la estrella del libro no es usted, sino Míster Alba.
—La estrella es nuestra celda. Personalmente yo no pretendo ser el primer actor —afirmo.
—En cuanto a mí —dice Míster Alba— he mejorado notablemente en los últimos capítulos. Ya no parezco un payaso, sino un filósofo que habla. Por lo menos la pintura reciente me hace justicia, porque me aproxima más a la realidad.
David me hace algunas indicaciones sobre pequeños errores de procedimiento que yo prometo corregir. El Honorable Gordo Tudela me pide que ponga un poco más de énfasis en su aspiración de volver a ingresar al cuerpo de detectives cuando salga de la cárcel. También yo prometo hacerlo, aunque David le indica que para eso mejor es que obtenga una recomendación del director de la cárcel.
Pero quien hace las objeciones críticas de fondo es Míster Alba:
—Eso de citar una frase distinta, de un autor diferente, al principio de cada capítulo, me parece un exceso de pedantería cultural o un muestrario de buenas relaciones literarias.
—Para mí es todo lo contrario —sostengo yo—. Es un gesto de humildad encaminado a reforzar mis convicciones sobre la libertad con la opinión de algunos hombres eminentes que han escrito también sobre la libertad.
—Yo de usted eliminaría las citas y me quedaría solo. Mejor solo que mal acompañado.
—¿No dice que no le gustan los refranes?
—No me gustan. Los desprecio. Por eso los uso. Usarlos es mi modo de despreciarlos.
—En todo caso, no eliminaré las citas.
—¿Por qué se empeña en ese capricho?
—Por una sola razón. Porque me da la gana.
Esta razón debe de ser suficiente, pues Míster Alba no insiste.
El Honorable Gordo Tudela anota:
—Ese tal Braulio Coral, que tenía antes el puesto que yo ocupo ahora en la celda, no parece persona de mucho brillo.
Míster Alba contesta:
—El puesto de Braulio, que usted llena ahora, pertenece a la galería. Lo tenemos reservado para el público que aplaude. Es el puesto del escudero. El privilegio de ser geniales nos lo repartimos entre los otros tres.
David añade:
—Braulio Coral no tiene brillo, lo reconozco. Pero tiene arrastre, es decir, esa condición milagrosa de atraer y domar que tienen por lo común los toreros y las toreras. ¿Saben ustedes lo que logró Braulio al salir de la cárcel? Lo supe por Toscano en el patio. Es una hazaña increíble. Logró conciliar a las dos mujeres que antes lo acusaron y trajeron a la cárcel. La bigamia ha dado sus frutos. Ahora vive con ambas mujeres. Y algo más. Ambas son felices repartiéndose su amor.
Con su sarcasmo habitual, Míster Alba vuelve a la crítica de lo que acaba de leer:
—Hasta donde yo entiendo, jamás se había escrito un libro tan completo. Según el autor, es una historia en forma de diario. Según David, es un drama, como la vida, donde todos representamos un poco. Según mi opinión, que no es de ninguna manera una opinión humilde, es una novela. Quizá sea todo eso. Quizá no sea ninguna de las tres cosas. Pero la obra muestra una ventaja de última hora. Después de lo que Antón escriba hoy, el libro ofrecerá otra originalidad. Llevará en sí mismo su propia crítica literaria. De este modo dejará sin oficio a los caníbales que en las revistas y los periódicos, entre sorbo y sorbo de café colombiano, se alimentan con tiras de pellejo de los cadáveres ajenos.