El Señor le dio a Caín la luna por cárcel.
JORGE LUIS BORGES
9 a. m. Leloya está a pocos pasos de mi. Como si en una noche hubiera rejuvenecido varios años, hoy me parece mucho menos viejo que ayer. Los binóculos iluminan, pero envejecen a los hombres.
No hay duda de que al venir aquí, Leloya está dando muestras de un valor increíble. Eso forma parte del aparato prepotente de su personalidad. De todos modos, Míster Alba acabó por imponerle la obligación de negociar en el terreno en que quería colocarlo.
Hace un momento, Leloya ha aparecido en la puerta principal de la prisión. Se presenta desarmado, vestido de paisano, como Míster Alba quería verlo. Por el patio donde lo rodean más de mil hombres que son sus enemigos potenciales o declarados, paso a paso, como guiado desde lejos, avanza hasta colocarse junto a mí.
Aunque estoy seguro de que no me conoce, me mira con desprecio. Es su modo de mirar a los demás. Entre él y yo funciona sin cesar la corriente de rencor más insensato y más funesto. Por mi parte, lo odio como si el odio se hubiera inventado para que yo pudiera odiarlo. Creo que tendré que matarlo, para no tener que seguir odiándolo de este modo.
—¿Dónde está Míster Alba? —me pregunta.
—Está esperándole. Venga conmigo.
—Un momento. ¿Dónde vamos a reunimos?
—En la oficina. Estarán a solas y podrán hablar sin interrupciones.
—No estaba previsto que hablaríamos encerrados.
—No creo que eso cambie los términos del arreglo. Será mejor para ambos.
—Está bien —dice Leloya—. Vamos.
Ya no tiene remedio. Marcho delante de él. En la escalera, en lugar de dirigirnos a la terraza, entramos en la oficina principal de la cárcel, que se encuentra, como ya se ha dicho, en la zona dominada por los presos. El piso está lleno de pedazos de papel, resto de los destrozos del primer día de rebelión, cuando los prisioneros destruyeron los archivos, quemando en la hoguera del patio todo lo que quedaba de él.
Míster Alba no saluda.
—Está bien, Leloya. Empecemos.
Míster Alba me hace una seña con la cabeza y yo salgo. Afuera, centenares, miles de ojos me interrogan con urgencia inexplicable. Yo no tengo todavía nada que decirles sobre la suerte que nos espera a todos.
10 a. m. Acabo de descubrir por fin quién es el hombre a quien le molestan las moscas. He identificado al hombre que anoche, en el café, junto a los jugadores, aguardaba la presencia de una mujer.
Estuve pensando en ello toda la noche, sin poder dilucidar el Místerio. Llegué a obsesionarme con aquel desconocido a quien en el primer momento no pude reconocer, y quien, sin embargo, dejó en mi ánimo, después de perderse con su compañera en el Hotel Libertad, a prueba de moscas, una chispa de sospecha inconsciente. Cuando brotó del todo, la sospecha no me dejó dormir.
No sé cómo no pude advertirlo antes. Casi me siento tentado a corregir lo que dejé escrito sobre la escena callejera de la pareja mercenaria.
Hay una razón para que al principio no lo hubiera adivinado. De día, Ramírez usa gafas alemanas, sin aros. Gafas de sabio o de doctor. De noche se despoja de las gafas y del título. Convertido en hombre, se sienta a la puerta del café, al acecho del placer que pasa.
Por la noche, el hombre que me ha prometido la libertad es un buscón de busconas.
11 a. m. A esta hora he prometido interrumpir a Míster Alba. Al llegar a la puerta, Leloya y él están todavía sentados, como si fueran camaradas de toda la vida, sobre el único escritorio que medio se salvó del desastre del primer día. No me atrevo a hacerme presente. Los espero a la puerta, donde al fin y al cabo, Míster Alba me está viendo. De pronto Míster Alba me llama.
—Venga.
Todo ocurre con rapidez que yo mismo no puedo comprender.
—Acompañe al coronel hasta la puerta de la calle —dice Míster Alba.
—El coronel va a permanecer aquí —digo yo.
—¿Qué?
—Digo que el coronel no va a salir de aquí.
—¿Qué es esto?
—Un secuestro.
—¿Qué pasa?
—Sólo tengo que decir lo que he dicho. Desde este momento, el coronel Leloya está secuestrado.
—¿Va a pedir rescate para devolverlo?
—No lo había pensado. De todos modos, está secuestrado.
—¿Quién lo ha dispuesto así?
—Yo. Antón Castán.
Estas dos palabras deslumbran a Leloya. Se frota los ojos, como si no pudiera ver. La mole de soberbia que dos horas antes había llegado allí era una masa desleída, el volumen tembloroso de una gelatina en un refrigerador sin corriente eléctrica.
—¿Qué diablos está haciendo, Antón? —pregunta Míster Alba.
—Ya lo ha oído. Leloya no saldrá de aquí. Es nuestro prisionero. El prisionero de los presos.
—Yo soy el jefe. Lo he hecho venir aquí. He negociado con él la rendición. Haremos lo que yo diga.
Yo hablo en seguida. Lo hago con calma, no tanto para convencer a Míster Alba, como para acabar de desmoralizar a Leloya.
—Afuera, más de mil hombres esperan mis órdenes. Todos se han decidido por el secuestro de Leloya. Usted tendrá que escoger entre Leloya y nosotros, Míster Alba.
Aquello es suficiente. Lo que me sorprende es que sea tan fácil. Míster Alba cree sin vacilar en lo que yo digo. Para él, en este instante, no cabe duda de que afuera, todo quedó arreglado entre los presos y yo. La última duda que aún lo mantiene inseguro se disipa al decir Leloya:
—Su traición ha sido perfecta, Míster Alba. Pero si no me sueltan, les pesará. Si no regreso junto a ellos, mis hombres tienen órdenes de ametrallar a los presos.
Todavía tiene ánimos para sentirse dueño de nuestro destino. Todavía cuenta con los hombres que esperan por él. Yo le digo:
—Sus hombres dispararán contra nosotros, pero dispararán también contra usted, porque desde ahora, usted estará siempre delante de nosotros.
—¿Por qué hace esto? —dice Leloya de repente, en tono suplicante.
Yo le contesto con cinco palabras que a él se lo explican todo:
—Porque yo soy Antón Castán.
Leloya da un salto y antes de que yo pueda pensarlo me da un puñetazo en la cara. Es un buen puñetazo, debo reconocerlo. Me lanza al suelo. Antes de que me reponga y me levante, ya Míster Alba está dando muestras de estar entrando en acuerdo conmigo. Respirando hondo, descorre la cortina de manteca de su vientre. Desenvaina la navaja barbera del estuche del tatuaje abdominal y se la pone a Leloya en la garganta.
Yo me levanto y salgo. Llamo a los miembros del comité directivo del motín.
Por lo menos en un punto, las cosas vuelven inmediatamente a su nivel anterior. Míster Alba empieza de nuevo a dar órdenes.
—Hemos resuelto detener a Leloya. Antón se encargará de arreglar las condiciones del secuestro. Obedézcanle a él como si fuera yo mismo.
Yo doy orden a Toscano, al Gordo Tudela y a David, de que se encarguen de la vigilancia inmediata de Leloya. Y salgo de la oficina acompañado de Óscar y Míster Alba.
Al mirar alrededor, comprendo en aquel momento hasta qué punto un hombre puede interpretar en ciertas ocasiones los sentimientos colectivos. Por una vez en la vida, aquellos presos querían darse el lujo de tener un preso propio, un preso para mostrarle a la justicia. Yo había adivinado sus pensamientos, poniendo preso a Leloya.
3 p. m. Afuera, los estudiantes han organizado otra manifestación. Hoy son mucho más numerosos que ayer.
A la cabeza de los grupos llevan, como un talismán, al muchacho a quien ayer dimos por muerto. Muestra la cabeza envuelta en gasas y vendas, y marcha a la cabeza de los grupos, con la prudencia automática del hombre que hubiera resucitado y temiera morir de nuevo. De los seis muertos, de los catorce muertos, de los veinticinco muertos de que se hablaba ayer, lo único que queda es este herido rehabilitado a quien sus compañeros siguen sin vacilar.
A mí ya no me importan los estudiantes. En general, empiezo a fatigarme de lo que pasa fuera de la cárcel. Empiezo a cansarme de esta libertad de gritos insensatos, de amores remunerados, de indolencias trágicas, de suficiencias grotescas. Me sorprende y me duele este mundo que me ha sido dado ver últimamente y que mis ojos, viejos de tres años de cárcel, ya casi no reconocen.
De todo lo que he tenido que hacer hoy, lo más fácil ha sido convencer a Míster Alba de las razones que justifican el secuestro de Leloya. Míster Alba las acepta sin mayores objeciones. Creo que lo hace porque, a mi entender, Míster Alba no suele sentirse muy cómodo haciendo el papel de un hombre que se ve obligado a cumplir su palabra.
5 p. m. Son más de las cinco de la tarde y no pasa nada de lo que todos temen.
No habiendo regresado Leloya cuando estaba previsto, sus hombres hicieron contactos con Míster Alba. Le notificaron que si a las cinco Leloya no regresaba, bombardearían la prisión, avanzarían contra nosotros y nos atacarían con lanzallamas. Muy decidido, Míster Alba les hizo saber que podían hacerlo, pero a costa de la muy apreciada vida del coronel.
Pasan las cinco y no ocurre nada de lo que nos han anunciado A esta hora, todo peligro de represalia violenta se ha desvanecido. Viene la noche. De ahora en adelante, la noche trabaja para mí.
Relevado por otro preso de la vigilancia de Leloya, el Honorable Gordo Tudela se me acerca y me estrecha la mano.
—Ha sido un buen trabajo, Antón —dice—. Tiene usted madera de jefe.
—Tenía que hacerlo. ¿Cómo está el prisionero?
El emplear esta palabra me hace sentirme un poco avergonzado. No tanto por Leloya, sino porque donde hay un prisionero hay un carcelero. Y en este caso, por primera vez en la vida, yo no soy la víctima, yo no soy el perseguido, yo no soy el prisionero.
—Se ha desinflado como una vejiga pinchada por un clavo —me informa el Honorable Gordo Tudela.
—¿Qué ha hecho?
—Ha pedido un sacerdote.
—Así, pues, teme que va a morir.
—No teme. Sabe que va a morir —afirma el Honorable Gordo Tudela.
10 p. m. Óscar se prepara para dormir. Empieza por destornillar la pierna de la caja del cuerpo. La está cubriendo con la manta cuando yo le hago la extraña proposición.
Necesito que esta noche me preste su pierna.
—¿Qué? —exclama Óscar.
—Eso. Quiero llevarme su pierna de palo.
En la penumbra de la terraza, sus ojos, perdidos en la selva de la pelambre sucia de la barba, buscan mis ojos con ansiedad.
—¿Qué va a hacer, muchacho?
—No tenemos armas. El palo de su pierna es lo único de que disponemos esta noche para guardar al prisionero.
—Los presos capturaron tres fusiles el primer día del motín. También fabricaron puyas y garrotes con los muebles rotos.
—Por desgracia, mientras discutíamos con Toscano sobre los aspectos legales de la organización del comité, los campesinos estaban entregando lealmente a Leloya todas las armas e instrumentos de lucha.
—¿Por qué lo hicieron?
—Creían que así evitaban complicaciones para todos.
—Bien. Llévese mi pierna.
Al tocarla, la pierna de Óscar empieza a convertirse en mis manos en un garrote.
Es de roble, y tan fuerte y pesada que no se explica cómo Óscar puede moverse con ese apéndice ajustado al muñón de su pierna.
Según ha dicho el Honorable Gordo Tudela, la pierna de palo la fabricó el mismo Óscar, sin llegar a pulirla nunca, cuando perdió la pierna original, que estaba amenazada por la invasión de una gangrena. En el hospital de una aldea de los Andes el mismo veterinario que le cortó la pierna le ajustó más tarde el palo sucedáneo. Se lo acomodó como mejor pudo, dentro de los medios entre ortopédicos y caballares de que podía disponer. Según el Honorable Gordo Tudela, a pesar de todo, el trabajo era una buena combinación de ebanistería y cirugía.
Tomo la pierna y me la pongo en el hombro, como si fuera un fusil. En el suelo, sin pierna, Óscar parece tan inofensivo como un animal desvalido. Yo me retiro por la terraza y empiezo a bajar las escaleras, dirigiéndome hacia la oficina con la pierna de Óscar a cuestas. Óscar no deja de seguirme, con el desamparo de sus ojos de fiera mutilada.
11 p. m. Otra vez me encuentro cerca de Leloya. Toscano y dos hombres más están con nosotros. Yo les digo:
—Bien. Pueden irse todos a dormir.
—Yo no estoy cansado —dice Toscano—. Cuidar a mi coronel Leloya no cansa. Es como cuidar una paloma.
—Pero yo quiero que se vayan.
Toscano no insiste. Seguido de los dos presos que han estado acompañándolo lo veo subir la escalera de la terraza.
Yo cuento los minutos con mi corazón. Durante media hora, Leloya y yo nos miramos, sin decir una sola palabra. Cada segundo que pasa, él se muestra menos seguro de sí mismo. De repente se arrodilla frente a mí.
—¿Qué va a hacer? —murmura dulcemente.
—Me llamo Antón Castán.
—¿Por qué no me mata de una vez?
—Me llamo Antón Castán.
Empieza a llorar. Llora de un modo muy extraño. Las lágrimas no sólo le bajan sino que le suben en el rostro. Tiene la frente llena de lágrimas.
Sabe el papel que está haciendo y se traga las lágrimas con rabia impotente. Pero no puede evitarlas. El miedo es superior a toda la insolencia, a toda la crueldad, a toda la infamia que este hombre ha acumulado en su vida de perro rabioso.
Ahora deja de llorar y empieza a hablar. No habla como un hombre, sino como una mujer. Esto me recuerda al secretario de mi padre, en la cárcel que él dirigía, aquel hombre que no hablaba con el nervio de las palabras de los hombres, porque hablaba con el líquido de las lágrimas de las mujeres.
—Hablaré delante de todos los presos, y de todos los guardianes, y de todos los jueces. Diré la verdad. Toda la verdad. Solamente la verdad. Por fin la verdad.
—Me llamo Antón Castán —es todo lo que digo yo.
En mis manos, la pierna de Óscar es implacable. Su descarga aniquiladora se parece a la ferocidad del rayo que descuaja el roble. Golpeándolo, yo pienso que si no puedo perdonarle la vida, tampoco voy a poder perdonarle la muerte.
Al salir respiro sin calma el aire de la noche. Recuerdo entonces que, en una situación semejante, el Señor le dio a Caín la luna por cárcel.
Me siento libre, con una libertad que me sobra en el cuerpo, con una felicidad morbosa que palpita dentro de mí de un modo extraño. Sin embargo, comprendo que en adelante, por donde quiera que me lleven mis pasos, ya no podré ser libre, con esa libertad alegre y descansada que proviene de la inocencia.
Cargando todavía el garrote homicida, comprendo que con lo que he hecho, Dios acaba de separarse de mí. Comprendo que el Señor acaba de darme la vida por cárcel.