Esta ciudad no se siente bien: se siente como un criminal que medita su próximo y mezquino crimen.
D. H. LAWRENCE
8 a. m. Puntualmente, los hombres empiezan a llenar los cafés. Desde la terraza puedo contar los cafés. Hasta donde llega mi vista son once, en la calle que empieza justamente frente al sitio de la cárcel donde yo me encuentro. A esta hora, como si cumplieran una cita fatal, los hombres empiezan a poblar los cafés y los cafés empiezan a llenarse con los ruidos de los hombres. Ruidos de conversaciones, de promesas, de halagos, de negocios, de intrigas, de reclamos.
Entre los cafés y la cárcel se encuentran aún los tanques del Ejército y los carros de patrulla de la policía. No los han retirado desde que empezó el motín. Camionetas de uno y otro cuerpo llegan de cuando en cuando. Descargan pelotones de hombres armados que reemplazan en los tanques y en los carros a los que en seguida, cansados, ocupan las camionetas y se van.
Desde la cárcel es curioso observar a los hombres de los cafés. A simple vista, se saca la deducción de que la libertad suele pasarse el día en los cafés. Fijándose detenidamente, los hombres parecen presos también, atados a las sillas donde se sientan y a las mesas frente a las cuales beben o comen o conversan. Aunque es muy temprano aún, es evidente que no falta quien tome aguardiente a esta hora. Los que lo hacen tan temprano beben el aguardiente en tazas de café, de modo que todo se cumple con arreglo a las más severas exigencias de la moralidad pública. Pero la mayoría de los clientes beben café, en pequeñas tazas que humean a lo lejos, en la bruma, como chimeneas de barcos de juguete.
Las horas pasan pronto en los cafés. Sin embargo, la fisonomía de los establecimientos no cambia con el paso de las horas. Tampoco se altera el ruido, que es siempre la misma sucesión de sonidos sincronizados en el volumen de la estridencia popular. Si no fuera porque indudablemente algunos hombres se levantan y se van, podría decirse que la humanidad incrustada en el café es una sola, porque siempre es la misma.
Desde los cafés, los hombres miran los tanques, miran los carros de asalto, miran la cárcel. Sin duda, aquel aparato de opresión les dice muy poco. Vuelven a mirar hacia la cárcel. Escriben algo en un papel. Se levantan, van al teléfono, regresan a su sitio. Siguen bebiendo café, en un esfuerzo por deparar a sus nervios el estimulante que no obtienen por el simple hecho de ejercitar el oficio de ser hombres libres.
Las mujeres no son admitidas en estos antros de varones ociosos. La falta de toda manifestación de ternura femenina le da a los cafés un carácter correctamente homosexual. Este aspecto les hace parecerse aún más a la cárcel. Además, eso hace aún más lóbregos estos establecimientos cuyo vientre tiene la temperatura húmeda y vaporosa de un tonel de cerveza caliente. Las mujeres pasan por la calle sin mirar los cafés. En el acto, un horizonte de cuellos ávidos, como cuellos de muñecos de ventrílocuo, se estira hacia la calle y empieza a husmear en el aire la efímera esencia del olor que pasa. Los cuellos de los muñecos alarmados vuelven a enroscarse en la caja del tórax, en espera de otro perfume transeúnte, haciéndole campo, entre pecho y espalda, a la próxima taza de café.
Desde la cárcel, los presos del café resultan bastante tristes. Viven de pequeños hartazgos de pereza y de ilusión. Murmuran y hablan de lo que no entienden, como de la guerra y la política. Subyugan y dominan a las mujeres que no tienen. Llenan de vida miserable la muerte que se les hincha en las rodillas. Cuando no están calumniando, chillan y se quejan de los impuestos del gobierno. Se hacen limpiar los zapatos incansablemente, hasta que les arden los pies. Embalsamadas en el olor del café, estas momias de la libertad dan una idea muy pobre de la libertad.
En ciertos momentos los vendedores de lotería se acercan a los cafés. Hay una complicidad secreta y cínica entre los cafés y la lotería. Los vendedores ofrecen a los ojos empañados de los clientes la mercancía de la esperanza numerada. En un momento, colocan el billete del premio gordo. En el acto empiezan a pregonar deslealmente, a voz en cuello, la oferta reiterada del inagotable premio gordo. Los hombres del café guardan en el bolsillo la tajada de ilusión que ha de alimentarles la ilusión de una semana y que ha de eximirlos de trabajar el resto de su vida. Aunque nunca trabajan, compran la lotería como si estuvieran garantizándose a sí mismos un seguro de vida contra el trabajo.
—Me gustaría sacar la lotería para poder pagarle a mi abogado —dice Míster Alba.
Los hombres de los cafés leen los periódicos, y a esto le dan la importancia de las grandes hazañas culturales. Leyendo el periódico se sienten ciudadanos de Atenas. Esta tendencia hacia la forma más cómoda del clasicismo y del humanismo es tan marcada que, por cierto, estos hombres de los cafés llaman a su pequeña ciudad la Atenas de los Andes. Se sienten felices de sentirse atenienses leyendo periódicos en los cafés. Desde la cárcel, nosotros contemplamos a lo lejos esta curiosa caricatura del genio griego.
A propósito de Atenas y de los periódicos, el Honorable Gordo Tudela le pregunta a Míster Alba:
—¿Había periódicos en Atenas?
—Desgraciadamente no —contesta Míster Alba.
—¿Por qué no tenían periódicos los atenienses? ¿Por qué no conocían la imprenta?
—No. Los atenienses no sabían leer —dice Míster Alba.
—¿Y Sócrates?
—Sócrates no sabía escribir. Él era un filósofo de viva voz, como yo.
—¿Qué hacía Sócrates?
—Cuando no estaba preso, hablaba en la plaza todo el día. En nuestra época, Sócrates sólo hubiera podido ser locutor de radio.
No falta quienes creen que los cafés son sucursales más o menos disimuladas de la cárcel. Los que piensan así fundan su opinión en el hecho de que por las mesas de los cafés merodean como en territorio propio, de día y de noche, los corredores habituales de las drogas heroicas. Este tráfico clandestino llega hasta la cárcel, pero tiene su base en los cafés. De ese modo, los cafés se alimentan un poco de las desgracias de la cárcel. Yo no puedo mirar al café sin pensar en la cárcel, y sin pensar en el lazo inicuo y vitalicio que los une.
En otro sentido, mirando los cafés, llego poco a poco a pensar en todo lo que la cárcel significa para la pequeña ciudad. De algún modo, la cárcel es la mejor defensa de la ciudad. No es la policía, sino la cárcel, lo que depara seguridad y confianza a la vida del hombre. ¿Qué sería de esta pequeña ciudad sin nosotros? ¿Qué sería de esos cafés, y de aquella iglesia, y de aquella botica, y de aquella escuela, y de aquel cementerio sin los presos? Los hombres del café, y los que rezan, y los enfermos, y los que estudian, y los muertos, todos los hombres que de algún modo están libres de la cárcel, son tributarios forzados de ella. Trabajan para ella. Pagan por ella. Temen por ella. Por ella descansan en paz.
Donde no hay buena cárcel no hay buena libertad. La justicia y la cárcel son la suma de la libertad.
10 a. m. En el café hay un entresuelo, una especie de andamio con piso de madera y paredes de vidrio, donde el administrador del café vive y trabaja. El administrador es un hombre joven y obeso cuya palidez recuerda la figura de Nerón representada por Peter Ustinov.
Este sujeto vive en mangas de camisa, aunque siempre lleva un chaleco, un chaleco de rayas, que no puede abrocharse nunca sobre el vientre opulento.
Al revés de algunos parroquianos que en el piso de abajo beben aguardiente en tazas, arriba el administrador bebe el café en un vaso. El administrador vive entre muros de cristal y bebe en vasija de cristal, como para que no se dude de sus hábitos. El vaso hirviente quema sus dedos, pero no sus labios. Bebe el líquido con tal satisfacción, que uno tiene la impresión de que hasta la cárcel llega el chasquido de los sorbos devoradores.
El propietario es la síntesis durmiente del café. Se sienta en una mecedora y en todo el día no para de agitar su pereza, en la coctelera de madera, amodorrado al vaivén de la curva frustrada del asiento. En ese pedestal de madera labrada pasa el tiempo tomando vasos de café y mirando crecer su barriga. Abajo vegetan otros hombres que beben café y otros hombres que sirven café, empeñados en seguir inflando sobre la mecedora aquel monumento de nalgas acolchonadas.
Hay que reconocer que abajo, en el mundo de los hombres del café, hay sus excepciones. De cuando en cuando, un hombre pasa de largo frente a la puerta del café. Sin embargo, ese hombre excepcional tiene cara de venir de otro café.
11 a. m. A las once aparecen los estudiantes. Desde la terraza los vemos llegar. Un poco antes, los gritos que daban nos habían anunciado su presencia.
—Es una manifestación de los muchachos de la Universidad —dice Toscano desde el primer momento.
Los muchachos de la Universidad, como los llama Toscano, son doscientos más o menos. Van en apretados grupos de desorden disciplinado y gritan agitando los puños en el aire. También llevan carteles que en el primer momento no podemos leer. Al llegar junto a los tanques del Ejército un oficial les ordena que paren.
Pronto nos damos cuenta de que se trata de una manifestación de simpatía con el motín de los presos. Los estudiantes piden paso hasta la cárcel. No se ve qué empeño pueden tener en acercarse a la cárcel.
Desde lejos parece que se han lanzado a un motín para que los reciban en la cárcel. Pero los soldados y los policías les cierran el paso y les impiden avanzar. Sin embargo, logran colocarse en un sitio de avanzada. Entonces podemos leer los cartelones que llevan.
Aunque hay algunos cartelones bastante precisos, ya que piden justicia para los presos y paredón para Leloya, todos los demás letreros de los innumerables cartelones nos hacen reír. Uno dice que los norteamericanos deben dejar de intervenir en la cárcel. Otro dice: «¡Viva Vietnam libre!». Otro proclama: «¡Gringos, go Selma!». Sin embargo, el más difícil de interpretar es un letrero que debajo del símbolo farmacéutico de la muerte, o sea una calavera sostenida en dos tibias, reza así: «¡Cárcel o muerte!».
Al ser interceptados, los grupos de estudiantes se debilitan notablemente. Algunos se sientan en el suelo y sacan los libros. Es el momento de estudiar. Otros se instalan en el café, porque están practicando ya el arte de vivir con el café. Sólo un pequeño grupo de extremistas permanece junto a los tanques, pidiendo paso hacia la cárcel. Mientras esperan el curso de los acontecimientos no acaban de lanzar vivas a Vietnam libre.
—Me pregunto qué ocurriría si los dejaran llegar hasta aquí —le digo a Míster Alba.
—No pasaría nada —dice él—. La juventud nunca sabe lo que quiere.
—Pero es muy conmovedor su gesto de solidaridad con los presos —dice el Honorable Gordo Tudela.
—Se solidarizan con los presos por deporte, para no estudiar, con el pretexto de que los carceleros oprimen a los presos. En ese empeño y del mismo modo serían capaces de solidarizarse también con los carceleros, diciendo que están amenazados por los presos.
—Tiene usted muy mala opinión de nuestras clases estudiantiles —se atreve a decir Toscano.
—Conozco la juventud, eso es todo —dice Míster Alba—. Aunque no lo parezca, yo también fui joven. Si yo fuera del Ejército, los dejaría llegar hasta aquí. Son capaces de hacerse matar, para llegar hasta aquí, pero una vez que se encontraran en la cárcel, no sabrían qué hacer con su victoria, del mismo modo que no saben por qué luchan. Lean los carteles que agitan en el aire. Los letreros de los cartelones son la medida intelectual de todas las revoluciones.
Hemos dejado de fijarnos en los estudiantes y escuchamos a Míster Alba con la atención que él impone a su auditorio, cuando resuenan algunos disparos. Nos lanzamos al suelo. Creemos en el primer momento que tiran contra nosotros. Los presos tenemos nuestro orgullo: vivimos esperando que tiren contra nosotros. Pero inmediatamente oímos gritos en la calle, donde los soldados y los policías disparan y los estudiantes atacan o corren, gritando siempre en favor de Vietnam. Uno de ellos, sin embargo, no puede correr ni gritar.
Sus compañeros levantan el cadáver y a cuestas con el cuerpo que chorrea sangre, inician la retirada.
En el ambiente, la sangre no logra eliminar la tensión anterior. Desde la terraza no es mucho lo que podemos ver. No sabemos lo que ha ocurrido.
David llega del patio y dice que entre los campesinos circula la versión de que han matado a seis estudiantes.
—Hoy se ha acabado la Universidad entre nosotros —comenta el Honorable Gordo Tudela.
—Si no se ha acabado la Universidad, por lo menos se va a acabar la autonomía de la Universidad —digo yo.
—¿Qué es la autonomía? —pregunta Toscano.
—Autonomía es el arte de convertir las Universidades en cárceles —explica Míster Alba.
—Proclamemos la autonomía de la cárcel, así como los estudiantes proclaman la autonomía de la Universidad —propone David.
Un momento después, David rectifica por sí mismo estas palabras un poco apresuradas.
Óscar llega del patio y dice que allí se asegura que en la refriega de la calle han muerto catorce estudiantes.
Sin que podamos impedirlo, vemos a David subir de un brinco al parapeto. Allí cierra el puño y grita:
—¡Asesinos!
Desde las torres le contestan con una ráfaga de ametralladora. Lo hubieran alcanzado si un momento antes Míster Alba no le hubiera dado un golpe violento en la rodilla. El golpe lo hace vacilar y caer, en el momento en que el fuego de la ametralladora muerde las tablas del parapeto.
—¿Qué imprudencia es ésa? —pregunta Toscano.
Otro recluso que llega del patio informa que los muertos no son catorce, sino veinticinco.
Siguiendo las órdenes que Míster Alba nos da con los ojos, todos guardamos silencio. Sobrellevamos con respeto y dignidad el peligro a que David nos acaba de exponer. Todos hemos comprendido a David.
Por un momento, en aquel hombre que está en la cárcel por falsificar los cheques de su tío ha hervido la sangre del antiguo estudiante de la Universidad. La solidaridad de los estudiantes, qué nosotros no comprendemos, les acaba de ser devuelta con creces por la cárcel. Hasta las víctimas inocentes llega el sentimiento de este preso que temerariamente acaba de agitarse con la locura y la juventud del estudiante.
4 p. m. Míster Alba me llama a un rincón de la terraza.
—Quiero contarle algo —me dice confidencialmente.
—Lo escucho —contesto yo.
—Leloya quiere negociar.
—Leloya se está mostrando muy manso.
—Ya no estamos en los tiempos en que no necesitaba consultar para apretar el gatillo. Los militares sin autonomía para disparar son los mejores diplomáticos.
—¿Qué dijo usted, Míster Alba?
—Le he hecho saber que yo estoy dispuesto a negociar también. Y con mis propias condiciones.
—Así se habla. ¿Cuáles son esas condiciones?
—En primer término, que en lugar de ir yo a buscarlo, él venga a buscarme a mí.
—No aceptará.
—Ya lo veremos. Si no lo hace, mostrará que tiene miedo. En segundo término, he exigido que cualquier arreglo tiene que ser sobre la base de que los campesinos deben recuperar la libertad tan pronto como empiece a regir el arreglo. El plazo de su detención provisional está más que vencido. No hay nada contra ellos. Es una injusticia seguir reteniéndolos en la cárcel.
—Eso está bien. ¿Qué más?
—Será necesario que nos garanticen la salida al patio, todos los días, tres horas por lo menos. No podemos seguir sin que se nos permitan unos cuantos pasos bajo el sol, como hemos estado en las últimas semanas.
—Eso será consecuencia natural de la libertad de los campesinos. Según entiendo, por la excesiva acumulación de presos en una cárcel que no estaba preparada para recibirlos, se interrumpieron las salidas regulares al patio.
—Por último, he exigido que no se tomen represalias de ningún género contra nadie, excepción hecha de Toscano, a quien pueden castigar como quieran.
—¿Por qué Toscano?
—No habrá pruebas contra nadie. Pero habrá pruebas contra él. Yo diré que fue él quien me abrió la puerta que me permitió participar en el motín.
—Toscano nos abrió la puerta para ayudarnos —alego yo—. Es inmoral acusarlo ahora, Míster Alba.
—Eso puede ser cierto. Pero no lo acusará usted. Lo acusaré yo. Yo cargo con esa inmoralidad antes de tener que cargar con el delito de que abajo, en el patio, los campesinos mueran de sed o mueran de tifus. El agua está agotada. Mientras Toscano discutía sobre los aspectos legales de la organización del comité, en el patio se hacía todo lo contrario de lo que yo empezaba a ordenar. Más tarde, no se siguieron mis instrucciones sobre racionamiento. Esto está terminado y perdido. Necesitamos, pues, un criminal de guerra que pague el pecado de todos. La política es así. Yo he escogido ese chivo expiatorio. Es Toscano. Este ladrón legalista va a tener una nueva oportunidad de invocar la ley en su favor. No hay nada más que hacer.
—¿Qué le pasa con Toscano, Míster Alba? Es mejor tener cuidado. No olvide que los presos de hoy pueden ser los guardianes de mañana.
—No puedo negar que lo detesto, y lo detesto porque es un acaparador que cita la ley. El acaparador es la peor manifestación del ladrón. Es el tipo de ladrón que en los tiempos antiguos hubiera robado con los pies, para que no le cortaran las manos. En nuestros tiempos es capaz de robar con la boca, para no dejar huellas digitales.
No había, efectivamente, nada que hacer.
Pero aquella solución me humillaba. Y rebajaba notablemente a Míster Alba, en mi concepto vacilante sobre su magnanimidad.
5 p. m. El Gordo Tudela me invita a conocer a Leloya, a quien yo no he visto antes en mi vida. Al entregarme el binóculo, el Gordo Tudela nota que mis manos no están muy seguras.
—Está temblando —dice él.
—No es nada —contesto yo.
Tiendo el binóculo y miro hacia la torre de la izquierda. Al principio no puedo verlo. Tiene la cara cubierta con el binóculo, pues, en ese momento, también él está mirándonos a nosotros.
—Es el del bigote —dice el Honorable Gordo Tudela.
Veo muy bien el bigote, en un rostro demacrado, como de muerto. Según el Honorable Gordo Tudela, esa piel pálida y colgante se debe a los excesos alcohólicos de Leloya.
Veo sus ojos, unos ojos asustadizos, dispuestos a huir, como los ojos de la rata. Son, sin embargo, unos ojos duros, unos ojos como de hueso blando o de cartílago enfermo. Las piernas le cuelgan del tronco ajaponesado, embutidas en unas botas militares arrugadas, unas botas de rodillas inflamadas y tendones torcidos. Este hombre no se contenta con ser enano y con ser feo. También es sombrío y deforme. Parece un personaje de Goya pintado por Picasso.
Empuña la pistola. En aquel momento, yo no hubiera podido comprender a aquel hombre si no lo hubiese visto con un látigo o con una pistola en la mano. A mí este hombre con la pistola en la mano no me aterroriza. Lo que me aterroriza es que algún día pueda yo empuñar una pistola y, por lo tanto, pueda parecerme a él.
Con un pañuelo me limpio el sudor de la frente. El Gordo Tudela me mira sin comprender.
—¿Qué le pasa?
—Estoy sudando.
—Pero está usted descompuesto.
—No es nada.
—¿Quiere mirar más?
—Ya tengo bastante.
—¿Qué piensa de Leloya?
—Por hoy he tenido bastante Leloya.
—¿Odia usted a Leloya, Antón?
—Más o menos lo mismo que usted. Hasta hoy no lo conocía. Hoy lo veo por primera vez.
—Ya es bastante, entonces.
—Eso es lo que he dicho.
—¿Le gustaría matarlo?
No sé por qué me pregunta eso.
9 p. m. Los cafés, cerca de la plaza de la cárcel, continúan abiertos. En mangas de camisa, cuatro hombres que han estado jugando el día entero continúan todavía barajando y repartiendo cartas. También ellos son presos. Son los presos del juego.
Un infatigable vendedor de lotería llega hasta el grupo. Uno de los tahúres es un hombre aferrado a la idea de no perder de ningún modo. No contento con lo que juega a las cartas, juega también a la lotería. Los otros jugadores lo miran con desprecio. Lo miran como si estuviera traicionándolos.
Arriba, en su torre de cristal, el administrador se dispone a dormir. Ha dejado la mecedora para echarse en una hamaca que ha colgado de las paredes, en dos clavos de hierro. Apenas embutido en la hamaca empieza a balancearse, quizás a dormir. Al obeso que se parece a Nerón le gusta el movimiento hasta cuando duerme, siempre que pueda permanecer inmóvil.
Por la acera, frente al café, pasa una mujer. Junto a los jugadores, un hombre está al acecho. En un momento dado, la sigue, se le acerca. Arreglando el entendimiento, el delito y el pecado parecen figuras chinescas proyectadas contra la pared de la calle por las luces del café. Hay algo dulce y triste en este amor fortuito. Luego, las dos prostituciones se pierden en la oscura noche de la libertad.
Pero un momento después las dos figuras vuelven a llenar el ángulo visual que yo domino. Tengo la sospecha de conocer al hombre. Busco el binóculo para identificarlo, pero cuando enfoco la pareja ya es tarde.
A sus espaldas sólo quedan los muros leprosos de un edificio. A la puerta principal leo: «Hotel Libertad. Especialidad: camas con mosquiteros». Lo único que logro averiguar sobre él es que a aquel hombre le molestan las moscas.
En un rincón, Nancy contesta con la propia voz de David las preguntas que él mismo le hace a Nancy.
—Te quiero, Nancy —le oigo decir.
Óscar llega arrastrándose, en un sitio donde evidentemente no hay peligro, pero donde él se empeña en ocultarse de la acechanza invisible. Es evidente que le caigo muy bien al cura renegado. Cada vez que puede, me buscar para conversar. Me habla siempre con un rumor de penitencia, como si estuviera confesándose conmigo.
—¿No va a dormir? —me pregunta.
—Todavía no —contesto—. Me gusta mirar la vida de la libertad desde aquí.
—A mí también. Sobre todo de noche. Mirar la libertad desde aquí es como mirar el mundo con los binóculos al revés.
—Eso pensaba hace un momento, Al mirar la calle sentía lo que podría sentir un actor de cine a quien le fuera dado el don sobrenatural de espiar desde la pantalla al público que lo va a espiar a él.
—¿Qué noticias hay? —pregunta Óscar.
—Míster Alba piensa negociar —informo yo.
—Tendrá que hacerlo. Es una pena.
—¿Por qué es una pena?
—Éste ha sido un motín sin sentido. No parece un motín, sino una huelga de brazos caídos.
—Yo no sabía que los motines necesitaban tener sentido.
—Sentido, no —dice Óscar—. Pero sí necesitan muertos.
—¿Muertos?
—Sí.
—Si necesitan muertos, mate a alguien, Óscar.
—Yo maté ya todo lo que tenía que matar. Mi cuota de asesinatos está copada.
—¿Tiene el hombre una cuenta corriente, abierta para matar?
—Eso lo sé yo, que he matado. Usted lo ignora porque es inocente. Pero es así.
Hasta Óscar había llegado también la noticia de que yo era inocente. En aquel momento, la boca se me llena de nuevo con un sabor amargo. Empiezo a tragar el extraño sabor de la inocencia. Es como si un enjambre de avispas me picara en la garganta y me llenara los gritos con el vino caliente de sus ponzoñas.
—El libro de mis muertos seguirá en blanco —digo yo.
—Nadie sabe cuándo puede llevarnos el destino a escribir en él. Nadie lo sabe, muchacho —dice Óscar poniéndome la mano en el hombro.
Sentado en el suelo, empieza luego a destornillarse la pierna. Todas las noches se quita la pierna para dormir. Tan pronto como la separa del tronco la coloca a su lado y la cubre con la manta, como si el palo pudiera sentir frío.
Luego abraza la pierna. La aprieta como si fuera una mujer. Con la risa en los labios, abrazado a su pierna con la ternura del niño que en la oscuridad se aferra a su juguete preferido, Óscar empieza a dormir.
Poco después de que se duerme me doy cuenta de por qué abraza la pierna. Quizá tema que se la roben. En la cárcel, todo puede ocurrir. O quizá sea algo más oscuro. Pudiera ser que le da miedo de que, mientras duerme, sintiéndose en libertad, la pierna empiece a caminar sin él.
Muy tarde, de nuevo puedo contemplar a solas el perfil un poco borroso de la pequeña ciudad.
Vista desde la terraza de la prisión, de noche, la ciudad se mueve penosamente, como si estuviese coja. Se mueve como si al quitarle los presos que están dentro, afuera la libertad hubiese sido castrada.
Desde la cárcel, la ciudad me parece en este momento un espectro de la cárcel que vaga de noche alrededor de la cárcel.