VIERNES. NOVIEMBRE 6

Sólo obedezco a la violencia.

ARTHUR KOESTLER

8 a. m. La cámara lenta de la celda se ha convertido desde hace tres días en el vértigo del patio. Los acontecimientos están adquiriendo un ritmo que casi no me permite escribir. El diario se me está convirtiendo en horario. A este paso, voy a tener que registrar todos los segundos de nuestra vida. Estoy tomando por ahora apuntes apresurados, en taquigrafía. Los desarrollaré más tarde, cuando la cárcel haya recobrado la calma.

11 a. m. Hace tres días, Braulio recobró la libertad. Fue un día triste para todos nosotros.

En la cárcel, lo cómico vive pisándole los talones a lo trágico. Braulio se emocionó tanto en el momento de partir, que a última hora se olvidó de los zapatos. Estuvo un año preparándolos para que lo condujeran a la libertad. El día en que la obtuvo perdió el sentido, y en lugar de los zapatos rutilantes, salió con las alpargatas mugrientas. Cuando notamos el olvido de Braulio, el Honorable Gordo Tudela miró los zapatos y dijo:

—Lindos zapatos. Pero sin Braulio aquí parecen huérfanos de pies.

Y empezó a medirse los zapatos de la libertad.

En el curso de veinticuatro horas, el Honorable Gordo Tudela se movía ya en la celda con ejemplar naturalidad. Daba la sensación de haber pasado toda la vida con nosotros.

Hoy el Gordo forma parte de nuestra vida secreta. Míster Alba me dice:

—Para que lo sepa, fue Braulio quien mató a la rata. La mató con los zapatos, la última vez que usted estuvo con su abogado.

2 p. m. La situación en que nos encontramos empezó la noche del día en que Braulio salió de la cárcel.

No ignorábamos que en la cárcel los ánimos estaban exaltados, y como si presintiéramos algo, ninguno de nosotros podía dormir. Yo pensaba que lo que nos impedía conciliar el sueño era el vacío que en nosotros había dejado la ausencia de Braulio.

Pero había otras cosas que permitían suponer la proximidad de la crisis. El nombramiento del coronel Leloya para director de la cárcel no era poca cosa para los que alimentaban el temor de acciones oficiales represivas. La injusta detención de centenares de campesinos que, cansados de la demagogia de la promesa de la tierra, decidieron ocuparla y repartirla por su cuenta, era un combustible peligroso dentro de la situación de la cárcel.

Existía, por fin, otro ingrediente no menos explosivo. Era la decisión de Leloya de imponer en la prisión el uniforme penal, aparte de otras medidas que restringían nuestra ya muy restringida libertad. Hasta pocos días antes, nuestra adorada cárcel había sido una prisión civilista, donde los hombres se vestían como querían, y en cierto modo, al menos en su presentación personal, hacían lo que les daba la gana. Con ello conservaban la última ilusión de los hombres libres.

Al imponerles Leloya el uniforme, inspirado en el concepto carcelario universal de que los presos no sólo deben estar presos sino que deben lucir sobre sus cuerpos el estigma de la infamia, los reclusos no sólo sintieron que se les estaba desposeyendo del último vestigio de libertad que les quedaba. Llegaron a la conclusión de que empezaba para ellos el sometimiento a un régimen de fuerza, cuyo rigor, en manos de Leloya, muchos habían conocido anteriormente.

Hacia la medianoche, nos dimos cuenta de que algo estaba pasando. Grupos de hombres descalzos corrían sigilosamente por los pasillos. Poco después se oyeron gritos y disparos. Luego, hombres que ya no estaban descalzos volvieron a correr por el pasillo. Alguien empezó a abrir la puerta de nuestra celda. La abría con una llave, pero la tarea de abrirla no terminaba, lo que indicaba que quien pretendía abrirla no estaba habituado a esta tarea.

En el momento en que la puerta de nuestra celda se abrió, la campana de la cárcel dio la señal de alarma. Un hombre apareció en la puerta de la celda. Era un penado de una celda vecina, a quien bien conocíamos. Se llamaba Antonio Toscano.

—Los campesinos se han sublevado —anunció Toscano—. Hay motín general en la cárcel. Los invitamos a salir y a luchar.

En un momento, todos estuvimos fuera. Nos movíamos con dificultad, tras la inmovilidad forzada y deprimente de varias semanas. En un extremo del pasillo, tres guardianes habían sido despojados de sus armas y de sus uniformes. Estaban presos, y eran unos presos ridículos, sin armas y en calzoncillos.

En el patio principal los prisioneros habían hecho una hoguera y quemaban en ella los archivos de la prisión y los uniformes de los presidiarios. Algunos parecían locos y bailaban alrededor de la hoguera, como en los ritos indígenas. La hoguera donde ardía la técnica de la reforma carcelaria simbolizaba para ellos la libertad.

Míster Alba regresó a la celda, se vistió como un gentleman, con su sombrero de fieltro y su monóculo, y un momento después lo tuvimos junto a la hoguera. Tiró el uniforme a las llamas. Luego se sacudió las manos sobre la hoguera, como queriendo purificar por medio del fuego aquellas manos que se habían manchado llevando en ellas la horma de la humillación de los reclusos.

Nadie pensó por un momento en aprovechar la confusión para fugarse. Aquél no era un motín criminal, sino un motín por la justicia. Además, nadie hubiera podido hacerlo. Solamente los cuatro guardias del pasillo habían caído en manos de los campesinos sublevados. Los demás lograron escapar con sus armas a sitio seguro. Después del primer momento de desconcierto rehacían todos sus efectivos de reacción. Además, un momento después sentimos en la calle, alrededor de la cárcel, los ruidos familiares de la libertad. Empezaban a aullar las sirenas de los carros de patrulla de la policía. Sobre el piso de cemento se desgranaba metálicamente el rumor de cadenas en marcha de los tanques blindados del Ejército.

5 p. m. Haciendo un ruido especial con su pierna de palo, Óscar llega acompañado dé Toscano. Óscar es amigo de Míster Alba.

—Los presos quieren que organicemos un comité directivo y que usted lo presida —dice Óscar dirigiéndose a Míster Alba.

—¿Comité directivo para qué? —pregunta David.

—Para dirigir el motín —explica Óscar.

—¿Qué hay que hacer? —pregunta Míster Alba.

—Ya lo he dicho. Dirigir el motín. Organizar a los amotinados. Racionar el abastecimiento ahora y racionar el hambre después, cuando se agote el abastecimiento. Negociar con Leloya, si es que hay que negociar con él. Dirigir la guerra como un general. Eso es lo que hay que hacer.

Desde donde me encuentro veo a Óscar apoyado en su pierna de palo. Óscar parece una ave de mal agüero. Parece un ave de rapiña, parada sobre una sola pata, en una roca solitaria.

Al mismo tiempo, la falta de una pierna le da cierta distinción a su personalidad. De niño, siendo muy tímido, yo sentía una envidia secreta por los hombres sin una pierna, pues la ausencia de ella atraía la atención. Con mis creencias infantiles y mis experiencias de ahora sé que los hombres de una sola pierna únicamente se dan entre los héroes y los presos.

Míster Alba habla en seguida:

—Diga que acepto, siempre que yo mismo pueda organizar el comité directivo.

Óscar duda un momento.

—¿Quiénes deberían formar, en su concepto, el comité directivo?

—Los que estamos aquí —contesta Míster Alba—. Antón, David, el Gordo Tudela, Toscano, usted y yo.

Óscar se muestra entusiasmado. Por lo visto, no esperaba otra cosa. Sin embargo, objeta:

—¿No le daremos representación a los campesinos en el comité directivo? Al fin y al cabo, fueron ellos los que iniciaron la sublevación.

—Fueron ellos los que la iniciaron, pero fuimos nosotros los que la ganamos —dice David—. Las revoluciones no son para los revolucionarios. Los campesinos están acostumbrados a votar sin tener representación.

Míster Alba sentencia:

—Es verdad. Además, los campesinos sobran ahora. No se trata de una reforma agraria, sino de una guerra, como usted ha dicho.

—Bien —acepta Óscar—. Estoy seguro de que de esa forma todos quedarán conformes con sus condiciones.

Se marcha, sintiéndose ya miembro del comité directivo, arrastrando sobre las losas del patio su pata de palo. De espaldas parece un mendigo. Su larga barba es tan abundante que se le ve desde atrás, desbordándosele caudalosa sobre los hombros y el pecho.

—¿Quién es Óscar? —pregunto.

—Un cura renegado —informa David.

—No me gustan los curas renegados —dice Míster Alba—. Esconden el puñal con la misma mano con que exhiben el Cristo.

—Si no tiene confianza, ¿por qué se deja comprometer por él en eso del comité directivo? —pregunto yo—. ¿Por qué lo nombra a él en el comité directivo?

—La guerra y la política nos obligan a muchas bajezas —dice filosóficamente Míster Alba.

9 p. m. Ya me estoy cansando de tomar apuntes. Los acontecimientos marchan más rápidos que mi taquigrafía.

El comité directivo acaba de instalarse. Míster Alba ha sido elegido Presidente y Óscar Vicepresidente. David dice que un directorio constituido por un tuerto y un cojo significa buena suerte para nuestras actividades.

Toscano propone que les tomemos juramento.

—No es necesario —dice el Honorable Gordo Tudela—. Y además, sería inútil. Ambos son expertos en jurar falso.

Esto nos hace reír a todos. El que se ríe más es Óscar. Como entre la cascada del pelo de la barba la boca no se le ve, Óscar da la sensación de que se ríe con las barbas. Cada pelo de la barba es un alambre telegráfico encargado de lanzar al aire el mensaje múltiple de su risa procaz.

Toscano, que por lo visto es un preso legalista, propone entonces que nombremos un secretario de actas.

—No estamos organizando un sindicato —dice David.

—Si constituimos un comité tenemos que organizado de acuerdo con la ley. La ley. Ante todo la ley —alega Toscano.

—La ley es para los hombres libres —digo yo.

Nos enfrascamos en una larga discusión sobre si la ley rige también en la cárcel. Míster Alba y yo sostenemos que no. Pero a Toscano nadie le mete en la cabeza que la jurisdicción de la ley civil no traspasa la puerta de la cárcel. Cree que más tarde tendremos que rendir cuenta de nuestras acciones, como si el comité fuera una sociedad de beneficencia, y opina que nuestro deber es curarnos en salud.

—Esto es un motín, no un contrato —digo yo.

Pero Toscano insiste en cumplir la ley. Nadie sabe cuál ley. Toscano habla de ella con el énfasis de quien cita la ley para violarla.

Míster Alba encuentra al fin la solución adecuada. Con pocas palabras define la situación.

—Está bien. Antón Castán seguirá siendo nuestro secretario de actas.

Todos quedan contentos, pero Toscano propone entonces que en lugar de llamar comité al comité, le demos el nombre de junta a la organización. Míster Alba ya no puede contenerse.

—Mire, Toscano —dice—. Si lo que quiere es sabotear el motín, dígalo de una vez. Yo soy el Presidente, y yo dirijo el comité. Si no le gusta pertenecer a él, puedo destituirlo en dos segundos.

Toscano no dice una palabra. Pero es evidente que entre los dos hombres se ha entablado una rivalidad.

12 p, m. Poco antes de la medianoche, terminamos la primera sesión del comité directivo. Míster Alba se ha revelado como un organizador formidable.

Ha creado un grupo de higiene encargado de vigilar los lavabos y de recoger el agua. Para él no cabe duda de que Leloya no tardará en cortar el agua. Ha establecido otro grupo de racionamiento, que es el que tiene a su cargo la labor principal. La cocina y la despensa quedaron desde el primer momento en poder de los amotinados, de modo que por un tiempo tendremos provisiones más o menos regulares.

Pero la obra principal de Míster Alba es la que se relaciona con lo que él mismo llama nuestro sistema de defensa. Hombres seleccionados entre todos los delincuentes se encargarán por turno de preparar armas con que pelear, acumulando las piedras que se encuentren y afilando puyas con la madera de los muebles rotos. Se encargarán igualmente de vigilar los movimientos de las fuerzas públicas que nos rodean. Se constituye también un batallón encargado de ponerle el pecho a las balas caso que los guardianes pretendan avanzar contra nosotros.

Todos se inscriben en el batallón suicida. La temeridad es lo único que no falta entre estos hombres que no tienen nada.