¿Cómo puede uno salvar a quien no quiere salvarse?
PAR LAGERKVIST
Pasada la media tarde, varios guardias se acercan a la celda. Abren la puerta y empujan a un hombre, que casi viene a caer entre nosotros.
—Desde hoy éste será su nido, Gordo —dice un guardián.
—¿Qué es eso de que éste será su nido? —pregunta Míster Alba.
—Son las órdenes que tengo —afirma el guardián.
—Aquí somos cuatro, y cuatro ya es mucho para esta celda —exclama Braulio Coral—. Con uno más nos asfixiaremos.
—Si traen uno más, será porque alguno de ustedes va a salir. En todo caso, no puedo hacer nada El Gordo se quedará aquí.
Los guardias cierran la puerta y se van, y el desconocido se queda con nosotros.
—Permítanme que me presente —dice—. Me llamo Antonio Tíldela. En el cuerpo me llamaban el Honorable Gordo Tudela.
—¿Qué cuerpo? —pregunto yo.
—El cuerpo de detectives. La policía secreta. Yo trabajaba en la sección de extranjería.
—¿Entonces es usted espía? —pregunta Míster Alba.
—Espía no. Detective. Eso es todo. Triunfé persiguiendo hombres cuando fracasé persiguiendo noticias. Antes de ser detective trabajé en un diario como cronista de policía.
Míster Alba comenta:
—De cronista de policía a detective y de detective a criminal. No es un mal antecedente para triunfar en la cárcel.
—¿De dónde es usted? —indaga David.
—De Sonsón. Soy de los Tudela de Sonsón.
Dice «de los Tudela de Sonsón» como si con eso quisiera decirlo todo. Pero dice «de los Tudela de Sonson» con acentuada humildad familiar y geográfica, con una sencillez anterior a toda complicación histórica, como si dijera que era de los Bonaparte de Córcega.
—¿Qué pasó para que lo trajeran aquí?
—Un extranjero. Un buhonero turco. Al ponerlo preso se me salió un tiro y lo maté. Mi encarcelamiento es una ignominia.
Cuenta esto con tal naturalidad que convence en efecto de que su delito ha sido un accidente.
Braulio toma la palabra:
—Para corresponder a su amable atención, permítame que le presente a los compañeros de la celda. Ha tenido usted suerte. Le ha tocado venir a compartir esta caverna con hombres que viven sólo para los negocios del espíritu. Como dice Míster Alba, la cárcel es el único refugio que le queda a la filosofía, porque es la única torre de marfil que le queda al mundo. En la cárcel también hay clases sociales, como afuera. Aquí cerca hay un preso, un tal Toscano, acaparador de artículos de primera necesidad, que tiene un apartamento de lujo, con cama doble, televisión, refrigerador y secretaria particular. En bienes materiales, en esta celda no somos tan opulentos. Ésta es la celda de los intelectuales. Aquí los tiene usted.
Calla, mira a David, lo señala con la mano y sigue diciendo:
—Éste es David Fresno, escritor. Escribía en cheques falsos el nombre de su tío.
El Honorable Gordo Tudela no sabe si Braulio bromea o está diciendo la vedad. Es una presentación bien extraña. Vacila entre permanecer quieto o tenderle la mano a David. Braulio sigue hablando.
—Éste es Antonio Castán. Mucho ojo con él, porque es el cronista de la cárcel. Antón es inocente de profesión.
Al mirarme, el Honorable Gordo Tudela sigue vacilando. Braulio señala a Míster Alba.
—Aquí tiene usted al gran Míster Alba. Para un hombre como usted, dedicado a la extranjería, creo que su nombre se lo dice todo.
—No me dice nada.
—Si la cárcel no existiera, la policía hubiera tenido que inventarla para colocar la efigie de Míster Alba en el marco adecuado.
—¿Por qué se encuentra preso? —pregunta el Honorable Gordo Tudela.
—Por internacionalista. Míster Alba es especialista en Derecho Internacional Privado.
—No veo la razón para que lo tengan preso por eso.
—Es largo de explicar. Estableció por su cuenta un consulado de naciones unidas, en Quito, y se dedicó a vender pasaportes falsos de todas las nacionalidades. Varias cárceles se disputan el honor de guardar entre rejas a Míster Alba. Obtuvo la extradición por otras debilidades anteriores, y las autoridades ecuatorianas lo enviaron aquí. Míster Alba es un patriota. Sólo le gustan las cárceles de Colombia.
David lo interrumpe:
—Permítame que lo releve, Braulio. Señor Tudela, éste es Braulio Coral. Está en la cárcel por un error. Su único delito es haber sido un sentimental.
—¿Un sentimental? —pregunta el Honorable Gordo Tudela.
—Se enamoró de dos mujeres a la vez.
—Enamorarse no es un delito, me parece.
—Pero casarse sí —dice Míster Alba, sin dar más explicaciones.
Tengo la impresión de que el Honorable Gordo Tudela se queda perplejo. Se ve que entiende de extranjería, pero no de bigamia.
Míster Alba se quita la condecoración de la solapa y empieza a abrillantarla.
—¿Por qué limpia la condecoración? —pregunta Braulio.
Míster Alba contesta:
—Hoy es la fiesta nacional de Panamá. A ustedes eso no les dice nada. Pero yo, que pronto seré viejo, y que he vivido allí, quiero celebrarlo.
—¿Celebra usted la independencia de Panamá limpiando la condecoración de Colombia?
Míster Alba no se ocupa de la pregunta impertinente de David. Se limita a reflexionar patrióticamente:
—La integridad nacional es muy importante, pero a veces las mutilaciones son salvadoras. Hoy, Colombia y Panamá son lo que deben ser. El maestro Vargas Vila reducía lo de Panamá a una faena taurina. Decía que al desmembrar a Panamá, a Colombia sólo le cortaron el rabo.
Hace rato, una preocupación agita mi mente. Al fin no puedo contenerme:
—El guardián dijo que si traen uno nuevo es porque otro va a salir. ¿Quién será?
—Yo sé quién es.
Y como para que no quede duda de quién es, Braulio Coral toma sus zapatos, los zapatos que han de conducirlo a la libertad, y empieza a darles brillo sobre el brillo.
El Honorable Gordo Tudela es uno de esos hombres que caen bien desde el primer momento en la cárcel donde son encerrados. El Honorable Gordo Tudela se acurruca en un rincón y yo le digo:
—Si está cansado, ocupe mi cama.
Pero él no contesta. Permanece en cuclillas, agazapado en el rincón más oscuro del cuarto.
—Padece nostalgia de detective —dice Míster Alba—. Está acordándose de cuando se acurrucaba en la sombra, listo para disparar sobre los inocentes.
Un poco después aparece la rata. Todos contemplamos el espectáculo en silencio. Del rincón de la celda lleno de libros y periódicos donde está agazapado el Gordo Tudela, sale una legión de hormigas. Las de delante avanzan, retroceden y avanzan de nuevo, como si quisieran descubrirle nuevas dimensiones al camino que las de atrás siguen seguras, y que, sin embargo, continúan buscando indecisas. Las de en medio llevan a cuestas un cadáver. Es una procesión fúnebre. Los lomos de las hormigas parecen hombros humanos cargados con el peso de la muerte.
Lo que llevan las hormigas es un zurrón, que es todo lo que queda de la rata. Todavía se ven gusanos en el vientre exhausto. No sé por qué, pienso que hay gusanos que me miran como si en la celda yo sólo fuese ya un puñado de polvo de hombre, mezclado a un puñado de polvo de ataúd.
Debió de morir desde el día en que desapareció de nuestra presencia. Si murió envenenada, el veneno debe de saber muy bien a los gusanos y a las hormigas. Desde entonces, los gusanos brotaron del seno de la muerte y no se cansaron hasta devorar lo que quedaba de aquella vida. Ahora, las hormigas llevan el último despojo, la piel carcomida, medio seca, a un refugio seguro. En aquel residuo de vida animal las hormigas encuentran una reserva de provisiones para los días de escasez.
Rabioso, Míster Alba tira sobre las hormigas la cadena que había comprado para domesticar a la rata. La caravana funeraria se dispersa. Las hormigas corren enloquecidas. La cadena aplasta la piel cuyos restos empiezan a volar por la celda en ligeras escamas.
Yo recuerdo algo que Míster Alba me dijo un día:
—Si la muerte de un pájaro es un crimen contra la vida, la vida de una rata es un crimen contra la muerte.
Con este espectáculo que acabo de presenciar, por primera vez me veo asfixiado por el hálito de la cárcel. Hasta hoy la actividad intelectual de la celda no me había permitido advertir que los ácidos de la prisión me penetran y me corroen todos los huesos. Encerrado en este recinto lleno de ideas, he descuidado hasta hoy a los demás reclusos, que son una prolongación de mí mismo. Dicho de otro modo, me estoy traicionando en mis semejantes. Esta torre de marfil de la celda me exhibe desnudo ante todos, pero no me permite ver a los que me rodean. Le debo estos descubrimientos a la rata. La rata ha tenido la virtud de despertar y empujar hacia mí la resaca del infortunio del antro penal.
Siento rondar en torno de mi celda la realidad de las grandes podredumbres humanas. Alrededor de mí merodea un batuque de bestias que da pánico. Huelo y escucho el hambre, la desnutrición, la sífilis, la tuberculosis, el homosexualismo, el ocio, la desesperación, la ignorancia, el crimen, la superstición, la villanía. Todas las descomposiciones del cuerpo y del alma que se agolpan a la puerta de mi celda me agobian y me humillan.
Para olvidar este mal olor de los vivos esta noche tendré que silbar a los muertos.