Había que estar allí, con los que luchaban por la justicia, no con los que negaban la justicia.
ARTURO USLAR PIETRI
Míster Alba limpia la máquina eléctrica de afeitar y dice:
—Bien. Estoy listo. Podemos empezar.
—¿Empezar qué? —pregunta Braulio Coral.
—Empezar el ensayo de hoy para la comedia de Antón.
—No es una comedia —rectifico—. Yo sólo registro los acontecimientos.
—Antón es el cronista de la cárcel —explica David.
—Es nuestro corresponsal de guerra. El corresponsal de nuestra guerra con la libertad —termina Braulio Coral.
Según puede verse por lo que ha dicho en los últimos días, a fuerza de oírnos, Braulio está mejorando notablemente en el modo de hablar. Cuando llegue a usar los brillantes zapatos que prepara día a día para la libertad, podrá decirse que la cárcel lo ha educado y que su encierro no ha sido inútil.
—A propósito de corresponsal —anoto yo— quisiera algunas declaraciones suyas para consignar en mi diario, Míster Alba.
David me mira ofendido.
—Literariamente —dice— no podemos descender más. Estamos tocando el fondo. Hemos llegado al periodismo.
Míster Alba no le presta atención y se prepara para contestar. Parece un estadista rodeado por la cuadrilla de salteadores de una conferencia de prensa. Al observar los preparativos acomodaticios de Míster Alba, David comenta:
—Para la degradación absoluta sólo faltan los fotógrafos.
—De fotografía hablaremos después —digo yo.
Míster Alba se pone plácidamente a mi disposición, diciendo:
—Estoy listo.
—Bien, Míster Alba —empiezo yo—. ¿Cuántos países ha visitado usted?
—Debiera decir que son los países los que han viajado dentro de mí. Pero hablando en los términos geográficos y políticos de hoy, conozco treinta y ocho países. En realidad, los países que he recorrido en otra época son sólo once. Los otros veintisiete pertenecían entonces al Imperio Británico. Al desmembrarse, el Imperio Británico ha aumentado notablemente mi colección de naciones independientes.
—¿Qué opina usted del colonialismo?
—La única ventaja del colonialismo es que el colonialismo ha servido para preparar el descolonialismo.
—¿Podría hablarnos de su pasado?
—Yo no tengo pasado. Sólo tengo presente. Es decir, sólo tengo futuro. El maestro Vargas Vila decía que el presente es el porvenir que pasa.
—¿Por qué cita tanto al maestro Vargas Vila?
—Si yo no lo citara, ¿quién lo citaría?
—¿En su juventud conoció usted personalmente al maestro Vargas Vila?
—No. Por fortuna, no corrí ese peligro.
—¿Es Vargas Vila su escritor preferido?
—Yo no me enamoro de los escritores. Sólo tengo libros preferidos.
—¿Puede hablarnos algo de su familia si no es molestia?
—No es molestia porque, por fortuna, yo sí tengo familia. Mi padre se llamaba Sebastián Torra y Alba, que es como me llamo yo también. Mi padre…
—Un momento. ¿Por qué le dicen Míster Alba?
—Míster Alba es un apodo que es casi un nombre. Por lo Alba vengo de los grandes de España. Por lo Míster, de los pequeños de Panamá. Fue en Panamá donde me bautizaron Míster Alba.
—¿Qué opina usted del feminismo?
—¿Qué diablos tiene que ver el feminismo con la cárcel? —pregunta David, indignado.
—Periodísticamente hablando, la pregunta es pertinente —dice Míster Alba—. El deber de un buen cronista es formular toda clase de preguntas estúpidas. Bien. En mis tiempos, allá en 1930, el feminismo todavía no se había masculinizado. Hoy no se puede hablar de feminismo. A las feministas de 1930 les ha salido bigote. En esa época yo conocí una feminista rabiosa, tan feminista que, citando a Homero, no decía caballo de Troya, sino yegua de Troya.
—¿Tiene usted una palabra para sus admiradores?
—A mí sólo me admiran mis jueces.
—¿Qué me puede decir de sus creencias religiosas?
—En materia de religión, yo soy fiel a la fe de mis mayores. Cuando estoy preso, soy creyente de tiempo completo. Cuando estoy libre, soy católico sólo los domingos.
—Hablando con tanta elocuencia, me hace usted recordar al Senado. Hace cuatro años, yo estaba en el Senado —le digo a Míster Alba.
—¿Era senador?
—No. Era taquígrafo.
Corroborando esta experiencia taquigráfica tomo nota cuidadosa de todo lo que Míster Alba dice. Observándome, él me pregunta:
—¿Puedo estar seguro de que no deformará mi pensamiento?
—Seguro. Estoy tomando las notas taquigráficamente.
—¿La taquigrafía no se equivoca?
—Se equivoca. Pero es menos infiel que la memoria. Y a propósito de pruebas de fidelidad, ¿tiene usted una fotografía para ilustrar la entrevista, Míster Alba?
Míster Alba saca del bolsillo su archivo confidencial, suelta la cuerda que ata el paquete, remueve los papeles y pone en mis manos una fotografía. Me la entrega, y Braulio y David se lanzan sobre la foto, en la que un hombre muy bien parecido, vestido con la ropa de una moda extinguida, trata de parecerse desesperadamente a Míster Alba.
—En esta foto está usted muy joven —dice David.
—No estoy joven —dice Míster Alba—. Estoy bien, que es distinto. La razón es muy sencilla. Cuando yo me hago retratar, pago cinco pesos por la foto y quince pesos por el retoque.
—A propósito de todo esto, Míster Alba, ¿podría decirme algo sobre su edad?
—Sobre mi edad lo único que puedo decirle es que no he perdido ni un solo minuto de este siglo. El siglo XX nació conmigo. Por eso nos entendemos.
—¿Cómo se definiría usted ante la posteridad? —pregunto para concluir.
Míster Alba responde sin vacilar:
—Soy un preso. Nada más, nada menes que un preso. Conozco mi destino. En otras palabras, soy un hombre. Un hombre, es decir, un humorista trágico.
La entrevista ha terminado. Varios guardianes avanzan por el pasillo. Llegan hasta la puerta y la abren. Uno de ellos empuja un carro lleno de ropa.
—¿Cuántos son aquí?
—Cuatro —responde Braulio Coral.
—Cuatro —repite, como una orden, el jefe del grupo.
El hombre del carro saca ocho vestidos de presidiario, compuestos de pantalones y blusa. Nos da cuatro piezas a cada uno de nosotros. La ropa está hecha de una tela gruesa, azul, más propia para picapedreros que para presos.
—¿Qué es esto? —pregunta David.
—El uniforme —contesta el jefe—. Desde hoy, todos tendrán que llevarlo en la cárcel.
Míster Alba examina las blusas. En el pecho, las blusas llevan un número. A mí me tocan las del 223. Todo esto indigna a Míster Alba.
—Leloya trabaja rápido —dice—. ¿Cuánto se ha ganado el coronel Leloya en el contrato de estos uniformes?
Nadie contesta. Pero después de una pausa el guardián pregunta a Míster Alba:
—¿Qué es lo que no le gusta de los uniformes?
—No me gusta que la cárcel se mecanice. Yo soy preso viejo, que es como decir cristiano viejo, o sea pecador antiguo. Quiero que la cárcel no pierda la libertad.
Míster Alba toma de nuevo la palabra. Míster Alba no quiere que haya paz.
—Yo no me pongo ésta porquería —afirma.
—Eso lo veremos —dice el jefe de los guardias—. En todo caso, informaré a mi coronel Leloya.
—A su coronel Leloya puede decirle que se vaya a la mierda —dice Míster Alba.
—No insulte a mi coronel, porque lo paso al cepo.
—Veo que la reorganización de su coronel Leloya va a ser completa. No sólo nos impone este sucio uniforme, que ni siquiera tiene la gracia profesional de las rayas, sino que está aceitando ya los cepos, que no funcionaban desde los tiempos de la Santa Inquisición. ¡Viva la reforma carcelaria! —grita Míster Alba, quitándose el sombrero.
El jefe del grupo aprovecha la ocasión para descargarle en la cabeza la culata del fusil. Míster Alba cae al suelo. Los guardias se retiran. Uno de ellos sigue empujando por el pasillo el carro, repleto de reforma carcelaria.
—¿Cómo se siente, Míster Alba? —pregunta Braulio, limpiándole con papel higiénico la sangre de la frente.
—Estoy bien —responde Míster Alba—. Al fin y al cabo, he recibido una lección. No volveré a hablar de la reforma carcelaria. De ahora en adelante sólo me ocuparé de la reforma de la libertad.
David dice:
—Todas las reformas carcelarias son así. En Francia, la guillotina fue el resultado de una reforma carcelaria. Gracias a una reforma carcelaria, en Utah uno puede escoger entre la horca y el fusilamiento.
Para disipar un poco las tristes consecuencias del incidente, yo digo:
—Mientras la puerta estuvo abierta, pude observar bien el pasillo. Está lleno de presos. Parecen campesinos.
—Son campesinos —explica Braulio—. Mi abogado me lo dijo ayer. Ocuparon la hacienda donde trabajaban y se repartieron las tierras. Todos vinieron a parar a la cárcel.
Míster Alba tiene la virtud de reponerse pronto. Dice:
—La reforma agraria de los ricos de las haciendas consiste en meter en la cárcel a los campesinos que se anticipan a realizar por su cuenta la reforma agraria de las haciendas de los pobres.
Poco después, Míster Alba añade en tono confidencial, dirigiéndose a mí:
—En su crónica del día, no se le ocurra repetir eso de que el coronel Leloya debe irse a la mierda. En la cárcel y en Leloya, eso está bien. Pero dentro del protocolo desinfectado de la libertad, no. Ante todo hay que respetar al lector.
—No se preocupe, Míster Alba —respondo yo—. Eliminaré ese pasaje. Desde que estamos encerrados, vaciando los cubos, yo he aprendido a mantener limpia la celda.