MIÉRCOLES. OCTUBRE 28

Debe de ser muy difícil fusilar a un hombre que ríe. Para matar hay que sentirse importante.

GRAHAM GREEN

Al ir a escribir, mi mano copia este pensamiento que acabo de recordar. La transcripción automática me da una idea. De ahora en adelante, iniciaré mi relato de cada día con una frase alusiva a mis preocupaciones cotidianas, siempre que ella se relacione con la justicia o con la cárcel. Tengo una buena provisión de ellas, coleccionadas en los libros que he leído en tres años. Esta compañía de los hombres que de alguna manera han participado en mi angustia por la libertad, me dará alicientes para seguir adelante.

Como es natural, dentro del orden que me he impuesto, ello me lleva también a volver atrás. Entresacaré algunas ideas ajenas para encabezar los capítulos diarios que ya han quedado escritos.

He recordado la frase de Graham Greene porque Antonio Ramírez, doctor en Derecho y Ciencias Políticas y Sociales, a quien veo casi todos los días, y que es ya mi confidente legal, me contó hace dos días que se habla ahora de establecer en el país la pena de muerte. Algunas instituciones y no pocos sociólogos y abogados son partidarios de que se aplique la pena capital a los guerrilleros, a los pistoleros y a los secuestradores.

Cada vez que se produce un crimen horrible, los hombres se acuerdan de la pena capital. Cada vez que falla el acueducto del orden público, al atascarse el tubo que suministra el agua de la tranquilidad social, los hombres empiezan a sentir sed de sangre. La sangre criminal produce sed de sangre oficial. El asesino le abre paso al asesino. No podemos con la cultura de la cárcel, y ya ambicionamos la civilización del patíbulo.

Mientras los presos de afuera discuten sobre la manera de montar el aparato de la muerte, aquí, los presos de adentro, padecemos algo peor, porque estamos condenados a la pena esterilizadora de vivir sin vivir. No me explico por qué el hombre libre se escandaliza tanto con la pena de muerte, que para el presidiario es un alivio instantáneo, y permanece indiferente ante la cárcel, que es un suplicio corruptor, inyectado poro por poro, minuto a minuto, en cámara lenta, con el cuentagotas más miserable de la degradación humana.

Sobre la pena de muerte, Míster Alba me dice:

—En la historia reciente del mundo hay dos ejemplos escarnecedores de pena de muerte. El uno es Núremberg. Los colgados de Núremberg son el cáncer póstumo de los muertos de la segunda guerra mundial. El otro es Israel. En el caso Eichmann, Israel explotó una mina de venganza, con refinamientos incomprensibles. El caso Eichmann enseña que por primera vez en la historia los judíos no cobraron intereses altos, puesto que se conformaron con la transacción de seis millones de muertos por la vida de un hombre. Seis millones de muertos no valen el asesinato de un asesino.

Diga lo que diga Míster Alba, los hombres le conceden demasiada importancia a la pena de muerte. Llevan siglos enteros divinizándola o escarneciéndola. No se han dado cuenta de que con ella o sin ella el hombre permanecerá siempre igual, mientras subsista esa antesala de la muerte que es la cárcel. Los hombres han hecho de la pena de muerte un mito inmoral. Esta deformación proviene de una monstruosidad consuetudinaria, que consiste en aplicar al fenómeno de la organización punitiva el criterio impune que emana del ejercicio de la libertad.

El hombre libre mira con horror la pena de muerte, aunque es el padre de ella. Por la misma razón, el preso mira con horror la justicia, porque es el hijo de ella. Con un vínculo idéntico, pero desde una postura diferente, el preso y el hombre libre son cómplices en el miedo a la libertad. El círculo vicioso que hace de la cárcel una pena de muerte viene a convertir la pena de muerte en libertad.

Si el hombre libre supiera que la pena de muerte no es lo peor, puesto que es apenas un castigo más, que avanza por un pasillo de humillación más, y que conduce a un calabozo más, dejaría de hablar de ella con el tono solemne con que suele hacerlo.

Personalmente, a mí la pena de muerte ya no me importa. Después de lo que me ha pasado, no me sorprendería merecerla o padecerla. Soy socio del soldado, condenado a la pena de muerte. Soy hermano del hombre, el primer condenado a la pena de muerte. Lo que me importa es que los hombres eviten el crimen de ganar la muerte que merecen.

Míster Alba me dice:

—Es un anacronismo grotesco pensar en estos tiempos en establecer la pena de muerte. En el mundo, la pena de muerte ha muerto. Entre el hombre que ríe y el hombre que está en la cárcel acabaron con ella. Resucitarla es revitalizar un fantasma. La pena capital corrió la suerte del duelo en el campo de honor. En el campo histórico del ridículo universal, ambos perecieron sin honor.