LUNES. OCTUBRE 26

En una sociedad esclavizada, el más grande esclavo es el tirano.

JULIÁN MARÍAS

En nuestra segunda entrevista, el abogado Ramírez me acaba de asegurar que en un par de semanas recobraré la libertad. Dios lo oiga. A instancias del abogado he firmado un memorial dirigido al juez, dándole poder amplio y suficiente a mi doctor Ramírez para defenderme y representarme. Aunque reglamentariamente el término de las visitas no debe pasar de veinte minutos, el abogado se las ha arreglado para permanecer conmigo más de una hora. Durante una hora no se ha fatigado un momento de oírme hablar de mi vida pasada, que es la suma de veintidós años de juventud y tres años de cárcel.

Al regresar a la celda, los tres presos me interrogan ansiosos.

—¿Es cierto?

—Cierto. El abogado me lo ha confirmado.

—¿Ya está nombrado?

—Ya se posesionó. No tardará en visitarnos.

—¿Qué más dijo el abogado? —pregunta Braulio.

—Me contó sobre Leloya muchas cosas, que se relacionan conmigo.

—¿Qué más?

—Me confirmó lo que ya sabemos. Bajo Leloya, la cárcel padecerá una tiranía como no la ha conocido jamás —informo yo.

—¿Por qué lo escogieron a él? —pregunta Braulio.

—Dicen que es para reorganizar la cárcel con métodos modernos.

—Conozco ese tipo de reorganizaciones —murmura Míster Alba—. Y conozco a Leloya. Es uno de esos hombres que parecen predestinados para ser carceleros. Dicho con toda claridad, tiene vocación de verdugo. —Se quita ceremoniosamente el sombrero, en un ademán cortesano habitual en él, y sigue hablando—: Muchachos, digámosle adiós a nuestra adorada cárcel. Desde hoy, esta prisión se convierte en una tumba.

Todos reímos, pero todos sabemos que Míster Alba está diciendo la verdad. Todos sabemos lo que el nuevo alcaide, Tomás Leloya, significa en la dirección de la cárcel. Hasta hoy, la prisión ha disfrutado de un régimen benigno que únicamente se ha alterado en las últimas semanas, desde que por razones disciplinarias, y hasta nueva orden, suspendieron nuestras salidas diarias al patio principal.

Leloya es un militar retirado. Se le conoce con el nombre de Mayor Leloya. Estando en el Ejército se hizo famoso, hace muchos años, en acciones de persecución y represalia contra los guerrilleros. Frío, despiadado, en la guerrilla no se portaba como un pacificador oficial, sino como un bandolero más. En aquella época, una hazaña increíble lo hizo famoso en el país.

En un pueblo de la sierra, una partida de revoltosos se había apoderado del gobierno municipal. Pasaron por las armas al alcalde, a todos los policías, a todos los empleados oficiales. Saquearon los almacenes, quemaron la iglesia, el edificio consistorial y las casas de varios terratenientes. Proclamaron en el pueblo una república independiente, una miniatura de Estado muy parecida a un criminal sitiado. Todo fue una orgía de locura y pillaje.

Más tarde, cuando llegaron los policías y los soldados puestos a órdenes del Mayor Leloya, los cuerpos armados enviados a guardar el orden, después de obligar a los guerrilleros a abandonar el pueblo, acusaron a las víctimas de haber sido cómplices del golpe. Les aplicaron entonces a los vecinos del pueblo, sin discriminaciones, ancianos, mujeres y niños, un tratamiento depurador de sangre y fuego. Los que la primera noche no murieron de un tiro en la oreja, amanecieron colgados en los árboles de la plaza. Durante cinco días, no habiendo ya seres vivos contra quienes disparar, cada vez que pasaba frente a los colgados, Leloya vaciaba su pistola, para reiterar su deseo de que los muertos odiados estuvieran bien muertos.

Ése era el hombre que llegaba a dirigir nuestra cárcel.

—Si por lo menos nos dejaran salir de nuevo al patio… —suspira Braulio.

—Yo de usted me olvidaría del patio —dice David.

—Si no veo pronto el sol, voy a volverme loco.

—Con su pistola, Leloya tapará el sol. Con Leloya se acabó el sol —dice Míster Alba.

Poco después, Braulio empieza a temblar. Míster Alba le toca la frente.

—Este muchacho está ardiendo —indica Míster Alba.

—Llamemos al guardián —dice David golpeando la puerta de la celda.

La fiebre de Braulio sube por momentos; es una fiebre que palpita y huele, como si sobre el hombre de carne empezara a germinar un hombre de fiebre. Cerca de él, los tres participamos un poco del hálito caliente de su piel, que empieza a poner en la celda un ligero toque de calefacción animal. La temperatura de la celda se ha puesto repentinamente templada, malsana, un poco viscosa, como cuando la adivinadora, en un cuarto sin ventilación, quema pelos en un brasero.

Son detalles como éstos los que no permiten en la cárcel el menor asomo de intimidad. Aunque cada cual se guarde sus secretos, los secretos nos brotan por los poros, como nos brota el sudor. En la celda, los cuatro hombres nos embadurnamos el alma con la misma masa de promiscuidad repugnante. Nuestra mente vive sucia con los pensamientos de los demás. Nuestra boca tiene siempre el sabor de lo que los otros se comen. Somos cuatro gusanos condenados a roer una llaga que no sólo es común, sino que también es inagotable.

El guardián tarda en venir, pero viene al fin y corre la mirilla metálica exterior de la puerta.

—¿Qué pasa aquí?

—Braulio Coral tiene una fiebre muy alta. Es necesario que lo lleven a la enfermería.

—La enfermería no está en servicio.

—Pero hay que sacarlo de aquí —insinúo yo—. Necesita un médico.

—La enfermería, la capilla, la sala de visitas, las oficinas, hasta los pasillos, todo está ocupado.

—¿Por qué? —brama Míster Alba—. ¿Qué ocurre? ¿Hay guerra civil?

—Presos. Más presos. Robos. Asesinatos. Secuestros. Llegan presos a montones. Ya no saben dónde meterlos.

—Eso no impide que llame un médico —alega David.

—Procuraré hacerlo. No prometo nada. Aquí no hay nada que hacer, desde que empezó esta confusión. Han llegado tantos presos, que la cárcel está que revienta.

—¿Es cierto que hay un nuevo director? —pregunta David.

—Sí. Mi coronel Leloya.

—¿Es coronel?

—Coronel. Y de los buenos.

—Yo no sabía que en el retiro, los militares seguían ascendiendo —dice Míster Alba.

El guardián replica:

—Lo único que le puedo decir es que desde hoy vamos a tener aquí un jefe. Bueno. Ahora me voy por el médico.

Se va por el médico, pero para regresar media hora después y decirnos que no hay médico. Por fortuna, mientras tanto, Míster Alba se había ingeniado para sacar dos pastillas del sombrero. Comer si fuera un prestidigitador se quitó el sombrero, se levantó el tafilete, sacó las dos pastillas y se las dio a Braulio.

—Trágueselas —ordenó Míster Alba.

Un momento después, con la misma rapidez con que había subido, la fiebre empezó a bajar. Un destello de victoria se reflejaba en la pupila solitaria del ojo de cíclope de Míster Alba.

Al irse el guardián, Braulio dice:

—Me siento mejor.

—¿Creyó que se iba a morir? —le pregunta Míster Alba.

—Yo lo hubiera sentido mucho —dice David—. Cuando un preso como Braulio se decide a morir, es como si alguien se muriera de muerte doble. No es cualquier cosa dejar dos viudas en el mundo.