Ser libre, no es querer hacer lo que se quiere, sino querer hacer lo que se puede.
JEAN PAUL SARTRE
Acostado en el camastro, cuando apenas acabo de abrir los ojos, percibo el trajín asiduo y conocido.
Miro hacia el suelo, hacia los ladrillos que a fuerza de no ser fregados han acabado por perder su brillo rojizo original. Ahí está el zapato.
Observando el zapato día a día, antes que descubriera cuál era el resorte secreto o la energía desconocida que lo impulsaba a moverse, pasó una época que puede considerarse la más feliz, si aquí cabe la palabra, de mis tres años de confinamiento. El estúpido letargo del encierro se rompió por un tiempo con la perspectiva luminosa del milagro. El zapato que caminaba por sí solo representaba para mí la puerta de la poesía, la promesa de la libertad, el halago del ensueño; el escape, en fin, hacia todo lo que la cárcel me había robado. Puesto que existía un Místerio yo volvía a ser un hombre, y no cualquier hombre, sino un ser atraído a lo inexplicable por el hilo maravilloso de la fantasía.
Aquello se repite todas las mañanas. Me despierto, y como si el acto de abandonar el sueño estuviese comunicado con el zapato por medio de alguna antena invisible, automáticamente el zapato empieza a moverse. Poco después la rata asoma la trompa húmeda poblada de unos dientes infantiles y chistosos. Me mira con cierta burla irracionalmente humana, y de un salto se hunde en el túnel que la conduce al festín de la basura. De algún modo la rata ha descubierto que esto es una cárcel, una zona prohibida, y que ella tiene el honor de ser compañera de Míster Alba. Por eso se porta como una rata excepcional, durmiendo de noche en la cárcel y merodeando de día entre los desperdicios de la libertad.
De los cuatro hombres que compartimos la celda, Braulio Coral le tiene franca antipatía a la rata. Braulio tiene celos de la rata. David Fresno, en cambio, la quiere como yo. En cuanto a Míster Alba, eso es otra historia. Míster Alba ha tratado de domesticarla.
Una tarde, después de una salida, al regresar a la cárcel, Míster Alba sacó del bolsillo una cadena de metal, semejante a las que se usan para atar a los perros, pero mucho más fina y liviana.
—¿Qué es eso? —le preguntó David.
—En lenguaje proletario, es un símbolo del capitalismo opresor; tejido de plata, o sea plusvalía en cadena.
—¿Qué?
—En lenguaje marxista, una cadena de plata.
—¿Cómo pudo pasarla, sin que lo descubrieran?
—Aproveché la hora del dólar.
—¿Cuál es la hora del dólar?
—La hora en que los carceleros no ven.
—No veo para qué quiere la cadena.
—¿Para qué ha de ser? Para atar a la rata.
—¿Va a amaestrarla?
—En los Estados Unidos, un preso, un tal Stroud, se hizo famoso criando canarios, que son un símbolo de la libertad. Por cierto, el tal Stroud soñaba con recobrar la libertad para establecer una granja y seguir haciendo de carcelero de los canarios. Yo no vuelo tan alto como Stroud. Conozco el suelo que piso. Voy a amaestrar ratas, que son un símbolo de la cárcel. Se las venderé a los presos. Será bonito verlos paseando las ratas, tirando de las cadenas de las ratas.
Para mí, el descubrimiento de la rata destruyó el milagro. Por un tiempo no pude dejar de pensar que detrás de todo el Místerio del hombre hay siempre una rata que se oculta y que salta. Desapareció el Místerio, y al aparecer la rata, descubrí sin dificultad por qué desde el primer momento me sentí compenetrado con ella, la rata es un animal acorralado. La rata es como yo. En la zoología social mi solidaridad con ella proviene de que la rata es también un ser perseguido. Tenemos un vínculo recóndito. Somos de la raza de los que huyen, del grupo de los que caen en trampas, de la especie de los que son cazados, de la familia de los que no deben vivir.
Me levanto tan pronto como desaparece la rata. Debe de ser muy temprano, pues no hay luz ni se percibe el movimiento habitual de la cárcel en las primeras horas del día. Meto el pie en el zapato y puedo comprobar que aún está caliente en una pequeña zona interior. No tengo escrúpulos, a pesar de que Braulio dice que la rata es infecciosa, como el perro del leproso. Eso me lleva a pensar que para mí hay un hecho que destaca la existencia de la rata con caracteres peculiares.
De día, yo tengo mis zapatos puestos. Los zapatos son para llevarlos en los pies. No me ocupo de ellos. De día, mis zapatos no existen para mí, puesto que son una parte de mí mismo.
Pero existen también los zapatos de Braulio Coral, quien pasa la primera parte de la mañana y la última hora de la tarde dedicado a limpiarlos. Los lustra incansablemente, hasta que brillan entre sus manos, deslumbrantes de oscuridad. Lo que sorprende es que los limpie para no ponérselos. De ordinario calza alpargatas y así pasa el día hasta que, de noche, rendido de lustrar zapatos, se libra también de 1; s alpargatas.
A la rata no se le ha ocurrido nunca preferir los zapatos higiénicos de Braulio Coral a mis zapatos sucios. Quizás el descuido proletario que les da aspecto de basura es precisamente lo que más le gusta de los míos. De todos modos, nunca se aloja en los zapatos de Braulio Coral, quien los coloca de cierto modo, cerca de los míos, acaso con la esperanza no confesada de que la rata pueda llenarlos alguna vez con el calor de su cuerpo y de su noche.
Me atrevo a decir que el desprecio de la rata humilla mucho a Braulio Coral. Para él, los zapatos son el mecanismo físico de la libertad. Son la carrillera de cuero que un día ha de sacarlo, como un tren, de la estación de la cárcel. Los brilla con frenesí, como si con ellos quisiera darle lustre a la libertad. Braulio no le perdona a la rata el desprecio que muestra por sus zapatos rutilantes.