El futuro digital

Los montadores de sonido siempre han pensado simultáneamente en lo que yo llamaría las dimensiones vertical y horizontal. Un montador de sonido avanza naturalmente a través de la película en tiempo «horizontal»: un sonido sigue a otro. Pero también tiene que pensar en vertical, es decir, preguntarse qué sonidos se están produciendo al mismo tiempo. Podría darse, por ejemplo, el sonido de fondo de una autopista junto con el canto de unos pájaros, un avión que pasa por encima, pisadas de los peatones, etc. Cada uno constituye una capa distinta de sonido, y lo bonito del trabajo del montador de sonido, como el del músico, es la creación e integración de un tapiz multidimensional de sonido.

Hasta ahora, sin embargo, los montadores de imagen hemos pensado casi exclusivamente en dirección horizontal: la pregunta a la que había que responder era solo, «¿Qué es lo siguiente?». Como sabemos a partir de mis cuentas del principio, esto es bastante complicado ya que hay un enorme número de opciones en la construcción de una película. En un futuro, ese número se hará aún más cósmico porque los montadores de imagen tendrán que empezar a pensar también en vertical, es decir: «¿Qué puedo montar dentro del frame?».

Los efectos ópticos se han hecho más sofisticados y sutiles, muchas veces ni siquiera reconocibles como efecto, eso permite que el director o el montador digan: «Después de todo no me gusta ese cielo» o «Creo que debería ser invierno, así que vamos a quitar las hojas de los árboles en este plano». En un futuro próximo, máquinas como el Avid, que son buenas para la manipulación dentro de la dimensión horizontal de la secuencia, se fusionarán con máquinas de efectos especiales como el Inferno, que sirven para la manipulación en la dimensión vertical simultánea. Seguramente se producirán algunas consecuencias imprevistas. ¿Puede un solo montador manejar todo esto? ¿O se dividirá el trabajo en dos equipos, el Vertical y el Horizontal?

Antiguamente, si querías hacer un efecto especial, como reemplazar el azul del cielo por otro color, había que usar una cámara especial Vista-Vision o de 70 mm para conseguir un negativo de gran formato, de manera que no se apreciara el grano de las múltiples reimpresiones. Hoy día, debido, a la precisión de la reproducción digital, esto no supone ningún problema. También se solía emplear una enorme cantidad de tiempo en el rodaje de los efectos especiales, si alguien tenía que volar por el aire, había que atarlo a unos cables. Por consiguiente, el operador debía iluminar la escena de forma que los cables se vieran lo menos posible. Ahora, con los efectos digitales, se usan unos cables grandes y de colores brillantes, porque así será más fácil verlos y borrarlos digitalmente.

Por supuesto, el Santo Grial será una máquina Avid/Inferno de montaje más efectos especiales que realmente entregue el producto final, y no un mero esbozo de este. Hasta cierto punto, eso ya se ha conseguido en televisión, pero no en las películas, donde la resolución ha de ser muy alta de acuerdo a las exigencias de la pantalla grande.

Mientras estamos en ello, aquí van algunas predicciones que probablemente se harán realidad en el futuro próximo, si es que no lo han hecho ya cuando este libro se publique:

El final de la película magnética. Revolucionaria a su modo cuando apareció hacia 1950, la película perforada de sonido magnético ya está siendo sustituida por discos reemplazables que funcionan en sincronía con el proyector. Utilizamos discos Jaz en The Talented Mr. Ripley. Cada uno de ellos puede copiarse instantáneamente y es capaz de contener la información de cuarenta bobinas de película magnética, con un ahorro de más de 40:1.

Alimentación directa desde la cámara. Algún tipo de mecanismo de duplicación de la imagen que permitirá hacer una grabación en disco digital junto a la película en 35 mm. Esta grabación se entregará inmediacamente al montador, en lugar de que esté esperando a que la película sea revelada, sincronizada, proyectada, telecinada y digitalizada.

Ésta será una solución temporal en tanto se produce el desarrollo de las cámaras completamence digitales y la desaparición de la película como medio de grabación.

Competencia para Avid. Por el momento, el sistema Avid es con diferencia el sistema profesional más empleado, seguido de Ligthtworks, que ha tenido dificultades desde hace unos pocos años.

Sin embargo, sistemas muy económicos, casi a nivel del consumidor no profesional, como el Final Cut Pro de Apple, Adobe Premiere, EditDV y Media 100 representan últimamente serias amenazas al dominio del Avid. Final Cuc Pro, por ejemplo, se emplea ahora habitualmente para los programas de televisión por cable, aunque su coste es la veinteava parte de un sistema Avid.

Hasta hace poco, esos sistemas no eran capaces de proporcionar una correspondencia fiable con el negativo de 35 mm, así que su uso estaba prácticamente limitado a las películas cuyo formato final fuera vídeo. Sin embargo, para cubrir esa carencia otros fabricantes se han inventado software, como FilmLogic, y Apple ha adquirido recientemente Focal Point Systems, creadores de FilmLogic, luego parece que Apple se propone competir directamente con Avid.

Será interesante ver la respuesta de Avid a estos progresos.

El producto final. Llegará un día en que el montador trabaje con imágenes de tanta definición que puedan ser proyectadas en salas. En realidad, el producto final del Avid será la copia etalonada. Como ya he mencionado, esto ya está pasando en la televisión y según la ley de Moore (la velocidad de tratamiento de datos por unidad monetaria se dobla cada dieciocho meses) es solo una cuestión de tiempo el que un hipotético Avid/Inferno (u otra máquina equivalente) sea capaz de manipular en tiempo real imágenes con una resolución de 4.000 líneas, es decir, el equivalente a la película de 35 mm.

Todos esos previsibles desarrollos apuntan aproximadamente a la misma dirección, hacia un cine digital cada vez más completo. En los comienzos de este nuevo milenio, aun estamos viviendo en un mundo híbrido donde la película de 35 mm perforada desempeña un importante papel en la producción y en la exhibición, pero yo dudo de que la película siga vigente mucho tiempo. En algunos sentidos, la situación es similar a la del alumbrado doméstico a principios del siglo pasado. En 1900, los faroles se alimentaban tanto de gas como de electricidad. La electricidad era nueva, apasionante, producía una luz brillante (lo que los franceses llamaban desaprobadoramente una «llama descarnada»), pero a la vez era cara y no del todo fiable. De modo que también estaba el gas: romántico, peligroso, ineficaz, «corpóreo», pero familiar y fiable.

Por el momento, el cine está atravesando una fase similar, en la que tratamos con la película como medio material, fotográfico, perforado, y con la imagen electrónica como medio inmaterial, virtual, digital. Pero así como la luz de gas desapareció de nuestra vida cotidiana, tarde o temprano sucederá lo mismo con la película de 35 mm.

Entonces, ¿cuáles son las implicaciones artísticas y técnicas de un cine completamente digital? Difícil pregunta, porque nos encontramos justo en el medio de cambios vertiginosos, pero quizá podemos aprender algo de situaciones equivalentes en el desarrollo de otras formas artísticas. En realidad…

Gesamtkunstkino: Cine como arte total

… si pudiéramos detener a ese caballero del sombrero de copa que está saliendo del teatro de ópera Metropolitan —no, no, ese, el del abrigo de pieles— y preguntarle por la representación de Tannhäuser a la que acaba de asistir, tal vez, si fuera amable, podríamos pasear con él hasta Broadway y dejar que la conversación discurriera por su cauce, puesto que estamos en diciembre de 1899 y los pensamientos se dirigen de manera natural hacia el siglo venidero.

¿Qué decir acerca del sorprendente espectáculo que acaba de ver? ¡Realmente increíble! Y quizá unas palabras en torno al futuro de la ópera: específicamente sobre el concepto de Gesamtkunstwerk —obra de arte total— de Richard Wagner, la fusión final de música, drama e imagen. ¿Qué maravillas verá el público dentro de cien años? Como se detiene a meditar sobre esta última pregunta, yo observo por encima de su hombro a varias docenas de personas que están detrás de él en una tienda, casi todos hombres jóvenes, inmigrantes, con las cabezas metidas en una especie de mecanismo y las manos dando vueltas a una manivela, ausentes en una especie de éxtasis. Por casualidad, nos hemos parado frente a una barraca de feria y los hombres de ahí dentro están manejando Kinetoscopios, mirando las imágenes de jovencitas que se desnudan una y otra vez ante sus mismísimos ojos.

Mientras nuestro amigo del abrigo de pieles augura apasionadamente un siglo de elevada cultura y de triunfos operísticos que dejarán pequeños los del siglo XIX, nosotros —viajeros en el tiempo que conocemos la verdad— no podemos contener una sonrisa. Imaginemos el asombro y la repugnancia de nuestro nuevo amigo si alguien le contara que los ruidosos y groseros artilugios que están detrás de él se convertirán pronto en la forma de arte dominante del siglo XX y llevarán a cabo su propio asalto a la ciudadela del Arte Total; y que si bien sus amadas óperas seguirán siendo profusamente representadas en 1999, constituirán —en su mayor parte— cuidadas reproducciones del modelo decimonónico, una versión occidental del Kabuki japonés.

Por supuesto, no vamos a desilusionarle con nuestras presunciones, que parecerían desvarios propios de tipos extravagantes como los que él tiene buen cuidado en evitar. «¿Cómo va todo estos días en Nueva York? Adiós, ha sido un placer hablar con usted».

De repente, estamos de vuelta en el Nueva York de diciembre de 1999. Toy Story II se ha estrenado recientemente y las colas delante de la taquilla no han disminuido, de hecho, en una sala de Times Square se han hecho algo más largas.

Acercándonos, descubrimos la razón: Toy Story II se está proyectando digitalmente, sin película. El celuloide perforado de 35 mm que atrajo a nuestros amigos de la barraca de feria en 1899 y que mantuvo los expansivos sueños cinematográficos del siglo XX —a través de la llegada del sonido, el color, la pantalla panorámica, las tres dimensiones (durante unos pocos años), el sonido Dolby Stereo—, el medio físico que sostuvo animosamente sobre sus hombros todas esas invenciones, está, al final del siglo, a punto de soltar su carga y esfumarse. En unos pocos años, la película se convertirá en una curiosidad histórica, como el pergamino o la vitela.

Y los tres omnipresentes símbolos del cine —la bobina, la claqueta y la propia película con esas características perforaciones cuadradas situadas en los bordes— resultarán anacrónicos, remitiendo a una tecnología olvidada, como la azuela y el punzón del carpintero.

¿Es algo que deba preocuparnos?

A modo de comparación, la primera Biblia de Gutenberg fue impresa sobre vitela, una preciosa y táctil sustancia orgánica, pero la imprenta solo despegó verdaderamente con la invención del papel, que era barato y fácil de fabricar. El concepto de caracteres movibles de Gutenberg trascendió el medio usado para la impresión. El digital, casi con seguridad, demostrará ser el papel en relación con el pergamino de celuloide.

Así que declaremos confidencialmente que aunque la película desaparezca, siempre habrá imágenes que se mueven.

El descubrimiento de Joseph Plateau hacia 1830 que dio origen al cine, basado en el principio de persistencia retiniana (que Muybridge aplicó a la fotografía en los años 70 de ese mismo siglo XIX), es tan significativo en su campo como la invención de la imprenta por Gutenberg alrededor de 1450, e igualmente independiente del medio de transmisión.

Por muy sorprendente que sea ver imágenes proyectadas digitalmente —con tanta o más nitidez y sin ninguna de las rayas, suciedad o vibraciones que presenta hasta la más impoluta película en 35 mm—, lo cierto es que durante quince años la industria del cine se ha estado transformando de arriba abajo en digital. Por supuesto, los logros de los efectos especiales digitales ya eran bien conocidos antes de su apoteosis en Jurassic Park, Titanic, Phantom Menace y The Matrix. Pero la llegada de la proyección digital causará la capitulación definitiva de los dos últimos reductos del legado analógico-mecánico del siglo XIX. Uno lo constituye la proyección —la última fase—, y el otro es la fotografía original que inicia todo el proceso. La industria cinematográfica de hoy es un sándwich digital entre dos rebanadas de pan analógico.

No obstante, una vez que la proyección digital haga incursiones significativas, los laboratorios cinematográficos como Technicolor van a encontrar difícil sobrevivir económicamente, puesto que la mayoría de sus beneficios provienen de los encargos de tirada de copias a gran escala para las películas, a veces del orden de más de 15.000.000 de metros de celuloide por largometraje. Cuando los laboratorios desaparezcan del negocio del cine, las productoras recurrirán inevitablemente a las cámaras digitales para la fotografía original. En el verano de 2000, George Lucas prescindió completamente de película y rodó la siguiente entrega de Star Wars con cámaras digitales Sony de alta definición.

En un futuro casi inmediato, cuando la proyección final y la fotografía original se digitalicen, todo el proceso que se requiere para hacer una película será digital desde el inicio hasta el fin, y toda la infraestructura técnica tendrá que adaptarse apresuradamente. Podemos prever algunas de las consecuencias de todo esto, pero otras son inimaginables. En cualquier caso, semejante transformación se completará probablemente en menos de diez años.

Naturalmente, surgirán maravillas que nos compensen de la pérdida de nuestros viejos amigos Claqueta, Celuloide y Bobina. Naturalmente, se desdibujarán las fronteras entre el vídeo, los ordenadores y el cine. Naturalmente, nacerán criaturas digitales (quizá incluso actores) que harán que el Jurassic Park de 1993 parezca el King Kong de 1933. Naturalmente, el canal 648 consistirá en una retransmisión en directo del planeta Tierra visto desde la Luna, en maravilloso detalle, ocupando toda la pared de cristal líquido de la habitación de la casa dedicada a los medios de comunicación.

Pero, ¿cómo será el cine —el hábito de ver películas en una sala— en 2099?

¿La revolución digital, tan embriagadora hoy día, transformará el cine en algo irreconocible, para bien o para mal?

¿Quizá en 2099 el cine se habrá convertido en el equivalente del siglo XX de la Gran Opera decimonónica? ¿Espectadores vestidos de esmoquin asistiendo aún a otra proyección de una Casablanca de 160 años de edad, inimaginablemente realzada por algún nieto tecnológico de los portentos digitales de hoy?

O tal vez el cine habrá desaparecido por completo, superado por algún cataclismo técnico-social tan inimaginable para nosotros como lo fue la transformación definitiva del Kinetoscopio en 1899. Son impresionantes los paralelismos entre los inmigrantes manejando los Kinetógrafos en la barraca de feria y tu hijo adolescente encerrado en su habitación con Lara Croft (del vídeojuego Tomb Raider).

Por supuesto, tan pronto como nos planteamos estas cuestiones sabemos que carece de sentido siquiera intentar responderlas. Pero estamos en diciembre de 1999, después de todo el fin de un milenio. Así que… ¿por qué no?

¿La digitalización total del arte y la industria cinematográfica resultará a la larga algo positivo?

Incluso para aventurar una respuesta a una pregunta como esa, necesitamos encontrar en el pasado un proceso análogo. El que a mí me parece más ajustado es la transformación que tuvo lugar en la pintura durante el siglo XV, cuando la vieja técnica de pigmentos al fresco fue en gran parte reemplazada por la del óleo pintado sobre lienzo.

Algunos de los mayores éxitos de la pintura europea —si no el mayor— habían sido realizados al fresco, el laborioso proceso por el cual el yeso húmedo se pinta con varios pigmentos que, al secarse, se mezclan químicamente con el yeso y cambian de color. Sólo hay que pensar en los frescos de Miguel Angel del techo de la Capilla Sixtina, el equivalente pictórico de la Novena Sinfonía de Beethoven.

El fresco requiere mucha preparación. Sus variables —tales como la consistencia y el tiempo de secado del yeso— tienen que ser controladas exactamente. Los artistas que trabajaban al fresco necesitaban un conocimiento preciso de los pigmentos y de cómo cambiaban de color al secarse. Una vez que se había aplicado el pigmento, no era posible echarse atrás. Cada día solo se podía trabajar durante un tiempo determinado, hasta que se secaba el yeso aplicado por la mañana, inevitablemente, se formaban grietas en las juntas entre cada una de las aplicaciones de yeso. El plan de lo que había que hacer cada día tenía que estar cuidadosamente pensado para minimizar el daño producido por estas impredecibles grietas.

Estaba claro que la pintura al fresco representaba un costoso esfuerzo para muchas personas así como la unión de varias tecnologías, todo ello supervisado por el artista, que asumía la responsabilidad del producto final.

La invención de la pintura al óleo cambió todo esto. El artista fue libre de pintar donde y cuando quisiera. Ya no tenía que crear una obra en su emplazamiento definitivo. La pintura tenía el mismo color estando húmeda que cuando con el tiempo se hubiera secado. No tenía que preocuparse demasiado de las superficies agrietadas. Y podía pintar sobre zonas que no le gustaban, hasta el punto de reutilizar lienzos para propósitos completamente diferentes.

Si bien la pintura al óleo siguió haciéndose en equipo durante algún tiempo, la lógica innata del nuevo soporte animó al artista a tomar cada vez más el control de cada aspecto de su trabajo, intensificando su visión personal. Esto fue enormemente liberador, y la historia del arte desde 1450 hasta el día de hoy es un claro testimonio del poder creativo de esa liberación… y de algunos de sus peligros, que encontraron su expresión extrema al final del siglo XIX y en el siglo XX, con la aparición de genios solitarios y torturados como Van Gogh.

La naturaleza del trabajo con la película tiene más que ver con la pintura al fresco que con el óleo. Se trata de algo tan heterogéneo, con tantas tecnologías entretejidas en una trama complicada y costosa que hacer cine es casi por definición algo imposible de controlar por una sola persona. Existen unos pocos cineastas solitarios —me viene a la memoria Jordan Belson—, pero se trata de individuos excepcionales, y los asuntos de sus películas están armados para permitir la creación por parte de una sola persona.

En cambio, las técnicas digitales tienden naturalmente a integrarse una con otra debido a su matemática común, y de este modo se vuelven más fáciles de controlar por una sola persona. Esto ya está sucediendo en el terreno de las mezclas de sonido, donde las fronteras entre montaje de sonido y mezclas se han empezado a desdibujar. Y tal desdibujamiento está a punto de producirse en la consiguiente integración del montaje cinematográfico con los efectos especiales.

De modo que supongamos una apoteosis técnica hacia mediados del siglo XXI, cuando de una forma u otra llegue a ser posible para una sola persona realizar un largometraje completo, con actores virtuales. ¿Eso sería algo positivo?

Si la historia de la pintura al óleo representa una referencia, la respuesta sería afirmativa, con la precaución obvia de desconfiar del efecto desestabilizador que supondría el seguir en exceso una visión herméticamente personal. Solo hay que atender al desarrollo de la pintura o de la música clásica en el siglo XX para descubrir los riesgos.

Vayamos todavía más lejos, y llevemos la cuestión a su conclusión extrema suponiendo la diabólica invención de una caja negra que convirtiera directamente los pensamientos de una sola persona en una realidad cinematográfica al alcance de la vista. Uno se sujetaría una serie de electrodos a varios puntos de la cabeza y al pensar la película ya la haría existir.

Y puesto que ya somos viajeros a través del tiempo, presentemos esta invención hipotética como el pacto de Fausto de los futuros cineastas del siglo XXI. Si una misteriosa figura embozada nos ofreciera esa caja a cambio de nuestra alma, ¿la cogeríamos?

El tipo de cineasta que aceptaría la oferta, que incluso se apresuraría a aceptarla, siente la necesidad de ver en pantalla su propia interpretación, de la forma más pura posible. Acepta el trabajo en equipo como un mal necesario para poder hacer realidad sus visiones. Creo que Alfred Hicchcock sería uno de ellos, a juzgar por su descripción del proceso creativo: «La película ya está completa en mi cabeza antes de empezar el rodaje».

En cambio, el tipo de cineasta que rechazaría la oferta está más bien interesado en el proceso colaborativo de la producción de una película, y en ver que de ese proceso resulta misteriosamente una interpretación, en lugar de ser impuesta desde el comienzo por un solo individuo. La pintoresca descripción de su papel que realiza Francis Ford Coppola lo resume: «El director es el jefe de un circo que se está creando a sí mismo».

Lo paradójico del cine es que resulta más logrado cuando parece fundir dos elementos contradictorios —el general y el personal— en una especie de intimidad pública. El trabajo en sí mismo es el mismo, dirigido a un público de millones de personas, y sin embargo —cuando funciona— una película parece hablarle a cada uno de los espectadores de una manera poderosamente personal.

Los orígenes de este poder son misteriosos, pero creo que vienen de dos de las principales características del cine: que es un teatro de pensamiento y que es un arte de colaboración.

Una película es una construcción dramática en la que, por primera vez en la historia, los personajes pueden verse pensando incluso al nivel más sutil, y estos pensamientos pueden entonces ser coreografiados. Algunas veces esos pensamientos son casi físicamente visibles, moviéndose a través de la cara de los buenos actores como las nubes a través del cielo. Esto ha sido posible debido a dos técnicas que se remontan al momento fundacional del cine: el primer plano, que hace visible tal sutileza, y el corte —el cambio súbito de una imagen a otra—, que imita la naturaleza acrobática del propio pensamiento.

Y la colaboración, que no significa necesariamente un compromiso, si está bien conducida, puede ser lo que permite que la película se comunique de la mejor manera con el máximo número de personas. Cada persona que trabaja en una película aporta su propio punto de vista sobre el asunto. Y si el director sabe orquestar debidamente estas perspectivas, el resultado consistirá en una complejidad polifacética y al mismo tiempo integrada que tendrá las máximas oportunidades de atrapar y mantener el interés del público, que es en sí mismo una entidad polifacética en busca de integración.

El cine es, por definición, una experiencia colectiva, teatral, tanto para el público como para sus autores, con la particularidad de que la representación permanece idéntica cada vez que se muestra. Lo que cambia es la reacción de los espectadores.

El pesimismo de mediados del siglo XX acerca del futuro del cine, la previsión de un porvenir dominado por la televisión, no tuvo en cuenta el eterno impulso de los seres humanos —tan antiguo al menos como el propio lenguaje— de salir de casa y reunirse para escuchar historias a la luz del fuego junto a desconocidos animados por los mismos sentimientos.

La experiencia cinematográfica es una recreación en términos modernos de esa práctica secular de contar historias en comunidad, salvo que las llamas de la hoguera primitiva han sido reemplazadas por imágenes cambiantes que están relatando la historia. Imágenes que bailan del mismo modo cada vez que se proyecta la película, pero que alumbran sueños diferentes en la mente de cada espectador. Es una unión de la permanencia de la literatura con la espontaneidad del teatro.

Me gustaría subrayar la idea de abandono del entorno familiar. La experiencia cinematográfica/teatral nace verdaderamente en el momento en que uno dice: «¡Vamos a salir!». Tal frase implica una insatisfacción con el entorno cotidiano y la correspondiente necesidad de abrirse a algo «distinto». Y aquí entra la batalla entre las películas en casa y en el cine. En mi opinión, la auténtica experiencia cinematográfica no se puede dar en casa, no importa lo técnicamente avanzados que lleguen a ser los equipos.

Me sorprende, por ejemplo, la cantidad de veces que alguien me dice que ha visto una película determinada en el cine y que le ha impresionado el nivel de detalle en la imagen y el sonido, cosa que no le sucedió cuando vio la misma película en casa en un vídeo.

Bien, yo he visto tanto la película como el vídeo, y tengo que decir que, por lo general, el nivel de detalle es similar, si no exactamente el mismo. Sin embargo, lo que definitivamente no es lo mismo es el estado de ánimo del espectador.

En casa, yo soy el rey y la televisión es mi bufón, si no me divierte, saco el mando a distancia y le corto la cabeza. Lo propio de la visión en casa es la familiaridad; lo que está bien es lo que encaja con la rutina, lo cual implica un ánimo de mirar solo lo que uno quiere ver, o lo que está preparado para ver.

Salir, por el contrario, trae consigo cierto gasto, molestia y riesgo. Recordemos que estaremos sentados en una sala oscura, junto a como mínimo seis y como máximo seiscientos desconocidos —quizá todavía más—. No hay distracciones, no hay manera de detener la película una vez que ha comenzado, y esta comienza a una hora determinada, estemos allí o no. Todo esto produce un estado de ánimo abierto a la experiencia de un modo que la visión en casa jamás podrá reproducir. Y aún más misteriosamente importantes son esos seis o seiscientos desconocidos sentados a nuestro lado, cuyas oscuras presencias alteran y agrandan de manera incalculable la naturaleza de lo que estamos viendo.

Digamos que la media de edad de los espectadores es de veinticinco años. Seiscientas veces veinticinco equivale a quince mil años de experiencia humana reunidos en esa oscuridad, es decir, muy por encima del doble de lo que mide la historia conocida de los sueños, esperanzas, desilusiones, júbilo y tragedia de la humanidad. Todos pendientes de la misma serie de imágenes y sonidos, todos llevados allí por el afán —aunque sea rudimentario— de abrirse y experimentar de la forma más intensa posible algo que vaya más allá de sus vidas cotidianas.

Acaba de llegar el nuevo siglo, la revolución digital no se ha extendido (todavía) por todo el mundo, y cuando lo haga, será muchos años antes de que llegue Mefistófeles con su caja negra llena de electrodos. Durante muchos años las películas seguirán haciéndose en colaboración, guste o no. Pero si vamos a buscar el lado negativo que podría tener el digital, deberíamos fijarnos en todo lo que refuerce una visión monolítica en solitario y se oponga al desarrollo de la complejidad, tanto al principio, en la producción de la película, como al final, en su exhibición en las salas.

Y puesto que debo sacar alguna conclusión, voy a ser positivo y afirmar que el cine estará con nosotros dentro de cien años. Será diferente, por supuesto, pero seguirá siendo cine. Su persistencia se deberá a la inextinguible necesidad humana de escuchar historias en la oscuridad, y su evolución estará conducida por las revoluciones técnicas que ahora se ponen en marcha. Quizas estamos ahora donde estaba la pintura en 1499. De forma que tenemos un buen número de siglos por delante, si lo hacemos bien.

Más allá, ¿quién sabe? Volvamos a encontrarnos en 2099 y echemos otro vistazo alrededor.