En 1995, fui contratado para montar la película de Anthony Minghella basada en el libro The English Patient (El paciente inglés), de Michael Ondaatje.
En ese año, muchos de los problemas señalados anteriormente habían sido resueltos —o estaban a punto de serlo— debido al imparable aumento de la velocidad de los ordenadores y a una disminución en el coste de la memoria. Aunque yo no había montado electrónicamente un largometraje completo, había dirigido y editado un vídeo musical de cuatro minutos para Linda Ronstadt en 1994 y me había encargado del montaje de tres minutos de duración de un periódico con cinco sobreimpresiones para la película I Love Trouble, en 1995, ambos con Avid. Estaba admirado de cómo habían cambiado las cosas en cinco años.
Se habían producido tres adelantos principales:
1. La capacidad de la memoria y la velocidad de procesamiento se habían incrementado hasta el punto de que almacenar la película completa en los discos duros del ordenador era ahora económica y técnicamente posible; la calidad de la imagen digital había aumentado considerablemente: y el curso del trabajo apenas se interrumpía.
2. Dos o más ordenadores podían ahora acceder al mismo conjunto de discos duros en que estaba almacenada la película, lo cual eliminaba el peligro de «embotellamiento».
3. El programa Film Composer de Avid había establecido el software para la posproducción en 24 fps, lo que aseguraba una correspondencia perfecta entre los frames del ordenador y los fotogramas de la película. Gracias a este avance, la crucial lista de cortes de montaje se volvió absolutamente segura al efecto de conformar la película de 35 mm.
A pesar de tener todavía alguna que otra reserva, yo estaba impaciente por probar el montaje digital, y The English Patient; con su cambiante estructura temporal, parecía idónea para la flexibilidad que proporcionaría el Avid.
Sin embargo, el productor de la película, Saúl Zaentz, estaba intentando reducir el presupuesto (todos los jeres de equipo trabajábamos con aplazamientos parciales del sueldo) y el alquiler de un Avid representaba un frente abierto de varios miles de dólares a la semana de gasto extra, a pesar de su capacidad para ahorrar tiempo en el plan de trabajo. Además, The English Patient iba a rodarse en Italia y en Túnez y Saúl estaba lógicamente preocupado por el soporte logístico.
Anthony Minghella había montado sus dos últimas películas de manera convencional, sobre película, y estaba inquieto por el cambio al digital. No solo se trataba de un territorio desconocido para él, sino que varios de sus amigos acababan de pasar por experiencias desafortunadas con el montaje digital: habían tenido problemas técnicos y además el propio sistema electrónico parecía alentar las interferencias del estudio.
Así que se decidió montar The English Patient directamente sobre película de 35 mm, sistema en el que yo era un experto. Quizá, después de mucho pensarlo, hacer una película en un país extranjero y aprender a la vez un sistema nuevo imponía demasiadas variables. Y siempre habría una próxima película para intentarlo…
De modo que comenzamos la producción de The English Patent en los estudios Cinecittà en Roma en septiembre de 1995 con un equipo mecánico convencional: una KEM de «8-platos» para mí y una Steenbeck para mis ayudantes, Daniel Farrell y Rosmary Conte, además de las bobinadoras usuales y demás parafernalia. Como de costumbre, disponíamos de mi base de datos informatizada para guardar el cuaderno con las notas y comentarios acerca de cada plano así como el equipo de duplicar fotografías para tomar fotos representativas de cada situación.
Sin embargo, seis semanas después de haber comenzado la producción, mi mujer, Aggie (que estaba a punto de venir a visitarme a Roma), me llamó para decirme que nuestro hijo Walter había sufrido un ataque el día anterior y que le habían diagnosticado un tumor cerebral.
Avisé a Anthony y a Saúl y les expliqué la situación: Walter estaba bien y se recuperaba del ataque, pero en principio estaba previsto operarle al cabo de dos semanas para extirparle el tumor. La gravedad de la situación no podía valorarse hasta el día de la operación, en que se le podría hacer una biopsia.
Les dije a Anthony y a Saúl que regresaba a casa al día siguiente, que estaría fuera al menos ocho semanas en el mejor de los casos y que deberían pensar en contratar a otro montador para reemplazarme. Ambos se negaron a considerar esa posibilidad y me dijeron que no me preocupara por la película y que les mantuviera al tanto. Así que al día siguiente por la mañana yo estaba de camino a nuestra casa en Bolinas, una pequeña ciudad al norte de San Francisco.
Ese tipo de crisis extremas, para las que uno nunca está preparado, tiene el efecto de arrojarnos, por decirlo así, a través del parabrisas de nuestra vida cotidiana. Algún agente mágico pone las cosas en una perspectiva sorprendentemente clara: lo que es importante se destaca en relieve luminoso; todo lo demás retrocede hacia un fondo oscuro. El horizonte de sucesos se reduce a lo que puede realizarse hoy o todo lo más mañana. La pregunta «¿Qué pasaría si…?» queda prohibida, y nuestro papel en los sucesos que se desarrollan cobra un realismo extremo. Se trata de un mecanismo de auto-protección de raíces muy antiguas.
De forma que la película, que había sido mi principal foco de atención veinticuatro horas antes, parecía ahora una curiosidad al otro extremo de un telescopio.
No obstante, era consciente de que tenía una responsabilidad profesional frente a las personas que habían confiado en mí. Yo iba a estar fuera durante al menos dos meses y el rodaje no se iba a parar. Un atraso de ocho semanas en un plan de trabajo de veinte supone una enorme presión.
Cuando aterricé en San Francisco ya tenía claro lo que iba a proponerles a Saúl y a Anthony. Si de verdad querían que continuara como montador de la película, teníamos que instalar un Avid en el granero de al lado de nuestra casa de Bolinas, enviar el material diario a San Francisco una vez que el equipo lo hubiera visionado, y yo empezaría a montar en casa, para estar junto a mi hijo durante su recuperación. Esto le supondría a la película un considerable gasto extra, tanto como tener al montador a más de once mil kilómetros de distancia de la producción, pero no parecía haber otra alternativa en lo que a mí respectaba. Saúl y Anthony, dicho sea en su honor, aceptaron mi propuesta sin vacilar.
La operación de Walter se llevó a cabo en la fecha prevista y salió bien. La biopsia del tumor era ambigua, y él se negó a recibir quimioterapia o radiaciones. Pasó varios meses en casa, hasta el final del primer montaje de la película. La broma consistía en que, como mi mujer es inglesa, teníamos «un paciente inglés… y medio» en nuestra casa de Bolinas.
Walter había sido profesor de alpinismo antes de que todo esto sucediera y, durante el restablecimiento, su ambición era llegar a ser capaz de emular el ascenso de un sobreviviente de cáncer a la Montaña Denali en Alaska, la cumbre más alta de Norteamérica. En junio del siguiente año, formó parte de un equipo de quince personas que consiguieron llegar a la cima. Ahora ha trabajado conmigo en mis tres últimos proyectos de montaje, han pasado casi cinco años desde la operación y su diagnóstico es bueno, gracias a Dios.