En el primer cuarto del siglo XX, la sala de montaje de una película era un sitio tranquilo, equipado únicamente con una bobinadora, unas tijeras, una lupa, y el conocimiento de que la distancia desde la punta de la nariz a los dedos de la mano extendida representaba alrededor de tres segundos. En esos días manuales, premecánicos —aproximadamente 1900-1925— la sala de montaje era una sastrería relativamente tranquila en la que el tiempo era la tela.
La montadora (en esa época muchas eran mujeres) había visto la película proyectada cuando llegaba por primera vez del laboratorio. Después volvía a examinar los fotogramas con una lupa, recordando cómo se veían en movimiento, y cortaba con unas tijeras allí donde creía que era el sitio correcto. Paciente algo intuitivamente, cosía el tejido de su película, uniendo con clips los planos que más tarde serían encolados por un técnico en la planta baja.
Entonces ella proyectaba el montaje al director y al productor, tomaba notas y volvía a su sala a hacer más ajustes, cortando esto y alargando lo de más allá, como la segunda prueba de un traje. La nueva versión se proyectaba a su vez, y el ciclo se repetía sucesivamente hasta que el traje quedara lo más perfecto posible.
Resulta asombroso recordar que la humilde Moviola (esa máquina verde-rana presente en prácticamente todas las salas de montaje durante los últimos setenta años) fue rechazada por muchos montadores de la etapa pre-mecánica por demasiado cara, ruidosa, incómoda e incluso peligrosa, puesto que en esos días la película estaba hecha de nitrato de celulosa, una sustancia muy inflamable, químicamente similar a la dinamita. Todavía peor (si cabe), el principal atributo de la Moviola —la habilidad para estudiar el movimiento de las imágenes, fotograma a fotograma— fue descartado como un apoyo irrelevante que sencillamente estorbaría el trabajo.
Tras un primer intento de introducirse en la industria a comienzos de la década de los 20, la máquina fue ofrecida al público general como un método para ver películas caseras: de ahí el amistoso nombre de Moviola, reminiscencia del entonces popular tocadiscos Victrola. Probablemente no habría pasado de ser una nota a pie de página en la historia del cine si no fuera por un fortuito avance técnico ocurrido en 1927: el sonido.
El sonido —la película sonora— fue el caballo de Troya que se introdujo en la tumultuosa edad mecánica del montaje. Ni lupas ni reglas de los tres segundos podían ayudar a los montadores a leer los labios en esos fotogramas silenciosos, y la Moviola de «doble banda» (imagen y sonido) se abrió paso en los estudios, donde ella y su más sofisticada progenie europea —las alemanas Steenbeck y KEM, la italiana Prevost y la francesa Moritone— han permanecido desde entonces.
Hasta ahora.
Ahora, en el inicio del siglo XXI, el montaje cinematográfico se encuentra en medio de su transformación de un proceso mecánico a otro electrónico, y la Moviola se ve cada vez más —si es que se ve de alguna manera— como un gracioso y nostálgico artefacto expuesto en los vestíbulos de los departamentos de posproducción del estudio.
En 1992, cuando este libro fue publicado por primera vez, casi todas las películas seguían siendo montadas mecánicamente, aunque la opción electrónica avanzaba con un ímpetu arrollador. Ahora, en el comienzo del siglo XXI, la situación se ha invertido: casi todas las películas se están montando electrónicamente, por ordenador.
Esto no significa que la película en sí —la banda de celuloide perforada de 35 mm— haya desaparecido. Es todavía (durante unos pocos años más) el medio en el que se captura la imagen por primera vez, y es todavía (quizá durante aun menos años) el medio en el que se exhibe la imagen en las salas.
Los sistemas electrónicos más comúnmente empleados hoy son: el Avid, el más concienzudamente desarrollado y, con diferencia, el sistema más usado de todos; Final Cut Pro, un programa desarrollado recientemente por Apple que funciona para sistemas operativos Macintosh; y Lightworks, que funciona solo para Windows. Existen algunas diferencias funcionales entre los tres, pero esencialmente trabajan de la misma manera:
1. Una vez que la película se ha rodado y revelado en el laboratorio, se copia en un ordenador a través de un proceso de digitalización. Esto permite que cada fotograma de la película sea almacenado en un disco duro, de forma muy parecida a como los programas gráficos, como Photoshop, almacenan fotografías digitalizadas.
2. Cada fotograma de la película recibe un número específico, o dirección, en una base de datos. Esto permite al montador incluir esos fotogramas en cualquier secuencia. El software conserva un registro de esas decisiones, que pueden ser incluidas repetidamente, y cambiadas a voluntad, de forma muy parecida a como un texto puede ser incluido de nuevo y modificado en un procesador de textos.
3. Una vez que la secuencia correcta se decide, el programa imprimirá una lista de esas decisiones, llamada lista de cortes de montaje. Esta relación permite que la película de 35 mm sea conformada, usando herramientas de montaje tradicionales, para igualarse a lo que hay en el ordenador. La película terminada puede entonces ser exhibida en las salas, a través de proyectores convencionales.
Pero, ¿por qué pasar por todas esas contorsiones? ¿Por qué no simplemente montar la propia película, sobre todo teniendo en cuenta que empiezas con película y terminas con película? ¿Por qué abandonar una forma impecable de hacer cine, que ha sido perfeccionada a lo largo de muchos años y usada (brillantemente) para hacer todas las películas clásicas que conocemos y amamos?
Ésas son buenas preguntas. O al menos lo fueron hace ocho o diez años, cuando muchos montadores se las hacían a sí mismos.
De hecho, algunos todavía lo hacen: tres de los más famosos cineastas del ultimo tercio del siglo XX —Steven Spielberg, David Lynch y Alan Parker— aún prefieren montar en celuloide. Spielberg incluso ha llegado a comprar una docena de Moviolas con piezas de recambio y a asegurarse los servicios de técnicos dedicados a mantenerlas en perfecto estado de cara al previsible futuro.
En las siguientes páginas, me gustaría analizar cómo ha aparecido esta revolución electrónico-digital; por qué ha salido adelante a pesar de su complejidad y de la resistencia de personas influyentes; y examinar algunas de las implicaciones técnicas y artísticas a largo plazo de una industria del cine completamente digitalizada.