El sistema «Dragnet»

Si es cierto que la cantidad y la frecuencia del parpadeo se refieren directamente al ritmo y la secuencia de nuestros pensamientos y emociones, entonces esas cantidades y frecuencias son indicios de nuestra naturaleza interior y, por consiguiente, tan característicos de cualquiera de nosotros como nuestras firmas. De modo que si un actor consigue proyectarse a sí mismo en las emociones y pensamientos de un personaje, sus parpadeos tendrán lugar natural y espontáneamente en el momento en que los parpadeos del personaje se hubieran producido en la vida real[18].

Creo que eso es lo que yo estaba descubriendo en la interpretación de Hackman en La conversación: había asumido el personaje de Harry Caul, estaba pensando de la manera en que éste lo haría, y, en consecuencia, estaba parpadeando al ritmo de esos pensamientos. Y puesto que yo estaba absorbido por los ritmos que él me estaba dando y trataba de pensar yo mismo cosas similares, mis momentos de corte se fueron alineando de manera natural con sus «momentos de parpadeo». En cierto sentido, yo había desviado mi circuito neural de forma que la orden semi-involuntaria de parpadear me hacía apretar el botón de parada de la máquina de montaje.

Con este mismo fin, uno de los métodos que sigo consiste en elegir el «momento de salida» de un plano señalándolo en tiempo real. Si no puedo hacerlo —si no puedo marcar ese mismo fotograma sobre la marcha— sé que hay algo que no está bien en mi modo de abordar ese plano y modifico mi pensamiento hasta que encuentro un fotograma que puedo marcar. Nunca me permito seleccionar el «momento de salida» marcando detrás y delante, comparando un fotograma con otro para obtener la mejor pareja. Ese método —para mí, al menos— garantiza la falta de sentido rítmico en la película.

De cualquier modo, otra de nuestras tareas como montadores es esta «sensibilización» de nosotros mismos ante los ritmos que nos proporciona el buen actor, y a partir de ahí encontrar formas de extender esos ritmos a territorios que no están cubiertos por el actor, de forma que la película, como conjunto, es una elaboración de esos modelos de pensamiento y sentimiento. Y una de las muchas maneras en que asumimos esos ritmos es advirtiendo —consciente o inconscientemente— dónde parpadea el actor.

Hay una forma de montar que ignora todas estas cuestiones, a la que yo llamo el sistema «Dragnet», por las series de televisión del mismo nombre de la década de los cincuenta.

La fórmula de esos programas consistía en mantener en pantalla cada palabra del diálogo. Cuando alguien había acabado de hablar, se hacía una breve pausa y un corte a la persona que a continuación iba a empezar a hablar, y cuando a su vez esa persona terminaba, corte para volver a la primera persona, que asentía con la cabeza o decía algo, y cuando acababa, vuelta a cortar, etc. Esto incluía palabras aisladas. «¿Has ido ya al centro?». Corte. «No». Corte. «¿Cuándo vas a ir al centro?». Corte. «Mañana». Corte. «¿Has visto a tu hijo?». Corte. «No. No vino a casa anoche». Corte. «¿A qué hora suele llegar a casa?». Corte. «A las dos». En su momento, cuando apareció por primera vez, esta técnica creó sensación por su realismo aparentemente severo y notarial.

El sistema «Dragnet» es una manera simple de montar, pero es una simplicidad superficial que no refleja la gramática de complejos intercambios que ocurren todo el tiempo incluso en la conversación más común. Si observamos un diálogo entre dos personas, no enfocaremos nuestra atención únicamente sobre la persona que habla. Por el contrario, mientras esa persona está todavía hablando, nos volveremos hacia su interlocutor para descubrir qué piensa de lo que está escuchando. La pregunta es: «¿En qué momento exacto nos damos la vuelta?».

Hay momentos en una conversación donde tenemos la impresión casi física de que no se puede parpadear o girar la cabeza (ya que todavía estamos recibiendo información importante), y hay otros momentos en los que debemos parpadear o volvernos para entender mejor lo que hemos oído. Y yo pienso que en cada escena hay momentos similares en los que el corte no puede o bien debe producirse, por las mismas razones. Cada plano tiene «momentos de corte» potenciales igual que un árbol tiene ramas, y una vez que los hemos identificado, escogeremos momentos diferentes dependiendo de lo que el espectador haya estado pensando hasta ese instante y de lo que queramos que piense a partir de ahí.

Por ejemplo, cortando a un determinado personaje antes de que acabe de hablar, yo conseguiría que el espectador pensase solo en el significado literal de lo que ha dicho. Por el contrario, si permanezco sobre el personaje después de que acabe de hablar, permito que el espectador vea, a partir de la expresión de sus ojos, que seguramente no está contando la verdad, y que piense de forma diferente acerca del personaje y de lo que ha dicho. Pero teniendo en cuenta que hacer una observación semejante supone una determinada cantidad de tiempo, no puedo cortar al personaje demasiado pronto: o bien le corto mientras está hablando (rama numero uno) o bien aguanto hasta que el espectador se dé cuenta de que está mintiendo (rama número dos), pero no puedo cortar en medio de esas dos ramas, porque parecería demasiado largo o no lo bastante largo. Las posiciones de las ramas están orgánicamente determinadas por el ritmo del propio plano y por lo que el espectador ha estado pensando hasta este momento de la película,[19] pero tengo la libertad de elegir una o la otra (o incluso otra más allá) según lo que yo quiera que el espectador entienda.

De este modo, deberíamos ser capaces de cortar desde el hablante al oyente y viceversa con pautas «correctas», complejas y psicológicamente interesantes que reflejen los tipos de cambios de atención y percepción que se dan en la vida real. Así establecemos un ritmo que contrapuntea y subraya las ideas que están siendo expresadas o consideradas. Y uno de los instrumentos para identificar con exactitud dónde deben estar esos momentos de corte, esas «ramas», es compararlos con nuestras pautas de parpadeo, que han estado subrayando el ritmo de nuestros pensamientos durante decenas de miles, quizá millones de años de historia de la humanidad. Donde nos encontremos a gusto parpadeando —si realmente estamos escuchando lo que se dice— es donde el corte entrará en su sitio.

Así que en realidad hay tres problemas sucesivos:

1. Identificar una serie de momentos de corte potenciales (y las comparaciones con el parpadeo pueden ayudar a hacerlo).

2. Determinar qué efecto producirá en el espectador cada momento de corte, y…

3. Elegir cuál de estos efectos es el adecuado para la película.

Creo que la secuencia de pensamientos —es decir, el ritmo y la proporción de cortes— debería corresponder a lo que el espectador esté mirando en ese momento. La proporción media de parpadeos en el mundo real se encuentra entre cuatro y cuarenta parpadeos por minuto. Si nos estamos peleando, parpadearemos docenas de veces al minuto porque estamos pensando docenas de pensamientos conflictivos cada minuto; así que cuando estemos viendo una pelea en una película, debería haber docenas de cortes por minuto[20]. De hecho, estadísticamente las dos proporciones —del parpadeo en la vida real y de los cortes en el cine— son bastante comparables: dependiendo de su puesta en escena, una secuencia de acción convincente debería tener alrededor de veinticinco cortes por minuto, mientras que una escena dialogada se vería «normal» (en una película americana) con una media de seis cortes por minuto o menos.

El montador debería ir de acuerdo con los parpadeos, quizá conduciéndolos muy ligeramente. Por supuesto que no espero que el espectador parpadee en cada corte. El momento de corte debería ser un posible momento de parpadeo. En cierto sentido, cuando cortamos, cuando realizamos ese súbito desplazamiento del campo visual, estamos parpadeando por el espectador. Llevamos a cabo para él la yuxtaposición inmediata de dos conceptos: lo mismo que él hace en la vida real por medio del parpadeo, como en el ejemplo de Huston.

Nuestro trabajo consiste en parte en anticipar, en parte en controlar el proceso de pensamiento del espectador. Darle lo que quiere y/o lo que necesita justo antes de que tenga que «pedirlo», resultar sorprendente y a la vez obvio. Si vamos demasiado por detrás o por delante del espectador, creamos problemas, pero si vamos a su lado, conduciéndole muy ligeramente, la corriente de acontecimientos se siente natural y emocionante al mismo tiempo.