No te preocupes, solo es una película

Antes planteé la pregunta: «¿Por qué funcionan los cortes?». Sabemos que funcionan. Y sin embargo sigue resultando sorprendente, cuando uno piensa en ello, debido a la violencia de lo que efectivamente sucede. En el instante del corte, se produce una discontinuidad instantánea y total del campo de visión.

Recuerdo una vez haber vuelto a la sala de montaje después de algunas semanas en el estudio de mezclas (donde todos los movimientos están aumentados y suavizados) y espantarme de la brutalidad del proceso de cortar. El «paciente» está sujeto a la mesa y… ¡Golpe! ¡Este, no, ese! ¡Dentro o fuera! Desmenuzamos la pobre película en una guillotina en miniatura y luego pegamos los trozos desmembrados como si se tratara del monstruo del doctor Frankestein. La diferencia (la milagrosa diferencia) es que a partir de esta aparente carnicería nuestra creación puede a veces alcanzar no solo vida sino también alma. Todo es aún más asombroso porque el desplazamiento instantáneo que lleva a cabo el corte no es nada que experimentemos en la vida corriente.

Por supuesto, estamos acostumbrados a cosas parecidas en la música (Beethoven fue el maestro innovador de esto) como también en nuestros propios pensamientos: la manera en que una idea lo invade todo de repente, para ser, a su vez, reemplazada por otra. Pero en las artes dramáticas —teatro, ballet, ópera— no parecía haber ningún camino para lograr un total desplazamiento instantáneo: después de todo, la maquinaria de la escena no puede alcanzar semejante rapidez. Así que, ¿por qué funcionan los cortes? ¿Tienen algún fundamento escondido en nuestra propia experiencia o son un invento que conviene a los cineastas y la gente, de alguna manera, ha llegado a acostumbrarse a él?

Bueno, aunque la realidad del «día a día» parece ser continua, existe ese otro mundo en el que pasamos tal vez un tercio de nuestras vidas, la realidad «noche a noche» de los sueños. Y las imágenes en los sueños están mucho más fragmentadas, se cruzan de formas más abruptas y extrañas que en la realidad de la vigilia; unas formas que se acercan, como mínimo, a la interacción producida por los cortes.

Quizá la explicación es tan simple como esta: aceptamos los cortes porque se parecen a la manera en que las imágenes se yuxtaponen en nuestros sueños. De hecho, la brusquedad del corte puede ser una de las claves determinantes para producir la semejanza entre las películas y los sueños. En la oscuridad de la sala, en efecto, nos decimos a nosotros mismos: «Esto se parece a la realidad, pero no puede ser la realidad porque es visualmente discontinuo, luego debe ser un sueño».

(Resulta revelador que las palabras que los padres utilizan para consolar a un niño aterrorizado por una pesadilla —«No te preocupes, cariño, solo es un sueño»— son casi las mismas que se usan para consolar a un niño aterrorizado por una película: «No te preocupes, cariño, solo es una película». Las pesadillas y las películas tienen un poder similar para arrollar las defensas que por lo demás son eficaces contra libros, pinturas o músicas igualmente aterradores. Por ejemplo, resulta difícil imaginarse esta frase: «No te preocupes, cariño, es solo una pintura»).

El problema con esto es que la comparación entre películas y sueños es interesante, seguramente verdadera, pero relativamente desprovista de resultados prácticos. Todavía sabemos tan poco acerca de la naturaleza de los sueños que la observación se detiene una vez que se ha formulado.

Algo a tener en cuenta, sin embargo, es la posibilidad de que exista una parte de nuestra realidad diaria en la que realmente experimentemos algo parecido a los cortes, donde las imágenes a la luz del día aparezcan de alguna manera en yuxtaposición más cercana y más discontinua de lo que parece ser el caso.

Empecé a tener un presentimiento de esto la primera vez que monté la imagen de una película —La conversación (1974)—, cuando encontré que Gene Hackman (Harry Caul en la película) parpadeaba muy cerca del punto en el que yo había decidido cortar. Era interesante, pero no supe qué hacer con ello.

Entonces, una mañana después de haber estado trabajando toda la noche, salí a desayunar y pasé junto a la ventana de una sala de lectura del Christian Science. La primera página del Monitor ofrecía una entrevista con John Huston. Me detuve a leerla y una cosa me impresionó mucho, porque se refería precisamente a esa cuestión del parpadeo:

«Para mí, la película perfecta es como si se desarrollara detrás de tus ojos y tus ojos la proyectasen, de modo que vieras lo que deseabas ver. El cine es como el pensamiento. Es el arte más cercano al proceso de pensar».

«Mira esa lámpara al otro lado de la habitación. Ahora vuelve a mirarme. Mira otra vez la lámpara. Ahora mírame de nuevo a mí. ¿Ves lo que has hecho? Has parpadeado. Eso son cortes. Tras la primera mirada, sabes que no hay motivo para hacer continuadamente todo el recorrido entre la lámpara y yo, porque ya conoces lo que hay en medio. Tu mente corta la escena. Primero contemplas la lámpara. Corte. Entonces me contemplas a mí[12]».

Lo que Huston nos pide que consideremos es un mecanismo fisiológico —el parpadeo— que interrumpe la aparente continuidad visual de nuestras percepciones. Mi cabeza puede moverse suavemente desde un extremo de la habitación al otro, pero, en realidad, yo corto la corriente de imágenes visuales en trozos significativos para yuxtaponer y comparar esos trozos —«lámpara» y «rostro», en el ejemplo de Huston— sin información irrelevante de por medio.

Por supuesto, hay limites a la clase de yuxtaposiciones que puedo hacer de esa manera: no puedo saltar adelante o atrás en el tiempo y en el espacio (esto es prerrogativa de los sueños y las películas).[13] Pero incluso así, los desplazamientos visuales asequibles para mí solo a base de girar la cabeza (desde el Gran Cañón enfrente de mí al bosque que tengo detrás, o incluso desde un lado de esta habitación al otro) son a veces bastante grandes.

Después de haber leído ese artículo, empecé a observar a la gente, mirando cuándo parpadeaban, y comencé a descubrir algo muy diferente de lo que nos cuentan en las clases de biología del instituto, a saber, que el parpadeo solo es un medio para humedecer la superficie del ojo. Si eso fuera todo, entonces para cada medio ambiente y cada individuo habría un intervalo predecible, puramente mecánico, entre los parpadeos, dependiendo de la humedad, temperatura, velocidad del viento, etc. Uno solo parpadearía cuando el ojo empezara a secarse, y eso ocurriría cada cierto número constante de segundos de acuerdo con cada medio ambiente. Claramente eso no es lo que sucede. Las personas a veces mantienen los ojos abiertos durante minutos en una ocasión y otras veces parpadearán repetidamente, con muchos casos intermedios. Así que la pregunta es: «¿Qué les hace parpadear?».

Por una parte, estoy seguro de que todo el mundo ha estado frente a alguien que estaba tan enfadado que no parpadeaba en absoluto. Creo que es el caso de quien está absorbido por un único pensamiento que mantiene (y que le mantiene a él), inhibiendo el instinto y la necesidad de parpadear[14]. Y también está el caso opuesto de cólera que causa que alguien parpadee cada segundo más o menos. Esta vez, la persona está siendo acometida simultáneamente por muchas emociones y pensamientos conflictivos y está desesperada, pero inconscientemente usando esos parpadeos para tratar de separar esos pensamientos, ordenar las cosas y recobrar algún tipo de control.

Así que me parece que la cantidad de parpadeos está de algún modo más conectada a nuestro estado emocional y a la naturaleza y frecuencia de nuestros pensamientos que al medio ambiente atmosférico en que nos encontramos. Incluso si no hay movimiento de la cabeza (como lo había en el ejemplo de Huston), el parpadeo es o bien algo que contribuye a que tenga lugar una separación interna del pensamiento, o bien es un reflejo involuntario que acompaña la separación mental que está teniendo lugar[15].

Y no solo es significativa la cantidad de parpadeos, sino también el instante preciso en que se producen. Empecemos una conversación con alguien y observemos cuándo parpadea. Creo que descubriremos que nuestro interlocutor va a hacerlo en el preciso momento en que «atrape» la idea que le estamos lanzando, ni un momento antes ni un momento después. ¿Cuál sería la razón? Bueno, el habla está llena de elaboraciones y adornos inadvertidos —los equivalentes conversacionales de «Estimado señor» y «Atentamente»— y la esencia de lo que tenemos que decir, a menudo, está contenida entre una introducción y una conclusión. El parpadeo tiene lugar o bien cuando el interlocutor se da cuenta de que nuestra «introducción» ha terminado y de que ahora vamos a decir algo relevante o bien cuando sienta que estamos concluyendo y que por el momento no vamos a decir nada más que sea significativo.

Y ese parpadeo ocurre donde hubiera habido un corte, si la conversación se hubiese filmado. Ni un fotograma antes ni uno después.

Así que nosotros consideramos una idea, o una secuencia de ideas, y parpadeamos para separar y puntuar esa idea de lo que le sigue. De forma parecida, en el cine, un plano se nos presenta con una idea, o una secuencia de ideas, y el corte es un «parpadeo» que separa y puntúa esas ideas[16]. En el momento en que decidimos cortar, lo que estamos diciendo, en efecto, es: «Voy a llevar esta idea a un final y empezar algo nuevo». Es importante insistir en que el corte por sí solo no crea el «momento del parpadeo» —la cola no mueve al perro—. Si el corte está bien situado, sin embargo, cuanto más extrema sea la discontinuidad visual —desde un interior oscuro a un exterior brillante, por ejemplo— más completo será el efecto de puntuación.

En todo caso, creo que las yuxtaposiciones fílmicas tienen lugar en el mundo real no solo cuando soñamos, sino también cuando estamos despiertos. Y, de hecho, iré tan lejos como para decir que esas yuxtaposiciones no son mecanismos mentales fortuitos, sino parte del método que utilizamos para hacer que el mundo tenga sentido. Debemos volver discontinua la realidad visual, de otra manera la realidad percibida parecería una serie de letras casi incomprensible, sin espacios de separación para señalar las palabras ni signos de puntuación. Cuando nos sentamos en la sala oscura, encontramos en la película montada una experiencia familiar (sorprendentemente familiar). «Lo más parecido al pensamiento que existe», en palabras de Huston[17].