Muchas veces, los casos extremos son los que más nos enseñan acerca del término medio de algo: el hielo y el vapor pueden revelar más sobre la naturaleza del agua de lo que revelaría el agua por sí sola. Aunque es cierto que toda película que valga la pena va a ser singular, y que las condiciones en que se hacen las películas varían tanto que resulta engañoso hablar de lo que es «normal», Apocalypse Now, desde casi cualquier criterio —plan de trabajo, presupuesto, ambientación artística, innovación técnica— funciona como el equivalente cinematográfico del hielo y el vapor. Solo teniendo en cuenta la cantidad de tiempo que llevó terminar la película (yo estuve montando la imagen durante un año y pasé otro año preparando y mezclando el sonido), ha sido la posproducción más larga en la que he trabajado, luego puede arrojar alguna luz sobre lo que es «normal», o lo que debería serlo[1].
Una de las razones de esa duración desmesurada fue sencillamente la cantidad de material filmado: 381.000 metros, que equivalen a más de 230 horas. Puesto que la película terminada dura dos horas y veinticinco minutos, esto supone una proporción de noventa y cinco a uno. Es decir, noventa y cinco minutos que no se usaron por cada minuto que quedó en el producto final. A modo de comparación, la proporción media en un largometraje es de aproximadamente veinte a uno.
Moverse a través de ese paisaje de «noventa-y-cinco-a-uno» era un poco como avanzar por un espeso bosque, apareciendo de repente en un claro y después volviendo a adentrarse otra vez en la espesura porque había partes, como las secuencias del helicóptero, larguísimas, y otras muy cortas. Las escenas del coronel Kilgore suponían por sí solas más de 67.000 metros; y puesto que eso representa veinticinco minutos de película en el producto final, la proporción era alrededor de cien a uno. Pero muchas de las escenas de transición constaban solo de un plano-secuencia: Francis había usado tanta película y tanto tiempo en los grandes acontecimientos que lo compensaba concediendo un mínimo de tiempo a algunas de esas escenas intermedias.
Tomemos como ejemplo una de las grandes escenas: el ataque en helicóptero al «Charlie’s Point», donde se escucha la Cabalgata de las Walkirias de Wagner, fue representado como un suceso real y en consecuencia filmado como un documental más que como una serie de planos especialmente compuestos. Era coreografía sobre una vasta escala de hombres, máquinas, cámaras y paisaje; como una especie de juguete diabólico que uno pudiera dar cuerda y luego dejar que funcionara. Una vez que Francis decía: «¡Acción!», el rodaje parecía un combate real: ocho cámaras filmando simultáneamente (algunas en tierra y otras en helicópteros), cada una de ellas cargada con un rollo de película de mil pies (aprox. 305 metros), once minutos.
Al final de cada uno de esos planos, salvo que hubiera habido un problema obvio, se cambiaban los emplazamientos de la cámara y se repetía toda la escena. Después se volvía a repetir, y luego otra vez. Supongo que continuaban rodando hasta que sentían que tenían suficiente material, y cada toma generaba alrededor de 2.400 metros, una hora y media de duración. Ninguna toma era igual a otra, tal como sucede en los documentales.
En cualquier caso, cuando todo hubo finalizado y la película estaba ya en las salas, me senté y calculé el número de días que los montadores habíamos trabajado, dividí ese número entre el número de cortes que quedaron en el producto final y descubrí la media de cortes por montador por día: ¡que vino a ser de… 1’47!
Esto significa que si, desde el principio, hubiéramos podido saber a dónde íbamos exactamente, habríamos llegado al mismo sitio en el mismo número de meses si cada uno de nosotros hubiera hecho menos de empalme y medio al día. En otras palabras, si yo me hubiera sentado ante mi mesa de trabajo por la mañana, hubiera hecho un corte, hubiera pensado acerca del corte siguiente y me hubiera ido a mi casa, para volver al día siguiente y hacer el corte que había pensado el día anterior, hacer otro corte e irme a mi casa, hubiera tardado el mismo tiempo que me llevó en la realidad montar mi parte de la película.
Teniendo en cuenta que se tarda menos de diez segundos en hacer un empalme y medio, el especialísimo caso de Apocalypse Now sirve para resaltar con creces el hecho de que montar —incluso en el caso de una película «normal»[2]— no consiste tanto en juntar como en descubrir un camino, y que la inmensa mayoría del tiempo de un montador no se dedica en realidad a empalmar película. Naturalmente, cuanto más material haya para trabajar, más caminos diferentes pueden tomarse en consideración, las posibilidades se combinan unas con otras y en consecuencia se precisa más tiempo para su evaluación. Esto es cierto para cualquier película que presente una gran cantidad de material rodado, pero en el caso particular de Apocalypse Now el efecto se magnificó debido a un asunto especialmente delicado, a una atrevida e inusual estructura, a innovaciones técnicas en todos los niveles y al compromiso de todos los que estábamos involucrados de hacer el mejor trabajo posible. Y quizá, por encima de todo, debido al hecho de que para Francis se trataba de una película personal, a pesar del alto presupuesto y del alcance del tema. Desgraciadamente, pocas películas reúnen tantas calidades y aspiraciones.
Por cada corte en la película terminada hubo probablemente quince cortes «en la sombra»; cortes llevados a cabo, considerados y después deshechos o retirados de la película. Pero incluso admitiendo esto, las restantes once horas y cincuenta y ocho minutos de cada jornada de trabajo transcurrieron en actividades que, de diferentes maneras, servían para aclarar e iluminar el camino que teníamos por delante: proyecciones, discusiones, vuelta atrás, nuevas proyecciones, reuniones, listados, ajustes, notas, contabilizaciones y multitud de reflexiones. En realidad, una enorme cantidad de preparación para llegar al momento de la acción decisiva: el corte —el momento de transición entre un plano y el siguiente— algo que, si es que llega a notarse, debería parecer casi que se cae por su propio peso, que no supone ningún esfuerzo.