Tres

Es una verdadera desdicha que tengamos tan poca información sobre esta etapa de la carrera de Orlando, en la que desempeñó un papel importante en la vida pública de su país. Sabemos que se desenvolvió a maravilla, como lo atestiguan su orden del Baño y su Ducado. Sabemos que tuvo voz en alguna de las más delicadas negociaciones entre el Rey Carlos y los turcos —de eso dan fe los tratados en los sótanos del Archivo. Pero la revolución que estalló durante su misión, y el incendio que la siguió, destruyeron o mutilaron todos los documentos que podrían ser fuentes de información, de modo que la que podemos suministrar será lamentablemente incompleta.

A veces en mitad de la frase más importante el papel está chamuscado hasta lo ilegible. En el momento preciso en que estábamos por dilucidar un misterio que ha desesperado cien años a los historiadores, había un agujero en el manuscrito donde cabía el dedo pulgar. Hemos hecho lo posible por compaginar un magno resumen con los fragmentos chamuscados que se salvaron; pero a menudo hemos debido conjeturar, suponer y hasta invocar la imaginación.

La jornada de Orlando, según parece, era más o menos así: a las siete se levantaba, se embozaba en una larga capa turca, encendía un cigarro de hoja y apoyaba los codos en el alféizar. Se quedaba mirando como hechizado la enorme ciudad a sus pies. A esa hora la niebla era tan cerrada que sólo sobrenadaban las cúpulas de Santa Sofía y las otras; con lentitud la niebla las descubría; se veía el firme asiento de esas burbujas; ahí estaba el río; ahí el puente de Gálata; ahí los peregrinos de turbante verde, sin ojos o sin narices, pidiendo limosna; ahí los perros sueltos escarbando la basura; ahí las mujeres veladas; ahí los innumerables burros; ahí los hombres a caballo con palos largos. Muy pronto la ciudad se despertaba en un chasquido de látigo, en un golpeteo de gongs, en las exhortaciones de los muecines, en golpes de rebenque a las mulas, en el estrépito de ruedas reforzadas de hierro, mientras olores agrios de levadura, incienso y especias ascendían hasta las alturas de Pera y parecían el aliento mismo de esa estridente turba bárbara y multicolor.

Nada, pensaba Orlando, mirando el asoleado paisaje, se parecía menos a los condados de Surrey y de Kent o a las ciudades de Londres y Tunbridge Wells. A la izquierda y a la derecha, se levantan pedregosas y calvas las inhospitalarias montañas de Asia, con el árido alcázar de algún jefe bandolero en la cumbre; pero sin presbiterio, ni casa solariega, ni cottage, ni encina, olmo, violeta, yedra o eglantina silvestre. No había cercos para que los helechos treparan ni campos de pastoreo para las ovejas. Las casas eran blancas como cáscaras de huevos, y no menos peladas. Orlando se maravillaba de que él, inglés hasta la médula, se regocijara hasta el fondo del corazón con ese panorama salvaje y mirara y remirara esos desfiladeros y esas cumbres lejanas, planeando excursiones a pie, en alturas sólo pisadas por la cabra y por el pastor; y sintiera una apasionada ternura por esas vistosas flores descomunales; y quisiera a los abandonados perros sin dueño más que a los sabuesos de sus jaurías; y aspirara con avidez el agrio y fúerte olor de las calles. Se preguntaba si, en el tiempo de las Cruzadas, algún abuelo suyo no se había enamorado de una labriega circasiana; lo creía posible, imaginaba que su tinte era algo moreno; y, retirándose del balcón, iba a tomar su baño.

Al cabo de una hora, debidamente perfumado, rizado y ungido, era visitado por secretarios y otros altos empleados, que traían uno tras otro cofres colorados, que no cedían sino a su llave de oro. Adentro había papeles de la mayor importancia, de los que sólo quedan fragmentos: una rúbrica, un sello pegado firmemente a una tira de seda quemada. Nada podemos decir de su contenido, sólo podemos asegurar que la tarea de Orlando —el lacre, los sellos, las cintas de diversos colores diversamente atadas, los títulos recopilados en letra grande, las letras grandes adornadas— duraba hasta el almuerzo, espléndido refrigerio de treinta platos.

Después del almuerzo, los lacayos anunciaban que lo esperaba su carroza de seis caballos, y salía a visitar a los otros embajadores y dignatarios, precedidos por Genízaros rojos, que corrían agitando grandes abanicos de plumas de avestruz sobre sus cabezas. La ceremonia era siempre igual. En el patio de honor, los Genízaros golpeaban con los abanicos la puerta principal, que inmediatamente se abría, descubriendo un vasto salón, amueblado espléndidamente. Ahí estaban sentados los personajes, generalmente de distinto sexo. Se cambiaban zalemas y reverencias. En el primer salón, sólo se podía hablar del tiempo. Tras de haber dicho que era seco o lluvioso, caliente o frío, el Embajador pasaba al otro salón, donde otras dos figuras se incorporaban para recibirlo. Allí sólo era lícita la comparación de Constantinopla con Londres como lugar de residencia: naturalmente, el Embajador no ocultaba que prefería Constantinopla; los otros, naturalmente, preferían Londres, aunque no lo habían visto. En el otro salón, se discutía sin apuro la salud del Rey Carlos y la del Sultán. En el otro se discutía la salud del Embajador y de la esposa del huésped, pero con menos detenimiento. En el otro, el Embajador elogiaba los muebles de su huésped, y el huésped elogiaba el traje del Embajador. En el otro, convidaban con golosinas; el huésped lamentaba su insulsez, el Embajador alababa su dulzura. Daban término final a la ceremonia una pipa indiana y una copa de café; pero aunque los diversos ademanes de fumar y beber se cumplían escrupulosamente, no había tabaco en la pipa, ni café en la copa; ya que si el humo o la infusión hubieran sido reales, no había en la tierra un organismo capaz de tolerarlos. Pues apenas el Embajador había efectuado una de esas visitas, tenía que hacer otra. La misma ceremonia se repetía en el mismo orden, siete u ocho veces consecutivas en las residencias de los otros altos funcionarios, de suerte que era muy común que el Embajador no volviera hasta ya entrada la noche. Aunque Orlando desempeñaba esas tareas a maravilla y jamás discutía que ellas constituyen tal vez el fundamento de las relaciones diplomáticas, es indudable que lo fatigaban y deprimían tan profundamente que prefería comer solo con sus perros. A ellos en verdad les hablaba en su propio idioma. Y a veces, dicen, salía de su palacio a altas horas de la noche; disfrazado para que no lo reconocieran los centinelas. Se perdía entonces en la turba sobre el Puente de Gálata, o recorría los bazares, o se descalzaba para unirse a los fieles en las mezquitas. Cierta vez que se declaró que estaba con fiebre, unos pastores que traían sus cabras al mercado contaron que habían visto a un Lord inglés en la cumbre de la montaña, implorando a su Dios. Se creyó que era Orlando, y que su imploración era, más bien, un poema dicho en voz alta, porque se supo que llevaba consigo, oculto en su capa, un manuscrito lleno de tachaduras; y los sirvientes que escuchaban a su puerta oían que el Embajador, cuando estaba solo, canturreaba algo de una manera extraña.

Con tales fragmentos debemos reconstruir la vida y el carácter de Orlando durante esa época. Quedan hasta el día de hoy rumores, vagas leyendas y anécdotas sin confirmación acerca de la vida de Orlando en Constantinopla (apenas hemos citado unas cuantas) que tienden a probar que poseía, ahora que estaba en la flor de su edad, esa virtud de estimular la imaginación y de atraer la mirada que mantiene fresco un recuerdo, cuando todo lo que pueden obrar las condiciones más duraderas ha sido olvidado. Esa virtud es misteriosa y en ella colaboran la belleza, el linaje, y otro don más extenso, al que daremos, para darle algún nombre, el de «hechizo». Un millón de luces, como había dicho Sasha, ardían en Orlando, sin que él se tomara el trabajo de encender ni una sola. Se movía como un ciervo, sin la conciencia de sus piernas. Hablaba con su voz natural, y el eco golpeaba un gong de plata. De ahí que lo cercara una mitología. Llegó a ser ídolo de muchas mujeres, y de algunos hombres. No era preciso que hubieran hablado con él, ni que lo hubieran visto: se imaginaban sobre todo, ante un panorama romántico o una puesta de sol —la figura de un noble caballero con medias de seda. Ejercía el mismo poder sobre los humildes y los incultos, que sobre los ricos. Los pastores, los gitanos y los arrieros recuerdan todavía en sus cantares al Lord inglés «que tiró al pozo sus esmeraldas» —alusión inconfundible a Orlando, que una vez, parece que en un rapto de ira o de borrachera, se arrancó las joyas y las tiró a una fuente, de donde un paje las pescó. Pero es sabido que esa atracción romántica suele ir acompañada de una extrema reserva. Orlando no hacía amistades. Hasta donde puede saberse, no se ligó a nadie. Cierta gran dama se vino desde Inglaterra para estar cerca de él y lo abrumó de atenciones, pero él siguió desempeñando sus deberes tan incansablemente, que al cabo de dos años y medio de ser Embajador ante la Sublime Puerta, el Rey Carlos declaró su intención de ascenderlo al más alto rango en la nobleza. Los envidiosos dijeron que ése era el tributo de Nell Gwyn a la memoria de una pierna. Pero como ella lo había visto sólo una vez y en momento en que estaba muy atareada en tirar avellanas a su señor, es probable que el Ducado se debiera a sus méritos, no a sus pantorrillas.

Aquí debemos detenernos, pues hemos arribado a un punto culminante de su carrera. Porque la concesión de esa merced motivó un incidente harto famoso y aun harto discutido, que ahora pasaremos a describir, tomando como podamos el hilo entre papeles quemados y pedazos de sellos. Fue al terminar el gran ayuno de Ramadán cuando la Orden del Baño y la patente de nobleza llegaron en una fragata comandada por Sir Adrián Scrope; y Orlando aprovechó la ocasión para dar la fiesta más espléndida que antes o después ha conocido Constantinopla. La noche era hermosa, la concurrencia enorme, y las ventanas de la Embajada iluminadas brillantemente. Faltan detalles, pues el incendio ha hecho de las suyas con todas las crónicas y no ha perdonado sino fragmentos que dejan en la oscuridad los puntos esenciales. Por el diario de John Ferner Brigge, sin embargo, oficial de la marina inglesa, que estaba entre los invitados, sabemos que personas de todos los países «estaban hacinadas en el patio como arenques en un barril». Eran tantos los apretones que Brigge se trepó a una higuera para observar mejor la función. Circulaba el rumor entre los nativos (he aquí una prueba del misterioso poder de Orlando sobre la imaginación) de que se iba a operar un milagro. «Por consiguiente —escribe Brigge (pero su manuscrito está plagado de agujeros y quemaduras, y algunas frases son del todo ilegibles)— cuando los cohetes empezaron a remontarse, experimentamos una considerable aprensión de que la población nativa se dejara arrebatar… preñada de amargas consecuencias para todos… Señoras inglesas presentes, confieso que llevé la mano a mi sable. Felizmente —prosigue en su estilo un tanto ampuloso—, esos temores parecían por el momento infundados y observando la conducta de los nativos… llegué a la conclusión de que esta demostración de nuestra destreza en el arte de la pirotecnia tenía su valor siquiera para dejar grabada en ellos… la superioridad británica. Realmente el espectáculo era de indescriptible magnificencia. Me encontré, alternativamente, alabando al Señor que había permitido… y deseando que mi pobre madre querida… Por orden del Embajador, las grandes ventanas que son un rasgo tan importante de la arquitectura oriental, pues aunque ignorante en muchos modos… de par en par; y adentro pudimos ver un cuadro vivo o representación teatral en la que damas inglesas y caballeros… representaban una comedia de… No se podían oír las palabras, pero la vista de tantos compatriotas ataviados con tanta distinción y elegancia… suscitaron emociones de las que ciertamente no me abochorno, aunque no puedo… y yo estaba absorto en la contemplación de la pasmosa conducta de Lady R. que era como para atraer la atención general y desacreditar su sexo y su patria, cuando» —por desgracia cedió una rama de la higuera, el teniente Brigge se fue al suelo, y el resto de su relato no registra más que alabanzas a la Providencia (que juega un considerable papel en su diario) y la exacta naturaleza de sus lastimaduras.

Afortunadamente Miss Penélope Hartopp, hija del general de ese nombre, vio de adentro la escena, y la refiere en una carta, muy deteriorada también, que llegó a manos de una amiga en Tunbridge Wells. Miss P. no es menos entusiasta que el bizarro oficial. «Arrebatador —exclama diez veces por página—, maravilloso… más allá de toda ponderación… vajilla de oro… candelabros… negros con calzones de felpa… pirámides de hielo… surtidores de grog… jaleas con la forma de los barcos de Su Majestad… cisnes en forma de nenúfares… pájaros en jaulas doradas… caballeros de trajes acuchillados de terciopelo rojo… peinados que a lo menos tenían seis pies de altura… cajas de música… Mr. Peregrine dijo que yo estaba divina: sólo a ti te lo cuento, queridísima, porque sé… ¡Ah si hubieran estado todas ustedes!… Muy superior a lo que vimos en el Casino… mares de vino… algunos caballeros indispuestos… Lady Betty un encanto… la pobre Lady Bonham se equivocó y se quiso sentar donde no había silla… todos los caballeros muy galanes… te extrañé mil veces a ti y a mi adorada Betsy… Pero la gran atracción, el imán de todos los ojos… reconocido por todos, porque sólo un espíritu muy vil se atrevería a negarlo, era el mismo Embajador. ¡Qué piernas!, ¡qué porte!, ¡qué modales de príncipe! ¡Verlo entrar en el salón! ¡Verlo salir!, ¡y una expresión tan interesante, que le hace a uno adivinar que ha sufrido! Dicen que una señora tiene la culpa. ¡Monstruo sin corazón! ¡Cómo es posible que alguien del sexo que se llama tierno haya tenido el valor! Es soltero, y todas las damas de aquí están locas por él… Millares y millares de besos a Tom, Gerry, Peter y a la adorada Miau» (su gata probablemente).

De la Gaceta correspondiente copiamos: «Al dar las doce el Embajador apareció en el balcón central que estaba tapizado lujosamente. Seis turcos de la Escolta Imperial, de más de seis pies de altura cada uno, empuñaban antorchas a derecha e izquierda. A su aparición se remontaron cohetes en el aire, y un gran clamor se elevó de la multitud. El Embajador agradeció con un gran saludo y con algunas palabras en lengua turca, que habla con extraordinaria fluidez. Luego Sir Adrián Scrope, con uniforme de gala de Almirante Británico, se adelantó; el Embajador dobló una rodilla; el Almirante rodeó su cuello con el Collar de la Nobilísima Orden del Baño y prendió la Estrella en su pecho; y después otro caballero del cuerpo diplomático se adelantó con dignidad y echó sobre sus hombros el manto ducal, y le entregó, en un almohadón carmesí, la corona ducal».

Al fin, con majestad y gracia extraordinarias, inclinándose primero profundamente, irguiéndose después con orgullo, Orlando tomó el áureo círculo de hojas de fresa y lo ciñó, con un gesto que ninguno de los presentes olvidará, a sus sienes. En ese punto se produjo el primer disturbio. O la gente esperaba un milagro —hay quienes dicen que se había profetizado la caída de una lluvia de oro— que no sucedió, o ésa era la señal convenida para el asalto; nadie lo sabe, pero en el instante preciso en que Orlando se ajustó la corona, se elevó un enorme tumulto. Tañeron las campanas; la voz desentonada de los profetas dominó los gritos del pueblo; muchos turcos se postraron de cara y tocaron la tierra con la frente. Forzaron una puerta. Los nativos invadieron el salón. Las mujeres chillaban. Cierta dama, que estaba loca por Orlando, tomó un candelabro y lo dio contra el suelo. Nadie puede prever las escenas que se habrían producido, a no impedirlo la presencia de Sir Adrián Scrope y de un piquete de marineros ingleses. Pero el Almirante hizo tocar las cornetas; cien marineros se cuadraron; la revuelta fue sofocada y reinó la paz, al menos por el momento.

Pisamos hasta aquí el terreno firme, aunque también estrecho, de la autenticada verdad. Pero nadie ha sabido precisamente lo que sucedió aquella noche. El testimonio de los centinelas y de otras personas, parece demostrar, sin embargo, que no quedaban extraños en la Embajada y que la habían cerrado a las dos de la mañana. Se vio al Embajador, siempre con las insignias de su rango, subir a la habitación y cerrar la puerta. Algunos dicen que la cerró con llave, cosa que nunca hacía. Otros sostienen que más tarde escucharon en el patio, bajo la ventana del Embajador, una música rústica de las que suelen ejecutar los pastores. Una lavandera, a la que no dejaba dormir un dolor de muelas, dijo que vio salir un hombre al balcón, envuelto en una capa o bata. Después, dijo, una mujer muy embozada, pero con aire de paisana, subió por una cuerda que el hombre del balcón le tendió. Ahí, dijo la lavandera, se abrazaron con pasión «como amantes» y entraron juntos a la pieza, corriendo las cortinas, de suerte que ya no pudo ver más.

Al día siguiente los secretarios del Duque (como debemos llamarlo ahora) lo hallaron profundamente dormido y la ropa de cama toda revuelta. Se notaba cierto desorden: la corona tirada por el suelo, el Manto y la Liga en un montón sobre una silla. La mesa estaba llena de papeles. Nada sospecharon al comienzo, pues las fatigas de la noche habían sido grandes. Pero como al llegar la tarde seguía durmiendo, mandaron buscar un médico. Aplicó los remedios que se habían ensayado la otra vez —emplastos, ortigas, eméticos— pero sin éxito. Orlando seguía durmiendo. Los secretarios creyeron de su deber examinar los papeles sobre la mesa. Muchos estaban borrados de versos, que aludían con frecuencia a una encina. Había también algunos documentos oficiales y otros de carácter particular sobre el manejo de sus propiedades en Inglaterra. Pero al fin dieron con un documento mucho más significativo. Era nada menos que un acta de matrimonio, asentada, firmada y autorizada por testigos entre Su Señoría Orlando, Caballero de la Jarretera, etc., etc., etc., y Rosina Pepita, bailarina, hija de padre desconocido, pero que se supone gitano, y de madre también desconocida, pero que se supone vendedora de fierro viejo en el mercado frente al Puente de Gálata. Los secretarios se miraron consternados. Orlando seguía durmiendo. Día y noche lo velaron, pero sólo daba señales de vida su respiración regular y el profundo carmín de sus mejillas. Cuanto la ciencia o el ingenio pudieron idear para despertarlo, se hizo; pero seguía durmiendo. El séptimo día de su letargo (jueves, 10 de mayo) se disparó el primer tiro de esa terrible y sangrienta insurrección cuyos primeros síntomas recogió el Teniente Brigge. Los turcos se rebelaron contra el Sultán, prendieron fuego a la ciudad y degollaron o acabaron a azotes a cuanto extranjero encontraron. Algunos ingleses lograron escapar; pero, como era de esperarse, los caballeros de la Embajada Británica prefirieron morir en defensa de sus valijas coloradas, o en caso extremo, tragarse los manojos de llaves antes que dejarlos caer en manos del Infiel. Los revoltosos irrumpieron en el cuarto de Orlando, pero suponiéndolo muerto lo dejaron intacto y sólo le robaron su corona y las insignias de la Jarretera.

¡Y ahora de nuevo desciende la oscuridad, y ojalá fuera más profunda! ¡Ojalá fuera, casi podríamos exclamar desde el fondo de nuestros corazones, tan profunda que su opacidad no nos permitiera ver nada! ¡Ojalá pudiéramos ahora empuñar la pluma y escribir la palabra fin! Ojalá pudiéramos ocultar al lector el conocimiento de lo que sigue y decirle en breves palabras: Orlando falleció y lo enterraron. Pero aquí, ¡ay de mí!, la Verdad, la Franqueza y la Honradez, austeras diosas que hacen la guardia junto al tintero del biógrafo, gritan: ¡La Verdad!, y por tercera vez retumban en concierto: ¡La Verdad y sólo la Verdad!

Entonces —¡alabado sea Dios!, porque nos concede un respiro— las puertas se abren suavemente, como si las desuniera el aliento más suave y más santo de los céfiros, y tres figuras aparecen. La primera es Nuestra Señora de la Pureza: bandas de lana del cordero más blanco ciñen sus sienes, su cabellera es como una avalancha de polvo de nieve; en su mano reposa la pluma blanca de una gansa virgen. La sigue, pero con un paso más digno, Nuestra Señora de la Castidad: una diadema de carámbanos la corona como una torre de fuego eterno resplandeciente; sus ojos son estrellas puras, y el roce de sus dedos hiela hasta la médula. Siguiéndola de cerca, amparada en la sombra de sus majestuosas hermanas, entra Nuestra Señora de la Modestia, la más frágil y bella de las tres; su cara se entrevé como la luna nueva cuando es delgada y tiene forma de hoz y quieren ocultarla las nubes. Las tres avanzan hacia el medio del cuarto donde Orlando sigue durmiendo, y con ademanes que a la vez imploran y ordenan, Nuestra Señora de la Pureza habla antes que las otras:

—Soy la que guarda el sueño del cervatillo; me gustan la nieve y la luna que nace y el mar de plata. Con mi ropaje cubro los huevos de la gallina overa y la rayada concha marina; cubro la pobreza y el vicio. Sobre todas las cosas quebradizas o dudosas u oscuras, dejo caer mi velo. Por consiguiente, no reveles, no hables. ¡Piedad, oh, piedad! Aquí retumban las trompetas. —¡Vete, Pureza! ¡Pureza, vete! Habla entonces Nuestra Señora de la Castidad: —Soy aquella divinidad cuyo contacto hiela y cuya mirada petrifica. He detenido el baile de la estrella y la caída de la ola. En las más altas cumbres de los Alpes hago mi habitación.

Cuando paso brotan de mi cabellera relámpagos; mis ojos matan lo que miran. Antes que permitir que Orlando despierte, lo helaré hasta los huesos. ¡Piedad, oh, piedad!

Aquí retumban las trompetas.

—¡Vete, Castidad! ¡Castidad, vete!

Habló entonces Nuestra Señora de la Modestia, en voz tan baja que uno apenas la oía:

—Soy aquella divinidad que los hombres llaman Modestia. Soy virgen y siempre lo seré. Lejos de mí los campos fecundos y el viñedo fértil. Detesto el crecimiento, y cuando las manzanas cuajan o los rebaños se multiplican, huyo, huyo; dejo caer mi manto. La cabellera me tapa los ojos; no veo. ¡Piedad, oh, piedad!

Otra vez retumban las trompetas:

—¡Vete, Modestia! ¡Modestia, vete!

Con gestos de tristeza y lamento las tres se dan la mano y bailan despacio, agitando sus velos y cantando:

—Verdad, no salgas de tu obscena caverna. Húndete más abajo, horrible Verdad. Tú exhibes a la luz brutal del sol cosas que más valiera ignorar; actos que más valiera no hacer. Descubres lo vergonzoso; aclaras lo oscuro. Ocúltate, ocúltate, ocúltate. —(Aquí hacen el ademán de cubrir a Orlando con sus velos). Las trompetas, mientras, retumban—: «La Verdad y sólo la Verdad. —Las Hermanas intentan ahogar con velos las voces de las trompetas, pero en vano, pues ahora todas las trompetas retumban en coro—: Hermanas horribles, partid».

Las Hermanas se desconsuelan y lloran al unísono, siempre bailando en rueda y agitando sus velos de arriba abajo.

—No siempre ha sido así. Pero los hombres ya no nos necesitan; las mujeres nos aborrecen. Nos vamos, nos vamos. Yo (dice la Pureza) a los palos del gallinero. Yo (dice la Modestia) a cualquier discreto rincón donde abunden la hiedra y las cortinas.

»Pues ahí, no aquí —(todas hablan a un tiempo, tomadas de las manos y haciendo ademanes de desesperación y de adiós hacia el lecho en que duerme Orlando)— siguen morando en nidos y en boudoirs, en cortes de justicia y en oficinas los que nos aman; los que nos honran, vírgenes y hombres de negocios; abogados y médicos; los que prohiben, los que niegan, los que respetan sin saber por qué, los que alaban sin comprender; la todavía muy numerosa (alabado sea Dios) tribu de los decentes; que prefieren no ver; anhelan no saber; aman la oscuridad; ésos todavía nos adoran, y con razón; porque les hemos dado Riqueza, Prosperidad, Comodidad, Holgura. Te abandonamos, regresamos a ellos. ¡Vamos, Hermanas, vamos! Éste no es lugar para nosotras.

Se retiran de prisa, agitando los velos sobre sus cabezas, como para excluir algo que no se atreven a mirar, y cierran la puerta al salir.

Henos aquí, por consiguiente, solos y abandonados en el cuarto con Orlando que duerme y con las trompetas. Las trompetas en fila emiten un terrible estruendo, uno solo: ¡la verdad! Y Orlando se despertó. Se estiró. Se paró. Se irguió con completa desnudez, ante nuestros ojos y mientras las trompetas rugían: ¡Verdad! ¡Verdad! ¡Verdad!

Debemos confesarlo: era una mujer.

La voz de las trompetas se apagó y Orlando quedó desnudo.

Nadie, desde que el mundo comenzó, ha sido más hermoso. Sus formas combinaban la fuerza del hombre, y la gracia de la mujer. Mientras estaba ahí, de pie, las trompetas de plata prolongaron su nota, como si les doliera abandonar la bella visión que había provocado su estruendo; y la Castidad, la Pureza y la Modestia, inspiradas, sin duda, por la Curiosidad, espiaron por la puerta y arrojaron a la forma desnuda una especie de toalla que, desgraciadamente, le erró por unos centímetros. Sin inmutarse, Orlando se miró de arriba abajo en un gran espejo y se retiró, seguramente al cuarto de baño.

Podemos aprovechar esta pausa para hacer algunas declaraciones. Orlando se había transformado en una mujer —inútil negarlo. Pero, en todo lo demás, Orlando era el mismo. El cambio de sexo modificaba su porvenir, no su identidad. Su cara, como lo pueden demostrar sus retratos, era la misma. Su memoria podía remontar sin obstáculos el curso de su vida pasada. Alguna leve vaguedad puede haber habido, como si algunas gotas oscuras enturbiaran el claro estanque de la memoria; algunos hechos estaban un poco desdibujados: eso era todo. El cambio se había operado sin dolor y minuciosamente y de manera tan perfecta que la misma Orlando no se extrañó. Muchas personas, en vista de lo anterior, y de que tales cambios de sexo son anormales, se han esforzado en demostrar (a) que Orlando había sido siempre una mujer (b) que Orlando es ahora un hombre. Biólogos y psicólogos resolverán. Bástenos formular el hecho directo: Orlando fue varón hasta los treinta años; entonces se volvió mujer y ha seguido siéndolo.

Que otras plumas traten del sexo y de la sexualidad; en cuanto a nosotros, dejemos ese odioso tema lo más pronto posible. Orlando, ahora, se había lavado y vestido con esas casacas y bombachas turcas que sirven indiferentemente para uno y otro sexo; y tuvo que enfrentar su situación. Todo lector que haya seguido con alguna simpatía su historia, convendrá en que esa situación era de lo más precaria y molesta. Joven, noble y hermosa, Orlando se encontraba en un trance delicadísimo para una joven dama de alcurnia. No la censuraríamos si hubiera llamado, si hubiera llorado, si hubiera sufrido un desmayo. Pero Orlando no se inmutó. Todos sus actos fueron de lo más reposados, tanto que parecían premeditados. Primero, revisó cuidadosamente los papeles que había en la mesa; tomó los que parecían escritos en verso y los ocultó en su seno; luego silbó a su lebrel (que estaba medio muerto de hambre, pues en todos esos días no se había movido de su lado), le dio de comer y le alisó el pelo; luego se puso al cinto un par de pistolas; y finalmente se ciñó algunas sartas de finísimas esmeraldas y perlas que habían formado parte de su guardarropa de Embajador. Hecho esto, se asomó a la ventana, silbó con cautela, y bajó la escalera destrozada y ensangrentada, llena de papeles, tratados, despachos, sellos, barras de lacre, etcétera, y salió al patio. Ahí, a la sombra de una higuera gigante, aguardaba un gitano viejo en un burro. Tenía otro de la brida. Orlando lo montó de un brinco; y así escoltado por un perro famélico, cabalgando un burro, y acompañado por un gitano, el Embajador de Gran Bretaña ante la Corte del Sultán salió de Constantinopla.

Viajaron varios días y varias noches y tuvieron diversas aventuras, algunas con hombres, otras con la naturaleza, y en todas ellas Orlando demostró su valor. Antes de una semana habían alcanzado las tierras altas que dominan a Brussa, entonces campamento general de la tribu gitana a la que Orlando se había ligado. Más de una vez había mirado esas montañas desde su balcón en la Embajada; más de una vez había deseado estar ahí; y encontrarse donde uno ha deseado estar, siempre es materia de reflexión para un espíritu pensativo. Por algún tiempo, sin embargo, el cambio la alegraba demasiado para echarlo a perder con meditaciones. Le bastaba el placer de no sellar o firmar documentos, de no decorar letras mayúsculas, de no pagar visitas. Los gitanos seguían el pasto; cuando ya no quedaba más, se mudaban. Orlando se lavaba en los arroyos, si es que se lavaba; nadie le presentaba una valija, colorada, verde o azul; no había en todo el campamento una sola llave, y menos una llave de oro; en cuanto a «visitar», hasta la palabra ignoraban. Ordeñaba las cabras; juntaba leña, robaba huevos de gallina, de vez en cuando, pero siempre dejaba en su lugar una perla o una moneda; arreaba el ganado; cortaba los racimos, pisaba la uva: colmaba la bota de cuero y bebía en ella, y cuando recordaba que a esa hora del día hubiera estado haciendo el aparato de fumar una pipa descargada y de beber una taza vacía, se reía a carcajadas, se cortaba otra rebanada de pan y pedía una pitada de la pipa del viejo Rustem, aunque ésta sólo contenía bosta de vaca.

Los gitanos —ya sin duda en comunicación secreta con Orlando antes de la revolución— parecen haberla considerado como a una de ellos (siempre el homenaje más alto que un país puede hacer), y su pelo oscuro y su tez morena dejaban suponer que era realmente de su raza, y que había sido arrebatada por un Duque Inglés de un nogal, cuando era apenas una criatura, y llevada a esta tierra bárbara, donde las personas viven en casas porque son demasiado débiles y enfermizas para soportar el aire libre. Así, aunque inferior a ellos en tantas cosas, estaban listos a educarla para que se les pareciera algo más; le enseñaron las artes de hacer queso y tejer canastos, su ciencia de robar y cazar pájaros, y hasta pensaban que algún día le permitirían casarse con uno de la tribu.

Pero Orlando había adquirido en Inglaterra alguna de las costumbres o enfermedades (como quieran llamarlas) que, según parece, no tienen cura. Una tarde, cuando estaban todos sentados alrededor del fuego y el cielo del ocaso resplandecía sobre los montes de Tesalia, Orlando exclamó:

—¡Qué bueno para comer!

(Los gitanos no tienen palabra para «bello». Esto es lo más aproximado).

Los muchachos se rieron a carcajadas. ¡El cielo bueno para comer! Los viejos, sin embargo, que sabían algo más de extranjeros, empezaron a recelar. Descubrieron que Orlando se pasaba las horas sin hacer absolutamente nada, salvo mirar acá y allá; la sorprendieron en la cumbre de una colina con los ojos fijos en el horizonte, sin preocuparse de si las cabras pastaban o se extraviaban. Dieron en sospechar que tenía otras creencias que las suyas, y los hombres y las mujeres de más edad pensaron que tal vez había caído entre las garras del más vil y cruel de los Dioses, que es la Naturaleza. No estaban muy equivocados. El mal inglés, el amor de la Naturaleza, era innato en ella, y aquí donde la naturaleza era más vasta y poderosa que en Inglaterra, la dominó con más fuerza que antes. El mal es harto conocido y demasiadas plumas, ¡ay de mí!, lo han descrito para que lo describa otra vez, salvo con suma brevedad.

Había montañas, valles, torrentes. Ella trepaba las montañas; erraba por los valles, se sentaba a la orilla de los torrentes. Comparaba las colinas con baluartes, con el pecho de las palomas, con el anca de las terneras. Comparaba las flores con el esmalte, el césped a las alfombras turcas adelgazadas por el uso. Los árboles eran brujas decrépitas, las ovejas peñas grises. Cada cosa, en efecto, era otra cosa. Encontró la laguna en la cumbre de la montaña, y estuvo por tirarse al fondo para descubrir la sabiduría que le parecía oculta en ese lugar; y cuando desde la cumbre divisó a lo lejos, sobre el Mar de Mármara, las llanuras de Grecia, y distinguió (su vista era admirable) la Acrópolis con una o dos manchitas blancas que eran, sin duda, el Partenón, su alma se agrandó con sus ojos e imploró el don de compartir la majestad de las colinas, conocer la serenidad de las llanuras, etc., como lo hacen esos creyentes. Luego, a sus pies, el jacinto rojo, el iris de púrpura, le hacían prorrumpir en un grito de éxtasis ante la bondad, la hermosura de la naturaleza; elevando otra vez los ojos veía planear el águila y se figuraba sus arrebatos y se identificaba con ellos. Al volver, saludaba cada estrella, cada cumbre y cada fogata como si fueran mensajes para ella sola, y al fin, cuando se tiraba en su estera en la tienda de los gitanos, no podía contenerse y repetía: ¡Qué bueno para comer! ¡Qué bueno para comer! (Es muy curioso que los seres humanos, a pesar de tener medios tan imperfectos de comunicación, que sólo pueden decir «bueno para comer» por «bello» y viceversa, prefieran, sin embargo, sufrir la incomprensión y el ridículo a guardar silencio). Todos los gitanos jóvenes rieron. Pero Rustem el Sadi, el viejo que sacó a Orlando de Constantinopla en su burro, se quedó silencioso. Su nariz era igual a una cimitarra; en sus mejillas había surcos que parecían la obra secular de un granizo de hierro; era moreno y de ojos vivos; y al chupar el tubo del narguile observaba estrechamente a Orlando. Tenía fuertes sospechas de que su Dios era la Naturaleza. Un día la encontró con los ojos llenos de lágrimas. Interpretándolas como un signo de que la había castigado su Dios, le dijo que eso no lo asombraba. Le mostró los dedos de su mano izquierda ardidos por la escarcha; le mostró su pie derecho aplastado por una roca. Eso, le dijo, es lo que tu Dios hace con los hombres. Cuando ella repitió: «pero es tan bello», usando de la palabra inglesa, él sacudió la cabeza; y se enojó cuando ella volvió a repetirlo. Vio que la fe de Orlando no era su fe, y eso lo enfureció, aunque era tan antiguo y tan sabio.

Esa divergencia preocupó a Orlando, que hasta ese momento había sido absolutamente feliz. Dio en cavilar si la Naturaleza era bella o cruel; y luego se preguntó qué era esa belleza; si estaba en las cosas mismas o sólo en ella, y así pasó al problema de la realidad, que la condujo al de la verdad, que a su vez la condujo al Amor, la Amistad y la Poesía (como antes en la colina del roble); meditaciones de las que no podía comunicar una sola palabra y que le hicieron anhelar, como nunca, una pluma y un tintero.

«¡Quién pudiera escribir!», gritaba (pues tenía el prejuicio literario de que las palabras escritas son palabras compartidas). Le faltaba tinta y apenas tenía papel. Pero hizo tinta con moras y vino, y aprovechando los espacios en blanco y los márgenes del manuscrito de «La Encina», logró, mediante una especie de taquigrafía, describir el paisaje en un largo poema de verso libre y redactar un diálogo consigo misma sobre el problema de lo Verdadero y lo Bello. Esto la distrajo por un sinfín de horas. Pero los gitanos desconfiaban. Notaron, en primer lugar, su creciente incapacidad en las tareas de ordeñar y hacer quesos; luego, que vacilaba antes de contestar; y una vez, un chico gitano que dormía, se despertó aterrado, bajo la mirada fija de Orlando. La tribu entera —varias docenas de hombres y mujeres adultos— solía compartir ese malestar. Nacía de la impresión (y sus impresiones son muy sutiles y superan en mucho su vocabulario) de que cuanto estaban haciendo se les desmenuzaba en las manos como ceniza. Una vieja que tejía una canasta, un muchacho que desollaba una oveja, estaban tarareando o cantando tranquilamente, cuando Orlando llegaba al campamento y se tiraba al lado del fuego a mirar las llamas. Ellos inmediatamente sentían: Aquí hay alguien que duda (estamos traduciendo libremente del idioma gitano), alguien que no obra por obrar, ni mira por mirar; alguien que descree de los cueros de ovejas y de las canastas; alguien que está viendo (aquellos ojos tenebrosos recorrían la carpa) otra cosa. Entonces una sensación vaga, pero de lo más desagradable, cundía en la vieja, en el muchacho. Se les rompían las varas de mimbre; se cortaban los dedos. Una gran rabia los colmaba. Deseaban que Orlando dejara la carpa y no volviera nunca más. Admitían, sin embargo, que era muy animada y servicial, y que una sola de sus perlas bastaba para comprar la mejor majada de cabras de Brussa.

Poco a poco, Orlando se dio cuenta de que no era idéntica a los gitanos y llegó a vacilar en su decisión de casarse con uno de ellos y establecerse ahí para siempre. Al principio quiso explicárselo, razonando que ella era hija de una raza antigua y civilizada, y que los gitanos eran un pueblo ignorante, apenas superior a los salvajes. Una noche que la interrogaban sobre Inglaterra, no pudo menos que describir con orgullo su casa natal, sus trescientos sesenta y cinco dormitorios y el hecho de que hacía cuatrocientos o quinientos años que estaba en posesión de su familia. Sus antepasados eran condes, y hasta duques, agregó. Al decir esto, notó que los gitanos estaban incómodos; pero no irritados como ante sus elogios anteriores de la naturaleza. Ahora estaban corteses, pero molestos como se ponen las personas bien educadas cuando un forastero declara su pobreza o su origen humilde. Rustem la siguió al salir de la carpa y le dijo que no se preocupara de que su padre fuera un Duque y poseyera todos esos dormitorios y muebles. Nadie, por eso, pensaría mal de ella. Orlando nunca había sentido tanta vergüenza. Entendió que Rustem y los otros gitanos consideraban que una ascendencia de cuatrocientos o quinientos años era menos que modesta. La de ellos remontaba por lo menos a dos mil o tres mil. Para el gitano, cuyos antepasados habían levantado las Pirámides siglos antes del nacimiento de Cristo, ni mejor ni peor que la de los Smith y los Jones: ambas eran insignificantes. Además, en un medio en que el último pastorcito es de tan antigua estirpe, nada hay especialmente memorable o deseable en un viejo linaje: los vagabundos y los pordioseros lo tienen. Y, aunque era demasiado cortés para decirlo abiertamente, era evidente que el gitano pensaba que ninguna ambición es más vulgar que la de poseer cientos de dormitorios (estaban en la cumbre de una colina, era de noche; las montañas crecían alrededor) cuando la tierra entera es nuestra. Desde el punto de vista gitano, un Duque, entendió Orlando, era una especie de logrero o ladrón que había arrebatado tierra y dinero a quienes la desdeñan, y que no había pensado en nada más ingenioso que en edificar trescientos sesenta y cinco dormitorios cuando basta con uno, y ese uno está de más. No podía negar que sus mayores habían acumulado campo sobre campo, casa sobre casa, dignidad sobre dignidad; pero que ninguno había sido un héroe o un santo o un bienhechor del género humano. Tampoco podía dejar de reconocer (Rustem era demasiado caballero para insistir, pero ella comprendió) que cualquier hombre que hiciera ahora lo que sus antepasados habían hecho trescientos o cuatrocientos años antes, sería considerado —sobre todo por su propia familia— un arribista, un intruso, un aventurero, un nouveau riche.

Trató de contrarrestar esos argumentos con el método habitual aunque oblicuo de imputar a la vida de los gitanos rudeza y barbarie; y así, en muy poco tiempo, hubo mala sangre y hostilidad. Lo cierto es que esas diferencias de opinión suelen engendrar sangrientas revoluciones. Por menos han entrado a saco en ciudades, y un millón de mártires ha preferido morir en el tormento a ceder una pulgada de su parecer. No hay, en el tumultuoso pecho del hombre, una pasión más fuerte que la de imponer su creencia a los otros. Nada puede secar la raíz de su dicha y llenarla de ira como saber que otro desprecia lo que él venera. Whigs y Tories, Liberales y Laboristas —¿qué razón les mueve a guerrear sino su prestigio? No es el amor de la verdad sino el deseo de prevalecer el que opone un barrio a otro barrio y hace que una parroquia premedite la ruina de otra parroquia. Todos prefieren la paz de espíritu y la sujeción de los otros al triunfo de la verdad y a la apoteosis de la virtud —pero esas moralidades pertenecen al historiador, y debemos dejárselas, porque son más aburridas que un día de lluvia.

—Cuatrocientos setenta y seis dormitorios no significan nada para ellos —suspiraba Orlando.

—Una puesta de sol le gusta más que una majada de cabras —decían los gitanos.

Orlando no sabía qué hacer. Dejar los gitanos y ser de nuevo un Embajador le parecía intolerable. No menos imposible, sin embargo, era quedarse para siempre en un punto donde no había ni tinta ni papel, ni reverencia por los Talbot, ni respeto por una multitud de dormitorios. Eso pensaba, una mañana de sol en la ladera del Monte Athos, mientras apacentaba sus cabras. La Naturaleza, en la que ella había puesto tanta fe, le gastó una broma o hizo un milagro. Las opiniones vuelven a diferir y no sabemos a qué atenernos. Orlando estaba contemplando, con algún desconsuelo, el violento declive de la colina. Promediaba el verano, y si tuviéramos que comparar con algo el paisaje, sería con un hueso seco; con la osamenta de una oveja, con una calavera gigantesca pelada por mil buitres. El calor era intenso y la raquítica higuera bajo la cual yacía Orlando, sólo servía para imprimir un dibujo de hojas en su ligero albornoz.

De golpe una sombra, aunque nada podía proyectar una sombra, apareció en la desnuda montaña de enfrente. Se ahondó en seguida, y pronto un hueco verde sustituyó la roca pelada. Ante sus ojos el hueco se agrandó y se oscureció, y un gran espacio, como un parque, se abrió en el flanco de la colina. Adentro, ella vio un prado firme y ondulante; vio encinas salpicadas aquí y allá; vio los tordos que saltaban de rama en rama. Vio el delicado paso del ciervo de una sombra a otra sombra; oyó el zumbar de los insectos y los suaves suspiros y escalofríos de un día de verano en Inglaterra. Al rato de mirar, empezó a caer la nieve; pronto el paisaje entero se cubrió de sombras moradas en vez de manchas amarillas de sol. Vio carros pesados que venían por los caminos, cargados de troncos de árboles, acarreados, ella bien lo sabía, para hacer leña; y entonces aparecieron los tejados y las almenas y las torres y los patios de su propia casa. Estaba nevando fuerte y oyó sobre el tejado el roce de la nieve que se desliza y cae al suelo. El humo subía de mil chimeneas. Ahora, todo era tan claro y tan nítido que pudo ver una corneja picoteando la nieve en busca de gusanos. Después, gradualmente, las sombras moradas se espesaron y taparon los carros y los prados y la gran casa. Se lo tragaron todo. Nada quedó del hueco pastoso, y en lugar de los verdes prados estaba la montaña deslumbrante que parecía pelada por mil buitres. Orlando se deshizo en llanto y, volviendo al campamento de los gitanos, les dijo que se embarcaba para Inglaterra al día siguiente.

Hizo muy bien. Ya los más jóvenes habían tramado su muerte. Parece que el honor lo exigía, ya que Orlando no pensaba como ellos. Sin embargo, les hubiera dolido degollarla; y la noticia de su viaje los alegró. Quiso la buena suerte que un barco mercante inglés ya estuviera a la vela en la bahía; y Orlando, desprendiéndose de otra perla de su collar, no sólo pagó su pasaje, sino que le quedaron unos billetes en la escarcela. Hubiera querido regalárselos a los gitanos. Pero sabía que despreciaban el dinero; y se tuvo que contentar con abrazos que (de parte de ella) no eran fingidos.