Orlando entró. Todo estaba muy quieto. Había un gran silencio. Ahí estaba el tintero, ahí la pluma; ahí el manuscrito de su poema, con su tributo a la Eternidad a medio hacer. Había estado a punto de decir, cuando Basket y Bartholomew la interrumpieron con las cosas del té: «Nada cambia». Y luego, en el término de tres segundos y medio, todo había cambiado: se había roto el tobillo, se había enamorado, se había casado con Shelmerdine.
Para demostrarlo, ahí estaba el anillo en su dedo. Es cierto que ella misma se lo había puesto, antes de encontrar a Shelmerdine, pero eso había resultado menos que inútil. Ahora daba vueltas y vueltas al anillo con respeto supersticioso, cuidando de que no resbalara de la articulación.
—El anillo de boda debe usarse en el tercer dedo de la mano izquierda —dijo, como una niña que cautelosamente repite su lección—, porque, si no, no sirve para nada.
Habló así, en voz alta y con más solemnidad de la acostumbrada, como para que la oyera alguien cuya opinion fuera importante. Le preocupaba —ahora que podía coordinar sus ideas— el posible efecto de su conducta sobre el Espíritu de la Época. Anhelaba saber si su compromiso con Shelmerdine y su boda contaban con su aprobación. Sin duda se sentía restablecida. El dedo no se le había acalambrado, o apenas, desde aquella noche en el pastizal. Sin embargo, imposible negar que tenía sus dudas. Estaba casada, es verdad, pero si su marido siempre estaba doblando el Cabo de Hornos, ¿era eso casamiento? Si uno lo quería, ¿era eso casamiento? Si uno quería a otras personas, ¿era eso casamiento? Y por último, si uno seguía deseando escribir versos, más que nada en el mundo, ¿era eso casamiento? Orlando tenía sus dudas.
Determinó ponerlo a prueba. Miró el anillo. Miró el tintero. ¿Se animaría? No, no se animaba. Pero tenía que animarse. No, imposible. ¿Qué hacer entonces? Desmayarse, tal vez. Pero en su vida se había sentido mejor.
—¡Al diablo con todo! —gritó, con algo de su antigua energía…— ¡Allá va!
Sumergió la pluma en el tintero. A su enorme sorpresa no hubo explosión. Sacó la pluma. Estaba mojada, pero sin chorrear. Escribió. Las palabras tardaban un poco, pero llegaban. ¿Tendrían algún sentido?, pensó, aterrada de que la pluma volviera a sus involuntarias andanzas. Leyó:
Y entonces llegué a un campo en que al pasto vivo,
lo oscurecían las copas colgantes de las fritilarias,
hoscas y forasteras, de flor tortuosa,
coronadas de oscura púrpura, como egipcias.
Al escribir sintió que una fuerza (recuerden que tratamos con las más oscuras manifestaciones de la mente humana) leía sobre un hombro, y cuando hubo escrito «como egipcias» la fuerza le ordenó que se detuviera. «El pasto», parecía decir esa fuerza, midiendo con una regla como hacen al principio las maestras, está bien: las copas colgantes de las fritilarias —admirable; la flor tortuosa —una idea, quizá algo fuerte para la pluma de una dama, pero sin duda autorizada por Wordsworth; pero —¿egipcias? ¿Son necesarias las egipcias? ¿Usted dice tener un marido en el Cabo de Hornos? Muy bien, pueden pasar.
Así la examinó el espíritu.
Orlando ahora efectuó en el espíritu (porque todo esto aconteció en el espíritu) una gran reverencia al Espíritu de su Época, idéntica a la que hace un viajero —para comparar cosas grandes con pequeñas— sabedor de que lleva un atado de cigarros en un rincón de su valija, al vista de aduana que servicialmente ha dibujado en la tapa un garabato de tiza. Orlando sospechaba que si el espíritu hubiera revisado con prolijidad el contenido de su mente, hubiera descubierto algún contrabando gravado con la multa más alta. Se había escapado raspando. Había conseguido, por una diestra concesión al Espíritu de la Época, por las acciones de ponerse un anillo y encontrar a un hombre en un pastizal, por el amor de la naturaleza, o por no ser satírica, cínica o psicológica —efectos que hubieran sido descubiertos a primera vista—, pasar bien su examen. Dio un gran suspiro de alivio con todo derecho, pues la transacción entre un escritor y el Espíritu de la Época es de infinita delicadeza, y la fortuna de sus obras depende de un buen arreglo entre los dos. Orlando había ordenado las cosas de tal manera que su situación era muy feliz: no necesitaba atacar su época ni someterse a ella; era de ella, pero seguía siendo la misma. Por consiguiente podía escribir, y escribió. Escribió, escribió, escribió.
Era entonces noviembre. Después de noviembre, diciembre. Luego enero, febrero, marzo y abril. Después de abril, mayo. Siguen junio, julio y agosto. Luego setiembre. Luego octubre, y ya estamos otra vez en noviembre, con un año entero cumplido.
A pesar de sus méritos, este procedimiento biográfico es tal vez un poco árido y, si lo adoptamos para siempre, el lector puede alegar que él es muy capaz de recitar el almanaque sin nuestra ayuda y de ahorrar el dinero que la Hogarth Press cobra por este libro. Pero ¿qué otro recurso le queda al biógrafo abandonado por su héroe en el trance en que ahora Orlando nos abandona? La vida, según convienen todos aquellos cuya opinión vale algo, es el único tema digno del novelista o del biógrafo; la vida, según esas mismas autoridades, nada tiene que ver con estar sentada en una silla, pensando. El pensamiento y la vida son polos opuestos. Por consiguiente —ya que sentarse en una silla y pensar es precisamente lo que ahora hace Orlando—, sólo podemos recitar el almanaque, rezar el rosario, sonarnos las narices, atizar el fuego y mirar por la ventana, hasta que haya concluido. Orlando estaba tan quieta que se hubiera oído la caída de un alfiler. ¡Ojalá hubiera caído un alfiler! Siempre eso hubiera sido alguna vida. O si una mariposa hubiera entrado por la ventana y se hubiera posado en su silla, uno podría escribir sobre eso. O si se hubiera levantado a matar una avispa. Ya podríamos empuñar la pluma y escribir. Ya habría una efusión de sangre, aunque de sangre de avispa. Donde hay sangre hay vida. Y aunque matar una avispa es una bagatela en comparación con matar a un hombre, es, sin embargo, un tema mejor para el novelista o el biógrafo que este mero dejarse vivir, este repensar, este inmovilizarse en una silla día tras día, con un cigarrillo y una hoja de papel, y una pluma y un tintero. ¡Ah, si los héroes —podríamos exclamar (porque se nos está gastando la paciencia)— tuvieran más consideración por sus biógrafos! Nada más desesperante que ver a un personaje, a quien hemos prodigado tanto tiempo y trabajo, escurrirse del todo de nuestro alcance —lo testimonian sus lamentos y suspiros, sus rubores, sus palideces, sus ojos claros como lámparas, o cansados como albas—, nada más humillante que presenciar esta pantomina de emoción y de excitación cuando sabemos que su causa —el pensamiento y la fantasía— carece de toda importancia.
Pero Orlando era una mujer —Lord Palmerston acaba de probarlo. Y al escribir la vida de una mujer, podemos, ya se sabe, sustituir la exigencia de la acción por la del amor. El amor, lo ha dicho el poeta, es toda la vida de la mujer. Basta echar una mirada a Orlando, escribiendo en su mesa, para admitir que nunca hubo mujer con más aptitudes para ese papel. Seguramente, ya que es una mujer, una mujer hermosa, una mujer en su plenitud, pronto abandonará este simulacro de escribir y pensar y pensará en un guardabosque, aunque sea (y con tal que piense en un hombre, a nadie le parece mal que una mujer piense). Y luego le escribirá una esquelita (y con tal que escriba esquelitas, a nadie le parece mal que una mujer escriba), y lo citará para el domingo al atardecer y vendrá al atardecer del domingo, y el guardabosque silbará bajo su ventana —lo cual, naturalmente, constituye la esencia de la vida y el único tema de la literatura. ¡No me vengan ahora con que Orlando no hizo una sola de esas cosas! Ay de mí —una y mil veces ay de mí—, nada de eso hizo Orlando. ¿Tendremos que admitir que Orlando era uno de esos monstruos de iniquidad, que desconocen el amor? Era bondadosa con los perros, fiel a sus amigos, la generosidad en persona para muchos poetas muertos de hambre, tenía la pasión de la poesía. Pero el amor —según lo definen los novelistas de género masculino —¿y quién, después de todo, tiene mayor autoridad?— nada tiene que ver con la bondad, la fidelidad, la generosidad o la poesía. El amor es quitarse las enaguas y… Pero todos sabemos lo que es amor. ¿Hizo eso Orlando? La verdad nos compele a decir que no, que no lo hizo. Por consiguiente, si la heroína de nuestra biografía no se resuelve ni a matar, ni a querer, sino a pensar e imaginar, podemos deducir que no es otra cosa que un cuerpo muerto y abandonarla…
Ya no nos queda otro recurso que mirar por la ventana. Ahí tenemos gorriones, ahí estorninos, ahí una cantidad de palomas y uno o dos grajos, todos atareados a su manera. Uno encuentra un gusano, otro un caracol. Uno vuela a una rama, otro da una corridita en el césped. Luego un sirviente cruza el patio, con un delantal de bayeta verde. Es verosímil que esté empeñado en una intriga con una de las mucamas de la despensa, pero como en el patio no hay prueba alguna, sólo podemos esperar que así sea, y pasar a otra cosa. Pasan nubes, tenues o espesas, operando algún cambio en el color del pasto. Enigmáticamente, como siempre, el reloj del sol registra la hora. El espíritu empieza a trabajar una pregunta o dos, lánguida y vanamente, acerca de la vida. Vida (canta o zumba, más bien, como una pava al fuego). Vida, vida, ¿qué eres? ¿Luz o sombra, el delantal de bayeta del lacayo o la sombra de la paloma en el pasto?
Prosigamos, pues, explorando, esta mañana de verano, en que todos adoran la flor del ciruelo y la abeja. Y tarareando, preguntamos al estornino (pájaro más sociable que la alondra) qué piensa al borde del cajón de basura, mientras recoge entre los dientes del peine pelos de marmitón. ¿Qué es la vida?, le preguntamos asomados a la puerta del gallinero. ¡Es la Vida, la Vida, la Vida!, grita él pájaro, como si hubiera oído, y supiera precisamente lo que buscamos con esta fastidiosa costumbre nuestra de hacer preguntas afuera y adentro y de inventar minucias como hacen los escritores cuando no saben qué decir. Entonces vienen aquí, dice el pájaro, y me preguntan qué es la vida. ¡Es la Vida, la Vida, la Vida!
Repechamos el camino del pastizal, hasta la cumbre de la colina de azul vinoso y de púrpura oscura, y nos tiramos al suelo, y soñamos y miramos una langosta acarreando a su casa en la hondonada, una pajita. Y nos dice (si chirridos como el suyo merecen un nombre tan sagrado y tan tierno), la vida es tarea, o así nos place interpretar el zumbido de su gaznate atorado de polvo. La hormiga está de acuerdo, y las abejas, pero si nos demoramos lo bastante para interrogar a las mariposas, que se deslizan al atardecer entre las campánulas más indistintas que ellas, nos murmurarán al oído insensateces, como los alambres del telégrafo en tormentas de nieve: hi-hi, ho-ho. Es risa, es risa, dicen las mariposas.
Habiendo interrogado al hombre y al pájaro y a los insectos (porque los peces, cuentan los hombres que para oírlos hablar han vivido años de años en la soledad de verdes cavernas, nunca, nunca lo dicen, y tal vez lo saben por eso mismo), habiendo interrogado a todos ellos sin volvernos más sabios, sino más viejos y más fríos —porque, ¿no hemos, acaso, implorado el don de aprisionar en un libro algo tan raro y tan extraño, que uno estuviera listo a jurar que era el sentido de la vida?—, fuerza es retroceder y decir directamente al lector que espera todo trémulo escuchar qué cosa es la vida: ¡ay!, no lo sabemos.
En ese mismo instante, justo a tiempo para salvar de la aniquilación este libro, Orlando apartó su silla, estiró los brazos, dejó caer la pluma, fue a la ventana y exclamó:
—Listo.
Casi la derribó la extraordinaria escena que encontraron sus ojos. Ahí estaba el jardín y algunos pájaros. El mundo proseguía como siempre. Mientras ella escribía, el mundo había continuado. Exclamó:
—¡Si yo me hubiera muerto, hubiera sido lo mismo!
Tan intenso fue su sentir que alcanzó a imaginar que ya había padecido su corrupción, y sufrió tal vez un vahído. Se quedó un instante mirando con ojos azorados el hermoso espectáculo indiferente. Al fin se reanimó de un modo singular. El manuscrito, que yacía sobre su corazón, empezó a latir y a agitarse, como si fuera vivo, y (rasgo más raro e indicio de la fina simpatía que había entre los dos) a Orlando le bastó inclinarse para entender lo que decía. Quería que lo leyeran. Exigía que lo leyeran. Era capaz de morírsele sobre el pecho si no lo leían. Por primera vez en su vida, Orlando se rebeló contra la naturaleza. Había a su alrededor profusión de dogos y de cercos de rosas. Pero ni los dogos, ni los cercos de rosas pueden leer. Esa lamentable imprevisión de la Providencia nunca la había impresionado. Sólo los seres humanos tienen ese don. Los seres humanos eran imprescindibles. Llamó. Pidió el carruaje que la llevara a Londres en el acto.
—Justo a tiempo para alcanzar el tren de las once y cuarenta y cinco, señora —dijo Basket. Orlando no había percibido aún la invención de la locomotora, pero tan absorta estaba en los padecimientos de un ser, que aunque no era ella misma, dependía enteramente de ella, que por primera vez vio un tren, tomó asiento en un vagón de ferrocarril y se envolvió las piernas en una manta, sin reparar siquiera en «esa invención estupenda que (dicen los historiadores) alteró por completo la faz de Europa en los últimos veinte años»: hecho harto más frecuente de lo que los historiadores suponen. Sólo notó que era muy sucia, que chirriaba de un modo horrible y que las ventanillas no funcionaban. Absorta, fue arrebatada a Londres en menos de una hora y abandonada en el andén de Charing Cross, sin saber adonde ir.
La casa vieja de Blackfriars, donde tan lindos días había pasado en el siglo dieciocho, había sido vendida, parte al Ejército de Salvación, parte a una fábrica de paraguas. Orlando había comprado otra en Mayfair que era cómoda, higiénica, en el corazón del mundo elegante. ¿Pero sería acaso en Mayfair donde el poema realizaría su deseo? Ojalá, pensó, recordando los ojos brillantes de las damas, y las piernas simétricas de los señores, que ahí no les haya dado por leer. Sería una gran lástima. Había también lo de Lady R. Sin duda, siempre estarían diciendo las mismas cosas. Tal vez la gota del General se había mudado de la pierna izquierda a la pierna derecha. El señor L. había pasado diez días en lo de R. y no en lo de T. En cualquier momento entraría Mr. Pope. ¡Ah!, pero Mr. Pope había muerto. ¿Quiénes serían ahora los hombres de ingenio?, pensó —pero ésa no era una pregunta de las que un changador puede contestar, y siguió adelante. Ahora enloquecía sus oídos el tintineo de campanillas innumerables en las testeras de innumerables caballos. Ejércitos de cajoncitos con ruedas se alineaban junto a la acera. Caminó hasta el Strand. Ahí era más intolerable el estruendo. Había una confusión inextricable de vehículos de todos tamaños, tirados por caballos de sangre y por percherones, transportando a una dama solitaria o llenos hasta el tope de hombres de patillas y sombreros de copa. A sus ojos, por tanto tiempo acostumbrados a una hoja simple de papel de escribir, los carruajes, los carros y los ómnibus parecían estar en pugna; a sus oídos, templados al rasgar de la pluma, el estrépito callejero parecía violenta y atrozmente cacofónico. Cada pulgada del pavimento estaba repleta. Ríos de gente, abriéndose camino con agilidad increíble entre sus propios cuerpos y las torpezas y barquinazos del tráfico, fluían sin cesar del este y del oeste. En el cordón de la vereda había hombres que vociferaban, extendiendo bandejas de juguetes.
En las esquinas había mujeres que vociferaban ante grandes canastas de flores frescas. Los muchachos que corrían entre los caballos apretando contra el cuerpo hojas de papel impreso, también vociferaban: ¡Derrota!, ¡derrota! Al principio Orlando creyó que había llegado en un momento de crisis nacional; pero no pudo determinar si de fidelidad o de tragedia. Interrogó con ansiedad las caras de la gente. Eso la confundía aún más. Por aquí venía un hombre sumido en la desesperación, hablando solo como si conociera una horrible pena. Se cruzaba con él un individuo gordo y alegre, abriéndose camino como si se tratara de una fiesta en que el mundo entero participase. Orlando llegó a la conclusión de que no había orden ni razón en todo ello. Cada mujer y cada hombre se dirigía a sus propios asuntos. Ella, ¿dónde iría?
Anduvo sin pensar por una calle y por otra, ante escaparates abarrotados de valijas de mano, y espejos y bastones y flores y cañas de pescar y canastas de picnic; con telas de todos los matices y dibujos, gruesas, diáfanas, desplegadas y suspendidas y ablullonadas de un lado a otro. A veces, recorría avenidas de residencias quietas, sobriamente numeradas 1,2, 3 y así hasta 200 o 300, cada una igual a la otra, con dos pilares y seis escalones y un par de cortinas cuidadosamente recogidas y almuerzos servidos para toda la familia, y un loro asomándose a una ventana y un sirviente a otra; hasta que la mareó tanta monotonía. Luego llegaba a grandes plazas con estatuas negras, lustrosas y abotonadas de hombres obreros, en el centro, y caballos de guerra encabritados, y columnas irguiéndose y surtidores jugando y palomas revoloteando. Así caminó y caminó por veredas entre casas, hasta que sintió mucha hambre, y algo que se agitaba sobre su corazón le reprochó el haberlo olvidado. Era su manuscrito: «La Encina».
La dejó alelada su negligencia. Se detuvo de golpe. No había un solo coche a la vista. La calle, que era ancha y hermosa, estaba extrañamente vacía. Sólo se aproximaba un señor de edad. Había algo familiar en su andar. Al acercarse, Orlando tuvo la seguridad de haberlo visto en alguna parte. ¿Pero dónde? ¿Sería posible que este caballero tan pulcro, tan imponente, tan próspero, con un bastón en la mano, y una flor en el ojal, con una cara llena, rosada, y bigotes blancos peinados fuera —sí por Dios, era— su viejo, su muy viejo amigo Nick Greene?
Simultáneamente la miró, la recordó, la reconoció.
—Lady Orlando —exclamó, casi barriendo el suelo con su sombrero de copa.
—¡Sir Nicholas! —exclamó ella. Porque algo en su porte le permitió advinar que el crapuloso escritor de alquiler, que la había difamado a ella y a tantos otros en tiempos de la Reina Isabel, había adelantado en el mundo y era sin duda un Baronet y una docena de otras cosas honrosas.
Con otra reverencia, Greene corroboró que su hipótesis era justa: era Baronet, era doctor en letras, era Profesor. Era autor de veinte volúmenes. Era, en una palabra, el crítico más respetado de la época victoriana.
Al encontrarse con el hombre que la había atormentado hace tantos años, la conmovió un tumulto de emociones. ¿Sería éste el insoportable individuo que le había quemado las alfombras y tostado queso en la chimenea italiana y referido tan alegres historias de Marlowe y de los demás que habían trasnochado hasta el alba nueve noches en diez?
Ahora estaba esmeradamente vestido con un traje gris de mañana, con una flor rosada en el ojal y guantes grises de piel de Suecia haciendo juego. Ella no salía de su asombro y él hizo otra gran reverencia, y le solicitó el honor de almorzar con él. La reverencia era tal vez un poco excesiva pero la imitación de buena crianza podía pasar. Lo siguió, azorada, a un espléndido restaurant, todo felpa roja, manteles blancos y aceiteras de plata, lo más diferente posible de la vieja taberna o casa de café con su piso enarenado, sus bancos de madera, sus tazones de ponche y chocolate, y sus salivaderas. Sobre la mesa, a su lado, puso cuidadosamente los guantes. A Orlando le costaba creer que fuera la misma persona. Tenía las uñas limpias, antes medían una pulgada. Tenía el mentón rasurado; antes asomaba una barba negra. Usaba gemelos de oro; antes las mangas en jirones se le metían en el caldo.
No se convenció que era el mismo hasta que eligió los vinos, acto que efectuó con un cuidado que le recordó su antigua preferencia por el Malvasía.
—¡Ah! —dijo con un suspiro, nada doloroso por cierto—. ¡Ah!, mi querida Señora, pasaron los grandes días de la literatura. Marlowe, Shakespeare, Ben Jonson —ésos fueron los gigantes. Dryden, Pope, Addison, esos fueron los héroes. Todos, todos han muerto. ¿Quiénes nos quedan? ¡Tennyson, Browning, Carlyle! —puso un gran escarnio en su voz—. La verdad —dijo, sirviéndose un vaso de vino—, es que todos los escritores jóvenes están a sueldo de los libreros. Frangollan cualquier disparate que les ayude a pagar la cuenta del sastre. La nuestra es una época —dijo, sirviéndose hors d’oeuvre—, caracterizada por lindezas alambicadas y por experimentos extravagantes que los isabelinos no hubieran tolerado un solo momento.
»No mi querida señora —continuó, aprobando el rodaballo gratinado que el mozo proponía a su sanción—, los grandes días ya pasaron. Vivimos en tiempos degenerados. Debemos venerar el pasado y honrar a aquellos escritores —todavía quedan algunos— que toman por modelo la antigüedad y escriben no por dinero, sino por —Aquí Orlando casi gritó “¡Glor!”. Podía jurar que había escuchado las mismas palabras trescientos años antes. Los nombres, por supuesto, eran otros, pero el espíritu era el mismo. Nick Greene no había cambiado pese a su baronía. Sin embargo, había un cambio. Mientras él exponía las ventajas de modelar su estilo sobre el de Addison (antes había sido el de Cicerón) y de pasarse las mañanas en cama (Orlando se enorgullecía de pensar que su pensión quincenal le pagaba ese lujo), saboreando las mejores obras de los mejores autores por una hora entera, a lo menos, antes de aventurar la pluma sobre el papel, para corregir de algún modo la vulgaridad de la época y la condición deplorable de nuestro idioma (Orlando creyó oírle decir que él había vivido en América), mientras él se explayaba más o menos como se había explayado Nick Greene hace trescientos años, tuvo tiempo de preguntarse en qué residía la diferencia. Había engordado; pero era un hombre que frisaba en los setenta. Se había pulido: la literatura era una carrera próspera, pero la antigua inquieta vivacidad se había extinguido. Los cuentos, a pesar de su brillo, no eran tan espontáneos como antes. Es cierto que repetía a cada rato “mi querido amigo Pope” o “mi ilustre amigo Addison”, pero su decencia acababa por deprimir y era evidente que prefería relatar los hechos y palabras de las personas de la misma sangre de Orlando a contarle, como antes, chismes de los poetas.
Orlando padeció un desencanto inexplicable. Todos esos años había imaginado que la literatura —sírvanle de disculpa su reclusión, su rango y su sexo— era algo libre como el viento, cálido como el fuego, veloz como el rayo: algo inestable, imprescindible y abrupto, y he aquí que la literatura era un señor de edad vestido de gris hablando de duquesas. La desilusión fue tan grande que uno de los botones o broches que sujetaba la parte superior de su traje se reventó y dejó caer sobre la mesa «La Encina», un poema.
—Un manuscrito. —Dijo Sir Nicholas, poniéndose los lentes de oro—. Qué interesante, qué excesivamente interesante. ¿Me permite verlo? —Y de nuevo, después de un intervalo de unos trescientos años, Nick Greene tomó el poema y entre las tacitas de café y las copas de licor empezó a leerlo. Pero ahora su veredicto fue muy distinto. Le recordaba, dijo al volver las páginas, el «Catón» de Addison. Se le podía comparar ventajosamente con las «Estaciones» de Thompson. Ningún rastro en él, alabado sea Dios, del espíritu moderno. Estaba compuesto con un respeto de la verdad, de la naturaleza, de los dictados del corazón humano, que era rarísimo, realmente, en estos días de inescrupulosa excentricidad. Por supuesto, había que publicarlo en el acto.
Orlando no entendió. Siempre había llevado consigo sus manuscritos, en el seno de sus vestidos. El hecho le hizo mucha gracia a Sir Nicholas.
—¿Y los derechos de autor? —preguntó. Explicó luego que los señores Tal y Tal (mencionó una casa editora conocidísima) estarían encantados, si se les escribiera una línea, de incluir el libro en su catálogo. Podría fijar sus derechos de autor en un diez por ciento sobre todos los ejemplares vendidos hasta dos mil; en los posteriores quince por ciento. En cuanto a los críticos, él mismo escribiría unas palabras al señor N. N., que era el más influyente; un cumplido —digamos, un breve elogio de sus propios poemas— dirigido a la esposa del director del X. X., nunca estaba de más. Haría una visita a D. Así prosiguió. Orlando no comprendió ni una palabra, y su experiencia la llevó a desconfiar de su buena fe, pero no le quedaba otro remedio que someterse a su voluntad y al ferviente deseo de su poema. Sir Nicholas hizo un pulcro paquete con el manuscrito ensangrentado; lo acható en su bolsillo interior, para que no desfigurara la calda de su levita; y con infinitos cumplidos por ambas partes, se separaron. Orlando remontó la calle. Ahora que el poema estaba lejos —y sentía un lugar vacío en el pecho donde había solido llevarlo— quedaba libre de meditar en lo que quisiera: tal vez en los azares maravillosos del destino humano. Ahí estaba ella en St. James’s Street, mujer casada, con su anillo en el dedo; había un restaurant donde antes hubo una taberna; eran las tres y media de la tarde; brillaba el sol; había tres palomas; un perro cuzco; dos coches de alquiler y un lando. ¿Qué sería, pues, la Vida?
La pregunta se le metió en la cabeza, abrupta, extemporáneamente (salvo que el viejo Greene, fuera, de algún modo, culpable). Y puede interpretarse como un comentario adverso o favorable, según quiera considerarlo el lector, sobre sus relaciones con su marido (que estaba en el Cabo de Hornos) que, en cuanto algo se le metía en la cabeza, Orlando iba derechito al correo más cercano y se lo telegrafiaba. Precisamente, había oficina a la vuelta. «Dios mío Shel —telegrafió—, vida literatura Greene adulón» —aquí prosiguió en un lenguaje cifrado que habían inventado entre los dos, de suerte que un estado espiritual complejísimo podía transmitirse en una o dos palabras sin que el operador se enterara y agregó las palabras «Rátigan Glonfobú», que ya no dejaban lugar a duda. Porque no sólo los acontecimientos de la mañana la habían afectado hondamente, sino que es a todas luces notorio que Orlando estaba creciendo —lo que no significa absolutamente creciendo en sabiduría— y Rátigan Glonfobú describía un estado espiritual complejísimo: estado que el lector puede penetrar por su cuenta, si pone toda su inteligencia a nuestro servicio.
Imposible obtener contestación antes de algunas horas; era muy probable, pensó, mirando el cielo, donde pasaban presurosas de altas nubes, que hubiera un temporal en el Cabo de Hornos, y que su marido estuviera en el palo mayor, o hachando una arboladura hecha trizas, o solo en un bote con una galleta. Dejó, por consiguiente, el correo, y entró para distraerse en la tienda vecina, que era una tienda tan común actualmente que no requiere descripción, aunque a sus ojos fuera rarísima: una tienda que vendía libros. Toda su vida Orlando había manejado manuscritos: había tenido en las manos las ásperas hojas oscuras llenas de las patas de moscas de Spenser; había visto la escritura de Shakespeare y la de Milton. Poseía, es verdad, un buen número de incuartos e infolios, a veces con un soneto laudatorio, a veces con un rizo de cabello. Pero esos innumerables libritos pulidos, idénticos, efímeros, porque parecían encuadernados en cartón e impresos en papel de seda, le sorprendieron infinitamente. Las obras completas de Shakespeare sólo costaban media corona y se podían guardar en el bolsillo. Casi no se podían leer, es verdad, la letra era tan chica, pero no dejaba de ser una maravilla. «Obras» —las obras de cuanto escritor ella había conocido u oído nombrar y de muchos más, inundaban los largos anaqueles de punta a punta. Sobre las mesas y las sillas había más «obras» apiladas y confundidas, y Orlando comprobó, volviendo una página o dos, que generalmente eran «obras» sobre otras «obras» firmadas por Sir Nicholas y una veintena de otros, que ella imaginó, en su ignorancia, grandísimos escritores, ya que los imprimían y encuadernaban. Absurdamente encargó al librero que le remitiera todo lo que fuera importante, y salió a la calle.
Se internó en Hyde Park, que ya conocía de tiempo atrás (bajo ese tronco que se bifurcaba, recordó, el Duque de Hamilton había caído atravesado por el acero de Lord Mohn), y sus labios, que tan culpables suelen ser, dieron en transformar las palabras de su telegrama en un disparatado sonsonete: vida literatura Greene adulón Rátigan Glonfobú: hasta que varios guardianes del parque la miraron con desconfianza y sólo se inclinaron a una benévola opinión de sus facultades mentales al advertir el collar de perlas que usaba. Había traído de la tienda un rollo de periódicos y de revistas literarias, y tirada bajo un árbol, apoyada en el codo, desplegó esas páginas a su alrededor e hizo lo posible para sondear el arte nobilísimo de la prosa, según lo practicaban esos maestros. Porque el viejo candor no había muerto en ella: hasta la tipografía turbia de un semanario conservaba una especie de santidad. Leyó así, apoyada en el codo, un artículo de Sir Nicholas sobre las obras completas de un hombre que ella había conocido: John Donne. Pero se había ubicado, sin saberlo, no lejos del Serpentine. En sus oídos resonaba el ladrar de mil perros. Ruedas de carruaje giraban incesantemente en un solo círculo. Arriba suspiraban las hojas. A veces una falda bordada y unos ajustados pantalones color punzó atravesaban el césped a pocos pasos de distancia. Una gigantesca pelota de goma rebotó contra el diario. Violetas, anaranjados, rojos y azules cruzaban los intersticios de las hojas y rebrillaban en la esmeralda de su dedo. Leyó una frase y levantó los ojos al cielo; levantó los ojos al cielo y los bajó al diario. ¿La Literatura? ¿La Vida? ¿Convertir la una en la otra? ¡Qué monstruosamente difícil! Pues —ahora pasaban unos ajustados pantalones color punzó, ¿cómo los hubiera expresado Addison? Ahora pasaban dos perros bailando en las patas traseras, ¿cómo los hubiera expresado Lamb? Porque leyendo a Sir Nicholas y a sus amigos (como lo hacía ella en los intervalos de mirar a su alrededor), tuvo la sensación —aquí se levantó y caminó —era una sensación de lo más incómoda— de que uno nunca, nunca, debía decir lo que pensaba. (Estaba en las riberas del Serpentine. Su tono era bronceado; barquitos endebles como arañas se escurrían de un lado a otro). Le daban la sensación, prosiguió, de que uno siempre, siempre, debía escribir como otra persona. (Los ojos se le llenaron de lágrimas). Porque realmente, pensó, impulsando un barquito con la punta del pie, yo no sería capaz (aquí el artículo íntegro de Sir Nicholas se le apareció como aparecen los artículos, a los diez minutos de leerlos, con una vista de su cuarto, de su casa, de su gato, de su escritorio y de la hora del día, agregada), yo no sería capaz, continuó, considerando el artículo desde este punto de vista, de estar sentada en una biblioteca, no es una biblioteca, es una especie de salón carcomido, el día entero, conversando con muchachitos y refiriéndoles pequeñas anécdotas, que ellos no deben repetir, sobre lo que Tupper dijo de Smiles; y además, continuó, llorando amargamente, todos son tan varoniles, y además, aborrezco a las duquesas; y no me gusta el bizcochuelo; y aunque no me falta rencor nunca podría ser tan rencorosa, y entonces, ¿cómo llegaré a ser un crítico y escribir la mejor prosa inglesa de mi tiempo? ¡Que se vaya todo al infierno!, exclamó, impulsando un vaporcito con tal vigor que la pobre embarcación casi naufragó en las olas bronceadas.
Lo cierto es que cuando uno ha estado con luna (como dicen las niñeras) —y aún había lágrimas en los ojos de Orlando— la cosa que miramos no es la misma, sino otra cosa, que es mayor y mucho más imponente y sin embargo es la misma cosa. Si uno está con luna y mira el Serpentine, poco tardan las olas en ser tan grandes como las olas del Atlántico: los barcos de juguete no se diferencian de los paquebotes. Orlando tomó el barco de juguete por el bergantín de su marido, y la ola que hizo con el pie por una montaña de agua en el Cabo de Hornos; y al observar el buque de juguete en el agua estremecida, le pareció ver el bergantín de Bonthrop trepar y re-trepar un muro vidrioso; subía y subía, y una cresta blanca con mil muertes adentro se enarcó encima y el bergantín se hundió en las mil muertes y desapareció —«¡Ha naufragado!», gritó como si se muriera— y luego resurgió sana y salva entre los patos del otro lado del Atlántico.
«¡Éxtasis! —gritó—: ¡Éxtasis! ¿Dónde estará el correo? —pensó—. Debo telegrafiarle a Shel en seguida y contarle…». Y repitiendo alternativamente «Un buque de juguete en el Serpentine» y «Éxtasis» (porque las dos ideas eran iguales y querían decir exactamente lo mismo) apuró el paso hacia Park Lane.
«Un buque de juguete, un buque de juguete, un buque de juguete», repetía, obligándose a reconocer que no son artículos de Nick Greene sobre John Donne, ni jornadas de ocho horas, ni convenios, ni legislaciones febriles, lo que importa, sino algo útil, vehemente, brusco; algo que cueste la vida; rojo, morado, azul; una exhalación, un chapuzón, como aquellos jacintos (acaba de orillar un lindo cantero); algo libre de tachas, de servidumbre, de contaminación humana o ansiedad por sus semejantes, algo temerario, ridículo, como mi jacinto, quiero decir mi esposo, Bonthrop: eso no más importa —un buque de juguete en el Serpentine, éxtasis—, lo que importa es el éxtasis. Decía esas cosas en voz alta, esperando que los carruajes la dejaran cruzar en Stanhope Gate, pues una consecuencia de no vivir con su marido, salvo cuando el viento descansa, es decir disparates en voz alta en pleno Park Lane. Otra cosa habría sido si hubiera vivido con él todo el año, como aconsejaba la Reina Victoria.
El hecho es que su recuerdo la solía acometer como un relámpago. Sentía la absoluta necesidad de hablar inmediatamente con él. No le importaba en lo más mínimo que eso resultara disparatado, que eso dislocara el relato. El artículo de Nick Greene la había sumido en los abismos de la desesperación; el buque de juguete la elevó a las cumbres del gozo. Repetía: «Éxtasis, éxtasis», aguardando el momento de cruzar.
Pero en esa tarde de primavera era incesante el tráfico y la tenía parada repitiendo: «Éxtasis, éxtasis», o «Un buque de juguete en el Serpentine», mientras la opulencia y el poderío de Inglaterra estaban instalados como esculpidos, de sombrero y abrigo, en carruajes de cuatro caballos, victorias, cabriolés y landos. Era como si un río de oro se hubiera congelado y agrupado en bloques de oro a lo largo de Park Lane. Las damas tenían tarjeteros entre los dedos; los caballeros balanceaban bastones de puño de oro entre las rodillas. Se quedó mirando, admirando, despavorida. Un solo pensamiento la inquietó, un pensamiento familiar a todos aquellos que miran grandes elefantes, o ballenas de un tamaño increíble: el problema de cómo esos leviatanes a quienes tanto debe repugnar el esfuerzo, el cambio y la actividad, propagan su especie. Tal vez, pensó Orlando, viendo las caras majestuosas y quietas, la hora de su propagación ha pasado: éste es el fruto, ésta la culminación. Lo que ahora veía era el triunfo de una época. Ahí estaban, imponentes y espléndidos. Pero ya el agente bajaba la mano; el río se hizo líquido; la sólida aglomeración de objetos espléndidos tembló, se dispersó y desapareció en Piccadilly.
Orlando atravesó Park Lane y fue a su casa de Curzon Street, donde la fragancia de la ulmaria le solía traer el recuerdo del reclamo del chorlo y de un hombre muy viejo con un fusil.
Recordaba, pensó, al pisar el umbral de su casa, cómo Lord Chesterfield había dicho —pero ahí se detuvo su memoria. Su discreto hall siglo dieciocho, donde le parecía ver a Lord Chesterfield dejando aquí su sombrero y allá su abrigo, con una elegancia de ademanes que daba gusto mirar, estaba abarrotado de paquetes. Mientras ella estaba en Hyde Park, el librero había remitido su compra, y la casa estaba repleta —había paquetes rodando por la escalera— de toda la literatura Victoriana envuelta en papel madera y cuidadosamente atada con piolín. Subió a su pieza todos los paquetes que pudo, ordenó a los lacayos que subieran los otros, y cortando rápidamente innumerables piolas, pronto se vio rodeada por innumerables volúmenes.
Habituada a las breves literaturas de los siglos XVI, XVII y XVIII, Orlando quedó abrumada ante los resultados de su encargo. Por supuesto, para los Victorianos la literatura Victoriana comprendía no sólo cuatro grandes nombres náufragos y anegados, en una masa de Alexanders, Smiths, Dixons, Blacks, Milmans, Buckles, Taines, Paynes, Tuppers, Jamersons —todos vocales, clamorosos, prominentes, y exigiendo tanta admiración como el que más. El respeto de Orlando por lo impreso le imponía una difícil tarea, pero acercando su silla a la ventana para aprovechar la poca luz que se filtraba entre las altas casas de Mayfair, intentó llegar a una conclusión.
Es evidente que no hay más que dos modos de llegar a una conclusión sobre la literatura Victoriana: uno, escribirla en sesenta volúmenes en octavo, otra, resumirla en seis líneas del largo de ésta. De los dos métodos, la economía nos impulsa a elegir el segundo, y así lo haremos. Orlando llegó a la conclusión (hojeando media docena de libros), de que era rarísimo que ninguno de ellos estuviera dedicado a un aristócrata; luego (examinando un alto de memorias), que muchos de esos escritores poseían árboles genealógicos casi tan viejos como el suyo; luego, que sería de lo más imprudente envolver un billete de diez libras en las tenacillas del azúcar cuando Miss Christina Rossetti viniera a tomar té; luego (había media docena de invitaciones a banquetes para celebrar centenarios), que si la literatura devoraba tantos banquetes, ya estaría muy corpulenta: luego (la invitaban a una veintena de conferencias sobre la influencia de esto sobre lo otro: el renacimiento clásico, la supervivencia romántica y otros títulos no menos encantadores), que si la literatura escuchaba esas conferencias tenía que estar aburridísima; luego (aquí asistía a una recepción dada por la señora de un par del Reino), que si la literatura usaba todas esas estolas de piel tenía que ser de lo más correcto; luego (aquí visitó el cuarto a prueba de ruidos de Carlyle), que si el genio necesitaba de tantos mimos, tenía que ser muy delicado; y así acabó por alcanzar su conclusión final, que era de la mayor importancia, pero que omitiremos, pues ya hemos excedido nuestro límite original de seis líneas.
Después de llegar a esta conclusión, Orlando se quedó un buen rato mirando por la ventana. Haber llegado a una conclusión es como haber lanzado la pelota sobre la red, y esperar que el invisible contendor la devuelva. ¿Qué le devolvería, ahora, el incoloro cielo sobre Chesterfield House? Con las manos cruzadas, se quedó un buen rato pensando. Se estremeció de pronto —y sólo podemos desear que la Modestia, la Pureza y la Castidad vuelvan a abrir la puerta y a darnos un respiro, siquiera, para buscar el modo más delicado de referir lo que ahora debe ser referido. ¡Pero no! Después de arropar sus blancas vestiduras a la desnuda Orlando y de errarle por algunas pulgadas, hacía muchos años que esas damas habían roto toda relación con ella; y ahora tenían otra cosa que hacer. ¿Nada, entonces, va a acontecer esta mañana pálida de marzo para mitigar, para velar, para cubrir, para ocultar, para amortajar este suceso irrefutable? Porque Orlando, después de su sobresalto —pero alabado sea Dios, en ese instante se animó uno de aquellos organitos endebles, huecos, aflautados, antiguallos y desparejos que los organilleros italianos suelen tocar en las calles sin tránsito.
Aceptemos la intervención por humilde que sea, como si fuera la música de los astros, y permítasele poblar de sonido esta página, con todos sus jadeos y quejumbres, hasta el advenimiento de aquel instante cuya venida es imposible negar; que el sirviente ha visto acercarse y la doncella; que pronto habrá de ver el lector, porque la misma Orlando ya es incapaz de disimularlo —que suene el organillo y nos arrebate en el pensamiento, que no es más que un barquito, cuando suena la música, mecido por las olas; en el pensamiento, que es el más zurdo y extravagante de todos los transportes, sobre las azoteas y las puertas, donde hay ropa tendida, hasta— ¿dónde estamos ahora? ¿Reconocen el Prado y en el medio el campanario, y los portones con dos leones dormidos? Sí, es Kew. Bueno, que sea Kew. Aquí estamos en Kew, y veremos hoy mismo (el día dos de marzo) una vara de jacinto bajo el ciruelo, y un azafrán, y también un brote en el almendro; de suerte que caminar ahí es estar pensando en bulbos rojos y vellosos, entregados a la tierra en octubre; y que ahora florecen; y soñar en más de lo que se puede decir, y sacar un cigarrillo de la cigarrera o hasta un cigarro y extender bajo el roble (según el ripio lo requiere) una capa noble, y sentarse a esperar el martín pescador, que, según dicen, atravesó una tarde de orilla a orilla.
¡Esperen! ¡Esperen! Viene ya el martín pescador; el martín pescador ya no viene.
Miremos, mientras tanto, las chimeneas de las fábricas, y su humo; miremos a los empleados de banco pasando como una exhalación en sus coches. Miremos a la señora de edad llevando a su perro a dar un paseo, y a la sirvienta estrenando un sombrero, mal colocado. Mirémoslos a todos, aunque el Cielo ha dispuesto piadosamente que los secretos de todos los corazones estén ocultos, de modo que siempre nos inducen a la sospecha de algo que no existe, tal vez; vemos flamear y arder (a través del humo de nuestro cigarrillo) la espléndida consumación de deseos naturales, por un sombrero, por un bote, por una rata en una zanja; como hace tiempo vimos flamear —qué brincos y qué omisiones las de la mente cuando se chorrea toda en el plato y toca el organillo—, vimos flamear, decimos, un fuego sobre un fondo de minaretes cerca de Constantinopla.
¡Salve, deseo natural! ¡Salve, felicidad, divina felicidad y placeres de todas clases, flores y vino, aunque las unas se marchitan y el otro embriaga; y pasajes de recreo, para salir de Londres, el día domingo, y el cantar en una capilla oscura himnos fúnebres, y cualquier cosa, cualquier cosa, que interrumpa y confunda el martilleo de las máquinas de escribir y el envío de cartas y la forjadura de eslabones y de cadenas que unan todo el Imperio! Salve, groseros labios rojos y arqueados de las muchachas de tienda (como si Cupido, muy torpemente, hubiera mojado el pulgar en tinta roja y garabateado una señal al pasar), ¡salve, felicidad!, martín pescador que flameas de orilla a orilla, y tú también, consumación del deseo natural, ya sea lo que el novelista masculino dice que eres, o plegaria, o renunciación; salve bajo cualquier forma que vengas y ojalá haya más formas, y aun más extrañas. El río fluye oscuro y sin dueño —ojalá, según aconseja la rima, «como un sueño»; pero más turbio y peor es nuestro destino habitual—, sin sueños, pero vivo, satisfecho, fluido, común, bajo árboles cuya sombra de un verde oliva ahoga el ala azul del pájaro evanescente que se dispara como un dardo de ribera a ribera.
¡Salve, felicidad!, entonces, y ¡salve!, después de la felicidad, no esos sueños que salpican la aguda imagen como hacen con la cara los espejos manchados de las posadas rurales: sueños que astillan el todo y nos descuartizan y hieren, y nos dividen por el medio en la noche cuando quisiéramos dormir; sino el sueño, oh sueño, tan hondo que todas las formas quedan molidas en un polvo de infinita blandura, agua de vaguedad inescrutable, y ahí, envueltos, amortajados como una momia, como un gusano, quedemos acostados en la arena en el fondo del sueño.
Pero ¡esperen!, ¡esperen!, ahora no estamos visitando la tierra ciega. Azul, como un fósforo que se enciende, justo en lo más profundo del globo del ojo, vuela, arde, hace saltar el sello del sueño; el martín pescador, hasta que refluye como una marea al rojo, el río de la vida; burbujeando, goteando; y despertamos de esa nada y nuestra mirada (porque la rima es de lo más servicial para salvar la incómoda transición de la muerte a la vida), cae sobre —(aquí el organillo deja de tocar bruscamente).
—Es un hermoso varoncito, M’Lady —dijo Mrs. Banting, la comadrona, poniendo en brazos de Orlando su primer hijo. Dicho sea con otras palabras: Orlando dio a luz con toda felicidad, el martes 20 de marzo, a las tres de la mañana.
De nuevo Orlando se acercó a la ventana, pero no se asuste el lector: hoy no va a suceder nada por el estilo, hoy es un día muy diferente. No —porque si miramos por la ventana, como Orlando lo hacía en ese momento, veremos que el mismo Park Lane ha cambiado muchísimo: uno podría demorarse ahí, diez minutos o más, como Orlando lo hacía ahora, sin divisar un solo landó cabriolé. «Miren eso», exclamó, algunos días más tarde, cuando un absurdo carruaje trunco, sin caballos, empezó a ambular por su cuenta. ¡Un carruaje sin caballos! La llamaron justamente cuando lo decía, pero al rato volvió y echó otra ojeada por la ventana. Tiempo raro el de ahora. El cielo mismo, no pudo menos de notarlo, había cambiado. Ya no era tan espeso, tan prismático, tan acuoso, ahora que el Rey Eduardo —miren, ahí estaba precisamente, bajando de su pulcro simón para visitar, enfrente, a cierta dama— había sucedido a la Reina Victoria. Las nubes parecían de metal, que en tiempo caliente se manchaba de cardenillo, color cobre o color naranja como el metal en una neblina. Era un poco alarmante esa reducción. Todo parecía haberse encogido. La otra noche, al pasar por Buckingham Palace, ya no quedaban rastros de aquella vasta construcción que ella había creído imperecedera; los sombreros de copa, los velos de viuda, las trompetas, los telescopios, las guirnaldas, habían desaparecido sin dejar una mancha, sin dejar un charco, siquiera, en el pavimento. Pero ahora —después de un intervalo había regresado a su puesto favorito en la ventana— ahora, en el atardecer, el cambio era más notable. Miren las luces de las casas. Con un toque, se iluminaba una pieza entera, se iluminaban centenares de piezas; y una era exactamente igual a otra. Todo se podía ver en esos cajoncitos rectangulares: no había intimidad; no había ninguna de esas sombras morosas y ángulos desparejos de antaño, no quedaba una sola de esas mujeres con delantal, portadoras de lámparas tembleques que depositaban asiduamente en esta mesa o en aquélla. Con un toque, la pieza entera se aclaraba. Y el cielo estaba claro toda la noche, y las veredas eran claras; todo era claro. Orlando regresó al mediodía. ¡Qué angostas se habían puesto las mujeres últimamente! Eran como espigas de trigo, derechas, brillantes, idénticas. Las casas de los hombres eran peladas como la palma de la mano. El aire seco destacaba los colores de las cosas y parecía endurecer los músculos de las mejillas. Era más difícil llorar. El agua se calentaba en dos segundos. La hiedra había perecido o la habían raspado de las casas. Las legumbres no eran tan fértiles, las familias más chicas. Las desnudas paredes se habían comido las cortinas y nuevos cuadros de vivos colores, representando cosas verdaderas, como calles, paraguas o manzanas, estaban encuadrados en marcos, o pintados en la madera. Algo perfilado y preciso había en la época, que le recordaba el siglo XVIII, salvo por una distracción, una desesperación… Al pensar esas cosas, el túnel infinitamente largo en que ella había estado viajando por centenares de años se ensanchó; penetró la luz; sus pensamientos se templaron misteriosamente como si un afinador le hubiera puesto la llave en el espinazo y hubiera estirado mucho sus nervios; al mismo tiempo se le aguzó el oído; percibía cada susurro y cada crujido en el cuarto, hasta que el tic-tac del reloj sobre la chimenea fue como un martillazo. Durante unos segundos la luz se fue haciendo más clara, y ella empezó a ver los objetos con más detalles, y latió el reloj con más fuerza, hasta que algo explotó espantosamente junto a su oído. Orlando saltó como si le golpearan la cabeza. Diez veces la golpearon. De hecho, eran las diez de la mañana. Era el once de octubre. Era 1928. Era el momento actual. Nadie se maraville de que Orlando tuviera un sobresalto, se llevara la mano al corazón y se pusiera pálida. ¿Qué revelación más aterradora que la de comprender que este momento es el momento actual? La conmoción no nos destruye, porque el pasado nos ampara de un lado y el porvenir de otro. Pero no queda tiempo de meditar: Orlando estaba en retardo. Bajó corriendo, se metió en su automóvil, apretó el acelerador y se fue. Vastos bloques azules de arquitectura crecieron en el aire; los sombreros rojos de las chimeneas salpicaban irregularmente el cielo; el camino brillaba como clavos de cabeza de plata; a Orlando se le venían encima los ómnibus con esculpidos conductores de cara blanca; notó esponjas, jaulas de pájaros, cajas de paño verde americano. Pero no permitió que esos espectáculos penetraran su conciencia ni un milésimo de pulgada, al cruzar la estrecha tabla del presente, para no caer en las furiosas aguas de abajo. «¿Por qué no miran dónde van? Hagan el favor de sacar la mano —eso fue todo lo que dijo, como si le sacaran las palabras a sacudones. Porque las calles estaban abarrotadas; la gente las cruzaba sin mirar dónde iba, La gente cuchicheaba y zumbaba alrededor de los escaparates en cuyo fondo se percibía un ardor colorado, un fuego amarillo, como si fueran abejas, pensó Orlando —pero le bastó pensar que eran abejas para intuir, recuperando de una ojeada la perspectiva, que más bien eran cuerpos. ¿Por qué no miran dónde van?», les gritó. Se detuvo al fin en Marshall & Snelgrove’s y entró en la tienda.
Sombra y perfume la envolvieron. Eliminó el presente como si fueran gotas de agua hirviendo. Ondulaba la luz como telas livianas ahuecadas por una brisa de verano. Sacó una lista de la cartera y empezó a leerla con una extraña voz tiesa como si fuera poniendo las palabras —zapatos de varón, sales para baño, sardinas— bajo una canilla de agua de todos colores. Las miraba cambiar a medida que las empapaba la luz. Zapatos y baño se volvieron romos, obtusos; sardinas se dentó como una sierra. Así se demoraba Orlando en el piso bajo de los señores Marshall & Snelgrove’s; mirando para aquí y para allá; husmeando este olor y aquel otro y perdiendo algunos segundos. Después entró en el ascensor, por la buena razón de que estaba abierto, y fue proyectada hacia arriba, sin una desviación. Ahora la sustancia de la vida (reflexionó al subir) es mágica. En el siglo dieciocho, sabíamos cómo se hacía cada cosa; pero aquí subo por el aire, oigo voces de América, veo volar a los hombres —y ni siquiera puedo adivinar cómo se hace todo. Vuelvo a creer en la magia. El ascensor tembló levemente al parar en el primer piso: y tuvo una visión de innumerables telas de colores, dándose tono en una brisa que traía olores definidos y extraños; y cada vez que paraba el ascensor y abría las puertas de par en par, desplegaba otra rebanada del mundo impregnada de todos los olores de aquel mundo. Recordó la ribera de Wapping en tiempos de Isabel, donde anclaban los barcos de tesoros y los barcos mercantes. ¡Qué extraño y opulento olor el de aquellos barcos! ¡Qué bien recordaba el contacto de los rubíes ásperos desgranándose por sus dedos en una bolsa de tesoros! Y estar tirada con Sukey —si tal era su nombre— y que los revelara de golpe la linterna de Cumberland. Ahora los Cumberland tenían una casa en Portland Place, y había almorzado con ellos el otro día y arriesgado una pequeña broma con el viejo sobre los asilos de Sheen Road. El viejo le había guiñado un ojo. Pero como ya el ascensor no podía subir más, tuvo que bajarse sabe Dios en qué «departamento», como los llaman. Se detuvo a consultar su lista de compras, pero no vio por ningún lado —según le ordenaba la lista— zapatos de varón o sales para baño. Estaba a punto de bajar, sin haber hecho ninguna compra, cuando la salvó de esa vergüenza la repetición automática del último artículo de su lista: sábanas para cama camera.
—Sábanas para cama camera —le dijo al hombre del mostrador, y por un favor de la Providencia, sábanas era lo que despachaba aquel hombre. Porque el otro día Grimsditch —Grimsditch no: Grimsditch estaba muerta— Bartholomew —no, también Bartholomew estaba muerta— Louise entonces, Louise había venido muy afanada, porque había descubierto un agujero en mitad de la sábana del lecho real. Habían dormido muchos Reyes y Reinas: Isabel, Jaime, Carlos, Jorge, Victoria, Eduardo. No era extraño que estuviera agujereada la sábana. Pero Louise no tenía dudas sobre el culpable. Era el Príncipe Consorte.
—¡Sale boche! —había exclamado (porque había habido otra guerra: esta vez contra los alemanes).
—Sábanas para cama camera. Orlando repitió como en sueños, para una cama camera con una colcha de tisú de plata en un cuarto decorado de una manera que ahora tal vez le parecía un poco vulgar —todo en plata; porque lo había amueblado cuando tenía pasión por ese metal. Mientras el hombre fue a buscar las sábanas, ella sacó un espejito y un cisne. Ahora las mujeres no hacen tanto misterio, pensó, empolvándose con el mayor desparpajo, como lo hacían cuando ella se volvió mujer y reposó en el puente de la Enamoured Lady. Deliberadamente dio a su nariz el tinte deseado. Nunca se tocaba las mejillas. Realmente, aunque ya había cumplido los 36, no representaba un día más. Estaba tan consentida, tan hosca, tan linda, tan rosada (como un árbol de Navidad con un millón de luces, había dicho Sasha), como aquel día en el hielo, cuando se había congelado el Támesis y habían salido a patinar…
—Hilo superior de Irlanda, señora —dijo el hombre extendiendo las sábanas en el mostrador —y se habían encontrado con una vieja juntando leña.
Aquí, mientras distraídamente palpaba el hilo, se abrió una de las cancelas y dejó pasar, tal vez del departamento de novedades, una ráfaga de perfume, ceroso, como teñido por velitas rosadas. Se ahuecó el perfume como una concha alrededor de una figura —¿de varón, de muchacha?— joven, grácil, atrayente —una muchacha, Dios mío, con pieles, con perlas, con bombachas rusas; pero ¡falsa, falsa!
—¡Falsa! —gritó Orlando (el vendedor se había ido) y un agua alborotada y amarilla inundó la tienda. Orlando divisó a lo lejos los mástiles del barco ruso saliendo mar afuera, y luego, milagrosamente (quizá la cancela se abrió de nuevo), la concha formada por el perfume se convirtió en una plataforma, un estrado, del que bajó una mujer gorda, con pieles, maravillosamente conservada, seductora, enjoyada, una querida de Gran Duque; la misma que comiendo sándwiches se había inclinado sobre las riberas del Volga, para ver hombres que se ahogaban —y atravesó la tienda, hacia ella.
—¡Sasha! —gritó Orlando. La escandalizaba, realmente, que hubiera llegado a eso: se había puesto tan aletargada, tan gorda. Inclinó la cabeza sobre las sábanas para que esta visión de una mujer encanecida, con pieles, y una muchacha con bombachas rusas, pasara inadvertida a su espalda con sus olores de velas de cera, flores blancas y viejos buques.
—¿Servilletas, toallas, trapos para limpiar, señora? —insistió el vendedor. Ventajas de la lista de compras: Orlando pudo responder con toda compostura, que sólo una cosa en el mundo le hacía falta: sales para baño, que se despachaban en otro piso. Pero al bajar de nuevo en el ascensor —tan insidiosa es la repetición de cualquier escena— volvió a hundirse muy lejos en el pasado, y al dar el ascensor contra el suelo, oyó romperse una vasija contra una ribera de río. No encontró, no, el piso que buscaba; se distrajo más bien entre las valijas, sorda a las sugestiones de todos los vendedores, atentos, enlutados, peinados, vivarachos, que descendiendo como ella, quizá tan soberbiamente como ella, de iguales abismos del pasado, optaban por correr la impenetrable cortina del presente, y manifestarse como simples vendedores de Marshall & Snelgrove’s. Orlando se quedó titubeando. Por las grandes puertas vidrieras podía ver el tráfico de Oxford Street. Los ómnibus se apilaban sobre los ómnibus y de un tirón se disgregaban. Así se habían empujado los témpanos aquel día en el Támesis. Un viejo noble con zapatilla de piel estaba a horcajadas en uno de ellos. Ahí pasó —ella lo reveía ahora— invocando maldiciones para los rebeldes irlandeses. Se había hundido ahí, donde esperaba su automóvil.
«Ha pasado tiempo sobre mí —reflexionó, tratando de serenarse—, ésta es la cuarentena. ¡Qué raro! No hay cosa que ya sea una sola cosa. Tomo una valija y pienso en una vendedora de manzanas congelada en el hielo. Alguien enciende una vela rosada y veo una muchacha con bombachas rusas. Cuando salgo afuera —como ahora —aquí pisó la vereda de Oxford Street—, ¿qué gusto siento? El del pastito. Oigo esquilas de cabras. Veo montañas. ¿Turquía, la India, Persia?». Los ojos se le llenaron de lágrimas.
Quizá el lector no necesitará que le indiquen que Orlando se había alejado demasiado del momento presente, al disponerse a subir al automóvil con los ojos llenos de lágrimas y de visiones de montañas persas. Es, por cierto, innegable que los que ejercen con más éxito el arte de vivir —gente muchas veces desconocida, dicho sea de paso— se ingenian de algún modo para sincronizar los sesenta o setenta tiempos distintos que laten simultáneamente en cada organismo normal, de suerte que al dar las once todos resuenan al unísono, y el presente no es una brusca interrupción ni se hunde en el pasado. De ellos es lícito decir que viven exactamente los sesenta y ocho o setenta y dos años que les adjudica su lápida. De los demás conocemos algunos que están muertos aunque caminen entre nosotros; otros que no han nacido todavía aunque ejerzan los actos de la vida; otros que tienen cientos de años y que se creen de treinta y seis. La verdadera duración de una vida, por más cosas que diga el Diccionario Biográfico Nacional, siempre es discutible. Porque es difícil esta cuenta del tiempo: nada la desordena más fácilmente que el contacto de cualquier arte, y quizá la poesía tuvo la culpa de que Orlando perdiera su lista de compras y regresara sin las sardinas, las sales para baño, o los zapatos. Ahora que estaba con la mano en la portezuela del coche, el presente la golpeó en la cabeza. La asaltó once veces seguidas.
—Que los lleve el diablo —gritó, porque oír dar la hora es un sobresalto para el sistema nervioso: tanto que por un tiempo, sólo podemos decir de ella que frunció un poco el ceño, cambió admirablemente de velocidad; y gritó como antes—: ¡Miren por dónde van! ¿No saben lo que quieren? ¿Por qué no me avisaron entonces? —mientras el automóvil arrancó, se precipitó, se escurrió y huyó, porque ella lo manejaba muy bien, por Regent Street, por Haymarket, por Northumberland Avenue, sobre Westminster Bridge, a la izquierda, derecho a la derecha, derecho nuevamente…
El viejo Kent Road estaba de lo más concurrido el jueves once de octubre de 1928. La gente desbordaba las veredas. Había mujeres con sacos repletos de compras. Chicos corriendo. Había saldos en las tiendas de paños. Las calles se angostaban y se ensanchaban. Largas perspectivas que se encogían. Aquí un mercado. Aquí un entierro. Aquí una manifestación con bandera en las que se leía Agul-Desoc. ¿Pero qué otra cosa? La carne era muy colorada. Los carniceros estaban en la puerta. A las mujeres las habían dejado sin tacos. Amor Vin —eso estaba sobre una puerta. Una mujer miraba por la ventana de un dormitorio, profundamente pensativa y muy inquieta. Applejohn y Applebed, Empre—. Nada se veía entero, nada se podía leer hasta el fin. Se veía el principio —dos amigos cruzando la calle para encontrarse— y nunca el encuentro. A los veinte minutos el cuerpo y el espíritu eran como papel picado chorreando de una bolsa. Realmente, el hecho de correr en automóvil por Londres se parece tanto al desmenuzamiento de la identidad personal que precede al desmayo y quizás a la muerte, que es difícil saber hasta qué punto Orlando existía entonces.
Sinceramente, la consideraríamos una persona del todo dispersa, si no fuera por una pantalla verde que se descorrió a la derecha, donde los pedacitos de papel daban más despacio, y luego otra a la izquierda que dejaba ver cada pedacito girando y descendiendo en el aire; y luego hubo continuas pantallas verdes a cada lado, y su espíritu recuperó la ilusión de contener las cosas y vio un ranchito, un gallinero y cuatro vacas, todo exactamente de tamaño natural.
Orlando, entonces, dio un suspiro de alivio, encendió un cigarrillo y lo fumó en silencio un minuto o dos. Luego llamó indecisa, como si tal vez no estuviera ahí la persona que buscaba: «¿Orlando?». Porque si hay (digamos) setenta y seis tiempos distintos que laten a la vez en el alma, ¿cuántas personas diferentes no habrá —el Cielo nos asista— que se alojan, en uno u otro tiempo, en cada espíritu humano? Algunos dicen que dos mil cincuenta y dos. De modo que es lo más natural que una persona llame, en cuanto se queda sola. ¿Orlando? (si tal es su nombre) significando con eso: «¡Ven, ven! Estelo me harta. Necesito otro». De aquí los cambios asombrosos que notamos en nuestros amigos. Pero tampoco es fácil, porque uno puede llamar, como Orlando lo hizo (sin duda por estar en el campo y necesitar otro yo), ¿Orlando?, y el Orlando requerido puede no presentarse; estos yo que nos forman, uno apilado encima de otro, como los platos en la mano del mozo, tienen lazos en otra parte, simpatías, —pequeños códigos y derechos propios, llámense como quiera (y para muchas de estas cosas no hay nombre) de modo que uno de ellos no acude sino en los días de lluvia, otro en un cuarto de cortinas verdes, otro cuando no está Mrs. Jones, otro si le prometen un vaso de vino —etcétera; porque nuestra experiencia nos permite acumular las condiciones diferentes que exigen nuestros yo diferentes —y otros son demasiado absurdos para figurar en letras de molde.
Por eso Orlando, al doblar el pajar llamó:
—¿Orlando? —con un dejo de interrogación en la voz y esperó. Orlando no vino—. Muy bien entonces —dijo Orlando, con el buen humor que practica la gente en esas ocasiones, y ensayó otro. Porque tenía muchos yo disponibles, muchos más que los hospedados en este libro, ya que una biografía se considera comprender seis o siete mil. Para no hablar sino de aquellos que han tenido cabida, Orlando puede estar llamando al muchacho que cercenó la cabeza de moro; al que estaba sentado en la colina; al que vio al poeta; al que presentó a la Reina Isabel el bol de agua de rosas; o puede haber llamado al joven que se enamoró de Sasha; o bien al Cortesano; o al Embajador o al Soldado; al Viajero; o llamaba tal vez a la mujer: la Gitana; la Gran Dama; la Ermitaña, la muchacha enamorada de la vida; la Mecenas; la mujer que gritaba Mar (significando baños calientes y fuegos en la tarde) o Shelmerdine (significando azafranes en los bosques de otoño) o Bonthrop (significando nuestra muerte diaria) o las tres juntas —lo que significa más cosas que las que aquí nos caben: todos eran distintos, y pudo haber llamado a cualquiera de ellos.
Quizá, pero lo que parece más cierto (porque estamos ahora en la región del «quizá» y del «parece») era que el requerido yo se mantenía a distancia, pues Orlando, a juzgar por lo que decía, se estaba mudando de yo con una velocidad no inferior a la de su coche —había uno nuevo en cada esquina— como sucede cuando, por alguna inexplicable razón, el yo consciente, que es el superior, y tiene el poder de desear, quiere ser un yo único. Éste es el que llaman algunos el verdadero yo, y es (aseguran) la aglomeración de todos los yo que están y pueden estar en nosotros; dirigidos y acuartelados por el yo Capitán, el yo Llave, que los amalgama y controla. Orlando estaba en busca de ese yo, como adivinará el lector que sorprenda sus palabras al manejar (y si son palabras deshilvanadas, triviales, aburridas y a veces incomprensibles, la culpa es del lector por escuchar a una dama que habla sola; nos limitamos a reproducir lo que dijo, añadiendo entre paréntesis cuál yo está hablando, pero bien podemos equivocarnos).
—¿Entonces qué? ¿Entonces quién? —decía—. Treinta y seis años, en un automóvil, una mujer. Sí, pero miles de otras cosas también. ¿Seré una snob? ¿La jarretera en el hall? ¿Los leopardos? ¿Mis antepasados? ¿Envanecida con ellos? ¡Sí! ¿Comilona, lujuriosa, viciosa? ¿Seré yo así? (aquí entró un nuevo yo). No me importa un bledo. ¿Sincera? Me parece que sí. ¿Generosa? ¡Ah!, pero eso no cuenta (aquí entró un nuevo yo). Pasarme las mañanas en cama oyendo las palomas entre sábanas de hilo; fuentes de plata; vino; doncellas, lacayos. ¿Mimada? Tal vez. Demasiadas cosas por nada. De ahí mis libros (aquí mencionó cincuenta títulos clásicos, que representaban, pensamos, las primeras obras románticas que destruyó). Vulgar, fluido, romántico. Pero (aquí entró un nuevo yo) un chambón, un chapucero. Más torpe que yo no había nadie. Y —y— (aquí no dio con la palabra y si sugerimos Amor podemos equivocarnos, pero lo cierto es que se rió, y se ruborizó, y exclamó después: ¡Una rana montada en esmeraldas! ¡Harry el Archiduque! ¡Moscas en el cielo raso! (aquí entró un nuevo yo).
»¿Y Nell, Kit, Sasha? (estaba desesperada: positivamente hubo lágrimas y hacía tiempo que no lloraba). Árboles, dijo (aquí entró un nuevo yo). Me gustan los árboles (cruzaba un monte) creciendo ahí por miles de años. Y los graneros (pasaba un granero ruinoso al borde del camino). Y los perros ovejeros (aquí llegó uno al trote por el camino. Orlando lo evitó cuidadosamente). Y la noche. Pero la gente (aquí entró un nuevo yo). ¿La gente? (Lo repitió como una pregunta). No sé. Charlatanes, mal intencionados, siempre con mentiras y cuentos. (Aquí dobló por la calle mayor de su pueblo natal, que estaba llena, porque era día de mercado, de chacareros y pastores, y viejas con gallinas en canastos). Me gustan los campesinos. Entiendo de cosechas. Pero (aquí otro yo saltó sobre lo alto de su espíritu como el rayo de un faro). ¡La fama! (se rió). ¡La fama! Siete ediciones. Un premio. Fotografías en los diarios de la tarde (aquí aludió a “La Encina” y al premio de Burdett Coutts que ella había ganado; y aprovecharemos este espacio para anotar qué descorazonador es para su biógrafo que esta culminación hacia la que tendió todo el libro, esta peroración que iba a coronar nuestro libro, nos sea arrebatada en una carcajada casual; pero lo cierto es que al escribir sobre una mujer todo está fuera de lugar —peroraciones y culminaciones: el acento no cae donde suele caer con un hombre). ¡La fama!, repitió. Un poeta —un charlatán; los dos tan infalibles, cada mañana, como el correo. A comer, a encontrarse; a encontrarse, a comer[6] ¡Fama, fama! (Aquí tuvo que refrenar la marcha para atravesar el mercado. Nadie se fijó en ella. Una marsopa en un puesto de pescado atraía más la atención que una dama que había ganado un premio y, si se le hubiera antojado, hubiera usado tres coronas, una sobre otra).
Guiando despacio, tarareó como si fuera un viejo refrán: «Con mis libras esterlinas compraré encinas, compraré encinas, compraré encinas y, al pie de mis encinas, cantar que las glorias son mezquinas». Así tarareó, y todas sus palabras se aflojaron como un bárbaro collar de cuentas pesadas. «Al pie de mis encinas —cantó acentuando bien las palabras—, veré los carros partir, veré la luna subir…». Se paró de golpe, y miró ensimismada la cubierta del automóvil.
Estaba en la mesa de Twitchett, reflexionó, y tenía sucia la golilla. ¿Sería el viejo Mr. Baker, que vino a tasar la madera? ¿O sería Sh-p-re?, porque en la soledad sólo pronunciamos a medias los nombres venerados. Diez minutos se quedó mirando sin ver, dejando el coche casi parado. «¡Poseída! —gritó, apretando el acelerador—. ¡Poseída!, desde que yo era un niño. Ahí vuela el pato salvaje. Vuela por la ventana mar afuera. Di un salto (empuñó el volante con fuerza) para alcanzarlo. Pero el pato vuela demasiado ligero. Lo he visto aquí —allá-allá— en Inglaterra, en Persia, en Italia. Siempre vuela hacia el mar y siempre le tiro palabras como redes (aquí tendió la mano) que se encogen, como he visto encogerse las redes que no traen sino algas, y a veces en el fondo queda una pulgada de plata: seis palabras. Pero nunca el gran pez que habita las grutas de caracol». Dobló la cabeza cavilando. Y fue en ese momento, cuando había dejado de llamar «Orlando» y estaba absorta en otras ideas, que el Orlando que había llamado vino por su cuenta; según lo prueba la transformación que se operó en ella (había atravesado los portones y ya estaba en el parque). Toda ella se oscureció y asentó, como cuando se agrega una pincelada que da concavidad y solidez a una superficie, y lo playo se hace profundo y lo cercano distante, y todo queda ahí contenido como el agua por los lados del pozo. Así estaba, oscurecida y quieta, y la agregación de ese nuevo Orlando la convirtió en lo que se llama, con razón o sin ella, un solo yo, un yo real. Se quedó silenciosa. Es verosímil suponer que cuando se habla en voz alta, los yo (que bien pueden ser más de dos mil) sienten su división, y se están llamando, pero que al efectuarse la comunicación se quedan silenciosos.
Con aplomo, rápidamente, tomó la avenida que se encurvaba entre álamos y encinas por el césped del parque, cuyo declive era tan suave que si hubiera sido agua habría dilatado la ribera en una lisa marea verde. Había solemnes grupos de hayas y encinas. Los ciervos caminaban entre ellos, uno del blancor de la nieve, otro con la cabeza de lado, porque un tejido de alambre se le había enredado en los cuernos. Orlando contempló todo esto —los árboles, los ciervos, el césped— con la mayor satisfacción, como si su espíritu fuera un líquido que fluyera alrededor de las cosas y las abarcara absolutamente. Un momento después estaba en el patio, donde había venido tantos siglos a caballo, o en coche de seis caballos, con jinetes siguiéndola o precediéndola; donde resplandecieron tantas antorchas, donde se agitaron tantos penachos, y donde los mismos árboles floridos que ahora dejaban caer las hojas habían sacudido sus flores. Ahora estaba sola. Caían las hojas de otoño. El portero abrió las enormes puertas. «Buenas, James», le dijo, «en el automóvil hay algunas cosas. ¿Quieres entrarlas?», palabras desprovistas de belleza, de interés, de valor intrínseco, pero ahora tan henchidas de significado que cayeron como nueces maduras, y demostraron que basta rellenar de significado la piel arrugada de lo cotidiano, para que ésta satisfaga nuestros sentidos.
Esto es cierto de cada movimiento y de cada acto, por usuales que sean, de modo que ver a Orlando cambiar su falda por un par de bombachas de terciopelo y una chaqueta de cuero —lo que hizo en menos de tres minutos— era dejarse arrebatar por la belleza del movimiento, como si Madame Lopokova prodigara su arte más alto.
Pasó después al comedor donde sus antiguos amigos Dryden, Pope, Swift y Addison la miraron con algún recelo al principio como quien dice: ¡Ésta es la ganadora del premio!, pero cuando reflexionaron que se trataba de doscientas guineas, movieron con aprobación la cabeza. Doscientas guineas, parecían estar diciendo: nadie puede rehusar doscientas guineas. Se cortó una rebanada de pan y otra de jamón, las juntó y empezó a comer, caminando por el cuarto de arriba abajo; despojándose así de sus buenos modales en un segundo, sin darse cuenta. Después de cinco o seis de esas vueltas, apuró una copa de vino tinto de España, llenó otra para llevar en la mano, atravesó el extenso comedor y una docena de salones y emprendió un viaje por la casa, escoltada por cuantos galgos y falderos se dignaron seguirla.
También esto formaba parte de la rutina diaria. Volver y no visitar la casa le era tan imposible como volver y no dar un beso a su abuela. Le parecía que se animaban las piezas cuando ella entraba; que se daban vuelta y abrían los ojos como si hubieran dormitado en su ausencia. Le parecía, también, que a pesar de haberlas visto cientos y millares de veces eran distintas cada vez, como si una vida tan larga hubiera almacenado en ellas miles de cambiantes humores, según el invierno y el estío, el cielo despejado y el nublado, y sus propias alternativas y el carácter de las personas que las visitaban. Eran siempre amables con los extraños, aunque un tanto aburridas; con ella, eran del todo francas y se sentían a gusto. ¿Y por qué no?
Hacia casi cuatro siglos que eran amigos. Nada tenían que ocultarse. Ella sabía sus alegrías y sus penas. Sabía la precisa edad de cada parte de ellas y sus pequeños misterios —un cajón secreto, un armario escondido, o alguna deficiencia tal vez, como una parte remendada o agregada más tarde. Ellas también la conocían en todas sus mutaciones y humores. Nada les había ocultado; había acudido a ellas como una mujer y como un niño, llorando y bailando, pensativa y alegre. En el vano de esa ventana había compuesto los primeros versos; en esa capilla se había casado. Aquí me enterrarán, pensó, arrodillándose en el ventanal de la galería y saboreando el vino de España. Aunque no podía creerlo, el cuerpo del leopardo heráldico proyectaría charcos amarillos en el suelo, el día que la bajaran a descansar entre sus mayores. Ella, que descreía de toda inmortalidad, no podía no sentir que su alma estaría siempre con los rojos en los paneles y los verdes en el diván. Porque la pieza —acaba de entrar en el dormitorio del Embajador— relucía como una concha que ha estado siglos en el fondo del mar y ha sido recubierta e irisada infinitamente por el agua: era rosada y amarilla, verde y color arena. Era tan frágil como una concha, tan iridiscente y tan vacua. Ningún Embajador volvería a dormir ahí. ¡Ah!, pero ella conocía el lugar donde seguía latiendo el corazón de la casa. Abriendo suavemente una puerta, se paró en el umbral de modo (así le pareció) que el cuarto no la viera y miró la agitación del tapiz en esa eterna brisa débil que no lo abandonaba. Seguía cabalgando el cazador; Daphne seguía esquivándose. Seguía latiendo el corazón, meditó, aunque débilmente, aunque muy apartado: el frágil indomable corazón del enorme edificio.
Chistó a su jauría y bajó por el corredor cuyo piso estaba hecho de troncos serruchados de roble. Había filas de sillones de terciopelo desteñido, alineados contra la pared con los brazos abiertos en espera de Isabel, de Jaime, tal vez de Shakespeare, de Cecil, que no venían. Se entristeció al verlas. Desenganchó la cuerda que las cercaba. Se sentó en el sillón de la Reina; hojeó un libro manuscrito en la mesa de Lady Betty: hundió los dedos en las antiguas hojas de rosas; se alisó la melena con los cepillos de plata del Rey Jaime; jugueteó y rebotó en su cama (ningún Rey volvería a dormir en ella, pese a todas las sábanas nuevas de Louise) y apretó las mejillas contra el tisú raído que la cubría. Por todos lados había bolsitas de alhucema contra la polilla y rótulos impresos: «Se ruega no tocar», que parecían reprocharla, aunque los había puesto ella misma. Ya la casa no era del todo suya, suspiró. Ahora pertenecía al tiempo, a la historia; eludía el contacto y el dominio de los vivos. Nunca se derramaría aquí cerveza, pensó (estaba en el dormitorio donde se había hospedado Nick Greene), ni se harían más quemaduras en la alfombra. Doscientos sirvientes no volverían a correr y a gritar por las galerías, con calentadores y grandes leños para las grandes chimeneas. Ya no prepararían cerveza negra, ni fabricarían velas, ni harían monturas, ni labrarían la piedra en los talleres fuera de la casa. Hachas y martillos estaban silenciosos ahora. Las sillas y las camas estaban desocupadas; los jarros de oro y plata estaban guardados en vitrinas. Las grandes alas del silencio latían en todo el ámbito de la casa vacía.
Se sentó al final de la galería, con los perros echados alrededor, en el duro sillón de la Reina Isabel. La galería se prolongaba hasta un punto donde ya casi no había luz. Era como un túnel metido en el pasado. Sus ojos lo escrutaron y vio personas que charlaban y se reían: los grandes hombres que ella había conocido —Dryden, Swift, Pope; y hombres de estado conversando; y amantes demorándose en los asientos de las ventanas; y gente corriendo y bebiendo en las largas mesas y el humo de la leña enroscándose en las cabezas haciéndolas toser y estornudar. Más lejos, vio filas de espléndidos bailarines formando para una cuadrilla. Una música, frágil, aflautada, pero sin embargo importante, empezó a tocar. Sonó el órgano. Trajeron un ataúd a la capilla. Salió un cortejo nupcial. Hombres con yelmos partieron para las guerras. Trajeron estandartes de Flodden y de Poitiers y los colgaron de la pared. La larga galería se dobló así, y mirando aún más lejos, Orlando creyó percibir al final, más allá de Isabelinos y Tudores, alguien más viejo, más remoto, más oscuro: una figura encapuchada, severa, monástica: un monje que andaba con las manos cruzadas y un libro en ellas, murmurando.
Como un trueno, el reloj del establo dio las cuatro. Ningún temblor de tierra derribó un pueblo con igual rapidez. La galería y todos sus ocupantes quedaron reducidos a polvo. Su propia casa, que había estado oscura y sombría mientras miraba, se iluminó como por una explosión de pólvora. En esa luz, todo lo que estaba a su alrededor se destacaba con extrema nitidez. Vio girar dos moscas y notó el azulado brillo de sus cuerpos; vio un nudo en la madera donde pisaba, y el temblor de la oreja de su perro. Al mismo tiempo oyó el crujido de una rama en la quinta, unas ovejas tosiendo en el parque, un agudo chillido por las ventanas. Su cuerpo retemblaba, le ardía como si de golpe la hubieran desnudado en una helada fuente. Guardó, sin embargo, como no lo hubiera hecho en Londres, cuando dio las diez el reloj, un perfecto aplomo (porque ahora era una y entera, y presentaba, puede ser, una superficie mayor al embate del tiempo). Se levantó pero sin apuro, chistó a sus perros y bajó la escalera firmemente pero con gran vivacidad y salió al jardín. Las sombras de las plantas eran de una nitidez milagrosa. Percibió cada grano de polvo en los canteros como si tuviera un microscopio aplicado al ojo. Vio la complejidad de los gajos de cada árbol. Cada brizna de pasto era definida, y cada nervio y cada pétalo. Vio a Stubbs, al jardinero, bajando por el camino, y era visible cada botón de sus polainas; vio a Betty y a Prince, los percherones, y nunca distinguió con más claridad la estrella blanca en la frente de Betty y las tres largas cerdas que sobrepasaban las otras en la cola de Prince. En el patio las antiguas paredes grises parecían un negativo fotográfico; oyó el altoparlante que condensaba en la terraza una música de baile que estaban escuchando las personas de la Ópera de Viena, todo terciopelo punzó. Estimulada y animada por el presente, sentía asimismo un incomprensible temor, como si cada segundo que se infiltrara por el abierto golfo del tiempo comportase un riesgo desconocido. La tensión era demasiado incesante y demasiado rigurosa para ser tolerada mucho tiempo sin incomodidad. Contra su voluntad atravesó con rapidez el jardín y salió al parque, como si sus piernas se movieran solas. Le costó un gran esfuerzo detenerse en la carpintería y quedarse inmóvil, viendo a Joe Stubbs trabajar una rueda de carro. Estaba parada con los ojos fijos en la mano del hombre, cuando dio el cuarto de hora. La atravesó como un meteoro, tan ardiente que no hay dedos que lo sujeten. Vio con inmunda nitidez que al pulgar de la mano derecha de Joe le faltaba la uña y que tenía en su lugar como una almohadilla de carne rosa. El espectáculo era tan atroz que sintió como un vahído, pero en esa fugaz oscuridad, cuando parpadearon sus ojos, dejó de oprimirla el presente. Había algo insólito en la sombra que proyectaba el parpadear de sus ojos, algo que (como cualquiera puede comprobarlo mirando, ahora, al cielo) siempre está lejos del presente —de ahí su terror, su indeterminado carácter—, algo que uno rehúsa fijar con un nombre y llamar belleza, porque no tiene cuerpo, es como una sombra sin sustancia, ni calidad propia, pero con el poder de transformar todo a lo que se agrega. Mientras Orlando estaba inmóvil en la carpintería, salió furtivamente esa sombra y agregándose a las innumerables escenas que ella había estado recibiendo, las convirtió en algo tolerable, comprensible. Su mente se agitó como el mar. Sí, pensó, exhalando un hondo suspiro de alivio al salir de la carpintería para ascender la colina, otra vez empiezo a vivir. Estoy en la ribera del Serpentine, pensó, el barquito está remontando el arco blanco de mil muertes. Estoy a punto de comprender.
Tales fueron sus palabras, dichas con toda claridad; pero no disimularemos el hecho de que en ese momento era un testigo muy mediocre de lo que tenía ante los ojos y pudo fácilmente haber confundido una oveja con una vaca o un viejo que se llamaba Jones con otro de apellido Smith, que no era ni siquiera pariente. Porque el desvanecimiento levísimo que había proyectado el dedo sin uña se había ahondado ahora en el fondo de su cerebro (que es lugar prohibido a nuestra mirada) en un estanque donde habitan las cosas en una oscuridad tan profunda que casi no sabemos lo que son. Miró ese estanque o ese mar que refleja todo —y lo cierto es que algunos dicen que nuestras pasiones más fuertes, y el arte, y la religión, son reflejos que vemos en el hueco negro del fondo de la cabeza, cuando efímeramente se oscurece el mundo visible. Ahora lo miró, larga y profundamente, y el camino de helechos que trepaba la colina ya no fue del todo un camino, sino en parte el Serpentine; los espinos del cerco fueron en parte damas y señores con tarjetas y bastones de puño de oro; las ovejas fueron en parte casas altas de Mayfair; cada cosa se cambió parcialmente en otra, como si la conciencia de Orlando fuera una selva con avenidas ramificándose por aquí y por allá; las cosas se alejaban y se acercaban, se confundían y se apartaban, y hacían las más raras alianzas y combinaciones en un incesante ajedrez de luz y de sombra. Salvo cuando el sabueso Canute corrió una liebre y le recordó que serían las cuatro y media —realmente eran las seis menos veintitrés— no se acordó del tiempo. El camino de helechos conducía, con muchas vueltas y revueltas, a la encina, que se levantaba en la cumbre. El árbol era más grande, más recio y más nudoso que cuando ella lo conoció, alrededor del año 1588, pero estaba aún en la plenitud de la vida. Las hojitas agudamente plegadas seguían agrietándose en las ramas, espesamente. Tirada en el suelo, sintió los huesos del árbol abriéndose como costillas a un lado y otro. Le gustaba pensar que cabalgaba sobre el lomo del mundo. Le gustaba asirse a algo duro. Al echarse, cayó del fondo de su chaqueta de cuero un librito cuadrado de tela roja —su poema «La Encina». Debí traer una pala, reflexionó. La tierra era tan plana sobre las raíces, que era harto discutible que pudiera cumplir su propósito y enterrar el libro en ese lugar. Además, lo desenterrarían los perros. Esos actos simbólicos nunca tienen suerte, pensó. Quizá lo más prudente sería omitirlos. Tenía un breve discurso en la punta de la lengua, que había pensado pronunciar al enterrar el libro. (Era un ejemplar de la primera edición firmado por el autor y el ilustrador). «Lo sepulto, como un tributo —estaba por decir—, una devolución a la tierra, de lo que la tierra me dio», pero ¡Dios mío!, en cuanto uno se pone a declamar palabras ¡qué tontas parecen! Recordó al viejo Greene, subiendo a una tribuna, el otro día, para compararla con Milton (salvo por la ceguera) y entregarle un cheque de doscientas guineas. Había pensado, entonces, en el roble aquí en su colina, y, ¿qué tendrá eso que ver con esto?, se había preguntado. ¿Qué tendrán que ver siete ediciones? (Ya el libro las había alcanzado). ¿Escribir versos, no era acaso un acto secreto, una voz tratando de contestar a otra voz? De modo que toda esta charla y censura y elogio y ver personas que la admiran a una y ver personas que no la admiran a una, nada tiene que ver con la cosa misma: una voz tratando de contestar a otra voz. ¿Qué cosa más secreta, pensó, más lenta y más parecida a un diálogo de amantes, que la balbuceada respuesta que ella había dado todos esos años al antiguo canturreo de los bosques, a las granjas, a los caballos zainos esperando en el portón, cuello contra cuello, a la herrería y la cocina y los campos que tan laboriosamente producen trigo, nabos, pasto y al jardín trémulo de iris y de fritilarias?
Dejó insepulto y descompaginado su libro, y miró el vasto panorama, diverso entonces como el fondo del mar, iluminado por el sol y manchado de sombras. Había una aldea, con su campanario entre los álamos; una mansión abovedada y gris en un parque; una chispa de luz en un invernáculo; un corral con parvas amarillas. Los campos estaban divididos por negros grupos de árboles, y después de los campos se dilataban largas zonas de bosque, y luego el resplandor de un río, y luego alturas otra vez. En la lejanía los picos de Snowdon quebraban blancamente las nubes; Orlando divisó las colinas de Escocia y las mareas que conmueven las Hébridas. Esperó el eco del cañón mar afuera. No —sólo soplaba el viento. Ya no había guerra… Drake se había ido; Nelson se había ido. «Y ésta —pensó dejando que sus ojos que habían divisado esas distancias volvieran a la tierra a sus pies—, fue algún día mi tierra; ese castillo entre las lomas fue mío, y ese páramo que se dilata casi hasta el mar». Aquí el paisaje (quizá por un escamoteo de la media luz) se sacudió y dejó resbalar por sus costados cónicos toda esa acumulación de casas, castillos y bosques. Las montañas peladas de Turquía surgieron ante su vista.
Era el ardiente mediodía. Miró derecho a la pendiente calcinada. A sus pies las cabras mordían las matas arenosas. Un águila se cernía en lo alto. La ronca voz del viejo Rustem, el gitano, le graznó en los oídos:
—¿Qué son tu antigüedad y tu linaje y tus propiedades comparadas con esto? ¿Qué necesidad de cuatrocientos dormitorios, y de tapas de plata en todas las fuentes, y de mucamas que sacuden?
En ese momento, algún reloj de iglesia sonó en el valle. El paisaje cónico se desinfló. El presente se le vino encima otra vez, más suave que antes, ahora que se desvanecía la luz. No destacó ningún detalle, nada pequeño: sólo campos nublados, chozas con lámparas, el dormido bulto de un bosque, y una luz en forma de abanico rechazando la oscuridad en un callejón. Ella ignoraba si habían dado las nueve, las diez o las once. Había venido la noche —la noche que era el tiempo que más quería, el tiempo en que se ven con toda claridad los reflejos en el negro estanque del espíritu. Ya no necesitaba desmayarse para mirar bien hondo en la oscuridad donde las cosas toman forma y para distinguir en el negro estanque a una muchacha de bombachas rusas, o a Shakespeare, o un buque de juguete en el Serpentine, y después el Océano Atlántico, embraveciéndose en altas olas contra el Cabo de Hornos. Miró en la oscuridad. ¡Ése era el bergantín de su marido, en la cresta de la ola! Subió, y subió y subió. El arco blanco de mil muertes creció ante él. ¡Hombre temerario, hombre ridículo, doblando sin cesar tan inútilmente el Cabo de Hornos, en plena tempestad! Pero el bergantín pasó por el arco y emergió al otro lado, sano y salvo.
—¡Éxtasis! —gritó—. ¡Éxtasis! —Y después el viento cesó, las aguas se aquietaron, y vio las olas cabrillear tranquilas a la luz de la luna.
—¡Marmaduke Bonthrop Shelmerdine! —gritó Orlando, recostada en la encina.
El hermoso nombre chispeante cayó del cielo como una pluma de azul acerado. Ella lo vio caer, dando vueltas y vueltas como una flecha de moroso descenso que hiende, hermosamente, el aire profundo. Llegaba, como él siempre llegaba, en momentos de calma: cuando cabrilleaba la ola y las hojas manchadas caían lentamente sobre su pie, en los bosques de otoño: cuando el leopardo estaba quieto y la luna en las aguas, y nada se movía entre el mar y el cielo. Entonces llegaba.
Todo, ahora, estaba tranquilo. Era casi la medianoche. La luna salía con lentitud sobre el bosque. Su luz alzó un castillo fantasma sobre la tierra. Ahí estaba la enorme casa, con todas sus ventanas vestidas de plata. No había paredes ni sustancia. Todo era fantasma, todo era quieto. Todo estaba iluminado como a la espera de una Reina muerta. A sus pies, Orlando vio una agitación de penachos oscuros en el patio, y antorchas vacilantes, y sombras que caían de rodillas. Otra vez una Reina bajó de su carroza.
—La casa está a sus órdenes, Señora —gritó con una gran reverencia—. Nada se ha tocado. La conducirá mi padre, el Lord muerto.
En eso retumbó la primer campanada de la medianoche. La fría brisa del presente le rozó la cara con un breve aliento de miedo. Miró ansiosamente a lo alto. El cielo estaba oscuro de nubes. El viento le rugía en los oídos. En el rugido del viento oyó el rugir de un aeroplano que se acercaba.
—¡Aquí, Shel, aquí! —gritó, desnudando el pecho a la luna (que ahora resplandecía) y sus perlas brillaron como los huevos de alguna enorme araña. El aeroplano rompió las nubes y se detuvo. Revoloteó un instante sobre ella. En la oscuridad las perlas ardían como fosforescentes.
Y cuando Shelmerdine saltó a tierra —apuesto capitán, bronceado, rosado y alerta— un pájaro voló sobre su cabeza.
—¡Es el pato! —Orlando gritó—. ¡El pato salvaje!
Y la campanada duodécima de la medianoche sonó: la campanada duodécima de la medianoche del jueves once de Octubre del año Mil Novecientos Veintiocho.