Dos

En este punto el biógrafo tropieza con una dificultad que más vale afrontar que soslayar. Hasta esta etapa de la vida de Orlando, copiosos documentos, de orden particular o de orden histórico, han permitido la ejecución del deber primordial de todo biógrafo: rastrear, sin mirar a izquierda o derecha, las huellas indelebles de la verdad; ciego a las flores, indiferente a los matices; adelantando sistemáticamente hasta caer en el sepulcro y escribir finis en la lápida sobre nuestras cabezas. Pero ahora llegamos a un episodio que se atraviesa en nuestro camino, de suerte que no hay manera de eludirlo. Es oscuro, misterioso, indocumentado; de suerte que tampoco hay manera de justificarlo. Su interpretación abarcaría muchos volúmenes; sistemas religiosos enteros podrían edificarse sobre él. Nuestro deber es comunicar los hechos auténticos, y dejar a juicio del lector las conclusiones.

En el verano de aquel invierno calamitoso que vio la helada, la inundación, la muerte de tantos millares y el derrumbe total de las esperanzas de Orlando —porque fue desterrado de la Corte; cayó en desgracia con los nobles más poderosos de su tiempo; sufrió la justa cólera de los Desmond de Irlanda, y aun la del Rey, a quien ya le daban bastante trabajo los irlandeses para que no lo desazonara este nuevo enredo—, en ese verano Orlando se retiró a su gran casa de campo y vivió en absoluta soledad. Una mañana de junio —el sábado 18— no se levantó a la hora habitual, y cuando su ayuda de cámara lo llamó, estaba profundamente dormido. No lo pudieron despertar. Estaba como en un desmayo, sin respiración perceptible; y aunque trajeron perros a ladrar bajo su ventana; tocaron címbalos, tambores y castañuelas incesantemente en su dormitorio; pusieron una rama espinosa bajo su almohada; y le aplicaron sinapismos en la planta de los pies, no se despertó, no se alimentó y no dio señales de vida por siete días y siete noches. En el séptimo día se despertó a la hora acostumbrada (las ocho menos cuarto, precisamente) y expulsó de su pieza toda la tribu de comadres chillonas y curanderos; hecho asaz natural; pero lo raro era que no mostraba conciencia de su letargo, y que se vistió y pidió su caballo, como si acabara de despertarse después de una noche de sueño. Sin embargo, se sospechó un trastorno mental, pues aunque estaba en su perfecta razón, y era más reposado y más sobrio, su recuerdo de la vida anterior parecía imperfecto. Escuchaba lo que las personas decían de la gran helada o del patinaje o del Carnaval, pero nunca dio signo alguno de haberlos presenciado: sólo alguna vez se pasaba la mano por la frente como para disipar una nube. Cuando se discutían las vicisitudes de los seis meses últimos, Orlando parecía menos afligido que intrigado, como si lo molestaran antiguas y confusas memorias o como si tratara de recordar cosas referidas por un tercero. Se notó que bastaba la mención de Rusia, de princesas o de barcos, para que se pusiera huraño e incómodo, y se levantara y mirara por la ventana o llamara a uno de los perros, o tomara un cuchillo y recortara un trozo de madera de cedro. Los médicos, entonces, no eran mucho más sabios que ahora, y después de recetarle reposo y ejercicio, ayuno y superalimentación, compañía y soledad, régimen de cama y cabalgatas de cuarenta millas entre el almuerzo y la comida, sin perjuicio de los calmantes y excitantes acostumbrados, con adición ocasional de pócimas de baba de lagartija por la mañana y dosis de hiél de pavo real por la noche, lo abandonaron a su suerte y diagnosticaron que había dormido una semana. Pero si había dormido, ¿de qué naturaleza —no podemos dejar de preguntar— son los sueños como ése? ¿Son medidas reparadoras —letargos en que los recuerdos más dolorosos, los hechos capaces de invalidar la vida para siempre, son rozados por una ala oscura que les alisa la aspereza y los dora, por feos y mezquinos que sean, con un resplandor, una incandescencia? ¿Es preciso que el dedo de la muerte se pose en el tumulto de la vida de vez en cuando para que no nos haga pedazos? ¿Estamos conformados de tal manera que diariamente necesitamos minúsculas dosis de muerte para ejercer el oficio de vivir? Y entonces, ¿qué raros poderes son ésos que penetran nuestros más secretos caminos y cambian nuestros bienes más preciosos a despecho de nuestra voluntad? Orlando, agotado por su extremo padecimiento, ¿había estado muerto una semana y había resucitado después? Y si así fuera, ¿qué cosa son la muerte y la vida? Al cabo de esperar cuarenta minutos la solución de tales preguntas, y de comprobar que no viene, sigamos con el cuento.

Orlando se entregó a una vida de soledad total. Su desgracia en la Corte y la violencia de su pena tenían parcialmente la culpa, pero como no intentó defenderse y raras veces convidó a alguien a visitarlo (aunque tenía muchos amigos que lo hubieran hecho gustosos), parecía que le agradaba esa soledad en la gran casa de sus mayores. Había elegido la soledad. Nadie sabía exactamente en qué pasaba el tiempo. Los sirvientes, de los que mantenía un gran tren, aunque su ocupación habitual era el barrido de aposentos vacíos y el arreglo de camas en las que no dormía nadie, espiaban, en la oscuridad de la tarde, a la hora de la cerveza y de los bizcochos, una luz que recorría las galerías, atravesaba las enormes salas, subía por las escaleras, penetraba en los dormitorios y les indicaba que su patrón erraba solitario por la casa. Nadie se animaba a seguirlo, porque la casa estaba provista de una multitud de fantasmas, y era tan grande que era fácil perderse y rodar por una escalera secreta o abrir una puerta que el viento podía cerrar para siempre —accidentes harto comunes, como lo demostraban los repetidos hallazgos de esqueletos humanos y animales en actitudes de agonía. La luz solía perderse del todo, y el ama de llaves, Mrs. Grimsditch, le manifestaba a Mr. Dupper, el capellán, su miedo de que algún accidente hubiera sorprendido a su Señoría. Mr. Dupper opinaba que su Señoría estaba arrodillado, sin duda, entre las tumbas de sus antepasados, en la Capilla que daba sobre el Patio del Billar, a una media legua hacia el sur. Pues tenía pecados en la conciencia, temía Mr. Dupper; a lo que contestaba Mrs. Grimsditch, con algún mal humor, que era el caso de muchos; y Mrs. Stewkley y Mrs. Field y Carpenter, la vieja nodriza, hacían coro de alabanzas a su Señoría; y los palafreneros y los lacayos juraban que era lamentable ver arrastrarse por la casa a tan apuesto caballero en vez de cazar zorros o perseguir ciervos; y hasta las muchachitas de los roperos y lavaderos, las Judys y las Faiths, que pasaban los jarros y los bizcochos, sumaban su testimonio a la cortesía de su Señor; porque jamás hubo caballero más bondadoso ni más pródigo de esas moneditas de plata que sirven para comprar un moño de cinta o un ramillete para el pelo; y hasta la negra que llamaban Grace Robinson, para hacer de ella una cristiana, adivinaba de qué estaban hablando, y convenía en esos abundantes elogios del único modo posible: es decir, mostrando los dientes en una ancha sonrisa. En resumen, todos sus servidores, hombres y mujeres, lo tenían en gran estima, y maldecían a la princesa extranjera (pero usaban un nombre más ordinario) que lo había puesto en ese trance.

Es harto posible que la cobardía, o la afición a la cerveza caliente, hicieran que Mr. Dupper se imaginara a su Señoría seguro entre las tumbas, para no tener que ir a buscarlo; pero no es menos posible que Mr. Dupper tuviera razón, además. Orlando se deleitaba singularmente en pensamientos de disolución y de muerte, y luego de recorrer las extensas galerías y los salones con un cirio en la mano, mirando un cuadro después de otro, como si buscara un retrato, subía al escaño de familia y se quedaba sentado por horas viendo la oscilación de las banderas y el temblor de la luna, sin otra compañía que una mariposa de los muertos o que un murciélago. Eso no le bastaba; tenía que bajar a la cripta donde sus antepasados yacían, féretro sobre féretro, diez generaciones acumuladas. Era un lugar tan poco frecuentado que las ratas habían comido hasta el plomo, y a veces una tibia le agarraba la capa, y a veces hacía polvo con el pie la calavera de algún viejo Sir Malise. Era un sepulcro siniestro —socavado bajo los profundos cimientos de la casa como si el fundador de la familia, que había venido de Francia con el Conquistador, hubiera querido enseñar que toda pompa se funda sobre la corrupción: que debajo de la carne está el esqueleto, que los cantores y los bailarines de arriba serán los que descansan abajo, que el terciopelo carmesí se hace polvo, que la sortija (aquí Orlando, inclinando su linterna, recogía un círculo de oro al que le faltaba una piedra que había rodado a un rincón) pierde el rubí y el ojo otrora tan brillante se apaga. «Nada queda de todos esos príncipes —repetía Orlando, con una disculpable exageración de su jerarquía—, sino una falange, —y estrechaba una mano de esqueleto y movía las articulaciones de un lado a otro—. ¿De quién era esta mano? —se preguntaba—. ¿La derecha o la izquierda? ¿La mano de una mujer o de un hombre, de la vejez o de la juventud? ¿Había gobernado el caballo de guerra o manejado la aguja? ¿Había cortado la rosa o empuñado el acero frío? ¿Habría?» —pero aquí la imaginación fallaba o, lo que es más probable, le suministraba tantos ejemplos de lo que puede hacer una mano, que se sustraía, como siempre, a las omisiones (que constituyen la tarea fundamental del estilo) y la guardaba con los otros huesos, pensando que había un médico en Norwich, un tal Thomas Browne, cuyos trabajos sobre temas afines le placían singularmente.

Así, tomando su linterna, y cuidando que los huesos estuvieran en orden, pues aunque romántico era metódico en extremo y no toleraba un ovillo en el suelo, y mucho menos una calavera de antepasado, regresó a ese curioso y melancólico andar por las galerías, buscando alguna cosa en los cuadros hasta que lo detuvo una verdadera crisis de llanto, ante un paisaje de nieve holandés por un pintor desconocido. Entonces le pareció que la vida no valía la pena de ser vivida. Olvidadizo de los huesos de sus mayores y de que la vida se eleva sobre un sepulcro, se quedó sacudido por el llanto, todo por el hambre de una mujer con bombachas rusas, ojos oblicuos, labios encaprichados y perlas en el cuello. Se había ido. Lo había dejado. Ya no la vería más. Así sollozó. Y así volvió a sus habitaciones, y Mrs. Grimsditch, al ver la luz en la ventana, apartó el jarro de sus labios, y dijo «Alabado sea Dios, su Señoría está sano y salvo en su cuarto», pues ella había pensado todo ese tiempo que lo habían asesinado de un modo atroz.

Orlando acercó su silla a la mesa, abrió las obras de Sir Thomas Browne y procedió a investigar la delicada articulación de uno de sus pensamientos más largos y más prodigiosamente intrincados.

—Pues aunque éstos no son asuntos que un biógrafo pueda amplificar con provecho, los lectores capaces de construir con unas pocas indicaciones dispersas la entera circunferencia y el ámbito de una persona viva; los lectores capaces de transmutar nuestro mero susurro en una inconfundible voz, de percibir, aunque describamos o no, una cara precisa, de intuir sin una palabra que los ayude, un pensamiento exacto —y no escribamos sino para lectores así—, esos lectores ejemplares, decimos, saben muy bien que Orlando estaba extrañamente formado de muchos humores: de melancolía, de indolencia, de pasión, del amor a la soledad, para no decir nada de esas deformaciones y sutilezas de genio que apuntamos en la primera página, cuando guerreó con la cabeza de un negro muerto, la hizo rodar al suelo, la sujetó caballerescamente fuera de su alcance, y luego se acogió a la ventana con un libro. Su afición por los libros era temprana. De chico, los pajes lo sorprendían leyendo a la medianoche. Le quitaban la vela, y criaba luciérnagas que ayudaban a su propósito. Le quitaban las luciérnagas y casi prendió fuego a la casa con una mecha. Para decirlo de una vez (dejando al novelista la tarea de alisar la seda arrugada y sus complicaciones), Orlando era un hidalgo que padecía del amor de la literatura. Muchas personas de su tiempo, aún más las de su rango, escapaban al mal y quedaban en libertad de correr, de cabalgar o de enamorarse a su gusto. Pero a algunos los contaminaba un germen nacido del polen del asfódelo, traído por los vientos de Grecia y de Italia, y de naturaleza tan perniciosa que detenía la mano lista para el golpe, velaba el ojo que buscaba su presa y entorpecía la lengua que estaba declarando su amor. La fatal naturaleza de ese morbo sustituía a la realidad un fantasma, de suerte que Orlando, a quien la fortuna había otorgado todos los dones —platería, lencería, casas, sirvientes, alfombras, camas en profusión—, no tenía más que abrir un libro para que esa vasta acumulación se hiciera humo. Desaparecían los nueve acres de piedra que eran su casa; se evaporaban los ciento cincuenta sirvientes; se volvían invisibles los ochenta caballos de silla; sería prolijo enumerar las alfombras, divanes, tapicerías, porcelanas, platerías, vinagreras, calentadores y otros bienes muebles, a veces de oro macizo, que se desvanecían bajo la misma como niebla marina. Así era, y Orlando se quedaba solo, leyendo, un hombre desnudo.

En la soledad, el mal tomaba cuerpo rápidamente. Ya entrada la noche, leía a veces unas seis horas más, y cuando le pedían instrucciones para carnear la hacienda o para cosechar el trigo, apartaba su infolio y miraba sin comprender. Eso era grave y les partía el alma al halconero Hall, al palafrenero Giles, a Mrs. Grimsditch, el ama de llaves, a Mr. Dupper, el capellán. Un apuesto caballero como él, decían, no necesitaba libros. Que dejara los libros, decían, a los tullidos y a los moribundos. Pero algo peor venía. Pues una vez que el mal de leer se apodera del organismo, lo debilita y lo convierte en una fácil presa de ese otro azote que hace su habitación en el tintero y que supura en la pluma. El miserable se dedica a escribir. Y si eso ya es bastante malo en un pobre, sin otra propiedad que una silla y una mesa debajo de una gotera —pues al fin de cuentas no tiene mucho que perder—, el trance de un hombre rico, que tiene casas y ganado, doncellas, burros y ropa blanca, y sin embargo escribe libros, es penoso en extremo. Se le escapa el sabor de todo; lo torturan hierros candentes; lo roen los gusanos. Daría el último centavo (¡tan virulento es ese mal!) por escribir un solo librito y hacerse célebre; pero todo el oro del Perú no puede comprarle el tesoro de una frase bien hecha. Se enferma, cae en una consunción, se vuela los sesos, vuelve su cara a la pared. No importa en qué actitud lo encuentran. Ha atravesado las puertas de la Muerte y conocido las llamas del Infierno.

Orlando, felizmente, era de naturaleza robusta, y el mal (por razones que declararemos después) no lo quebró como a muchos de sus iguales. Con todo, lo afectó profundamente, según veremos. Al cabo de una hora o dos de lectura de Sir Thomas Browne, cuando el bramido del ciervo y el canto del sereno proclamaban el momento más hondo de la noche, y el sueño general atravesó el cuarto, sacó del bolsillo una llave de plata y abrió las puertas de un escritorio incrustado que había en el rincón. Adentro había unos cincuenta cajones de madera de cedro y cada uno con un rótulo escrito cuidadosamente en letra de Orlando. Se detuvo, como si no supiera cuál abrir. Uno decía «La muerte de Áyax», otro «El nacimiento de Príamo», otro «Ifigenia en Áulide», otro «La muerte de Hipólito», otro «Meleagro», otro «La vuelta de Ulises» —en fin, casi no había un solo cajón sin el nombre de algún personaje mitológico en un momento crítico de su carrera. En cada cajón había un documento considerable, escrito de puño y letra de Orlando. La verdad es que hacía muchos años que Orlando padecía ese mal. Ningún muchacho había pedido manzanas como Orlando había pedido papel; ni golosinas como él había pedido tinta. Huyendo de los juegos y de la charla, se había ocultado detrás de las cortinas, en los oratorios secretos, o en la despensa detrás del dormitorio de su madre (donde había un gran agujero en el piso que olía espantosamente a estiércol de pájaros), con un cuerno de tinta en una mano, una pluma en la otra, y en las rodillas un pliego de papel. Así fueron escritas, antes que él cumpliera los veinticinco, unas cuarenta y siete comedias, historias, novelas, poemas; unas en prosa, otras en verso, unas en francés, otras en italiano: todas románticas y todas largas. Había hecho imprimir una por John Ball en la Casa del Penacho y de la Corona, frente a St. Paul’s Cross, Cheapside, pero aunque el espectáculo de esa obra lo deleitaba singularmente, no se había atrevido a mostrarlo ni aun a su madre, ya que escribir (y no hablemos de publicar) era, bien lo sabía, una imperdonable falta en un noble.

Ahora, sin embargo, que estaba solo en la medianoche, sacó de ese depósito un grueso documento que se llamaba «Xenóphila, una Tragedia» o algo por el estilo, y uno más delgado, llamado simplemente «La Encina» —el único título breve del montón. Luego acercó el tintero, agitó en el aire la pluma, y ejecutó los otros ritos preliminares de los aficionados a ese vicio. Pero se detuvo.

Como esta pausa es de grande significación en su historia —más, en verdad, que muchos acontecimientos que arrojan de rodillas a los hombres y ensangrientan los ríos—, conviene averiguar por qué se detuvo, y responder, después de las debidas reflexiones, que fue por algún motivo como éste. La naturaleza, que nos ha jugado tantas malas pasadas, confeccionándonos tan híbridamente de arcilla y de diamantes, de arco iris y de granito, encajando todo en un molde, a veces de manera incoherente, pues el poeta tiene cara de carnicero, y el carnicero, de poeta; la naturaleza, que se complace en lo misterioso y lo turbio, de suerte que ni siquiera hoy (primero de noviembre de 1927) sabemos por qué subimos al primer piso o por qué bajamos, y nuestros movimientos más cotidianos son como el paisaje de un barco en un desconocido mar, y los vigías en el palo mayor interrogan, apuntando sus telescopios al horizonte: ¿Se ve o no se ve tierra?, y nosotros les respondemos con una afirmación si somos profetas y con una negación si somos verídicos; la naturaleza, cuyo mayor pecado no es la extensión, tal vez incómoda de esta frase, ha complicado su tarea y ha perfeccionado nuestra confusión, suministrándonos un surtido completo de retazos —un fragmento del pantalón de un gendarme al lado de un jirón del velo nupcial de la reina Alejandra— y ha dispuesto además que un solo hilván los conserve juntos. La costurera es la Memoria, y por cierto bien caprichosa. La Memoria mete y saca su aguja, de arriba abajo, de acá para allá. Ignoramos lo que viene en seguida, lo que vendrá después. El acto más común —sentarse a la mesa, acercar el tintero— puede agitar mil fragmentos dispares, un rato iluminados, un rato en sombra, colgando y hamacándose y flameando, como la ropa interior de una familia de catorce personas en una soga un día de viento. En lugar de ser duras y honestas obras de una pieza de las que no se puede abochornar ningún hombre, nuestros actos más habituales están como aureolados de un temblor de alas, de una ascensión y de una caída de luces. De ahí que Orlando, al mojar la pluma en la tinta, viera la cara burlona de la Princesa perdida y se dirigiera inmediatamente un millón de preguntas que eran como flechas empapadas en hiél. ¿Dónde estaría, y por qué razón lo dejó? ¿Era el Embajador su tío o su amante? ¿Estaban de acuerdo? ¿Acaso la obligaron? ¿Estaría casada? ¿Estaría muerta? —todo lo cual lo emponzoñó de tal modo, que para desahogar su agonía clavó la pluma de ave en el tintero con tal profundidad que la tinta salpicó toda la mesa: hecho que por cualquier explicación que le demos (y no hay explicación posible: la Memoria es inexplicable) sustituyó la cara de la Princesa por otra muy distinta. ¿Pero de quién sería?, se preguntó. Y tuvo que esperar, quizá medio minuto, mirando al nuevo cuadro que cubría el otro, como una vista de linterna mágica que deja traslucir la anterior, antes de poder contestarse: «Ésta es la cara de aquel hombre más bien gordo, raído, que estaba en el cuarto de Twitchett hace ya tantos años, la noche que la vieja Reina Bess vino aquí a cenar, y yo lo vi —prosiguió Orlando atrapando otro de esos retazos de colores—, sentado a la mesa, cuando bajaba yo al comedor, y tenía los ojos más raros —dijo Orlando—, que hubo en la tierra, ¿pero quién diablos era? —preguntó Orlando, pues aquí la Memoria añadió a la frente y los ojos, primero una gorguera ordinaria con manchas de grasa, luego un justillo pardo, y finalmente un par de gruesas botas como las que usan los ciudadanos de Cheapside—. No un prócer, no uno de los nuestros —dijo Orlando (observación que no hubiera formulado en voz alta, pues era el más cortés de los caballeros, pero que demuestra el efecto que la sangre noble puede ejercer y de paso las dificultades peculiares de un aristócrata para ser escritor)—, un poeta, supongo». Según todas las leyes, la Memoria, ya habiéndolo fastidiado lo suficiente, hubiera debido obliterar la visión o haber extraído algo no menos incoherente e idiota —un perro corriendo a un gato o una vieja sonándose las narices con un pañuelo de algodón colorado— y Orlando, temeroso de que esos fantaseos siempre lo dejaran atrás, hubiera dirigido en serio su pluma sobre el papel. (Porque podemos, si la decisión no nos falta, expulsar de la casa a esa loca de la Memoria y a su disparatado séquito). Pero Orlando se detuvo. La Memoria seguía presentándole la imagen de un hombre raído, con grandes ojos brillantes. Siguió mirándolo, siguió en suspenso. Esas pausas son nuestra ruina. La sedición penetra en la fortaleza y la guarnición se rebela. Ya se había detenido una vez y el amor, con su terrible tropel, sus zampoñas, sus címbalos, y sus decapitadas cabezas de rizos cruentos, había irrumpido en su corazón. El amor le había hecho padecer las torturas de los reprobos. (Ahora, por segunda vez, se detuvo, y en la brecha así abierta saltaron la Ambición, esa energúmena, y la poesía, esa hechicera, y la Codicia de la Gloria, esa prostituta, y se tomaron de la mano y pisotearon con su baile el corazón de Orlando!).

De pie en la soledad de su cuarto juró ser el primer poeta de su linaje y dar brillo inmortal a su nombre. Dijo (recitando los nombres y las proezas de sus mayores) que Sir Boris había vencido y dado muerte al Infiel; Sir Gawain, al Turco; Sir Miles, al Polaco; Sir Andrew, al Franco; Sir Richard, al Austríaco; Sir Jordán, al Francés; y Sir Herbert, al Español. Pero de toda esa matanza y esas campañas, esas borracheras y esos amores, esos despilfarros y cacerías y cabalgatas y comilonas, ¿qué quedaba? Un cráneo; un dedo. En cambio, dijo, volviendo la página de Sir Thomas Browne, que estaba abierta sobre la mesa —y otra vez se detuvo. Como una encantación que subiera de todos los lados del cuarto, del viento de la noche y de la luna, rodó la divina melodía de esas palabras que, para no humillar esta página, dejaremos donde están sepultadas, no muertas, más bien embalsamadas, tan fresco es su color, tan puro su aliento—, y Orlando, comparando esa obra con la obra de sus mayores, gritó que sus hazañas y ellos eran polvo y cenizas, pero que estas palabras y este hombre eran inmortales.

Sin embargo, no tardó en advertir que las batallas libradas por Sir Miles y los otros para ganar un reino contra caballeros con armadura, eran menos arduas que la emprendida ahora por él para ganar inmortalidad contra la lengua inglesa. El lector que haya intimado con las severidades del trabajo de redactar no necesitará pormenores: cómo escribió y le pareció bueno; releyó y le pareció vil: corrigió y rompió; omitió; agregó, conoció el éxtasis, la desesperación; tuvo sus buenas noches y sus malas mañanas; atrapó ideas y las perdió; vio su libro concluido y se le borró: personificó sus héroes mientras comía; los declamó al salir a caminar; rió y lloró; vaciló entre uno y otro estilo; prefirió a veces el heroico y pomposo; otras el directo y sencillo; otras los valles de Tempe; otras los campos de Kent o de Cornwall; y no llegó nunca a saber si era el genio más sublime o el mayor mentecato de la tierra.

Con el objeto de aclarar esa duda tomó la decisión, después de muchos meses afiebrados y laboriosos, de cortar una soledad que ya se medía por años y ponerse en comunicación con el mundo externo. Tenía un amigo en Londres, un tal Giles Isham de Norfolk que, aunque de noble cuna, se trataba con escritores y sin duda lo podría presentar a algún miembro de esa hermandad bendita, o más bien sagrada. Para el febril Orlando de esa época, el hombre que había escrito un libro y que lo había hecho imprimir, efúndía una gloria que oscurecía todas las glorias de la sangre y del rango. Su imaginación creía que hasta sus cuerpos estarían glorificados por esos pensamientos divinos. Los veía con aureolas en vez de pelo, sahumerio en vez de aliento, y rosas que brotaban entre sus labios —rasgos por cierto nada típicos de él o de Mr. Dupper. Era incapaz de concebir una felicidad mayor que ocultarse detrás de una cortina y oírlos conversar. La sola idea de ese variado y atrevido coloquio humillaba el recuerdo de sus charlas con sus amigos cortesanos: charlas cuyo tema era un perro, un caballo, una mujer, un partido de naipes. Recordaba con orgullo que siempre le habían dicho literato, y se habían burlado de su amor a los libros y a la soledad. Nunca le habían salido bien los cumplidos. Se quedaba tieso, se sonrojaba, o tenía torpezas de granadero en el estrado de las damas. Dos veces se había caído del caballo, de puro distraído. Buscando una rima, había roto una vez el abanico de Lady Winchilsea. El ávido recuerdo de esas incapacidades (y de otras muchas) para la vida mundana, lo condujeron a la convicción inefable de que toda la turbulencia de su juventud, su torpeza, sus sonrojos, sus caminatas y su afición al campo, demostraban que él mismo pertenecía menos a la raza noble que a la raza sagrada —que era de nacimiento un escritor, más bien que un aristócrata. Por vez primera desde la noche de la inundación se sintió feliz.

Entregó a Mr. Isham de Norfolk para Mr. Nicholas Greene de Clifford’s Inn un documento que expresaba la admiración de Orlando por sus obras (pues Nick Greene era entonces un celebérrimo escritor) y su anhelo de conocerlo; que apenas se atrevía a formular, porque nada podía ofrecerle en cambio; pero si Mr. Nicholas Greene se dignara visitarlo, un carruaje y cuatro caballos lo aguardarían en la esquina de Fetter Lane a la hora que Mr. Greene dispusiera, y lo transportaría sano y salvo a la casa de Orlando. Es fácil reconstruir el resto de la carta, y figurarse la alegría de Orlando, cuando, después de un plazo no infinito, Mr. Greene aceptó la invitación del Noble Señor: tomó asiento en el coche y fue depositado en el hall al sur del edificio principal, puntualmente a las siete de la tarde, el lunes veintiuno de abril.

Muchos Reyes, Reinas y Embajadores habían sido allí recibidos; también, muchos Jueces y sus armiños. Las damas más hermosas del Reino se habían reunido en ese lugar, y los más adustos guerreros. Banderas de Agincourt y de Flodden pendían de los muros. Se alineaban ahí los pintados escudos de armas con sus leopardos y sus leones y sus coronas. Ahí estaban las largas mesas con su vajilla de oro y de plata, y ahí las vastas chimeneas de esculpido mármol de Italia donde ardía cada noche una encina entera, con un millón de hojas y sus nidos de cuervos y de grajos, hasta que no quedaban más que cenizas. Nicholas Greene, el poeta, estaba ahora ahí, de sombrerito requintado y justillo negro, con una valijita en la mano.

Era inevitable que Orlando, al apresurarse a recibirlo, padeciera algún desencanto. El poeta no sobrepasaba la estatura mediana; era de figura mezquina; era flaco y algo encorvado, y al entrar, se llevó por delante un mastín, que le hincó los dientes. Orlando, pese a todo su conocimiento del mundo, no sabía cómo clasificarlo. Algo había en él que no correspondía ni al servidor, ni al noble, ni al caballero. La cabeza con su frente abovedada y su nariz aquileña era hermosa, pero el mentón retrocedía. Los ojos eran brillantes, pero los gruesos labios babeaban. Lo más inquietante, con todo, era la expresión de su cara. Le faltaba ese majestuoso equilibrio que hace tan agradables a la vista las caras de la nobleza; le faltaba el solemne servilismo de una cara de sirviente bien educado: era una cara cosida, fruncida y arrugada. Aunque poeta, parecía más habituado a regañar que a adular; a disputar que a arrullar; a trepar que a ascender; a luchar que a reposar; a odiar que a amar. Eso lo traicionaba también cierta rapidez en sus movimientos, y algo suspicaz y fogoso en la mirada. Orlando quedó un poco desconcertado. Pero entraron al comedor.

Ahí, Orlando, a quien siempre le habían parecido normales esas cosas, se sintió, por la primera vez en su vida, inexplicablemente avergonzado de sus numerosos sirvientes y del esplendor de su mesa. Cosa más rara todavía: recordó con orgullo —recuerdo generalmente ingrato— a esa bisabuela Molí que ordeñaba las vacas. Estaba por aludir de algún modo a esa mujer humilde y a sus baldes de leche, cuando el poeta se le anticipó diciendo que era raro, dado lo común del nombre de Greene, que la familia hubiera venido a Inglaterra con el Conquistador y perteneciera a la más alta nobleza de Francia. Desgraciadamente habían venido a menos y hecho muy poco más que dejar su nombre al distrito de Greenwich. Otras informaciones del mismo estilo, sobre castillos perdidos, escudos de armas, primos con baronías en el norte, alianzas con familias nobles en el oeste, cómo algunos Greene escribían su nombre con una e final, y otros sin, duraron hasta que sirvieron las carnes. Orlando, entonces, se ingenió para decir algo de la abuela Molí y de sus vacas, y cuando sirvieron las aves ya se sentía un poco más cómodo. Pero sólo cuando el Malvasía circuló libremente, se atrevió a abordar un asunto que en su juicio importaba mucho más que los Greene o las vacas: el sagrado tema de la poesía. A la primera palabra, los ojos del poeta chispearon, olvidó sus afectaciones caballerescas, golpeó la mesa con el vaso, y se embarcó en la más larga, más intrincada, más apresurada y más amarga historia que Orlando había escuchado de su vida (salvo de labios de una mujer despechada), sobre una comedia suya, otro poeta y un crítico. De la naturaleza de la poesía, Orlando sólo sacó en limpio que era de venta más difícil que la prosa, y que su fabricación llevaba más tiempo aunque eran más cortas las líneas. De esa manera siguió el diálogo con ramificaciones interminables, hasta que Orlando se animó a deslizar que él mismo, alguna vez, había tenido la temeridad de escribir —pero aquí el poeta dio un brinco. Una laucha había chillado en el maderaje, dijo. El hecho era, explicó, que el estado de sus nervios era tal que bastaba el chillido de una laucha para crisparlos por una quincena. Sin duda la casa estaba llena de alimañas, pero Orlando ni las oía. El poeta le brindó entonces la historia detallada de su salud durante los últimos diez años. Había sido tan mala que era un milagro que aún estuviera vivo. Había tenido parálisis, gota, tercianas, hidropesía, y las tres fiebres una después de la otra; a lo que convenía añadir hipertrofia del corazón, el bazo agrandado y el hígado enfermo. Pero además tenía, le dijo a Orlando, sensaciones en la espina dorsal que eran indescriptibles. La tercera vértebra, contando de arriba, quemaba como un fuego; la segunda, contando de abajo, era como de hielo. Se despertaba ciertas mañanas con el cerebro como plomo; otras, como si dentro hubiera encendidos miles de cirios y estallaran fuegos artificiales. A través del colchón era capaz de percibir un pétalo de rosa, y podía orientarse en Londres por la sensación del empedrado. En conjunto era una maquinaria tan exquisitamente hecha y tan curiosamente armada (aquí levantó la mano como al descuido, y la verdad es que era de hermosísima forma) que se confundía pensando que sólo había vendido quinientos ejemplares de su poema, pero claro que eso se debía en gran parte a una conspiración de los envidiosos. Lo indiscutible, concluyó, golpeando la mesa con el puño, era que en Inglaterra había muerto el arte de la poesía.

¿Y Shakespeare, Marlowe, Ben Jonson, Browne, Donne, todos ellos ahora escribiendo? Orlando, desgranando los nombres de sus héroes preferidos, no podía estar de acuerdo.

Greene se rió sardónicamente. Shakespeare, concedió, había escrito algunas escenas tolerables; pero las había tomado de Marlowe; Marlowe era un mozo que prometía pero ¿qué decir de un muchacho que había muerto antes de los treinta años? En cuanto a Browne, le daba por escribir poesía en prosa, y la gente se cansaba pronto de esos caprichos. Donne era un saltimbanqui que disfrazaba su vacuidad con palabras difíciles. Los desprevenidos se dejaban engañar; pero dentro de un año su estilo estaría fuera de moda. En cuanto a Ben Jonson —Ben Jonson era amigo suyo y él nunca hablaba mal de sus amigos.

No, decidió, la gran época de la literatura ha pasado. Esa gran época había sido la griega; la isabelina era de todo punto inferior a la griega. En el pasado los hombres alimentaban una generosa ambición que él llamaba la Gloire (pronunciaba Glor, de suerte que Orlando no le entendió en seguida). Ahora todos los escritores jóvenes estaban a sueldo de los libreros y frangollaban cualquier mamarracho de venta fácil. Shakespeare era el culpable principal en ese sentido y ya estaba sufriendo las consecuencias. La actual época, dijo, se caracterizaba por lindezas alambicadas y por experimentos extravagantes —que los griegos no hubieran tolerado un solo momento. Por mucho que le doliera decirlo —porque él amaba la literatura como su vida—, no veía nada bueno en el presente y no esperaba nada del porvenir. Aquí se sirvió otro vaso de vino.

A Orlando lo escandalizaban esas doctrinas; pero no pudo menos que observar que el censor no parecía nada abatido.

Al contrario, cuanto más denigraba su propia época, más satisfecho estaba. Recordaba, dijo, una noche en la Taberna del Gallo en Fleet Street, donde se encontró con Kit Marlowe y algunos otros. Kit estaba radiante, medio borracho —cosa habitual en él— y en tren de hablar sandeces. Como si lo viera, blandiendo su copa y tartamudeando:

—¡Que me ahorquen, Bill (Bill era Shakespeare), si no se viene encima una gran ola y tú estás en la cresta! —lo que significaba, explicó Greene, que estaban temblando en el borde de una gran era de las letras inglesas, y que Shakespeare sería un escritor de cierta importancia. Por suerte para él, lo apuñalaron dos noches después en una pelea de borrachos y se libró de ver el fracaso de su predicción.

—Pobre infeliz —repitió Greene—, decir cosas como ésas. Una gran era, ¡vaya! —¡la Isabelina una gran era!

»Por consiguiente, mi querido Señor —prosiguió, acomodándose en el sillón, y dando vuelta la copa entre los dedos—, no nos queda otro remedio que resignarnos, venerar el pasado y honrar a aquellos escritores —quedan todavía unos pocos— que toman por modelo la antigüedad y escriben, no por dinero, sino por ‘Glor’ (Orlando hubiera deseado un mejor acento). —La Glor —dijo Greene—, es la espuela de las grandes almas. Si yo tuviera una pensión de trescientas libras al año pagada trimestralmente, me consagraría entero a la Glor. Me quedaría hasta el mediodía en la cama leyendo a Cicerón. Imitaría su estilo tan bien que ya no se sabría cuál es cuál. Eso es lo que yo llamo literatura, eso lo que yo llamo la Glor. Pero es imprescindible para eso la pensión.

Ya Orlando había desechado toda esperanza de discutir su obra con el poeta; pero eso ya no le importaba, porque la conversación giraba sobre el carácter y las vidas de Shakespeare, de Ben Jonson y de los otros: todos amigos íntimos de Greene, que estaba en posesión de miles de anécdotas de lo más divertidas. Orlando nunca se había reído tanto en su vida. ¡Ésos habían sido sus dioses! La mitad eran borrachos y todos calaveras. Casi todos reñían con sus mujeres; ninguno era incapaz de una mentira o de un enredo de la clase más vil. Garabateaban sus melodramas en el reverso de las cuentas de la lavandera y hacían pupitre de la cabeza de un aprendiz de imprenta, en la puerta de calle. Así entregaron los originales de Hamlet; así de Otelo; así de Lear. Era natural, decía Greene, que esas tragedias abundaran en faltas. El resto de su tiempo lo gastaban en comilonas de tabernas y en parrandear, diciendo cosas que querían ser ingeniosas, y haciendo otras que infinitamente excedían cualquier orgía de la Corte. Todo esto lo contaba Greene con un entusiasmo que deleitaba a Orlando. Era un actor capaz de resucitar a los muertos, un finísimo crítico de cualquier libro —siempre que lo hubieran escrito hace trescientos años.

Pasaba el tiempo, y Orlando sentía por su huésped una curiosa mezcla de simpatía y de desprecio, de admiración y de lástima, así como algo demasiado impreciso para que le demos un nombre, pero que se parecía al temor y a la fascinación. Greene hablaba todo el tiempo de sí mismo, pero era tan ameno su trato que uno podía pasarse la vida escuchando la historia de su fiebre. Y era tan ingenioso; era tan irreverente; se tomaba tales libertades con los nombres de Dios y de la Mujer; sabía tantas mañas y tenía tantos conocimientos raros en la cabeza; era capaz de preparar trescientas ensaladas; sabía todo lo que un hombre puede saber de la mezcla de vinos; tocaba media docena de instrumentos y fue la primera persona, y tal vez la última, que hizo tostadas de queso en la gran chimenea italiana. Que no distinguiera un geranio de un clavel, una encina de un chopo, un mastín de un sabueso, un borrego de una oveja, el trigo de la cebada, la tierra arada de la tierra en reposo; que ignorara la rotación de las siembras; que pensara que las naranjas crecen bajo tierra y los nabos en los árboles; que prefiriera cualquier rincón de Londres al mejor paisaje del campo —todo esto y mucho más azoraba a Orlando, que no había conocido nunca una persona así. Hasta las doncellas, que lo despreciaban, festejaban sus chistes; y los sirvientes, que lo aborrecían, se demoraban para oír el final de sus cuentos. En verdad, la casa nunca había estado tan animada; lo cual dio a Orlando mucho que pensar y le hizo comparar este género de vida con el antiguo. Recordó las discusiones corrientes sobre la apoplejía del Rey de España o la cruza de una perra; recordó cómo el día se repartía entre los establos y el tocador; recordó cómo los Señores se quedaban dormidos sobre las copas y detestaban a quien los despertara. Pensó en la actividad y en el valor de sus cuerpos: en la timidez y la pereza de sus espíritus. Preocupado por estas reflexiones, e incapaz de encontrar el justo término medio, dedujo que había admitido en su casa un espíritu inquieto y demoníaco que nunca lo dejaría dormir en calma.

En ese mismo instante, Nick Greene llegaba a una conclusión del todo opuesta. Haraganeando esa mañana en la cama, sobre los almohadones más mullidos, entre las sábanas más finas, y mirando por el balcón volado un césped que por tres siglos no había conocido un diente de león ni una mala hierba, pensó que si de algún modo no se evadía, perecería sofocado. Cuando oyó, al levantarse, el arrullo de las palomas; cuando oyó, al vestirse, la voz de las fuentes, pensó que si no volvía a escuchar el chirrido pesado de los carros sobre las piedras de Fleet Street, no escribiría jamás otro verso. Si esto dura, pensó, oyendo al lacayo arreglar el fuego y poner la mesa con fuentes de plata en la pieza contigua, me quedaré dormido, y (aquí bostezó prodigiosamente) me moriré dormido.

Buscó a Orlando en su cuarto y le declaró que el silencio no le había dejado pegar los ojos en toda la noche. (La casa, en efecto, estaba circundada por un parque de quince millas y un muro de diez pies de altura). Nada, dijo, era tan perjudicial a sus nervios como el silencio. Esa mañana misma daría término a su visita, con permiso de Orlando. Orlando sintió alivio, pero a la vez un gran desagrado de dejarlo partir. La casa, pensó, iba a quedar muy triste. Al despedirse (porque antes no se había animado a tocar el punto), le puso en las manos su drama «Muerte de Hércules» y le solicitó su opinión. El poeta lo recibió y pronunció entre dientes algo sobre Cicerón y la Glor, que Orlando detuvo con la promesa de abonar trimestralmente la pensión. Greene, con muchas protestas de afecto, saltó al coche y se fue.

El vasto hall nunca había parecido tan vasto, tan espléndido, o tan vacío como al alejarse el carruaje. Orlando supo que nunca se animaría a preparar tostadas de queso en la chimenea italiana. Nunca se le ocurrirían bromas sobre los cuadros italianos; nunca elaboraría un ponche perfecto; perdería mil buenas pullas y chistes divertidos. ¡Pero qué alivio no escuchar esa voz fastidiosa, qué lujo estar solo! Así pensaba Orlando, mientras desataba el mastín que habla estado sujeto seis semanas porque no podía ver al poeta sin morderlo.

Esa misma tarde, Nick Greene se apeó en la esquina de Fetter Lane, y encontró las cosas más o menos como las había dejado. En un cuarto, Mrs. Greene daba a luz un niño; en el otro, Tom Fletcher bebía ginebra. Los libros estaban desparramados por el suelo; la comida —o como quiera llamársele— estaba servida en un tocador donde los chicos habían estado haciendo tortas de barro. He aquí, sintió Greene, un ambiente adecuado a la composición literaria; aquí podía escribir, y escribió. El tema estaba hecho para él. Un procer en su casa. Una visita a un noble en el campo —su nuevo poema tendría un título por el estilo. Tomando la pluma que servía a su hijito para hacer cosquillas en las orejas del gato, y mojándola en la huevera, que hacía de tintero, Greene compuso en el acto una sátira animadísima. La compuso con una precisión que denunciaba muy claramente la identidad de la noble víctima: sus entusiasmos y sus locuras, el preciso tinte de su cabello y ese modo extranjero que tenía de pronunciar la erre, eran inconfundibles. Para que no quedara la menor duda, Greene intercaló unos pasajes, apenas disfrazados, de una tragedia aristocrática, la «Muerte de Hércules» que resultó, según sus previsiones, de lo más verbosa y bombástica.

El panfleto, que inmediatamente alcanzó varias ediciones y que pagó los gastos del décimo parto de Mrs. Greene, fue remitido a Orlando por amigos que no descuidan esos buenos oficios. Cuando lo hubo leído —lo que hizo con rígida atención, de la primera palabra a la última— llamó a un lacayo, le alargó el documento con unas pinzas y le ordenó que lo arrojara en el punto más fétido del montón de basuras más hediondo de todo su dominio. Cuando el hombre se iba, lo paró.

—Toma el caballo más veloz del establo —le dijo—, y galopa a rienda suelta hasta Harwich. Ahí te embarcarás en una nave, pronta a hacerse a la vela para Noruega. Me comprarás de las perreras del Rey, los sabuesos más finos de la jauría Real, un macho y una hembra. Me los traerás sin pérdida de tiempo. Porque —añadió en voz baja al volver a sus libros—, he acabado ya con los hombres.

El lacayo, perfectamente al tanto de sus deberes, saludó y desapareció. Cumplió tan bien sus órdenes que a las tres semanas justas estaba de vuelta, con una yunta de sabuesos magníficos. Esa misma noche, bajo la mesa del comedor, la hembra parió ocho hermosos cachorros. Orlando los hizo llevar a su dormitorio.

—Porque —dijo— he acabado ya con los hombres.

Sin embargo, pagó la pensión trimestralmente.

Así, a los treinta años más o menos, este joven Señor había experimentado todo cuanto la vida puede ofrecer, y la vanidad de ese todo. La ambición y el amor, los poetas y las mujeres eran igualmente vanos. La literatura era una farsa. La noche que siguió a la lectura de la «Visita a un noble en el campo», hizo una gran conflagración de cincuenta y siete obras poéticas, de la que sólo se salvó «La Encina», que era su ensueño juvenil y muy breve. Sólo dos cosas le quedaban; en ellas puso toda su fe: los perros y la naturaleza; un mastín y un rosal. La variedad del mundo, la complejidad de la vida, se habían reducido a eso. Unos perros y un rosal eran todo. Libre de una vasta montaña de ilusión y muy desnudo, por consiguiente, llamó a sus perros y a grandes pasos recorrió el Parque.

Había estado recluido tanto tiempo, escribiendo y leyendo, que casi había olvidado los agrados de la naturaleza, que en junio pueden ser grandes. Cuando alcanzó la cumbre de aquel cerro que domina (si están claros los días) media Inglaterra, con una lonja de Gales y de Escocia por añadidura se echó bajo la encina favorita y pensó que si lo eximían para siempre de hablar a un hombre o a una mujer, si sus perros no desarrollaban el don de la palabra, si no se le cruzaban un poeta o una Princesa, podría vivir los años que le quedaban tolerablemente feliz.

Y ahí entonces volvió, días tras día, semana tras semana, mes tras mes, año tras año. Vio dorarse las hayas, y desrizarse los helechos tiernos; vio la hoz de la luna y después el círculo; vio —pero sin duda el lector puede imaginarse la continuación de este párrafo y cómo cada árbol y cada planta de los alrededores aparecía primero de color verde, luego de color de oro; cómo las lunas nacen y los soles se ponen; cómo la primavera sigue al invierno y el otoño al verano; cómo la noche sucede al día y el día a la noche; cómo hay primero una tormenta y luego buen tiempo; cómo las cosas siguen como están por dos o tres siglos, salvo unos granos más de polvo y algunas telarañas que una vieja puede barrer en media hora; hechos que caben en la breve fórmula: «Pasó el tiempo» (la cifra exacta podría ir entre paréntesis) y no sucedió nada.

Por desgracia, el tiempo que hace medrar y decaer animales y plantas con pasmosa puntualidad, tiene un efecto menos simple sobre la mente humana. La mente humana, por su parte, opera con igual irregularidad sobre la sustancia del tiempo. Una hora, una vez instalada en la mente humana, puede abarcar cincuenta o cien veces su tiempo cronométrico; inversamente, una hora puede corresponder a un segundo en el tiempo mental. Ese maravilloso desacuerdo del tiempo del reloj con el tiempo del alma no se conoce lo bastante y merecería una profunda investigación. Pero el biógrafo, cuyas tareas son, como lo hemos dicho, de lo más reducidas, tiene que limitarse a declarar: cuando un hombre ha alcanzado los treinta años, como ahora Orlando, el tiempo que dedica a pensar se le hace enormemente largo; el tiempo que dedica a obrar, enormemente breve.

Así Orlando daba sus órdenes y despachaba en un santiamén los menesteres de su vasta propiedad; pero en cuanto estaba solo bajo la encina, los segundos se inflaban y se inflaban como si nunca fueran a caer. Iban llenándose, además, de objetos incoherentes. No sólo lo asaltaban problemas que han confundido a los mayores sabios —¿Qué es el amor, qué la amistad, qué la verdad?—, sino que al pensar en ellos, todo su pasado, tan infinitamente largo y tan múltiple, se agolpaba en el segundo pendiente, lo hinchaba de increíble manera, lo teñía de mil colores y lo colmaba con todos los desperdicios del universo.

En tales cavilaciones (o como se les quiera llamar) pasó meses y años de su vida. No sería exagerado decir que salía con treinta años después de almorzar y volvía a cenar con cincuenta y cinco a lo menos. Hubo semanas que le añadieron un siglo, otras no más de tres segundos. En resumen, la tarea de estimar la longitud de la vida humana (no nos atrevemos a hablar de los animales) excede nuestra capacidad, pues en cuanto decimos que dura siglos, nos recuerdan que dura menos que la caída del pétalo de una rosa. De las dos fuerzas que alternativamente, y lo que es más confuso aún, simultáneamente, gobiernan nuestro pobre cerebro —la brevedad y la duración—, una, la divinidad con pies de elefante, mandaba a veces en Orlando; otras veces, la divinidad con alas de mosca. La vida le parecía prodigiosamente larga. Sin embargo, pasaba como un rayo. Pero hasta en las etapas más infinitas, cuando se hinchaban más los instantes y le parecía errar solo, por desiertos de enorme eternidad, el tiempo le faltaba para aplanar y descifrar los turbios pergaminos que treinta años entre los hombres y las mujeres habían enrollado y apretado a su corazón y su cerebro. Aún estaba perplejo con el Amor (la encina había producido sus hojas y las había dispersado en el suelo unas doce veces) cuando la Ambición lo echaba del campo, para ser echada a su vez por la Literatura o por la Amistad. Y como la pregunta inicial no había sido resuelta —¿Qué es el Amor?—, volvía a la primera insinuación, o sin insinuación, y expulsaba los Libros o las Metáforas o los ¿Para qué vive uno? al margen, donde se desplegaban a la espera de una ocasión de intervenir de nuevo. Alargaban el proceso las muchas ilustraciones, no sólo visuales, como la de la vieja Reina Isabel, acostada en el diván de tapicería, vestida de brocado rosa, con una tabaquera de marfil en la mano y una espada con empuñadura de oro al costado, sino olfativas —exhalaba un fuerte perfume— y auditivas: los ciervos, aquel día de invierno, bramaban en Richmond Park. Y así, el pensamiento del amor estaba todo impregnado de invierno y nieve; de fogatas de leña; de mujeres rusas, espadas de oro y ciervos que bramaban; de la baba del viejo Rey Jaime y fuegos de artificio y sacos de tesoro en bodegas de barcos isabelinos. Cuanta idea trataba de extraer de su sitio en la mente, estaba oculta por materias extrañas, como el trozo de vidrio que, después de un año en el fondo del mar, se ha incorporado huesos y libélulas y monedas y trenzas de mujeres ahogadas.

«¡Otra metáfora, por Júpiter! —exclamaba, al decir eso (lo que muestra el desorden y el laberinto de su estado mental y explica por qué razón la encina floreció y se marchitó tantas veces antes que Orlando llegara a definir el Amor)—. ¿Y para qué? —se preguntaba—. ¿Por qué no formular directamente en pocas palabras —y luego meditaba una media hora, o tal vez dos años y medio el modo de formular directamente en pocas palabras— qué es el amor? Una comparación como la anterior es del todo falsa —argüía—, porque no hay libélula (salvo en circunstancias muy excepcionales) que viva en el fondo del mar. Y si la Literatura no es la Esposa y Compañera de Lecho de la Verdad, ¿qué será entonces? Maldito sea, ¿a qué decir Compañera de Lecho cuando se ha dicho Esposa? ¿Por qué no decir directamente lo que uno quiere, sin una palabra de más?».

Entonces optó por decir que el pasto era verde y el cielo azul, para conciliar de algún modo el austero genio de la poesía, que no dejó nunca de reverenciar, siquiera de muy lejos. «El cielo es azul —repetía—, el pasto es verde». Levantando los ojos vio que, al contrario, el cielo es como los velos que Mil Madonas han dejado caer de sus cabelleras; y el pasto se apresura y se oscurece como una fuga de muchachas que huyen de sátiros velludos en bosques encantados. «A fe mía —dijo (porque había tomado la mala costumbre de hablar en voz alta)—, no veo que una sea más verdad que la otra. Las dos son falsas…». Y desesperó de resolver el problema de la poesía y de la verdad y cayó en un hondo abatimiento.

Aprovechemos esa pausa en su soliloquio, para reflexionar en la rareza de ver a Orlando, apoyado con el codo, ese día de junio. Maravillémonos de que ese muchacho magnífico, tan sano y bien dotado —sus mejillas y sus miembros así lo demostraban; un hombre listo a encabezar una carga o a batirse en duelo— fuera de tan letárgico pensamiento, y tan avergonzado de ese letargo, que en cuanto se trataba de poesía o de su capacidad poética, se cohibía como una niña detrás de la puerta de la choza. En nuestro parecer, la burla que hizo Greene de su tragedia le dolió tanto como la mofa que hizo la Princesa de su amor. Pero volviendo…

Orlando siguió pensando. Siguió mirando el pasto y el cielo, y esforzándose por adivinar lo que diría de esas cosas un poeta de veras, un poeta que publicara en Londres. Mientras tanto la Memoria (cuyas costumbres ya hemos descrito) no dejaba de presentarle la cara de Nicholas Greene, como si aquel hombre sardónico de labio caído, traicionero como era, fuera la Musa en persona, y Orlando tuviera que rendirle homenaje. Así, esa mañana de verano, le ofreció una variedad de frases, unas llanas, otras figuradas, y Nick Greene sacudía la cabeza y las desdeñaba y rezongaba algo sobre Cicerón y la Glor y la decadencia contemporánea de la poesía. Al fin poniéndose de pie (era invierno y hacía mucho frío) Orlando hizo uno de los juramentos más importantes de su vida, porque lo ató a la más severa de todas las servidumbres. «Que me abrasen —dijo—, si escribo una palabra más, o trato de escribir una palabra más, para agradar a Nick Greene, o a la Musa. Malo, bueno o mediano, escribiré de hoy en adelante lo que me gusta»; e hizo aquí el ademán de desgarrar un alto de papeles y de tirarlos en la cara de aquel hombre sardónico de labio caído. Entonces, como un cuzco que se agacha cuando lo cascotean, la Memoria arrió la efigie de Nick Greene, y la sustituyó —con nada.

Pero Orlando seguía pensando. Tenía mucho en que pensar. Pues al hacer pedazos el pergamino, había desgarrado de un tirón el rollo rubricado y sellado que había expedido a su favor, en la soledad de su alcoba, nombrándose —como Rey que designa Embajadores— el primer poeta de su linaje, el primer escritor de su tiempo, confiriendo a su alma eterna inmortalidad y a su cuerpo un sepulcro entre laureles y las banderas intangibles de la perpetua reverencia de un pueblo. Por elocuente que todo eso fuera, lo hizo pedazos y lo arrojó al canasto. «La fama —dijo—, es como (y desde que no lo atajaba Nick Greene se desató en imágenes, de las que apenas elegimos un par de las más tranquilas) una chaqueta recamada que entorpece los miembros, una cota de plata que oprime el corazón, un escudo pintado que cubre un espantapájaros», etc., etc. Esas comparaciones querían insinuar que si la fama estorba y aprieta, la oscuridad teje una bruma alrededor del hombre; la oscuridad es amplia, sombría y libre; la oscuridad deja que el alma siga su camino. Sobre el hombre ignorado se derrama la piadosa efusión de la oscuridad. Nadie sabe de dónde viene ni a dónde va. Puede buscar la verdad y decirla; sólo él es libre, sólo él es verídico, sólo él está en paz. Así se apaciguaron sus pensamientos, bajo la encina, cuyas duras raíces sobresalientes le parecían más bien cómodas.

Largo tiempo sumido en hondas reflexiones, sobre el valor de la oscuridad, y la dicha de no tener un nombre, y ser como la ola que regresa al profundo cuerpo del mar; pensando cómo la oscuridad purga la mente de los fastidios del rencor y la envidia; cómo hace correr por las venas las libres aguas de la generosidad y de la grandeza; cómo permite dar y recibir sin retribución ni alabanza; lo que habrá sido el caso de todos los grandes poetas, suponía (aunque su conocimiento del griego no era suficiente para afirmarlo) porque, pensaba, Shakespeare debió escribir de esa manera, y los constructores de iglesias, construir así anónimamente, sin necesitar agradecimiento ni fama, con sólo su trabajo durante el día y un poco de cerveza por la noche —«¡Qué vida admirable es ésta! —pensó desperezándose bajo la encina—. ¿Por qué no gozarla ahora mismo?». La idea lo golpeó como una bala. La ambición se hundió como una plomada. Libre de la congoja del amor rechazado, y del despecho y de todos los demás aguijones y punzadas que el erial de la vida le clavó cuando codiciaba la gloria, pero que ya nada podían contra él, abrió los ojos, que habían estado abiertos todo ese tiempo, pero que no habían visto más que pensamientos, y vio a sus pies, en la hondonada, su casa.

Ahí estaba en el temprano sol de la primavera. Parecía un pueblo más que una casa, pero un pueblo construido, no aquí o allá, al azar de caprichos, sino deliberadamente, por un solo arquitecto con una sola idea en la cabeza.

Patios y edificios, grises, rojos, color ciruela, se sucedían simétricos y ordenados; había patios alargados y otros cuadrados; en éste había un surtidor, en aquél una estatua; algunos edificios eran bajos, otros agudos; aquí había una capilla, ahí un campanario; entre ellos había espacios de verde césped y grupos de cedros y canteros de flores claras; todo estaba cercado —aunque tan bien dispuesto que parecía que cada cosa tenía lugar de sobra— por la maciza curva de un muro; mientras el humo de innumerables chimeneas se rizaba en el aire perpetuamente. Esta vasta pero ordenada vivienda, que podía albergar mil hombres y tal vez dos mil caballos, fue levantada, pensó Orlando, por obreros de nombres desconocidos. «Aquí vivieron, por más siglos que los que puedo contar, las oscuras generaciones de mi propia familia. Ni uno de esos Ricardos, Juanes, Anas, Isabeles ha dejado un testimonio individual. Pero todos ellos, colaborando con sus palas y sus agujas, sus amores y sus alumbramientos, han dejado esto».

Nunca la casa le había parecido más humana, más noble.

¿Por qué, entonces, había querido superar a sus antepasados? Parecía infinitamente inútil e impertinente tratar de mejorar esa creación anónima; los trabajos de esas manos desvanecidas. Mejor era partir desconocido y dejar un arco, una bodega, un cerco donde maduren los duraznos, que arder como un meteoro y no dejar rastro. Porque después de todo, dijo, animándose al ver la casa grande en el valle, a sus pies, los desconocidos señores y damas que la habitaron nunca se olvidaron de guardar algo para los que vendrían después; para el techo que puede gotear; para el árbol que puede venirse abajo. Había siempre, en la cocina, un rincón abrigado para el viejo pastor; siempre, comida para el hambriento; siempre estaban lustrados sus jarros, aunque ellos estuvieran enfermos; siempre había luz en sus ventanas, aunque se estuvieran muriendo. Por nobles que fueran, se resignaban a bajar a la sombra con el cazador de topos y el albañil. Oscuros nobles, olvidados constructores —así los apostrofó con un fervor que enteramente refutaba las acusaciones de frialdad, de pereza y de indiferencia de algunos críticos (lo cierto es que una cualidad suele estar donde menos lo sospechamos)—, así apostrofó su casa y su sangre con una elocuencia conmovedora; pero al llegar a la peroración —¿qué es la elocuencia sin la peroración?— se cortó. Hubiera querido concluir con un floreo, declarando que se proponía seguir sus huellas y agregar una piedra a su edificio. Sin embargo, puesto que el edificio ya abarcaba nueve manzanas, la adición de una piedra parecía inútil. ¿Cómo hablar de muebles en una peroración? ¿Cómo hablar de sillas y mesas, y esteras para el costado de la cama? La peroración requeriría otras cosas, pero eso era lo que necesitaba la casa. Dejando su oración provisionalmente inconclusa, descendió la colina con el propósito de consagrarse inmediatamente a amueblarla. La orden —de que se presentara en el acto— hizo acudir las lágrimas a los ojos de la buena Mrs. Grimsditch, ya un tanto envejecida. Juntos recorrieron la casa.

Al toallero, en el dormitorio del Rey (y ése fue el Rey Jaimito, Señor, observó, insinuando que hacía muchos años que un rey no dormía bajo su techo; pero el odioso tiempo del Parlamento ya había pasado y ahora teníamos de nuevo una Corona en Inglaterra), le faltaba una pata; no había soportes para las jarras en el cuartito del paje de la Duquesa; la horrible pipa de Mr. Greene había dejado una mancha en la alfombra, que ella y Judy, aunque se habían matado refregando, nunca habían podido sacar. Lo cierto es que al computar el gasto de alhajar con sillas de palo de rosa, escritorios de cedro, palanganas de plata, fuentes de porcelana, y alfombras persas, cada uno de los trescientos sesenta y cinco dormitorios que contaba la casa, vio que no sería poca cosa; y que los escasos miles de libras que le sobraban, apenas bastarían para tapizar algunas galerías, amueblar el salón de fiestas con sillas esculpidas y proveer de espejos de plata maciza y sillas del mismo metal (que le inspiraba exagerada pasión) a los dormitorios reales.

Se puso a trabajar seriamente, como lo demuestran con claridad sus libros. Echemos un vistazo al inventario de lo que adquirió en ese tiempo, con los precios anotados al margen —éstos los omitiremos.

«Cincuenta pares de frazadas de España; ídem de cortinas de Pekín blanco y carmesí, con franja de raso blanco bordada de seda blanca y carmesí… Setenta sillas tapizadas de raso amarillo y sesenta taburetes, haciendo juego con sus fundas almidonadas.

Sesenta y siete mesas de nogal.

Diecisiete docenas de cajones, conteniendo cada docena cinco docenas de vasos de Venecia.

Ciento dos esteras, de treinta yardas de largo cada una.

Noventa y siete cojines de damasco carmesí con encaje fino plateado y taburetes de tisú y sillas iguales.

Cincuenta candelabros de plata de doce luces cada uno».

—Ya —es el efecto más común de estas listas— estamos bostezando. Si nos detenemos, es tan sólo porque el catálogo es cansador, no porque se haya concluido. Hay noventa y nueve páginas más y el total suma muchos miles —es decir millones de nuestra moneda. Y si así gastaba sus días, las noches las dedicaba Lord Orlando a computar el gasto preciso de arrasar un millón de túneles de topo, pagando a cada obrero diez peniques por hora; o cuántas toneladas de clavos a cinco peniques y medio el cuarto cuartillo eran necesarias, para reparar minuciosamente el cerco del parque, que tenía quince millas de circunferencia, etc., etc.

La historia, repetimos, es aburrida, porque un aparador es igual a otro, y un túnel de topo no difiere mucho de un millón. Algunos viajes agradables le ocasionó, y algunas bellas aventuras. Una vez, por ejemplo, hizo que toda una ciudad de mujeres ciegas, cerca de Brujas, tejiera las cortinas para una cama con el dosel de plata. Su aventura con un Moro en Venecia al que compró (pero sólo a punta de espada) su escritorio de laca, valdría la pena de que la contara otra pluma. Al trabajo no le faltaba variedad; pues ahí venían, arrastrados por yuntas desde Sussex, grandes troncos, que serían aserrados a lo largo y destinados a pisos de las galerías; y después un cofre de Persia, relleno de aserrín y de lana, del que Orlando, al fin, sacaría una sola fuente, o un anillo de topacio.

Sin embargo, acabó por llegar un día en que no había lugar en los corredores para otra mesa; ni lugar en las mesas para otro cofre; ni lugar en el cofre para otra fuente; ni lugar en la fuente para otro puñado de flores secas; no había lugar para nada en ninguna parte; es decir, la casa estaba amueblada. En el jardín, flores de nieve, azafranes, jacintos, magnolias, rosas, lirios, ásteres, variedades de dalias, perales y manzanos y cerezos y moras, con una enorme cantidad de arbustos raros y floridos y de árboles de perenne verdor, crecían con sus raíces tan apretadas que no había ni una parcela de tierra sin su flor, ni una extensión de césped sin su sombra. Había importado, también, pájaros silvestres de alegre plumaje: y dos osos bezudos, cuyos modales huraños disimulaban, a no dudarlo, un corazón de oro.

Ya todo estaba listo; y cuando la tarde llegó y encendieron los innumerables candelabros de plata, y las livianas brisas que habitaban siempre los corredores agitaron las verdes y azules tapicerías de Arrás, de suerte que realmente colgaban los cazadores y Daphne huía; cuando brilló la plata y la laca resplandeció y la leña chisporroteó; cuando los sillones esculpidos extendieron sus brazos y los delfines nadaron en las paredes con una sirena en el lomo; cuando todo esto y mucho más estuvo concluido a su gusto, Orlando recorrió la casa seguido de sus perros y se sentió feliz. Ya tenía, pensó, cómo llenar su peroración. Tal vez lo mejor sería repetir el discurso desde el principio. Sin embargo, al pasar en revista las galerías, sintió que algo faltaba. Las mesas y las sillas, por esculpidas y doradas que sean, los divanes, aunque los sostengan patas de leones y abajo se dobleguen cuellos de cisnes, los lechos del plumón más blando, no bastan por sí solos. Personas acostadas o sentadas, los mejoran notablemente. Orlando ofreció una serie de fiestas magníficas, a los caballeros y a la nobleza de los alrededores. Durante un mes, se llenaron los trescientos sesenta y cinco dormitorios. Se codeaban los huéspedes en las cincuenta y dos escaleras. Trescientos sirvientes se afanaban en las despensas. Había banquetes casi todas las noches. Así, en muy pocos años, Orlando gastó hasta la trama sus terciopelos, y la mitad de su fortuna. En cambio había ganado el aprecio de los vecinos, ejercía una veintena de cargos en el condado y recibía cada año una docena de volúmenes dedicados empalagosamente a su Señoría por poetas agradecidos. Pues aunque se cuidaba entonces de intimar con escritores y se apartaba de las damas de origen extranjero, era, sin embargo, muy generoso con las mujeres y los poetas, que lo adoraban.

Pero cuando la fiesta estaba en su apogeo, Orlando solía retirarse a la intimidad de su cuarto. Con la puerta cerrada y la seguridad de estar solo, sacaba un viejo cuaderno, cosido con una seda robada del costurero de su madre, y rotulado con letra redonda de colegial: «La Encina, Poema». Escribía en él hasta mucho después de la medianoche. Pero como por cada verso que agregaba borraba otro, el total, a fin de año, solía ser menos que al principio, y era como si, a fuerza de escribirlo, el poema se fuera convirtiendo en un poema en blanco. A los historiadores de la literatura inglesa les incumbe observar que el estilo de Orlando se había modificado asombrosamente. Había castigado su abundancia; había refrenado su exceso; la era de la prosa congelaba esas cálidas fuentes. Hasta el paisaje que veía por la ventana tenía menos guirnaldas; los mismos cercos eran menos espinosos y complicados. Tal vez los sentidos no eran tan finos, y el paladar encontraba menos sabor en la crema y la miel. Tampoco es discutible que la mejor iluminación de las casas y el saneamiento de las calles ejerzan una influencia sobre el estilo.

Un día que Orlando agregaba con enorme trabajo un verso o dos a «La Encina, Poema», vio de rabo de ojos una sombra. Pronto vio que no era un sombra, sino la silueta de una dama altísima con caperuza y manto que atravesaba el patio al que daba su cuarto. Como se trataba de un patio interior y de una dama desconocida, Orlando se maravilló de que hubiera penetrado hasta ahí. A los tres días reapareció, y de nuevo el miércoles a las doce. Orlando resolvió seguirla esta vez. Ella no demostró ningún temor: acortó el paso al acercársele Orlando y lo miró a la cara. Cualquier otra mujer sorprendida en las habitaciones privadas de un Lord, hubiera tenido miedo; cualquier otra mujer con esa cara, ese peinado y ese aspecto, se habría embozado en su mantilla. Pues esta dama se parecía mucho a una liebre; una liebre azorada, pero tenaz; una liebre cuya timidez está dominada por una audacia inmensa e imbécil: una liebre sentada y tiesa que fulmina a su perseguidor con enormes ojos saltones; con orejas paradas pero trémulas, con nariz puntiaguda pero estremecida. Esta liebre, además, tenía seis pies de estatura y se peinaba de un modo antiguo que la hacía parecer aún más alta. Enfrentada con él, se quedó mirándolo, con una mezcla singular de audacia y de pánico.

Primero le rogó, con una reverencia correcta pero algo torpe, que perdonara esa intromisión. Luego irguiéndose en toda su altura, que sería de unos seis pies, dos pulgadas, añadió —pero con tales cacareos de risa nerviosa y tales ji-ji y ja-ja, que Orlando pensó que se había escapado de un manicomio— que era la Archiduquesa Enriqueta Griselda de Finster-Aarhorn y Scandop-Boom en el territorio rumano. Ante todo deseaba conocerlo, dijo. Había tomado alojamiento en los altos de una panadería cerca de la verja del Parque. Había visto un retrato de Orlando que era idéntico a una hermana de ella que hacía tiempo —aquí cacareó— estaba muerta. Estaba de visita en la Corte inglesa. La Reina era su prima. El Rey era un buen muchacho pero rara vez se acostaba fresco. Aquí volvió a reírse y cacarear. En fin, Orlando tuvo que invitarla a entrar y servirle una copa de vino.

Una vez adentro, sus modales recuperaron la natural arrogancia de una Archiduquesa Rumana. Si ella no hubiera demostrado un conocimiento de vinos raro en una señora, y no hubiera hecho algunas observaciones bastante sensatas sobre las armas de fuego y las reglas de caza en su país, la conversación hubiera carecido de espontaneidad. Al fin, parándose de golpe, anunció que volvería al día siguiente, hizo otra reverencia prodigiosa y se retiró. Al día siguiente, Orlando había salido a caballo. Al otro día le volvió la espalda; el tercero corrió la cortina. El cuarto llovía, y como no se puede dejar a una señora en la lluvia y le fastidiaba estar solo, la invitó a entrar y le consultó si una armadura de un antepasado sería obra de Jacobi o de Topp. Él se inclinaba a Topp. Ella sostuvo otra opinión —que importa muy poco. Lo que sí importa a nuestra historia, es que, para ilustrar su tesis sobre el funcionamiento de las piezas, la Archiduquesa Enriqueta tomó la esquinela de oro y la ajustó a la pierna de Orlando.

Ya hemos dicho que Orlando tenía las piernas más hermosas que jamás sostuvieron a un caballero.

Algo en su modo de ajustar la esquinela, o su postura inclinada, o el largo aislamiento de Orlando, o la natural simpatía de los sexos, o el vino de Borgoña, o el fuego —cualquiera de esas causas pudo haber tenido la culpa, porque culpa tiene que haber de un lado o de otro, cuando un caballero de la alcurnia de Orlando, atendiendo a una señora en su propia casa, con muchos más años que él, con una cara de una yarda de largo y ojos saltones, vestida de un modo ridículo, con una caperuza y un manto a pesar del calor —culpa tiene que haber cuando un caballero se deja dominar con brusca violencia por una pasión que lo obliga a abandonar el cuarto.

Pero ¿qué clase de pasión es ésa?, nos pueden preguntar. Y la respuesta tiene dos caras como el Amor. Pues el Amor —pero dejemos un momento al Amor, y narremos el hecho: cuando la Archiduquesa Enriqueta Griselda se agachó para ajustar la esquinela, Orlando oyó, brusca e inexplicablemente, el lejano aleteo del Amor. La agitación distante de ese blando plumaje despertó en él memorias miles, de aguas que corren, de delicia en la nieve y de perfidia en el deshielo; y el ruido se acercó y él se sonrojó y tembló; y se conmovió como ya no creía volver a conmoverse; y estaba por alzar sus manos y dejar que el ave de la belleza se posase sobre sus hombros, cuando —¡horror!— un crujido idéntico al de los cuervos que tropiezan con los árboles, resonó; el aire pareció oscurecerse de negras alas ásperas; graznaron voces; cayeron pajas, hojas y plumas; y se clavó en sus hombros la más pesada y repugnante de las aves: el buitre. Huyó entonces del cuarto y dijo al lacayo que condujera a su carruaje a la Archiduquesa Enriqueta.

Pues el Amor, al que podemos volver ahora, tiene dos caras: una blanca, otra negra; dos cuerpos: uno liso, otro peludo. Tiene dos manos, dos pies, dos colas, dos, en verdad, de cada miembro y cada uno es el reverso exacto del otro. Sin embargo están ligados tan estrechamente, que es imposible separarlos. En este caso, el amor de Orlando emprendió su vuelo hacia él con su cara blanca descubierta y su liso y adorable cuerpo a la vista. Más y más se acercó, en ráfagas de pura delicia. De pronto (sin duda, al ver a la Archiduquesa) giró en el aire, exhibió su otra cara, se mostró negro, velludo, brutal; y fue el buitre Lujuria, no el Ave del Paraíso, Amor, el que aleteó asqueroso en sus hombros. Por eso huyó, por eso buscó al lacayo.

Pero la harpía no se ahuyenta tan fácilmente. La Archiduquesa continuó hospedándose en casa del panadero, y a Orlando lo asediaron noche y día los más asquerosos fantasmas. En vano había colmado su casa de platería y cubierto de tapicería los muros, cuando en cualquier momento un pájaro encharcado de bosta se le instalaba en el escritorio. Ahí estaba aleteando bajo las sillas; lo veía arrastrarse desgarbado por las galerías. Se colgaba pesadamente del guardafuego. Cuando lo espantaba, volvía y picoteaba los cristales hasta romperlos.

Convencido de que su casa era inhabitable y de que había que tomar medidas para terminar de una vez, hizo lo que cualquier otro joven hubiera hecho en su lugar, y le pidió al Rey Carlos que lo nombrara Embajador Extraordinario en Constantinopla. Él se paseaba por Whitehall con Nell Gwyn del brazo. Ella le tiraba avellanas. Qué desgracia, suspiró la amorosa dama, que semejantes piernas dejen el país.

Pero las Parcas son implacables: sólo un beso pudo tirarle Nell Gwyn a Orlando, antes de la partida.