Cuatro

Con algunas de las guineas que le quedaron después de vender la décima perla de su collar, Orlando había comprado un ajuar completo de mujer a la moda de la época, y vestida como una joven inglesa de alcurnia la encontramos ahora en la cubierta de la Enamoured Lady. Es raro, pero es cierto: hasta ese momento, apenas había pensado en su sexo. Quizá las bombachas turcas la habían distraído; y las gitanas, salvo en algún detalle importante, difieren poquísimo de los gitanos. Sea lo que fuere, sólo cuando sintió que las faldas se le enredaban en las piernas y el galante Capitán ordenó que le armaran en la cubierta un toldo especial, sólo entonces, decimos, comprendió sobresaltada las responsabilidades y los privilegios de su condición. Pero ese sobresalto no era el que hubiéramos podido prever.

Queremos decir que no lo causaba la simple y sola idea de su pureza y cómo defenderla. En circunstancias normales una muchacha linda y sola no hubiera pensado en otra cosa: el edificio entero de la moral femenina descansa en esa piedra fundamental; la pureza es su joya, su eje central, que deben proteger hasta la locura y a cuya pérdida no deben sobrevivir. Pero si durante treinta años uno ha sido hombre, y para colmo Embajador, si uno ha tenido una Reina entre sus brazos y una o dos damas de menor alcurnia (según dicen las crónicas), si uno se ha casado con una Rosina Pepita, etcétera, etcétera, el sobresalto no es tal vez tan terrible. El sobresalto de Orlando era de naturaleza muy complicada, y no lo podemos definir en un santiamén. Nadie, en verdad, la acusó nunca de ser una de esas mentes atropelladas que agotan los problemas en un minuto. Necesitó todo el viaje para desentrañar el sentido de su sobresalto. Nosotros la seguiremos, ajustándonos a su paso.

«Señor —pensó, al recobrarse, desperezándose bajo el toldo—, qué vida más holgazana y más linda. Pero —pensó dando un puntapié—, qué peste son estas faldas en los talones. Pero la tela (brocato floreado) es la más deliciosa del mundo. Nunca he visto mi piel (puso la mano en la rodilla) lucir como ahora. ¿Podría, sin embargo, saltar por la borda y nadar con semejante ropa? ¡No! Luego tendría que confiarme a un marinero. ¿La idea me molesta? ¿Sí o no?…», se preguntó, encontrando aquí el primer nudo en el hilo parejo de su argumento.

Llegó la hora de cenar y no lo había desatado, y fue el Capitán en persona —el Capitán Nicholas Benedict Bartolus, un marino de tipo distinguido— el que lo desató al servirle una tajada de carne salada.

«¿Un poco de gordura, señora? —le preguntó—. Permítame servirle una rebanadita del tamaño de la uña». Bastaron esas palabras, para que la recorriera un delicioso temblor. Hubo un cantar de pájaros, hubo una precipitación de torrentes. Reconoció la indescriptible delicia de la primera vez que vio a Sasha, hace cien años. Entonces era el perseguidor, ahora la fugitiva. ¿Cuál es el éxtasis mayor? ¿El de la mujer o el del hombre? ¿No son acaso el mismo? No, pensó, éste es más delicioso (agradeciendo al Capitán y rehusando); rehusar y verlo triste. Bueno, si él insistía, ella aceptaría una rebanadita, pero casi invisible. Esto era lo más delicioso; ceder y verlo sonreír. «Porque nada —pensó, volviendo a su lugar en la cubierta, y prosiguiendo el diálogo—, es tan celestial como resistir y ceder; ceder y resistir. Nada como esto para inundar de felicidad nuestras almas. De modo —continuó—, que a lo mejor me tiro por la borda, por el solo gusto de que un marinero me salve».

(Debemos recordar que era como un niño, que toma posesión de un jardín o de un armario de juguetes: sus razonamientos no podían ser los de una mujer ya madura que ha disfrutado de esas cosas toda su vida).

«¿Pero qué nombre teníamos los muchachos, los guardias marinos de Marie-Rose, para las mujeres que se tiraban al agua por el gusto de que las salvara un marinero? —se preguntó—. Teníamos un nombre. ¡Ah!, ya me acuerdo… (Pero debemos omitir ese nombre; era de lo más insolente y del todo anormal en labios de una dama). ¡Señor! ¡Señor! —volvió a gritar a esta altura de sus pensamientos—, ¿deberé resignarme a respetar la opinión del sexo contrario, por monstruosa que sea? Si llevo faldas, si no puedo nadar, si quiero que me salve un marinero, ¡por Dios! —gritó—, no tengo más remedio». Eso la ensombreció. Franca por naturaleza, y enemiga de todo disimulo, le fastidiaba decir mentiras. Mentir le parecía inhábil y trabajoso. Pero, reflexionó, el brocato floreado —el gusto de ser salvada por un marinero—, si para obtener esas cosas hay que recurrir a un procedimiento inhábil y trabajoso, a ese procedimiento recurriré. Recordó cómo de muchacho había exigido que las mujeres fueran sumisas, castas, perfumadas y exquisitamente ataviadas. «Ahora deberé padecer en carne propia esas exigencias —pensó—, porque las mujeres no son (a juzgar por mí misma) naturalmente sumisas, castas, perfumadas y exquisitamente ataviadas. Sólo una disciplina aburridísima les otorga esas gracias, sin las cuales no pueden conocer ninguno de los goces de la vida. Hay que peinarse —pensó—, y sólo eso me tomaría una hora cada mañana, hay que mirarse el corsé: hay que lavarse y empolvarse; hay que pasar de la seda al encaje, y del encaje al brocado; hay que ser casta todo el año… —Aquí agitó el pie con impaciencia y mostró una o dos pulgadas de pantorrilla. En el mástil, un marinero que miraba por casualidad, casi perdió pie; y se salvó en un hilo—. Si el espectáculo de mis tobillos es una sentencia de muerte para un sujeto honrado que, sin duda, tiene mujer y familia que mantener, mi obligación es ocultarlos —resolvió Orlando. Sin embargo, sus piernas no eran el menor de sus atractivos. Y dio en pensar a qué punto habíamos llegado, cuando una mujer tiene que ocultar su belleza para que un marinero no se caiga del palo mayor—. ¡Que se los coma la viruela!», opinó, descubriendo al fin, lo que en otras circunstancias le hubieran enseñado desde niña: es decir, las responsabilidades sagradas de la mujer.

«Y ése es el último terno que podré echar —pensó—, en cuanto pise tierra inglesa. Y no podré partirle la cabeza a un hombre o decirle miente su boca, o desenvainar la espada y atravesarlo, o sentarme en el Parlamento, o usar corona, o figurar en una procesión, o firmar una sentencia de muerte, o mandar un ejército, o caracolear por Whitehall en un corcel de guerra, o lucir en mi pecho setenta y dos medallas distintas. Sólo me será permitido, en cuanto haya pisado el suelo de Inglaterra, servir el té y preguntar a mis señores cómo les gusta. ¿Azúcar?, ¿leche?». Y al ensayar esas palabras, le horrorizó advertir la baja opinión que ya se había formado del sexo opuesto, al que había pertenecido con tanto orgullo. «Caerse de un mástil —pensó—, porque una mujer muestra los tobillos; disfrazarse de mamarracho y desfilar por la calle para que las mujeres lo admiren; negar instrucción a la mujer para que no se ría de uno; ser el esclavo de la falda más insignificante, y, sin embargo, pavonearse como si fueran los Reyes de la creación. ¡Cielos! —pensó—, ¡qué tontas nos hacen, qué tontas somos!». Y aquí parecía por cierta ambigüedad en sus términos que condenara a los dos sexos imparcialmente, como si no perteneciera a ninguno; y en efecto, vacilaba en ese momento: era varón, era mujer, sabía los secretos, compartía las flaquezas de los dos. Era un estado de alma vertiginoso. Los consuelos de la ignorancia le estaban velados. Orlando era una pluma en el viento. Nada de raro que al oponer un sexo al otro, y hallarlos alternadamente llenos de las más deplorables imperfecciones, y al no saber muy bien a qué sexo pertenecía —nada de raro que estuviera a punto de gritar que iba a regresar a Turquía y ser de nuevo una gitana, cuando el ancla con mucho estrépito golpeó el mar, las velas rodaron por la cubierta, y ella advirtió (tan sumida estaba en sus cavilaciones que no había visto nada por varios días) que la Enamoured Lady había anclado en la costa de Italia. El capitán solicitó en el acto el honor de su compañía para bajar a tierra en su bote.

Cuando regresó al día siguiente, se estiró en su hamaca, bajo el toldo, arregló los pliegues de su falda con el mayor recato alrededor de sus tobillos.

«Por pobres e ignorantes que seamos comparadas con el otro sexo —pensó, continuando la oración que dejó inconclusa días pasados—, armados de pies a cabeza como están, en tanto que a nosotras nos prohiben hasta el conocimiento del alfabeto —(y estas palabras iniciales demuestran que algo había ocurrido en la noche que la inclinaba al sexo femenino, pues hablaba ahora más como una mujer que como un hombre, y no sin cierta satisfacción)—, sin embargo, se caen del palo mayor». Aquí dio un gran bostezo y se quedó dormida. Cuando se despertó, el barco navegaba con buen viento, tan cerca de la costa que parecía que a los pueblos, en el filo de los acantilados, no los salvaba de caerse al agua sino la interposición de un peñasco o las raíces retorcidas de algún olivo antiguo. El aroma de azahares de un millón de árboles abrumados de fruto la alcanzó en la cubierta. Un cardumen de delfines azules, retorciendo las colas saltaban alto en el aire de vez en cuando. Estirando los brazos (ya sabía que los brazos no son tan fatales como las piernas), rindió gracias a Dios de no estar caracoleando en un bridón por Whitehall, ni sentenciando un hombre a muerte. «Vale más —pensó—, estar vestida de ignorancia y pobreza, que son los hábitos oscuros de nuestro sexo; vale más dejar a otros el gobierno y la disciplina del mundo: vale más estar libre de ambición marcial, de la codicia del poder y de todos los otros deseos varoniles con tal de disfrutar en su plenitud los arrebatos más sublimes de que la mente humana es capaz, que son —dijo en voz alta, como era su costumbre cuando estaba muy conmovida—, la contemplación, la soledad, el amor».

«¡Gracias a Dios que soy una mujer!», gritó y estuvo a punto de incurrir en la suprema tontería —nada es más afligente en una mujer o en un hombre— de envanecerse de su sexo, cuando se demoró en la extraña palabra, que a pesar de nuestra severidad, se ha deslizado en el final del último párrafo: Amor, «El amor», dijo Orlando. Inmediatamente —tal es su ímpetu— el amor tomó forma humana —tal es su orgullo. Los otros pensamientos se resignan a ser abstractos; éste no descansa hasta no revestirse de carne y sangre, mantilla y enaguas, calzones y justillo. Y como todos los amores de Orlando habían sido mujeres, ahora, con la culpable lentitud que ponen los organismos humanos para adaptarse a un cambio de convenciones, aunque mujer ella misma, era otra mujer la que amaba; y si algún efecto produjo la conciencia de la igualdad de sexo, fue el de avivar y ahondar los sentimientos que ella había tenido como hombre. Pues ahora se le aclararon mil alusiones y misterios antes oscuros. La oscuridad que separa los sexos y en la que se conservan tantas impurezas antiguas, quedó abolida, y si el poeta tiene razón al afirmar que la Verdad es la Belleza, y la Belleza es la Verdad, este afecto ganó en belleza lo que perdió en mentira.

Al fin, exclamó, conocía a Sasha tal como era, y en el ardor de ese descubrimiento, y en la persecución de todos esos nuevos tesoros, quedó tan deslumbrada y encantada que fúe como si una bala de cañón reventara a su lado, cuando la voz de un hombre dijo:

—Permítame, señora —una mano de hombre la ayudó a levantarse, y los dedos de un hombre, con un velero de tres palos tatuado en el dedo del medio, señaló el horizonte.

—Los acantilados de Inglaterra, señora —dijo el Capitán, y los saludó con la mano que había indicado el cielo. Orlando tuvo un segundo sobresalto, más violento aún que el primero.

—¡Cristo Jesús! —gritó.

Felizmente, la vista de su tierra natal, después de una ausencia tan larga, fue excusa suficiente para su sobresalto y su grito, sin lo cual se hubiera visto en apuros para explicar al Capitán Bartolus las emociones furiosas y encontradas que ahora hervían en ella. ¿Cómo explicarle que ella, que temblaba ahora en su brazo, había sido un Duque y un Embajador? ¿Cómo explicarle que ella, envuelta como un lirio en pliegues de brocato, había cercenado cabezas, y se había acostado con rameras entre los sacos del botín de las naves piratas, en esas noches de verano en que los tulipanes florecen y las abejas zumban en Wapping Oíd Stairs? Ni siquiera ella misma comprendía el enorme sobresalto que la agitó cuando la diestra decidida del capitán le mostró los acantilados de las Islas Británicas.

«Rehusar y ceder —murmuró— qué delicioso; perseguir y conquistar, qué augusto; comprender y razonar, qué sublime». Ninguna de esas palabras así apareadas le pareció mal; y sin embargo, al agrandarse los acantilados de tiza se sintió culpable, deshonrada, impura, lo que en una mujer que jamás pensó en el pecado era un poco anormal. Más y más se acercaron, hasta que se percibieron a simple vista los juntadores de algas, pendientes en la vertical del acantilado. Mirándolos, Orlando sintió que subía y bajaba por su pecho, como un irónico fantasma a punto de recoger sus faldas y de desvanecerse, Sasha la perdida, Sasha el recuerdo, Sasha de golpe tan cercana y tan real —Sasha, le pareció, haciendo morisquetas y muecas, y ademanes irrespetuosos a los acantilados y a los juntadores de algas; y cuando los marineros empezaron a salmodiar: «Adiós, y hasta la vista, oh damas de España», las palabras retumbaron en el triste corazón de Orlando, y pensó que si el desembarco significaba influencia y poder (porque sin duda pescaría algún noble Príncipe y reinaría, su consorte, sobre medio Yorkshire), también significaba mediocridad, significaba servidumbre, significaba engaño, significaba renegar de su amor, engrillar su cuerpo, fruncir sus labios, y moderar su lengua, y hubiera querido regresar con el barco y tender la vela hacia los gitanos.

Sin embargo, entre la agitación de esos pensamientos, algo se alzó como una cúpula de liso mármol blanco; algo verdadero o fantástico, pero que impresionó de tal modo a su afiebrada imaginación que se detuvo en él, como un enjambre de vibrantes libélulas que se posa con visible satisfacción sobre la campana de cristal que protege una planta tierna. Su forma, por el azar de la fantasía, le trajo aquel recuerdo tan antiguo y tan persistente, el hombre de la frente abovedada, en la pieza de Twitchett, el hombre sentado, escribiendo o más bien mirando, no a ella ciertamente, porque no parecía haberse fijado en el delicioso muchacho que era entonces —¿a qué negarlo?, en su traje de gala—, y cada vez que Orlando pensaba en él, el pensamiento difundía una superficie quieta de plata, como la luna que se eleva sobre las aguas turbulentas. Su mano fue a su pecho (la otra mano la tenía apretada el capitán) donde las páginas de un poema estaban guardadas. Eran su talismán. La preocupación del sexo, a cuál pertenecía y qué significaba, se acalló; ahora pensaba solamente en la gloria poética, y los grandes versos de Marlowe, Shakespeare, Ben Jonson, Milton, reverberaron y retumbaron, como si un badajo de oro golpeara una campana de oro en la torre de catedral que era su mente. Lo cierto es que la cúpula de mármol que sus ojos habían divisado con tanta vaguedad, que la habían convertido en la frente de un poeta y que había sido el punto de partida de un enjambre de ideas impertinentes, no era ilusorio sino real; y al remontar el barco el río Támesis con una brisa favorable, la imagen y sus ricas asociaciones cedieron su lugar a la verdad, que son precisamente la cúpula de una vasta catedral saliendo de una filigrana de agujas blancas. «San Pablo —dijo el capitán Bartolus, siempre a su lado—. La Torre de Londres —prosiguió—. El hospital de Greenwich, erigido en recuerdo de la Reina María por su esposo, su difunta Majestad, Guillermo Tercero. La Abadía de Westminster. El Parlamento». Mientras hablaba, desfilaban esos célebres edificios. Era una hermosa mañana de septiembre. Miles de pequeñas embarcaciones cruzaban de una orilla a la otra. Raras veces se había presentado a la mirada del viajero que vuelve un espectáculo más alegre o más interesante. Orlando, inclinada sobre la proa, estaba maravillada y absorta. Sus ojos habían contemplado demasiado los salvajes y la naturaleza para que no los encantaran ahora esas glorias urbanas. Entonces, ésa era la cúpula de San Pablo que había edificado Mr. Wren durante su ausencia. Cerca, una crencha de cabellos de oro brotó de una columna —el capitán Bartolus estaba a su lado para informarla que eso era el Monumento; hubo un incendio y una peste durante su ausencia, le dijo. Orlando trató de retener las lágrimas que se agolpaban a sus ojos, hasta que recordó que en las mujeres el llanto queda bien y las dejó correr. Aquí, pensó, fue el gran carnaval. Aquí, donde golpean vivamente las olas, estuvo el Pabellón del Rey. Aquí vio a Sasha por primera vez. Por aquí (miró la hondura de las aguas chispeantes) venía uno a mirar a la mujer helada en el bote con sus manzanas en la falda. Desaparecido todo ese esplendor y toda esa corrupción. Desaparecido también la noche oscura, el diluvio monstruoso, las arremetidas violentas de la inundación. Aquí, donde giraron los témpanos amarillos con su tripulación de miserables y de aterrados, bogaba una banda de cisnes, altivos, ondulantes, soberbios. Londres mismo se había transformado del todo desde la última vez que lo vio. Entonces, recordaba, había sido un montón de casitas negras, con fachadas salientes. Las cabezas de los rebeldes hacían muecas en las picas de Temple Bar. Las calles empedradas apestaban de basuras y de bosta. Ahora, mientras la nave costeaba Wapping, entreveía caminos anchos y ordenados. Imponentes carruajes tirados por yuntas de caballos bien alimentados estaban a la puerta de casas cuyas ventanas salientes, cuyos cristales, cuyos lustrados llamadores, daban fe de la riqueza y de la tranquila dignidad de los habitantes. Señoras vestidas de seda floreada (miró con los anteojos del Capitán) caminaban por altas veredas. Ciudadanos de casaca bordada tomaban rapé en las esquinas, bajo los faroles. Pudo ver una cantidad de enseñas pintadas, meciéndose en la brisa, y se formó una idea de los tabacos, de las telas, de las sedas, del oro, de la platería, de los guantes, de los perfumes y de los mil diversos artículos que se vendían. Al acercarse el barco a su ancladero cerca del Puente de Londres, Orlando pudo ver los balcones abiertos de los cafés, donde gracias al lindo tiempo, un vasto número de personas de bien estaban cómodamente sentadas, con tazas de porcelana y pipas de barro, mientras alguno leía en voz alta un periódico, y a menudo lo interrumpían las carcajadas o el comentario de los otros. ¿Ésas eran tabernas, ésos eran hombres de ingenio, ésos eran poetas?, le preguntó al capitán Bartolus, que le informó que en ese momento preciso si ella miraba un poco más a la izquierda siguiendo la línea de su índice —ahí— pasaban frente al Cacao Silvestre, donde —sí, ahí estaba— se podía ver a Mr. Addison, tomando su café; los otros dos —«ahí, Señora, un poco hacia la derecha del farol, uno jorobado, el otro como usted y como yo»— estaban Mr. Dryder y Mr. Pope[1]. «Buenas piernas —dijo el Capitán, para decir que eran Papistas—, pero con todo hombres capaces», agregó corriendo a la popa, a dirigir las disposiciones para el desembarco.

«Addison, Dryden, Pope», repitió Orlando como si las palabras fueran un conjuro. Por un momento vio las altas montañas sobre Brussa; luego, pisó la tierra natal.

Pronto sabría Orlando la insignificancia de las más tempestuosas agitaciones ante el rostro de hierro de la Ley, rostro más duro que las piedras de London Bridge y más severo que la boca de un cañón. Apenas regresó a su casa en Blackfriars se enteró por una serie de mensajeros de Bow Street y otros graves emisarios de las Cortes de Justicia que ella era parte en tres procesos mayores entablados en su contra, durante su ausencia, sin contar innumerables litigios menores, que derivaban o dependían de los principales. Los cargos capitales eran: (1) que estaba muerta y por consiguiente no podía retener propiedad alguna; (2) que era mujer, lo que viene a ser lo mismo: (3) que era un Duque inglés que había contraído enlace con Rosina Pepita, bailarina; y había tenido de ella tres hijos, que ahora declaraban que, habiendo fallecido su padre, les correspondía la herencia de todas sus propiedades. Cargos tan graves, requerían, naturalmente, tiempo y dinero. Todos sus bienes fueron embargados y sus títulos suspendidos mientras proseguía el litigio. En esa situación tan ambigua, en la incertidumbre de si estaba muerta o viva, si era hombre o mujer. Duque o nadie, Orlando llegó en una silla de posta hasta su casa de campo, donde, esperando el fallo final, la Justicia le permitió residir de incógnito o de incógnita, según el giro que tomara el litigio.

Era una hermosa tarde de diciembre cuando llegó; estaba nevando y las sombras moradas tenían un declive parecido al que ella vio desde la montaña de Brussa. La gran casa descansaba más como un pueblo que como una casa, parda y azul, rosada y púrpura en la nieve, con todas sus chimeneas atareadas y humeantes como si las animara una vida propia. Ella no pudo reprimir un grito al verla tranquila y maciza, asentada en las Praderas. Al entrar en el parque el coche amarillo y rodar por la avenida de árboles, los ciervos colorados alzaron la cabeza como si la esperaran, y se observó que, en vez de mostrar su natural timidez, siguieron el coche y se detuvieron en el patio junto con él. Al bajarse el estribo y descender Orlando algunos movieron las astas y otros golpearon el suelo con las pezuñas. Uno, se cuenta, llegó a arrodillarse en la nieve delante de ella. No le dieron tiempo de golpear a la puerta: las dos hojas se abrieron de par en par, y ahí con luces y antorchas sobre sus cabezas, estaban Mrs. Grimsditch, Mr. Dupper, y todo un séquito de sirvientes para darle la bienvenida. Pero el afectuoso desfile fue interrumpido, primero, por el ímpetu de Canuto, el sabueso, que se arrojó con tal impulso sobre su ama que casi la tiró al suelo; luego, por la agitación de Mrs. Grimsditch, que al iniciar una reverencia se conmovió de suerte que no hacía otra cosa que balbucear: ¡Milord! ¡Milady! ¡Milord!, hasta que Orlando la calmó, con un beso en ambas mejillas. Entonces, Mr. Dupper empezó la lectura de un pergamino, pero el ladrido de los perros, los cazadores con sus cornetas, y los ciervos metidos en el patio bramando a la luna, interrumpieron su discurso, y el gentío se dispersó después de haber rodeado a su ama, y haberle demostrado la dicha que les traía su vuelta.

Nadie mostró la menor duda de que el Orlando de hoy no fuera el Orlando de ayer. Si alguna hubieran tenido, la actitud de los perros y de los ciervos hubiera bastado a disiparla, porque es sabido que los seres irracionales nos aventajan infinitamente para juzgar la identidad y el carácter. Además (dijo esa noche Mrs. Grimsditch a Mr. Dupper ante sus tazas de té chino), si su Señoría era ahora una señora, nunca había visto una más linda, ni uno le llevaba a la otra un centavo de ventaja, eran igualmente agraciados los dos; se parecían como dos duraznos en una rama; y lo que es ella, agregó Mrs. Grimsditch poniéndose confidencial, siempre había tenido sus sospechas (aquí movió la cabeza con gran misterio), por lo que no la sorprendía (aquí movió la cabeza con un aire enterado), y por su parte, un gran alivio; porque con esa historia de las toallas que había que zurcir y de las cortinas en la sala del capellán con los bordes comidos por la polilla, ya era tiempo de que una Señora mandara en la casa.

«Y algunos señoritos y señoritas que la sucedan», agregó Mr. Dupper, cuyo santo oficio le permitía decir lo que pensaba en materia tan delicada.

Así, mientras los viejos servidores charlaban en el hall de la servidumbre, Orlando tomó una palmatoria de plata y erró de nuevo por las salas, los corredores, los patios, los dormitorios; de nuevo vio inclinarse sobre ella el rostro oscuro de ese Guardasellos, o de aquel Señor Canciller, sus antepasados; se sentó en un sillón de gala, se reclinó en aquel diván de delicias; observó la agitación de los tapices; vio cabalgar a los cazadores y huir a Daphne; bañó su mano, como le gustaba hacerlo en su infancia, en el amarillo charco de luz que la luna proyectaba a través del heráldico Leopardo de la ventana; patinó sobre los tablones del piso, lustrado por encima; tocó esta sedería, aquel raso; imaginó que los delfines esculpidos nadaban; cepilló su cabello con el cepillo de plata del Rey Jaime: sepultó su cara en el potpourri, elaborado con la receta que había enseñado el Conquistador a los suyos hace muchos siglos y con las mismas rosas; miró el jardín y se figuró el sueño de los azafranes y las dalias dormidas; vio el blanco resplandor de las livianas ninfas en la nieve, contra los cercos negros de tejos macizos como casas; vio los invernáculos de naranjos y los nísperos gigantes —todo eso vio, y cada vista y cada sonido, por toscamente que lo hayamos descrito, colmó su corazón con tal alegría y bálsamo de dicha, que al final, extenuada, penetró en la Capilla y se dejó caer en el viejo sillón colorado en donde sus mayores oían la misa. Ahí encendió un cigarro de hoja (era una costumbre que había adquirido en Oriente) y abrió su Libro de Oraciones. Era un librito encuadernado en terciopelo, cosido con hilo de oro, que María, Reina de Escocia, había tenido en el cadalso, y los ojos piadosos podían percibir una mancha oscura, rastro, según se decía, de una gota de la sangre real. ¿Quién osará decir los pensamientos reverenciales que despertó en Orlando, las malvadas pasiones que adormeció, ya que de todas las comuniones, la más inescrutable es esta comunión con la divinidad? El novelista, el poeta, el historiador, todos vacilan al golpear a esa puerta; el mismo creyente no nos ilumina; pues, ¿está acaso más dispuesto a morir que los otros, o más impaciente de compartir sus bienes? ¿No mantiene tantas doncellas y tantas yuntas de caballos como el resto de los hombres, a pesar de profesar una fe que enseña que los bienes son vanidad y la muerte es deseable? En el libro de misa de la Reina, junto con la mancha de sangre, había también un rizo de cabellos y una miga; Orlando agregó a esas reliquias una picadura de tabaco, y así leyendo y fumando, la conmovió la mescolanza humana de todos ellos —el rizo, la miga, la mancha de sangre, el tabaco— hasta alcanzar un estado contemplativo que le dio un aire reverente muy de circunstancia, aunque no tenía, se ha dicho, comercio alguno con el Dios habitual. Nada, sin embargo, es más altanero, aunque nada tampoco es más común, que postular que de todos los dioses no hay más que uno, y de todas las religiones, sólo la del que habla. Orlando, parece, tenía una fe propia. Con el mayor ardor religioso, meditaba ahora sobre sus pecados y sobre las imperfecciones que se habían deslizado insidiosamente en su estado espiritual. La letra S, meditaba, es la serpiente en el Edén del poeta. Por más que hiciera, quedaban demasiados de esos culpables reptiles en las primeras estrofas de «La Encina». Pero la «S» no era nada, en su parecer, comparada con la terminación «ando». El participio presente es el diablo en persona, pensó (ya que estamos en un lugar donde se cree en el diablo). Eludir tales tentaciones es el primer deber del poeta, concluyó, porque si el oído es la antecámara del alma, la poesía puede corromper más seguramente que la lujuria o la pólvora. Por consiguiente, el oficio del poeta es el más elevado de todos, prosiguió. Sus palabras alcanzan donde los otros quedan cortos. Una simple canción de Shakespeare ha hecho más por los pobres y los malvados que todos los predicadores y filántropos de la tierra. No hay devoción, no hay tiempo, que se puedan considerar excesivos, cuando se trata de que el vehículo de nuestro mensaje desfigure un poco menos lo que lleva. Debemos modelar nuestras palabras hasta que se ajusten minuciosamente a lo que pensamos. Los pensamientos son divinos, etc. Es evidente que Orlando se estaba encarcelando en una religión que el tiempo había fortalecido en su ausencia, y que estaba adquiriendo con rapidez la intolerancia del sectario.

«Estoy creciendo —pensó, tomando al fin su palmatoria—. Estoy perdiendo algunas ilusiones —dijo, cerrando el libro de la Reina María— tal vez para adquirir otras», y bajó a los sepulcros, donde yacían los huesos de sus mayores.

Pero hasta los huesos de sus mayores, Sir Miles, Sir Gervase, y los otros, habían perdido alguna parte de su santidad, desde la noche en que Rustem El Sadi había agitado la mano en las montañas de Asia. La llenó de remordimiento el solo hecho de que hace apenas tres o cuatro siglos, esos esqueletos habían sido hombres que tuvieron que abrirse camino en el mundo como cualquier advenedizo de hoy, y que lo hicieron acumulando casas y cargos, jarreteras y condecoraciones como lo hace cualquier intruso, mientras que los poetas, quizás, y los hombres de gran talento y erudición, habían preferido la paz del campo; elección que los arrastró a la miseria y a pregonar ahora boletines en el Strand, o arriar ovejas en los prados. De pie en la cripta, recordó las pirámides egipcias y los huesos que cubren; y las montañas vastas y vacías que dominan el Mar de Mármara le parecieron, por el momento, una habitación más hermosa que esta casa de muchos dormitorios donde a ninguna cama le falta su colcha y a ninguna fuente de plata su tapadera de plata.

«Estoy creciendo —pensó, tomando su palmatoria—. Estoy perdiendo mis ilusiones, tal vez para adquirir otras», y por el largo corredor volvió a su pieza. Era un proceso fastidioso y desagradable. Pero era estupendamente interesante, pensó, estirando las piernas hacia el fuego de leña (porque no había ningún marinero) y revistó, como si se tratara de una avenida de grandes edificios, el desarrollo de sí misma a lo largo de su propio pasado.

Cómo le habían gustado los sonidos cuando era niño, y había pensado que no hay poesía superior a la descarga de sílabas tumultuosas que salen de unos labios. Luego —tal vez era la culpa de Sasha y de su desengaño— alguna gota negra había caído en ese frenesí, aletargando su fervor. Con lentitud había ido abriéndose en ella algo intrincado y con mil cámaras, que había que explorar con una antorcha, no en verso, en prosa; y recordó con qué pasión había estudiado los períodos de aquel doctor de Norwich, Browne, cuyo libro tenía a la vista. En su cuarto, después de su aventura con Greene, Orlando había formado, o había tratado de formar, porque Dios sabe lo que tardan esos desarrollos, un espíritu capaz de resistencia. «Escribiré —había dicho—, lo que me gusta escribir»; y había aniquilado, así, veintiséis volúmenes. Aun después de tantos viajes y aventuras y meditaciones y exploraciones a diestro y siniestro, estaba a medio hacer. Sólo Dios sabía lo que el futuro podía traer. Era incesante el cambio, y tal vez no cesaría nunca. Altas murallas del pensamiento, costumbres que parecían tan perdurables como la piedra, se habían derrumbado como sombras al mero contacto de otro espíritu y habían revelado un cielo desnudo y estrellas nuevas. Aquí ella se acercó a la ventana y a pesar del frío no pudo menos que abrirla. Se asomó al aire húmedo de la noche. Oyó ladrar un zorro en los bosques y el rumor de un faisán entre las ramas. Oyó la nieve resbalar del tejado y aplastarse en el suelo. «Por mi vida —exclamó—, esto vale mil veces más que Turquía. Rustem —gritó, como si estuviera disputando con el gitano (y esa nueva capacidad de mantener una discusión con un adversario ausente demostraba la evolución de su espíritu)—, estabas equivocado. Esto vale más que Turquía. Pelo, migas, tabaco —de qué mezcla de cuanto hay estamos formados (recordando el libro de misa de la Reina María). ¡Qué fastasmagoría es la mente y qué depósito de cosas incompatibles! Un minuto, renegamos de nuestro linaje y de nuestra pompa y anhelamos una exaltación ascética, el minuto siguiente nos conmueve el olor de algún camino viejo en el jardín y nos hace llorar el canto del tordo». Desconcertada como siempre por esa multitud de cosas inexplicables, que nos traen su mensaje sin dar indicio de su verdadero sentido, Orlando tiró el cigarro por la ventana y se fue a acostar.

A la mañana siguiente, retomando el hilo de esos pensamientos, preparó el papel y la pluma, y se puso a trabajar en «La Encina», porque tener en abundancia tinta y papel cuando uno se ha tenido que arreglar con moras y con márgenes, es un deleite inconcebible. En eso estaba, a ratos anulando una frase con desesperación profunda, a ratos insertando una frase con alto éxtasis, cuando oscureció la hoja una sombra.

Escondió el manuscrito rápidamente.

Como la ventana de Orlando daba al más interior de todos los patios, y ella había dicho que no recibiría a nadie, y no conocía a nadie y era ella misma legalmente desconocida, primero la sorprendió la sombra, luego la indignó, luego (cuando vio quién la proyectaba) la regocijó. Porque era una sombra familiar, una sombra grotesca, la sombra de la Archiduquesa Harriet Griselda de Finster-Aarhorn y de Scandop-Boom en el territorio rumano. Atravesaba el patio con su viejo traje negro de montar y su eterna capa. Ni un pelo de su cabeza había cambiado. ¡Ésa era la mujer que la había corrido de Inglaterra! ¡Ése era el nido de aquel buitre obsceno —ésa el ave fatal! Al pensar que no había parado hasta Turquía, para huir de su encanto (ahora excesivamente marchito), Orlando soltó la carcajada. Había en su aspecto algo inexpresablemente ridículo. Se parecía, como Orlando ya había notado, a una liebre monstruosa. Tenía los ojos saltones, las mejillas fláccidas y el alto jopo de ese animal. Se paró, como una liebre que se sienta derecha cuando cree que nadie la observa, y se quedó mirándola. Orlando hacía lo mismo desde su ventana. Después de examinarse por un buen rato, lo único posible era invitarla a entrar, y en breve las dos damas estaban cambiando saludos, mientras la Archiduquesa se sacudía la nieve del abrigo.

«Al demonio con las mujeres —pensaba Orlando, yendo al aparador a servir un vaso de vino—, no me dejan en paz ni un minuto. No hay en el mundo seres más hurguetes, más metidos, más intrigantes. Huyendo de esta extraña me fui de Inglaterra y ahora» —se dio vuelta con la bandeja en la mano, y en lugar de la Archiduquesa había un alto caballero de traje negro. Un montón de ropa yacía en el guardafuego. Orlando estaba sola con un hombre.

Bruscamente consciente de su propio sexo, que había olvidado por completo, y del sexo del otro, ahora lo bastante remoto, para inquietarla por igual, Orlando se sintió desvanecer.

—¡Ay! —exclamó, llevándose la mano al costado— ¡qué miedo!

—Suave criatura —gritó la Archiduquesa, doblando una rodilla y aproximando, al mismo tiempo, un cordial a los labios de Orlando— perdóneme este engaño.

Orlando tomó el vino a traguitos y el Archiduque se arrodilló y le besó la mano.

En resumen, hicieron su papel de hombre y mujer durante diez minutos y luego se pusieron a charlar con naturalidad.

La Archiduquesa (de ahora en adelante le diremos el Archiduque) relató su historia: que era, y siempre había sido, un hombre; que se había enamorado locamente de un retrato de Orlando; que para lograr su propósito se había disfrazado de mujer y se había alojado en la Panadería; que se desesperó cuando supo su viaje a Constantinopla, que le habían comunicado su cambio y venía a ponerse a sus órdenes (aquí se puso a cacarear intolerablemente). Porque para él, dijo el Archiduque Enrique, ella era y siempre sería el Primor, la Perla, la Perfección de su sexo. Esas tres P hubieran sido más persuasivas, si no hubieran estado entrecortadas por toda clase de ji-jis y ja-jas. «Si esto es amor —se dijo Orlando, mirando al Archiduque del otro lado de la chimenea, y ahora desde el punto de vista de la mujer—, hay algo muy ridículo en el amor».

De rodillas, el Archiduque Enrique le hizo una fervorosa declaración. Le dijo que tenía alrededor de veinte millones de ducados en una caja fuerte de su castillo. Era señor de más leguas cuadradas de tierra que cualquier noble inglés. La caza era excelente: le prometía un surtidor de lagópodos y de gallos silvestres como ninguna landa de Inglaterra, o de Escocia, podía suministrar. Es verdad que los faisanes habían sufrido de la pepita, y las ciervas habían malogrado la cría, pero todo eso se podía arreglar, y se arreglaría cuando vivieran en Rumania los dos.

Mientras hablaba, enormes lágrimas brotaban de sus ojos saltones y corrían por los surcos terrosos de sus mejillas fláccidas.

Orlando ya sabía por su propia experiencia de hombre que éstos lloran tan a menudo y tan sin razón como las mujeres; pero también sabía que las mujeres deben escandalizarse cuando los hombres se emocionan delante de ellas, y se escandalizó.

El Archiduque se disculpó. Se dominó lo bastante para decir que la dejaría por ahora, pero que al día siguiente volvería por su respuesta.

Eso era un martes. Vino el miércoles; vino el jueves; vino el viernes; y vino el sábado. Es cierto que cada visita empezaba, continuaba o concluía con una declaración de amor, pero había mucho lugar entre ellas para el silencio. Se sentaban a cada lado del fuego, y a veces el Archiduque hacía caer las pinzas y Orlando las recogía. Entonces el Archiduque rememoraba cómo había muerto un alce en Suecia, y Orlando preguntaba si era un alce muy grande, y el Archiduque respondía que no era tan grande como el reno que había muerto en Noruega, y Orlando preguntaba si nunca había cazado un tigre y el Archiduque respondía que había matado un albatros, y Orlando preguntaba (disimulando un bostezo) si el albatros era del tamaño del elefante, y el Archiduque respondía —algo muy sensato, sin duda, pero Orlando no lo escuchaba, porque estaba mirando su escritorio, o por la ventana o la puerta. Después de lo cual el Archiduque decía: «Yo la adoro», en el preciso momento en que Orlando decía: «Mire, está empezando a llover», y los dos se ponían muy incómodos y colorados de vergüenza, y no atinaban a decir nada. La verdad es que Orlando había agotado todos los temas y si no se le hubiera ocurrido un juego que se llamaba Mosca Asentada, mediante el cual se pueden perder enormes sumas de dinero con muy poco gasto de ingenio, hubiera tenido que casarse con él, porque no le quedaba otro remedio para sacárselo de encima. Este recurso interesante y sencillo que sólo requería tres terrones de azúcar y un número razonable de moscas, evitó las incomodidades del diálogo y la necesidad del matrimonio. Ahora el Archiduque apostaba quinientas libras contra una ficha, a que una mosca se posaría en este terrón y no en aquél. Así tenían toda la mañana ocupada vigilando las moscas (que se aletargan mucho en esa estación y a veces pasan una o dos horas dando vueltas por el cielo raso), hasta que se decidía algún moscardón y acababa la partida. Muchos cientos de libras cambiaron de manos en ese juego, que el Archiduque, que era un jugador nato, declaró no inferior a las carreras de caballos, y juró que podía seguir para siempre. Pero Orlando empezó a fastidarse.

«¿De qué me sirve ser una hermosa muchacha en la flor de la edad —se preguntó— si tengo que pasar toda la mañana observando moscas y moscardones con un Archiduque?».

Empezó por aborrecer la sola vista del azúcar; las moscas la mareaban. Pensaba que tenía que haber algún medio de salir del paso, pero aún era torpe en las artes de su sexo, y como no podía desmayarlo de un golpe en la cabeza ni atravesarlo de una estocada, no se le ocurrió nada mejor que lo siguiente: Cazó una mosca, la aplastó suavemente (ya estaba medio muerta, o su amor a los animales no le hubiera permitido hacer eso) y la fijó con una gota de goma arábiga a un terrón de azúcar. Mientras el Archiduque miraba al techo, Orlando sustituía hábilmente ese terrón por el de su apuesta y gritaba «Gané, gané». Su intención era que el Archiduque, provisto de amplios conocimientos de sport y de carreras, descubriera el fraude, y como trampear en Mosca Asentada es el más detestable de los crímenes, y ha provocado la exclusión de muchas personas de la comunidad de sus semejantes, condenándolos a vivir entre monos en el trópico, calculaba que el Archiduque sería lo bastante hombre para rehusar cualquier trato con ella en lo sucesivo. Pero ella desconocía la candidez de ese amable aristócrata. No era entendido en moscas. Una mosca muerta le parecía más o menos igual a una mosca viva. Le hizo esa jugarreta veinte veces seguidas y perdió más de 17 250 libras (lo que equivale a 40 885 libras, 6 chelines, 8 peniques de la moneda actual) hasta que Orlando hizo trampa de un modo tan grosero, que hasta él lo vio. Cuando supo la cruel verdad, se produjo una escena penosísima. El Archiduque se puso de pie. Enrojeció. Las lágrimas rodaron por su cara, una a una. Que ella le hubiera ganado una fortuna no era nada —de buen grado se la ofrecía, que lo hubiera engañado ya era grave —le dolía pensar que fuera capaz de tal cosa, pero que hubiera hecho trampa en Mosca Asentada era imperdonable. Imposible, dijo, amar a una tramposa. Al llegar ahí se desarmó. Por suerte, dijo recobrándose un poco, no había testigos. Al fin, ella era una mujer. En una palabra estaba a punto de absolverla caballerescamente, y se había inclinado para solicitar el perdón de sus términos violentos, cuando Orlando, que quería concluir de una vez, aprovechó el instante en que doblaba su cabeza orgullosa, para dejar caer un sapito entre su camisa y su piel.

Debemos hacerle justicia, declarando que ella hubiera preferido un estoque. Los sapos son muy pegajosos para tenerlos en la ropa toda una mañana. Pero si los estoques están prohibidos hay que recurrir a los sapos. Además los sapos y la risa logran a veces lo que el frío acero no logra. Ella se rió. El Archiduque se puso rojo. Se rió. El Archiduque dijo malas palabras. Se rió. El Archiduque dio un portazo.

«¡Alabado sea Dios!», dijo Orlando riéndose todavía. Oyó las ruedas de un carruaje que se iba del patio, furiosamente. Las oyó retumbar por el camino. Alejarse más y más. Perderse al fin.

«Estoy sola», dijo Orlando en voz alta, porque no había nadie que la escuchara.

Los sabios todavía no han confirmado que el silencio parezca más profundo después del ruido. En cambio, muchas mujeres jurarían que nunca es tan sensible la soledad como inmediatamente después de que a uno le hayan hecho el amor. Al desvanecerse el rodar del carruaje, Orlando sintió que se alejaba de ella un Archiduque (eso no le importaba), una fortuna (eso no le importaba), un título (eso no le importaba), la seguridad y el aparato del matrimonio (eso no le importaba), pero oyó que la vida se alejaba, y un amante. «La vida y un amante», murmuró, y yendo a su escritorio, mojó la pluma en la tinta y escribió:

«La vida y un amante» —un verso fuera de metro y que no se enlazaba con lo anterior— algo sobre la mejor manera de bañar ovejas para evitar la sarna. Releyéndolo, se sonrojó y repitió en seguida:

«La vida y un amante». Luego dejó la pluma, entró en su dormitorio, se paró frente al espejo y se arregló las perlas en el cuello. Como las perlas no lucen bien sobre un vestido de algodón floreado, lo cambió por uno de tafetán gris paloma, luego por uno flor de durazno; luego por uno de brocado borra de vino. Tal vez necesitaba un poco de polvo, y el pelo —así— sobre la frente le sentaría. Calzó zapatos puntiagudos y se puso en el dedo un anillo con una esmeralda. «Ahora», dijo cuando ya todo estaba listo y encendió los candelabros de plata de cada lado del espejo. ¿Qué mujer no hubiera querido ver lo que vio Orlando arder en la nieve? —porque todo el espejo era un campo nevado, y ella era como un fuego, una zarza ardiente, y las luces de los cirios que la aureolaban eran hojas de plata, o también, el espejo era una agua verde, y ella era una sirena, recamada de perlas, una sirena en una gruta, cantando para que se asomaran los remeros, y se cayeran, se cayeran para abrazarla; tan morena, tan resplandeciente, tan dura, tan suave era, tan asombrosamente seductora que era una lástima que no hubiera nadie ahí para decirle de una vez: «Diantre, Señora, usted es la belleza en persona», lo que era cierto.

Hasta Orlando (que no tenía vanidad personal) lo sabía, porque sonrió con esa involuntaria sonrisa de las mujeres cuando su propia belleza, que les parece ajena, se forma como una gota que cae, o un surtidor que sube, y les sale al encuentro en el espejo —esa sonrisa fue la suya y luego se quedó escuchando un momento y oyó la brisa entre las hojas y el pajar de los gorriones, y luego suspiró: «La vida, un amante», y giró sobre sus talones; se arrancó las perlas del cuello, y el raso de los hombros, se quedó en bombachas de seda negra como un gentilhombre cualquiera, y tocó la campana. Cuando vino el sirviente, ordenó que enganchara, en seguida, un coche de seis caballos. Negocios urgentes la solicitaban en Londres. A la hora de la partida del Archiduque, partía ella también.

Aprovecharemos su viaje —ya que el paisaje recorrido era un paisaje clásico inglés que no requiere descripción— para subrayar una o dos circunstancias de nuestro relato. Se habría notado, por ejemplo, que Orlando escondió su manuscrito al ser interrumpida. Además, que se miró larga y atentamente en el espejo; y ahora, camino de Londres, uno podía notar un sobresalto y un grito ahogado cada vez que los caballos se apresuraban. Esta modestia de su obra, esta vanidad de su persona, estos temores por su seguridad, parecen desmentir lo que antes dijimos sobre la absoluta igualdad de Orlando hombre y de Orlando mujer. Se estaba poniendo algo más modesta, como la mayoría de las mujeres, de su inteligencia; un poco más vanidosa, como la mayoría de las mujeres, de su persona. Ciertas sensibilidades aumentaban, otras disminuían.

Algunos filósofos dirán que el cambio de traje tenía buena parte en ello. Esos filósofos sostienen que los trajes, aunque parezcan frivolidades, tienen un papel más importante que el de cubrirnos. Cambian nuestra visión del mundo y la visión que tiene de nosotros el mundo. Por ejemplo, bastó que el Capitán Bartolus viera la falda de Orlando, para que le hiciera instalar un toldo, le ofreciera otra tajada de carne y la invitara a desembarcar con él en su lancha. Ciertamente no hubiera sido objeto de estas atenciones si sus faldas, en vez de ahuecarse, se hubieran pegado a sus piernas como bombachas. Y cuando somos objeto de atenciones debemos retribuirlas. Orlando había saludado, había aceptado, había halagado el humor del buen hombre: lo que no hubiera sucedido si el capitán en vez de pantalones hubiera llevado faldas, y confirma la tesis de que son los trajes los que nos usan, y no nosotros los que usamos los trajes: podemos imponerles la forma de nuestro brazo o de nuestro pecho, pero ellos forman a su antojo nuestros corazones, nuestras lenguas, nuestros cerebros. A fuerza de usar faldas por tanto tiempo, ya un cierto cambio era visible en Orlando; un cambio hasta de cara, como lo puede comprobar el lector en la galería de retratos. Si comparamos el retrato de Orlando hombre con el de Orlando mujer, veremos que aunque los dos son indudablemente una y la misma persona, hay ciertos cambios. El hombre tiene libre la mano para empuñar la espada, la mujer debe usarla para retener las sedas sobre sus hombros. El hombre mira el mundo de frente como si fuera hecho para su uso particular y arreglado a sus gustos. La mujer lo mira de reojo, llena de sutileza, llena de cavilaciones tal vez. Si hubieran usado trajes iguales, no es imposible que su punto de vista hubiera sido igual.

Tal es el parecer de algunos filósofos, que por cierto son sabios, pero nosotros no lo aceptamos. Afortunadamente, la diferencia de los sexos es más profunda. Los trajes no son otra cosa que símbolos de algo escondido muy adentro. Fue una transformación de la misma Orlando la que determinó su elección del traje de mujer y sexo de mujer. Quizá al obrar así, ella sólo expresó un poco más abiertamente que lo habitual —es indiscutible que su característica primordial era la franqueza— algo que les ocurre a muchas personas y que no manifiestan. De nuevo nos encontramos ante un dilema. Por diversos que sean los sexos, se confunden. No hay ser humano que no oscile de un sexo a otro, y a menudo sólo los trajes siguen siendo varones o mujeres, mientras que el sexo oculto es lo contrario del que está a la vista. De las complicaciones y confusiones que se derivan, todos tenemos experiencia; pero dejemos el problema general, y limitémonos a su operación en el caso particular de Orlando.

Esa mezcla de hombre y de mujer, la momentánea prevalencia de uno y de otra, solía dar a su conducta un giro inesperado. Por ejemplo, las mujeres curiosas preguntarán: Si Orlando era mujer, ¿cómo no tardaba más de diez minutos para vestirse? ¿Y no estaban sus trajes elegidos a la buena de Dios, y a veces hasta raídos? Sin embargo, le faltaba la gravedad de un hombre, o la codicia de poder que tienen los hombres. Su corazón era muy tierno. No toleraba que golpearan un burro, o ahogaran un gatito. En cambio, aborrecía los quehaceres domésticos, se levantaba al alba y andaba por el campo en verano antes de la salida del sol. Ningún agricultor la aventajaba en el conocimiento de las cosechas. Era de mucho aguante para beber y le gustaban los juegos de azar. Montaba bien y era capaz de manejar seis caballos al galope sobre el Puente de Londres. Sin embargo, aunque era tan práctica y tan atrevida como un hombre, la vista del peligro ajeno le producía palpitaciones de las más femeninas. Por cualquier motivo rompía a llorar. No era versada en geografía, juzgaba intolerables las matemáticas y defendía ciertos pareceres absurdos, que abundan más entre las mujeres que entre los hombres; por ejemplo, que viajar hacia el sur es ir cuesta abajo. Imposible resolver por ahora si Orlando era más hombre o más mujer. Oímos el rodar de su carruaje en el empedrado. Llega a su casa en Londres. Bajan el estribo; abren los portones de hierro. Entra en la casa de su padre en Blackfriars, siempre espaciosa y agradable (aunque la moda se alejara a otros barrios), con sus jardines en declive hacia el río, y un lindo monte de nogales para pescar.

Se instaló en esa casa y emprendió inmediatamente la busca de las dos cosas que anhelaba —la vida y un amante. La primera no era tan fácil; la segunda la encontró sin dificultad a los dos días de su llegada. Había llegado un martes. El jueves fue a pasear por la Alameda, como era entonces la costumbre de las personas de calidad. Apenas había dado una vuelta o dos cuando fue descubierta por un grupo de gente baja que iba para espiar a sus superiores. Al cruzarse con ellos, una mujer cualquiera que daba el pecho a una criatura se adelantó, se le encaró familiarmente y gritó: «¡Dios me favorezca, si ésta no es Lady Orlando!». Los que estaban con ella se agolparon y Orlando se encontró en el centro de una rueda de burgueses y almaceneros, ávidos todos de mirar a la heroína del afamado pleito. Tal era el interés que el asunto había despertado en el pueblo bajo. Orlando se hubiera encontrado en un grave aprieto —había olvidado que las damas no suelen pasearse solas en los lugares públicos— si un caballero de elevada estatura no se hubiera apresurado a ofrecerle su brazo. Era el Archiduque. Su vista la llenó de confusión y la divirtió al mismo tiempo. Este caballero magnánimo, no sólo la había perdonado, sino que, para demostrarle que no le guardaba rencor por su travesura con el sapito, había adquirido una joya de la forma precisa de ese batracio y le rogó que la aceptara con la seguridad de su pasión, mientras la reconducía a su coche.

Con el apretón, con la joya, con el Duque, volvió a su casa en el peor de los humores. ¿Ya no era posible dar un paseo, sin que la asfixiaran, sin que le regalaran un sapo de esmeraldas, y sin que un Archiduque le hiciera un ofrecimiento matrimonial? Al día siguiente vio con mejores ojos el episodio al encontrar sobre la mesa del desayuno una docena de esquelas de las más encumbradas señoras del país —Lady Suffolk, Lady Salisbury, Lady Chesterfield, Lady Tavistock y otras— que le recordaban muy cortésmente los viejos lazos entre sus familias y la de ella, y aspiraban al honor de conocerla. Al otro día, que era un sábado, muchas de esas damas la visitaron personalmente. El martes, hacia el mediodía, sus lacayos le trajeron invitaciones a diversas veladas, cenas y reuniones próximas, y sin tardanza, pero no sin estrépito y sin espuma, Orlando se embarcó en las aguas de la sociedad londinense.

Describir puntualmente esa sociedad en ése o en cualquier otro momento, excede los recursos del historiador o del biógrafo. Sólo los escritores que necesitan poco la verdad, y no tienen respeto por ella —los poetas y los novelistas— pueden hacerlo, pues éste es uno de los casos en que no existe la verdad. Nada existe. Todo es un espejismo, una emanación. Para decirlo de una vez —Orlando regresaba a las tres o a las cuatro de la mañana con las mejillas como un árbol de Navidad y los ojos como luceros. Desataba un encaje, recorría su cuarto de arriba abajo, desataba otro encaje, se detenía, y vuelta a caminar. A veces ya resplandecía el sol alto sobre las chimeneas de Southwark antes que ella se resolviera a meterse en cama, y ahí se quedaba dándose vueltas, riéndose y suspirando por una hora o más, antes de conciliar el sueño. ¿Y todo por qué? La sociedad. ¿Y qué había dicho o hecho la sociedad para trastornar de ese modo a una dama razonable? Nada, en una palabra. Por más que torturara su memoria, Orlando no recuperaba jamás una sola cosa que fuera, realmente, algo. Lord O. había estado galante. Lord A., cortés. El Marqués de C., encantador. El Señor M., entretenido. Pero cuando trataba de precisar esa galantería, esa cortesía, ese encanto, o ese entretenimiento, le parecía estar desmemoriada, porque nada podía señalar. Era siempre lo mismo. Nada quedaba para el día siguiente, pero la excitación del momento era interesante. Arribamos así a la conclusión de que la sociedad es uno de esos ponches que las expertas amas de casa sirven hirviendo en Navidad, y cuyo sabor depende de la adecuada mezcla y agitación de una docena de ingredientes. Pruebe uno sólo y resulta insípido. Pruebe a Lord A., Lord O., Lord C., o Mr. M. y separadamente son nulos. Agítelos a un tiempo, y producirán el sabor más embriagador, la más seductora de las esencias. Pero esa seducción, esa embriaguez, eluden nuestro análisis. ¡En el mismo instante, la sociedad es todo y es nada! La sociedad es la mixtura más potente del mundo y la sociedad no existe. Con tales monstruos sólo los novelistas y los poetas pueden lidiar, con tales todos-nadas rellenan desaforadamente sus obras; a ellos, pues, se los entregamos con la mejor voluntad del mundo.

Por consiguiente, imitando el ejemplo de nuestros predecesores, nos limitaremos a decir que la sociedad en el tiempo de la Reina Ana era de un brillo incomparable. Ser admitida en ella era el anhelo de toda persona bien nacida. Los refinamientos eran supremos. Los padres instruían a los hijos, las madres a las hijas. No había educación completa para ambos sexos que no incluyera la ciencia de los modales, el arte de saludar y hacer reverencias, el manejo de la espada y del abanico, el cuidado de la dentadura, la conducta de la pierna, la flexibilidad de la rodilla, los verdaderos métodos de entrar y salir de un salón, con mil etcéteras, que inmediatamente se le ocurrirán a cualquiera que ha estado en sociedad. Desde que Orlando había conseguido el elogio de la Reina Isabel por su manera de entregarle un bol de agua de rosas, cuando era niño, podemos suponer que era todavía lo bastante hábil para ser aprobada. Pero sus distracciones la hacían, a veces, parecer torpe; solía pensar en la poesía en lugar de pensar en el Pekín; su andar era quizás un poco desgarbado para una mujer; y sus gestos, abruptos, podían amenazar la seguridad de una taza de té.

Sea que esa ligera torpeza contrarrestara el esplendor de su porte, sea que Orlando había heredado una gota de más de ese negro humor que circulaba por las venas de toda su raza, lo cierto es que, después de asistir a unas veinte reuniones, ya estaba preguntándose (pero sólo su faldero Pippin la oía): «¿Qué demonios me pasa?». Esto aconteció un día martes, el 16 de junio de 1712; volvía justamente de un gran baile en Arlington House; el alba estaba en el cielo y Orlando se estaba sacando las medias. «Ojalá no vuelva a encontrar un ser humano en toda mi vida», gritó, rompiendo en llanto. Tenía amantes de sobra; pero la vida, que al fin y al cabo no carece de toda importancia, se le escapaba. «¿Y es esto —preguntó (pero no había quién le contestara)—, es esto —prosiguió sin embargo—, lo que llama vida la gente?». El faldero le tendió la patita, para indicar su simpatía. El faldero la lamió con la lengua. Orlando acarició al faldero con la mano. Orlando besó al faldero con los labios. En una palabra, había entre los dos la simpatía más sincera que puede haber entre un perro y su ama, pero es indiscutible que la mudez de las bestias es un estorbo para los refinamientos del diálogo. Mueven la cola; inclinan la parte delantera del cuerpo y elevan la trasera; ruedan, brincan, rascan, gimen, ladran, babean, inventan toda clase de ceremonias y de artificios pero todo es inútil, porque lo que es hablar, no pueden. Acostando al perro en el suelo, Orlando meditó que ése era precisamente el defecto del gran mundo en Arlington House. Ellos también mueven la cola, saludan, ruedan, babean y rascan, pero lo que es hablar no pueden: «Todos estos meses que he andado en sociedad —dijo Orlando, tirando una media por el suelo—, no he escuchado una sola cosa que Pippin no hubiera podido decir. Tengo frío. Tengo hambre. Me siento feliz. He cazado una laucha. He enterrado un hueso. Dame un beso en el hocico». Y eso no bastaba.

No se explica el pasaje, en tan breve tiempo, de la intoxicación al disgusto, sin admitir que esa misteriosa mixtura que llamamos sociedad no es buena o mala en absoluto, sino que encierra un espíritu volátil y poderoso, que produce embriaguez, cuando uno lo juzga encantador, como empezó juzgándolo Orlando, y náuseas cuando uno lo juzga repulsivo, como acabó Orlando por juzgarlo. Que el habla tenga mucho que ver con esa embriaguez o con esa náusea, he ahí lo que dudamos. A veces una hora de silencio es la más exquisita, el ingenio puede ser aburridor a más no poder. Pero dejemos esto a los poetas, y sigamos con nuestro cuento.

Orlando tiró la segunda media detrás de la primera y se metió en cama lóbregamente, jurando renunciar para siempre a la sociedad. Pero ese juramento, como tantos otros de Orlando, resultó prematuro. Al despertarse al otro día, encontró entre las habituales invitaciones sobre la mesa, una de cierta gran dama, la Condesa de R. Después del juramento de la víspera, sólo podemos explicar la conducta de Orlando —despachó un mensajero a toda prisa a R. House aceptando con entusiasmo la invitación— por el hecho de que se hallaba aún bajo la influencia de tres palabras melodiosas, que había dejado caer en su oído, en la cubierta de la Enamoured Lady, el capitán Nicholas Benedictus Bartolus mientras remontaban el Támesis: Addison, Dryden, Pope, había dicho, señalando al Cacao Silvestre, y Addison, Dryden, Pope habían seguido tintineando en su cráneo como una encantación. ¿Quién dará crédito a esa locura?, pero así era. Del todo inútil su experiencia con Nick Greene. Tales nombres ejercían sobre ella una fascinación poderosa. En algo, posiblemente, hay que creer, y puesto que Orlando (ya lo dijimos) no creía en las divinidades comunes, había depositado toda su credulidad en los grandes hombres; pero con un distingo. Los almirantes, los soldados, los estadistas no la tocaban. Pero el solo pensamiento de un gran escritor enardecía de tal modo su fe que hasta lo creía invisible. Su instinto era seguro. Sólo podemos creer enteramente en lo que no podemos ver. El vistazo de esos grandes hombres desde la cubierta del barco era una especie de visión. Era dudoso que la taza fuera de porcelana y la gaceta de papel. Cuando Lord O. mencionó un día que había cenado la víspera con Dryden, no quiso creerlo. El salón de Lady R. tenía fama de ser la antecámara del santuario del genio; era el lugar donde hombres y mujeres se congregaban a agitar incensarios y cantar himnos al busto del genio en un nicho. A veces, el Dios mismo se dignaba aparecer un momento. Sólo la inteligencia daba derecho a la admisión y nada se decía (según se cuenta) que no fuera ingenioso.

Por eso Orlando entró en el salón con un gran temor. Los invitados formaban un semicírculo alrededor del fuego. En el centro, en un gran sillón, estaba sentada Lady R., una señora no muy joven, morena, con una mantilla de encaje negro. Así, aunque algo sorda, podía dirigir la conversación a derecha e izquierda. A derecha e izquierda tenían asiento hombres y mujeres destacadísimos. Cada hombre, se decía, había sido Primer Ministro y cada mujer, se susurraba, había sido la querida de un rey. Lo cierto es que todos eran brillantes, y todos eran célebres. Orlando ocupó su lugar con una gran reverencia silenciosa… A las tres horas, hizo otra reverencia y se fue.

Pero, interrogará mi lector con algún fastidio, ¿qué había sucedido entretanto? En tres horas, en una reunión como ésta deben de haberse dicho las cosas más interesantes del mundo. Así parecería. Pero el hecho es que no se dijo nada. Se trata de un curioso rasgo que comparten con las tertulias más brillantes que el mundo ha visto. La vieja Madame du Deffand y sus amigos hablaron cincuenta años sin parar. Y de todo eso, ¿qué sobrevive? Tal vez, tres frases ingeniosas. Por consiguiente, es lícito suponer que no dijeron nada o que no dijeron nada ingenioso, o que esas tres frases ingeniosas llenaron dieciocho mil doscientas cincuenta noches, lo que no significa un apreciable porcentaje de ingenio para cada uno de ellos.

La verdad —si nos atrevemos a usar esa palabra para ese tema— es que esos grupos de personas están como hechizados. La dueña de casa es la Sibila de hoy. Es una bruja que echa un sortilegio a sus huéspedes. En tal casa se creen felices; en tal otra ingeniosos, en una tercera profundos. Todo es una ilusión (lo cual no significa un reproche, porque las ilusiones son lo más necesario y lo más precioso que hay en el mundo, y quien puede crear una sola es un máximo bienhechor), pero como es sabido que las ilusiones se hacen pedazos en cuanto las toca la realidad, la verdadera dicha, el verdadero ingenio, la verdadera profundidad no se toleran donde la ilusión prevalece. Tal es la clave de por qué Mme. du Deffand sólo dijo tres frases ingeniosas en cincuenta años. Si hubiera dicho una sola más, habría aniquilado su tertulia. La ocurrencia, al dejar sus labios, arrasó la conversación, como una bala de cañón que troncha las margaritas y las violetas. Cuando pronunció su afamado «mot de Saint Denis», hasta el pasto se chamuscó. El desencanto y la desolación lo siguieron. No se dijo ni una palabra. «¡Ahórrenos otro semejante, Madame, por amor de Dios!», gritaron al unísono sus amigos. Y ella acató ese ruego. Durante diecisiete años no dijo nada memorable, y todo anduvo bien. El hermoso tapiz de la ilusión quedó intacto en su círculo como estaba intacto en el círculo de Lady R. Los huéspedes creían ser felices, creían ser ingeniosos, creían ser profundos, y como lo creían, otras personas lo creían aún más; y así se propaló que nada podía igualar el encanto de las tertulias de Lady R.; todos tenían envidia de quienes participaban en ellas; los que participaban se envidiaban porque los envidiaban los otros; y aquello parecía no tener fin —salvo el que pasaremos a referir.

A la tercera visita de Orlando, ocurrió un incidente. Ella seguía con su ilusión de escuchar los más brillantes epigramas del mundo, aunque a decir verdad, el viejo general C. estaba revelando, con alguna prolijidad, el trayecto preciso de la gota desde su pierna izquierda hasta su pierna derecha, y Mr. L. interrumpía cada vez que se mencionaba un nombre propio: «¿B.? Lo conozco a Billy B. como mis manos. ¿S.? El hombre que más quiero. ¿E.? Pasamos una quincena juntos en Yorkshire» —lo cual, tal es la fuerza de la ilusión, parecía la réplica más ingeniosa, el comentario más penetrante sobre la vida humana, y mantenía la reunión en una carcajada perpetua, cuando se abrió la puerta y entró un caballerito cuyo nombre no atrapó Orlando. En el acto una impresión extrañamente incómoda la invadió. A juzgar por sus caras los otros la sintieron también. Un caballero declaró que había una corriente de aire. La Marquesa de C. temió que un gato se hubiera introducido bajo el sofá. Era como si abrieran los ojos después de un lindo sueño y no encontraran más que un lavatorio barato y una frazada sucia. Era como si los dejaran los vapores de un delicioso vino. El general seguía conversando y seguía rememorando Mr. L. Pero el rojo cogote del general era cada vez más visible, y la calva reluciente de Mr. L. En cuanto a lo que decían —nada más aburrido y más trivial podía imaginarse. Todos estaban incómodos y las damas bostezaban detrás de sus abanicos. Al fin Lady R. dio un golpecito con el suyo en el brazo de un sillón. Los dos interlocutores callaron.

Entonces dijo el caballerito,

Dijo luego,

Dijo finalmente[2].

Aquí, indudablemente, había verdadero ingenio, verdadera sabiduría, verdadera profundidad. El auditorio se quedó consternado. Un solo dicho así, ya era intolerable; ¡pero tres, uno encima de otro, en la misma tarde! No había reunión capaz de sobrevivir.

«Mr. Pope —dijo la vieja Lady R. en una voz estremecida de ira sarcástica—, veo que usted bromea». Mr. Pope se puso rojo. Nadie dijo una palabra. Un silencio mortal los aplastó por unos veinte minutos. Después, uno por uno, se levantaron y se escurrieron del salón. Era dudoso que volvieran después de semejante experiencia. Se oían los gritos de los pajes de hacha llamando a los cocheros por toda South Audley Street. Las portezuelas se cerraban de golpe y los coches se iban. Orlando, en la escalera, se encontró junto a Mr. Pope. Su organismo contrahecho y flaco estaba sacudido por muy diversas emociones. Sus ojos disparaban dardos de maldad, de rabia, de triunfo, de ingenio y de terror; temblaba como una hoja. Parecía un reptil agazapado con un topacio vivo en la frente. En el mismo instante, la más extraña tempestad de emociones se apoderó de la pobre Orlando. Una desilusión tan completa como la que acababa de padecer hace que la mente zozobre de un lado a otro. Todo parece diez veces más desnudo y más inútil. Es un instante lleno de peligro para la mente humana. En instantes así, las mujeres se hacen monjas, los hombres frailes. En instantes así, los hombres ricos hacen donación de sus bienes, los hombres felices se degüellan con el trinchante. Orlando hubiera hecho todo eso con gusto, pero había una cosa más temeraria, y es la que hizo. Invitó a Mr. Pope a que la acompañara a su casa.

Porque si es temerario entrar sin armas en la cueva del león, o atravesar en una canoa el Océano Atlántico, o pararse sobre un pie en la cúspide de San Pablo, más temerario aún es volver a casa con un poeta. Un poeta es a la vez Atlántico y león. El uno nos ahoga, el otro nos roe. Si sobrevivimos a los dientes sucumbimos a las olas. Un hombre destructor de ilusiones es a un tiempo fiera y diluvio. Las ilusiones son al alma lo que la atmósfera es a la tierra. Destruid ese tierno aire y muere la planta, palidece el color. La tierra que pisamos es un rescoldo. Pisamos un erial y nos lastiman los pies guijarros candentes. La verdad nos deshace. La vida es sueño. El despertar nos mata. Quien me roba los sueños, me roba la vida (y así podríamos seguir una media docena de páginas, pero el estilo es aburrido y mejor es dejarlo).

De acuerdo con lo anterior, sin embargo, Orlando hubiera sido un mero montón de cenizas cuando el carruaje se detuvo ante su casa de Blackfriars: Que todavía fuera de carne y hueso, aunque exhausta, se debe a un hecho que ya hemos indicado. Cuando menos vemos, más creemos. Las calles entre Blackfriars y Mayfair estaban muy mal alumbradas. Es verdad que el alumbrado era superior al de la época isabelina. Entonces el viajero a quien le sorprendía la noche, tenía que confiar en las estrellas o en la antorcha colorada de algún sereno para orillar los pedregales de Park Lane o los robledables donde los cerdos hocicaban en Tottenham Court Road. Pero, con todo, aún se estaba muy lejos de nuestra eficacia moderna. Cada doscientas yardas había un farol de aceite, pero la zona intermedia era como boca de lobo. Orlando y Mr. Pope atravesaban diez minutos de oscuridad; luego medio minuto de luz. Así nació en Orlando un estado de alma rarísimo. Al desvanecerse la luz, ella se sentía invadida por una deliciosa dulzura. «Qué honor para una muchacha pasear en coche con Mr. Pope —reflexionaba mirando su nariz de perfil—. Soy la más dichosa de las mujeres. A media pulgada de mí —estoy sintiendo el nudo de sus ligas contra mi muslo— está el ingenio más brillante de los dominios de Su Majestad. Los siglos venideros nos recordarán con interés y me tendrán una envidia loca». Ahora se acercaban a otro farol. «¡Qué tonta soy! —pensaba—. Nada son la fama y la gloria. ¡Los siglos venideros ni se acordarán de mí ni de Mr. Pope! ¿Qué es un siglo? ¿Qué somos “nosotros”?», y su travesía de Berkeley Square era como el tanteo de dos hormigas ciegas, momentáneamente reunidas por el azar, sin un interés en común, en un desierto renegrido. Orlando se estremeció. Pero de nuevo los rodeó la tiniebla. Su ilusión revivió. «Qué noble es su frente —pensó (equivocando un bulto de un almohadón por la frente de Mr. Pope en la oscuridad)—. ¡Qué orbe de genio habita ahí! ¡Qué talento, qué sabiduría, qué verdad —qué abundancia de todas esas joyas, por las que daríamos nuestra vida! Tuya es la única luz que arde para siempre. Sin ti la peregrinación humana se arrastraría en plena oscuridad (aquí el coche dio un barquinazo en una zanja de Park Lane); sin el genio estaríamos tumbados y deshechos. ¡Oh augusto, oh lúcido resplandor!», así estaba apostrofando al bulto del almohadón cuando al pasar por uno de los faroles de Berkeley Square advirtió su engaño. La frente de Mr. Pope era como la de cualquiera. «Miserable —pensó—, ¡cómo me has engañado! Creí que ese bulto era tu frente. Cuando uno mira bien, ¡qué innoble, qué despreciable eres! Contrahecho y enclenque, nada en ti merece la veneración, mucho la lástima, casi todo el desprecio».

De nuevo los rodeaba la sombra, y su cólera decreció en cuanto no distinguió sino las rodillas del poeta.

«Pero la miserable soy yo —reflexionó de nuevo en plena oscuridad—, pues por abyecto que tú seas, ¿no soy yo acaso más abyecta? Tú me alimentas y proteges, tú espantas las fieras, tú atemorizas al salvaje, tú me has tejido trajes con la seda de los gusanos, y alfombras con la luna de las ovejas. Si siento necesidad de adorar, ¿no me has dado una imagen de ti mismo y la has instalado en el cielo? ¿No encuentro acaso en todas partes las pruebas de tu afán? ¡Qué humilde, qué agradecida, qué dócil debo yo ser entonces! Que toda mi alegría esté en servirte, en honrarte, en obedecerte».

Aquí llegaron al gran farol en la esquina de lo que ahora es Piccadilly Circus. La luz la deslumbró, y vio además de unos seres degradados de su propio sexo, dos pigmeos miserables, en un país desierto. Ambos estaban desnudos, solitarios, indefensos. No podían hacer nada el uno por el otro. Cada uno era una carga para sí mismo. Mirando bien de frente a Mr. Pope, «es igualmente vano —pensó—, que tú sueñes en protegerme, o yo en adorarte. La luz de la verdad cae sobre nosotros sin una sombra, y la luz de la verdad nos sienta muy mal».

Todo ese tiempo, es claro, habían conversado agradablemente, como lo hace la gente educada y bien nacida, sobre el mal genio de la Reina, y la gota del primer ministro, mientras el carruaje alternaba la luz y la sombra por el Haymarket, por el Strand, por Fleet Street, y llegaba, al fin, a la casa de Orlando en Blackfriars. Hacía rato que los intervalos de sombra entre los faroles eran más claros y los faroles menos brillantes —es decir, estaba amaneciendo y había esa luz igual pero confusa de una mañana de verano, en que todo se ve, pero nada se ve con claridad. Se apearon, Mr. Pope le dio la mano para bajar, y Orlando consiguió que Mr. Pope entrara antes que ella en la casa, con el más exquisito acatamiento de los ritos sociales.

El párrafo anterior no debe autorizarnos a suponer que el genio (pero esa enfermedad ha sido extirpada en las Islas Británicas, y hay quienes dicen que el finado Lord Tennyson fue el último caso) está siempre encendido, porque entonces todo lo veríamos claro y correríamos el riesgo de morir fulminados. El genio funciona más bien como un faro, que envía un rayo y se detiene por un tiempo: salvo que es harto más caprichoso y puede proyectar seis o siete rayos seguidos (como hizo Mr. Pope esa noche) y después extinguirse durante un año o para siempre. Por consiguiente es imposible guiarse por esos rayos, y parece que los hombres de genio, cuando están apagados, son como los demás.

El hecho fue una suerte para Orlando, aunque al principio la decepcionó, pues ahora dio en andar mucho entre hombres de genio. No diferían tanto de nosotros como podríamos pensar. Addison, Pope, Swift, descubrió, eran muy afectos al té. Gustaban de las glorietas. Coleccionaban pedacitos de vidrios de colores. Adoraban las grutas. No les desagradaban los títulos. El elogio les encantaba. Un día usaban trajes color ciruela y otro día grises. Mr. Swift tenía un hermoso bastón de malaca. Mr. Addison perfumaba sus pañuelos. A Mr. Pope le solía doler la cabeza. Los chismes no dejaban de entretenerlos. No carecían de envidia. (Estamos apuntando al azar algunas reflexiones que se le ocurrieron a Orlando). Al principio, se reprochaba su atención a tales bagatelas, y adquirió un cuaderno para anotar sus dichos memorables, pero las páginas quedaron en blanco. De todos modos, Orlando se entusiasmó, y dio en hacer pedazos las invitaciones sociales; se reservó las tardes, y vivió en la continua expectativa de las visitas de Mr. Pope, de Mr. Addison, de Mr. Swift, etc., etc. Si el lector quiere consultar El rapto del rizo, El espectador o Los viajes de Gulliver, comprenderá precisamente lo que quieren decir esas misteriosas palabras. En verdad, los biógrafos y los críticos podrían ahorrarse todo su trabajo si los lectores escucharan este consejo. Porque al leer:

Whether the Nymph shall break Diana’s Law,

Or some frail China Jar receive a Flaw,

Or stain her Honour, or her new Brocade,

Forget her Pray’rs or miss a Masquerade,

Or lose her Heart, or Necklace, at a Ball[3].

sabemos como si estuviéramos escuchándolo, que la lengua de Mr. Pope temblaba como la de una víbora, que sus ojos chispeaban, que su mano se estremecía, cómo amaba, cómo mentía, cómo sufría. En una palabra, todos los secretos de un escritor, todas las experiencias de su vida, todos los rasgos de su espíritu, están patentes en su obra, y sin embargo exigimos comentarios críticos y relatos biográficos. La única explicación de ese crecimiento monstruoso es la necesidad de matar el tiempo.

Ahora, después de recorrer una página o dos de El rapto del rizo, sabemos exactamente por qué Orlando, esa tarde, estaba tan divertida, y tan asustada, y por qué le brillaban los ojos y las mejillas.

En eso, Mrs. Nelly llamó para decir que Mr. Addison deseaba ver a su Señoría. Entonces Mr. Pope se levantó con una agria sonrisa, se despidió y salió cojeando. Entró Mr. Addison. Leamos, mientras toma asiento, este pasaje del Espectador:

«Pienso que la mujer es un bello animal romántico, que puede ser adornado con pieles y plumas, perlas y diamantes, sedas y metales. El lince arrojará su piel a sus plantas para que se haga una palatina; el pavo real, el guacamayo y el cisne colaborarán en su manguito; el mar se despojará de sus caracoles y los peñascos de sus piedras preciosas, y la naturaleza entera contribuirá al embellecimiento de un ser que es su obra más perfecta. Todo esto les concedo, pero en cuanto a la falda de que hablé, es inútil que insistan».

Tenemos a ese caballero, con tricornio y todo, en el hueco de la mano. Mirémoslo otra vez con la lupa. ¿No se ve hasta la arruga de su media? ¿No está a la vista cada pliegue y cada curva de su ingenio, y su bondad y su timidez y su cortesía y el hecho de que acabará por casarse con una condesa y morirá muy decentemente? Todo está claro. Y cuando Mr. Addison ha dicho lo que debe decir, hay un tremendo golpe a la puerta, y Mr. Swift, que tiene ese modo tan brusco, entra sin que lo anuncien. Un momento. ¿Dónde están Los viajes de Gulliver? Aquí están. Leamos un párrafo del viaje entre los Houyhnhnms:

«Gocé de una perfecta Salud del Cuerpo y Tranquilidad del Espíritu; no encontré la Traición o la Inconstancia de un Amigo, o las Injurias de un Enemigo declarado o secreto. No debí sobornar, adular o alcahuetear, para procurar el Favor de un Poderoso o de su Privado. No necesité ninguna Barrera contra la Tiranía o el Fraude; no había un Médico para destruir mi Cuerpo, ni un Abogado para arruinar mi Fortuna; ni Delator para vigilar mis Palabras y Actos, o fraguar Acusaciones contra mí por Dinero; no había Mofadores, Calumniadores, Rateros, Bandoleros, Ladrones, Jueces, Encubridores, Bufones, Tahúres, Políticos, Talentos, tediosos Charlatanes aburridos…».

Basta, basta. ¡Detén esa avalancha de hierro que acabará por desollarnos vivos a todos, y a ti también! Nada más claro que ese hombre violento. Es tan grosero, y sin embargo, tan limpio; tan brutal y tan bondadoso. Desprecia al mundo entero, pero le hace mimos a una nena y morirá, ¿quién lo duda?, en un manicomio.

Así, Orlando les servía el té, y a veces, cuando el tiempo era hermoso, se los llevaba al campo, y los agasajaba como reyes en el Salón Redondo, donde tenía los retratos de todos ellos colgados en círculo, para que Mr. Pope no pudiera alegar que Mr. Addison lo precedía, o viceversa.

Eran ingeniosísimos también (pero su ingenio está en sus libros) y le enseñaron lo esencial del estilo, que es el tono corriente de la voz —una virtud que nadie puede imitar sin haber oído, ni siquiera Greene, con toda su destreza; porque nace del aire, se quiebra como una ola contra los muebles, rueda y se desvanece y es irrecuperable, sobre todo por quienes aguzan el oído medio siglo después. Todo eso le enseñaron, con la sola cadencia de sus voces en la conversación; de suerte que modificó un poco su estilo, y escribió algunos versos muy agradables y algunos retratos en prosa. Y así les prodigaba su vino y les ponía billetes de banco (que ellos amablemente guardaban) debajo de sus platos en la comida, y aceptaba sus dedicatorias, y se consideraba honradísima con el cambio.

Así pasaba el tiempo, y Orlando solía decirse con un énfasis que era tal vez algo sospechoso: «Palabra de honor, ¡qué vida es ésta!» (Porque todavía estaba a la busca de ese artículo). Pero las circunstancias quisieron que ella mirara más de cerca el asunto.

Un día le estaba sirviendo té a Mr. Pope, que (como cualquiera puede inferir de los versos citados) estaba hecho un ovillo en su asiento, siguiéndola con los ojos brillantes.

«Dios mío —pensó esgrimiendo las tenacillas—, ¡qué envidia que tendrán las mujeres del porvenir! Y sin embargo», se detuvo, pues tenía que atender a Mr. Pope. Y sin embargo —completemos su idea— cuando alguien dice «¡Qué envidia me tendrá el porvenir!», es seguro que ese alguien está incomodísimo en el presente. ¿Era tan intensa esa vida, tan halagüeña, tan gloriosa como la describían luego los biógrafos? Por una parte Orlando detestaba el té; por otra, el genio, divino como es y adorable, suele alojarse en las envolturas más sórdidas, y a veces, ¡ay de mí!, devora las otras facultades, de suerte que donde la Mente es mayor, el Corazón, los Sentidos, la Grandeza de Alma, la Caridad, la Tolerancia, la Buena Voluntad, y el resto casi no pueden respirar. De ahí la alta opinión que tienen de sí mismos los poetas; de ahí la tan baja que tienen de otros; de ahí las enemistades, injurias, envidias y epigramas que los atarean continuamente; de ahí la rapidez con que los reparten, de ahí su rapacidad para exigir simpatía; todo esto, lo diremos en voz baja, para que los intelectuales no se enteren, hace que servir el té sea un ejercicio más problemático, y en verdad, más arduo que lo que suele suponerse. A esto se añade (volvemos a bajar la voz para que las mujeres no se enteren) un secretito que los hombres comparten; Lord Chesterfield se lo confió a su hijo bajo el más estricto secreto: «Las mujeres no son más que niños grandes… El hombre inteligente sólo se distrae con ellas, juega con ellas, procura no contradecirlas y las adula». Como los niños invariablemente oyen lo que no deben y a veces llegan a ser grandes, el secreto se ha divulgado y la ceremonia de servir el té es curiosísima.

Una mujer sabe muy bien que por más que un escritor le envíe sus poemas, elogie su criterio, solicite su opinión y beba su té, eso no quiere absolutamente decir que respete sus juicios, admire su entendimiento, o dejará, aunque le esté negado el acero, de traspasarla con su pluma. Todo eso, por despacio que lo digamos, es cosa sabida, así que aun con la jarrita de crema en el aire y las tenacillas dispuestas, las damas pueden ponerse un poco nerviosas, mirar un poco por la ventana, bostezar un poco, y dejar caer el terrón con un gran chapoteo —como Orlando acaba de hacerlo— en la taza de Mr. Pope. Jamás hubo mortal más listo a sospechar una injuria o más pronto a vengarla que Mr. Pope. Se volvió a Orlando y acto continuo le presentó el borrador de cierto memorable verso de los «Retratos de Mujeres». Ahí aparece muy limado, pero el mismo borrador era bien picante. Orlando lo recibió con una reverencia. Mr. Pope la dejó con un saludo. Orlando, para refrescar sus mejillas, porque se sentía abofeteada por el homúnculo, salió a vagar por los nogales del fondo del jardín. La frescura del aire hizo su efecto. Comprobó con asombro que era un enorme alivio estar sola. Miró a los alegres remeros que remontaban el río. Sin duda la visión le recordó un incidente o dos de su vida pasada. Se sentó a meditar profundamente bajo un hermoso sauce. No se movió hasta que en el cielo hubo estrellas. Entonces se levantó y regresó a la casa, donde fue derecho a su cuarto y se encerró con llave. Abrió un armario donde estaban los trajes que había usado cuando era un gentilhombre, y eligió un traje negro de terciopelo con adornos de encaje de Venecia. En verdad, estaba un poco pasado de moda, pero le quedaba como un guante, y la hacía parecer el prototipo de un noble Lord. Dio un par de vueltas ante el espejo para cerciorarse de que las faldas no le habían hecho perder la soltura de las piernas, y salió secretamente a la calle.

Era una hermosa noche de principos de abril. Miles de estrellas mezcladas con la claridad de una luna nueva (a su vez reforzada por los faroles) daban una luz que favorecía infinitamente el rostro del hombre y la arquitectura de Mr. Wren. Todo se manifestaba del modo más tierno, pero cuando estaba a punto de disolverse, una gota de plata lo animaba y lo definía. Así debería ser la conversación, pensó Orlando (dejándose llevar por un sueño absurdo); así la sociedad, así la amistad, así el amor. Porque —Dios sabrá la razón— en cuanto hemos perdido toda fe en el comercio humano, la disposición casual de unos galpones y de unos árboles o una parva y un carro nos proponen un símbolo tan perfecto de lo inalcanzable que recomenzamos la busca.

Con estas meditaciones entró en Leicester Square. Los edificios tenían esa simetría ligera pero precisa que sólo les otorga la noche. El dosel del cielo parecía hábilmente desteñido para destacar los contornos de las chimeneas y de los techos. En el medio de la plaza había un plátano, bajo el plátano un banco, en el banco una muchacha afligida (un brazo pendiente, el otro descansando en su regazo) que era la imagen misma de la gracia, la sencillez y la desolación. Orlando barrió el suelo con su sombrero como si saludara a una gran dama en un lugar público. La muchacha levantó la cabeza. Era del más exquisito dibujo. La muchacha levantó los ojos. Orlando vio que eran de un brillo que se observa a veces en las teteras pero muy rara vez en el rostro humano. A través de esa pátina de plata la muchacha lo miró (para ella era un hombre) con esperanza, con imploración, con temblor, con miedo. Se levantó; aceptó su brazo. Porque —¿debemos decirlo?— era de la tribu que noche a noche bruñe su mercadería y la exhibe a la espera del mejor postor. Llevó a Orlando a su pieza en Gerrard Street. Al sentirla en su brazo, levemente pero como quien está suplicando, Orlando recobró los sentimientos propios de un hombre. Miró, sintió, habló como un hombre. Sin embargo, como había sido una mujer hasta hace muy poco, sospechó que la timidez de la muchacha, y sus contestaciones vacilantes, y su torpeza con la llave en la cerradura, y el pliegue de su abrigo y el abandono de su mano, eran simulaciones destinadas a lisonjear su hombría. Subieron, y el trabajo que se había tomado la pobre para arreglar su cuarto y disimular el hecho de que era el único, no engañó a Orlando ni por un momento. La farsa provocó su desdén —la verdad su lástima. Una cosa trasluciéndose por la otra engendró el sentimiento más confuso; ya Orlando no sabía si reír o llorar. Nell, mientras tanto, se desabrochó los guantes; ocultó cuidadosamente el pulgar de la mano izquierda que estaba sin zurcir; luego, se retiró detrás de un biombo, donde tal vez se pintó las mejillas, se arregló la ropa, y se puso al cuello un pañuelo nuevo —charlando todo el tiempo como las mujeres lo hacen para distraer a su amante, aunque Orlando hubiera jurado, por el tono de su voz, que sus pensamientos estaban lejos. Cuando todo estuvo listo, apareció preparada —pero aquí Orlando ya no dio más. Con una extraña agitación de cólera, de gozo y de lástima, arrojó el disfraz y declaró que era una mujer. Nell prorrumpió en tales carcajadas que llegaron, sin duda, al otro lado de la calle.

«Bueno, querida» —dijo cuando se sosegó un poco—, «no me disgusta nada saberlo. Porque la pura verdad (y era increíble la rapidez con que dejó su tono suplicante, en cuanto supo que las dos eran del mismo sexo), la pura verdad del asunto, es que no estoy para hombres esta noche. Estoy metida en un lío».

Después de lo cual, atizó el fuego, hizo arder un bol de ponche y contó a Orlando la historia entera de su vida. Como nuestro tema es la vida de Orlando, no referiremos las aventuras de la otra dama, pero lo cierto es que Orlando nunca sintió correr las horas más rápidas y alegres, aunque Mistress Nell no tenía ni pizca de talento, y cuando el nombre de Mr. Pope apareció en la conversación preguntó con toda ingenuidad si era pariente del peluquero del mismo nombre en Jermyn Street. Sin embargo, tal es el encanto de la naturalidad y la atracción de la belleza, que la charla de esta pobre muchacha salpicada de modos de decir callejeros fue como un vino para Orlando después de las floridas frases a que la habían acostumbrado, y se vio forzada a admitir que algo en el desdén de Mr. Pope, en la condescendencia de Mr. Addison y la reserva de Lord Chesterfield le envenenaba el trato con los intelectuales, aunque siguiera venerando sus obras.

Averiguó que esas infelices (porque Nell trajo a Prue, y Prue a Kitty, y Kitty a Rose) tenían su propio círculo, al que la admitieron ahora. Cada una refería las aventuras que la habían conducido a esa profesión. Varias eran hijas naturales de condes y una tenía más intimidad con la persona Real que lo debido. Ninguna, por infeliz o pobre que fuera, carecía de un pañuelo o de un anillo que le servía de árbol genealógico. Hacían rueda en torno del ponche que Orlando se encargaba de suministrar con largueza, y fueron muchas las historias que refirieron y las ocurrencias que tuvieron, porque no se puede negar que cuando las mujeres se juntan —pero, chis— cierran muy bien las puertas para que no llegue a la imprenta ni una sola palabra de lo que dicen. Todo lo que deseamos es —pero, chis—, ¿no se oye en la escalera el paso de un hombre? Estábamos por decir lo que desean, cuando ese caballero nos sacó las palabras de la boca. Las mujeres carecen de deseos, dice este caballero, entrando en la salita de Nell: sólo simulaciones. Sin deseos (ya lo ha servido Nell y se ha ido) su conversación no puede interesar a nadie: «Es bien sabido —afirma el señor S. W.— que cuando les falta el estímulo de otro sexo, las mujeres no tienen nada que decirse. Cuando están solas no conversan, se arañan». Y desde que no pueden conversar y no pueden arañarse indefinidamente y (como el señor T. R. lo ha demostrado) «son incapaces de sentimientos afectuosos para su propio sexo y mutuamente se detestan», ¿qué supondremos que hacen las mujeres cuando se reúnen?

Como a ningún hombre sensato le puede interesar la pregunta anterior, pasémosla por alto (ya que los biógrafos comparten con los historiadores el privilegio de no tener sexos) y registremos simplemente que a Orlando le agradaba muchísimo la sociedad de las mujeres —hecho imposible, según los caballeros demostrarán.

Se hace más y más difícil dar exacta cuenta de la vida de Orlando en aquella época. Al espiar y avanzar por los patios mal alumbrados, mal pavimentados y mal ventilados que había en los alrededores de Gerrard Street y de Drury Lane, la descubrimos un instante y la perdemos acto continuo. La tarea es aun más difícil por sus frecuentes cambios de traje de hombre a traje de mujer. Suele figurar en memorias contemporáneas como «Lord» Tal y Tal, que realmente era su primo; le atribuyen a él sus rasgos de generosidad, y hasta las poesías que ella compuso. Parece que no le costaba el menor esfuerzo mantener ese doble papel, pues cambiaba de género con una frecuencia increíble para quienes están limitados a una sola clase de trajes. Ese artificio le permitía recoger una doble cosecha, aumentaron los goces de la vida y se multiplicaron sus experiencias. Cambiaba la honestidad del calzón corto por el encanto de la falda y gozaba por igual del amor de ambos sexos.

Si uno dibujara sus días la representaría de mañana, en su biblioteca, en un antiguo traje chino, luego, vestida igual, recibiendo a uno o dos protegidos (porque hacía mucha caridad); luego dando una vuelta por el parque y podando los nogales —eran convenientes unas bombachas—; luego cambiaba a un traje de Pekín floreado indispensable para el paseo a Richmond y la propuesta matrimonial de algún aristócrata; y de nuevo en Londres con un traje color rapé como de abogado, recorriendo los tribunales para saber de muchos pleitos —porque su fortuna se consumía por horas y sus asuntos parecían tan lejos de una solución como cien años antes; y finalmente, al llegar la noche, volviéndose un noble señor de pies a cabeza y recorriendo las calles en busca de aventuras.

Al regresar de esas andanzas —se habló entonces de un duelo, del comando de un navio del Rey, de una lanza desnuda en un balcón, de una fuga hasta Holanda con cierta dama y de la persecución del esposo —pero nada diremos de la verdad, o falta de verdad, de esas habladurías—, al regresar, decimos, de esas andanzas, le gustaba detenerse ante las ventanas de un café, donde podía ver a los literatos sin que la vieran, e inferir de sus gestos, las cosas sabias, ingeniosas e irónicas que sin duda decían, todo eso sin oír ni una palabra; lo cual era tal vez una ventaja; y así una noche estuvo media hora viendo tres sombras que bebían juntas el té en una casa de Bolt Court.

No hubo jamás un espectáculo más atrayente. Hubiera querido gritar: ¡Bravo, bravo! Porque, en verdad, qué drama más hermoso —¡qué página arrancada del más copioso volumen de la vida humana! Ahí estaba la sombrita de labios salidos que no se aquietaba un segundo en la silla, incómoda, petulante, servil; ahí estaba la encorvada sombra de mujer encajando un dedo en la taza para saber hasta dónde llegaba el té, porque era ciega; ahí estaba la sombra corpulenta de aire romano en el gran sillón: el hombre que se torcía los dedos de manera tan rara y movía la cabeza de un lado a otro y consumía el té en amplios tragos. El doctor Johnson, Mr. Boswell y Mrs. Williams —así se llamaban las sombras. Orlando quedó tan embobada mirándolas que no pensó en la envidia que le tendrían los siglos venideros, aunque la conjetura, en este caso, no era injustificada. Era feliz mirando y mirando. Al fin Mr. Boswell se levantó. Saludó a la vieja con acritud. Pero con qué humildad se inclinó ante la vasta sombra romana, que se puso de pie, y, con un majestuoso rolido, emitió los períodos más soberbios que salieron jamás de labios mortales; así le parecieron a Orlando, aunque no oyó ni una palabra de cuanto las tres sombras decían mientras tomaban el té.

Una noche, después de una escapada, volvió a su casa y subió al dormitorio. Se quitó la casaca con encajes y se quedó mirando por la ventana, en mangas de camisa. Había una inquietud en el aire que le prohibía acostarse. La neblina blanca cubría la ciudad, porque era una noche helada en pleno invierno, y una vista magnífica la rodeaba. Podía ver la Catedral de San Pablo, la Torre, la Abadía de Westminster y todas las agujas y cúpulas de las iglesias centrales, el blando contorno de las márgenes del río, las curvas amplias y opulentas de los edificios. Al norte se elevaban las dulces y segadas colinas de Hampstead; al oeste las calles y las plazas de Mayfair se definían en un claro resplandor. Brillantes, duras, positivas, las estrellas miraban ese panorama disciplinado y sereno, desde un cielo sin nubes. En la suma claridad del aire se percibía la arista de cada techo, el sombrero de cada chimenea; hasta las piedras del pavimento se distinguían una de otra, y Orlando comparó sin querer el orden de ese espectáculo con el caserío agazapado y confuso que había sido la ciudad de Londres en el reinado de Isabel. Entonces la ciudad (para de algún modo llamarla) era un mero tropel de casas amontonadas, bajo sus ventanas de Blackfriars. Las estrellas se duplicaban en hondos baches de agua estancada en medio de la calle. Una sombra negra en la esquina donde había estado la taberna, era tal vez el cadáver de un asesinado. Recordaba el gritar de más de un herido en esas peleas nocturnas, cuando ella era un niño, y la sirvienta lo asomaba a los vidrios en forma de losange. Bandas de forajidos, hombres y mujeres, indeciblemente enlazados, embestían las calles, vociferando cantos desaforados, con joyas centelleando en las orejas y dagas rebrillando en los puños. En noches como éstas, el entrevero impenetrable de las forestas de Highgate y de Hampstead, se perfilaba contra el cielo complejo y retorcido. Aquí y allá, en la cumbre de una colina, había una horca tiesa, con un muerto clavado pudriéndose o secándose en la cruz; porque la inseguridad y el peligro, la lujuria y la violencia, la poesía y la basura, hormigueaban en los caminos reales isabelinos y zumbaban y apestaban —a Orlando le parecía estar sintiendo el olor de las noches calientes— en los cuartos chicos y pasajes angostos de la ciudad. Ahora —al asomarse a la ventana— todo era luz, orden, serenidad. Se oía el rodar de un carruaje sobre las piedras.

Oyó el grito lejano de un sereno: «Las doce han dado y helando». Apenas dijo esas palabras, sonó la primera campanada de la medianoche. Orlando percibió entonces una nubecita detrás de la cúpula de San Pablo. Al resonar las campanadas, crecía la nube, ensombreciéndose y dilatándose con extraordinaria rapidez. Al mismo tiempo se levantó una brisa ligera, y al sonar la sexta campanada todo el oriente estaba cubierto por una móvil oscuridad, aunque el cielo del norte y del oeste seguía despejado. Pero la nube alcanzó el norte. Pronto cubrió las alturas. Sólo Mayfair, toda iluminada, ardía más brillante que nunca, por contraste. A la octava campanada, algunos apresurados jirones de la nube entoldaron Piccadilly. Parecían concentrarse y avanzar con extraordinaria rapidez hacia el oeste. Con la novena, décima y undécima campanada, una vasta negrura se arrastró sobre todo Londres. Con la última, la oscuridad era completa. La pesada tiniebla turbulenta ocultó la ciudad. Todo era sombra; todo era duda; todo era confusión. El siglo dieciocho había concluido; el siglo diecinueve empezaba.