Cinco

La enorme nube que pendía no sólo sobre Londres, sino sobre todo el territorio de las Islas Británicas el primer día del siglo diecinueve, se detuvo (mejor dicho, no se detuvo, porque la empujaban de un lado a otro ráfagas tempestuosas) lo suficiente para producir efectos extraordinarios en aquellos que vivían bajo su sombra. El clima de Inglaterra parecía otro. Llovía con frecuencia, pero sólo en aguaceros caprichosos, que volvían a empezar apenas concluían. Brillaba el sol, naturalmente, pero lo embozaban tanto las nubes en una atmósfera tan saturada de agua, que sus rayos eran descoloridos; y púrpuras anaranjados y rojos de carácter opaco reemplazaron los paisajes inequívocos del siglo dieciocho. Bajo ese dosel amoratado y huraño, el verde de los repollos era menos intenso, y el blanco de la nieve estaba sucio. Pero —y eso es lo peor— la humedad empezó a meterse en las casas; la humedad, el enemigo más insidioso, porque si al sol lo podemos excluir con persianas y a la helada con un buen fuego, la humedad penetra mientras dormimos; la humedad es callada, ubicua, invisible. La humedad hincha la madera, enmohece la pava, herrumbra el hierro, pudre la piedra. Tan lento es el proceso, que ni siquiera sospechamos el mal hasta que al levantar una cómoda o el balde del carbón, se nos cae a pedazos de las manos.

Así, de un modo imperceptible y furtivo, sin que nadie supiera la precisa fecha o la hora, el clima de Inglaterra cambió y nadie lo supo. Los efectos se sintieron en todas partes. El hacendado recio, que había despachado alegremente su comida de rosbif y cerveza negra en un cuarto planeado tal vez por los hermanos Adam, con dignidad clásica sentía ahora escalofríos. Aparecieron las mantas, después las barbas; los pantalones se ajustaron bajo el empeine. El chucho de las piernas del caballero se corrió a toda la casa; hubo que enfundar los muebles, tapizar las paredes y recubrir las mesas; nada quedó desnudo. El crumpet fue inventado, y el muffin. El café sustituyó al oporto del postre. Y como el café condujo a un salón y el salón a fanales de cristal y los fanales de cristal a flores de cera, y las flores de cera a chimeneas con repisa y las chimeneas con repisa a pianos de cola, y los pianos de cola a romanzas de salón, y las romanzas de salón (salteando un eslabón o dos) a innumerables perritos, carpetas, y adornos de porcelana, el hogar —que se había hecho muy importante— cambió del todo.

En el exterior de la casa —otro efecto de la humedad— creció la hiedra con una profusión sin igual. Las paredes, hasta entonces de piedra desnuda, quedaron sofocadas por el follaje. Ningún jardín por riguroso que fuera su primitivo plan, se libró de un almácigo, de un «bosque», de un laberinto. La escasa luz que penetraba en los dormitorios donde nacían los niños era, ya se comprende, de un verde turbio, y la luz que llegaba a los salones donde estaban los hombres y las mujeres tenía que atravesar cortinas de felpa violeta o parda. Pero el cambio no se detuvo en lo exterior. La humedad hirió adentro. Los hombres sintieron frío en el corazón y humedad en el alma. En el desesperado esfuerzo de abrigar de algún modo sus sentimientos, agotaron todos los subterfugios. El amor, el nacimiento y la muerte fueron arropados en bellas frases. Los sexos se distanciaron más y más. Por ambas partes se practicaron la disimulación y el rodeo.

Al desenfreno externo de la hiedra y de la siempreviva en la tierra húmeda, correspondió adentro otra fecundidad. La vida normal de la mujer era una sucesión de partos. Se casaba a los diecinueve años, y a los treinta ya había tenido quince o dieciocho hijos, porque abundaban los gemelos. Así nació el Imperio Británico; así —porque no hay cómo detener la humedad; se mete en el tintero como en el maderamen— se inflamaron los párrafos, se multiplicaron los adjetivos, las piezas líricas se convirtieron en poemas épicos, y las bagatelas de una columna en enciclopedias de diez o veinte tomos. Pero Eusebius Chubb será testimonio del efecto que esto ejercía en la mente de un hombre sensible, incapaz de detenerlo.

Hay un pasaje al fin de sus memorias que describe cómo, luego de componer treinta y cinco páginas infolio, una mañana «sobre nada en particular», atornilló la tapa de su tintero y ensayó una vuelta por el jardín. Pronto se perdió en el almácigo; innumerables hojas crujían y brillaban sobre su cabeza. Le parecía «estar pisando el polvo de un millón de hojas más». Una humareda espesa brotaba de una fogata húmeda en el fondo del jardín. Pensó que no había fuego en la tierra capaz de consumir esa desaforada marea vegetal. Por todas partes la vegetación pululaba. Los pepinos «se atrepellaban en la hierba hasta sus pies». Coliflores gigantes se erguían escalonadas, hasta rivalizar en su imaginación ofuscada, con los mismos álamos. Las gallinas no cesaban de poner huevos sin color especial. Entonces, recordando con un suspiro su propia fecundidad y a Jane, su pobre esposa, ahora en las ansias de su parto decimoquinto, se preguntó: ¿qué culpa tienen las aves? Elevó los ojos al firmamento. El mismo cielo, o ese gran frontispicio del cielo, que es el firmamento, ¿no indicaba acaso la aprobación, mejor dicho, el estímulo de la jerarquía celestial? Porque ahí, verano e invierno, año tras año, las nubes daban vueltas y vueltas como ballenas, o como elefantes más bien; pero no, imposible eludir la comparación que le imponían mil hectáreas de cielo: el firmamento desplegado sobre las Islas Británicas no era otra cosa que un enorme colchón de pluma; y la confusa fecundidad del jardín, de la alcoba y del gallinero era sólo su copia. Entró, escribió el pasaje antes citado, metió la cabeza en un horno a gas, y cuando lo encontraron más tarde, ya estaba muerto.

Mientras eso pasaba en toda Inglaterra, era inútil que Orlando se enclaustrara en su casa de Blackfriars y sostuviera que el clima era siempre igual, que uno podía decir lo que se antojaba y usar, según su capricho, faldas o bombachas. Ella misma tuvo que reconocer que eran otros los tiempos. Una tarde, a principios del siglo, paseaba en su viejo carruaje con paneles por el parque Saint James, cuando uno de esos rayos de sol, que a veces alcanzaba la tierra, se abrió camino veteando las atravesadas nubes con raros colores prismáticos. Después de los cielos claros y uniformes del siglo dieciocho, ese espectáculo era tan insólito que la impulsó a bajar la ventanilla y a contemplarlo. Las nubes color pulga y color flamenco le hicieron pensar, con agradable angustia, en delfines muriendo en el mar Jónico, hecho que prueba hasta qué punto la había afectado la humedad.

Pero cuál no fue su sorpresa, cuando el rayo de sol, al herir la tierra, hizo surgir o iluminó una pirámide, hecatombe o trofeo (tenía un aire de mesa de banquete), una acumulación, digamos, de los objetos más heterogéneos y disparatados, encimados a lo loco en el sitio exacto donde se eleva ahora la estatua de la Reina Victoria. De una vasta cruz con florones de oro afiligranado pendían velos de novia y crespones de viuda; enganchados a otros salientes había palacios de cristal, cunas de mimbre, yelmos militares, coronas fúnebres, pantalones, patillas, tortas de boda, artillería, árboles de navidad, telescopios, animales prehistóricos, globos terráqueos, mapas, elefantes, compases y teodolitos, el todo sostenido como un gigantesco blasón, a la derecha por una figura de mujer envuelta en una túnica blanca; a la izquierda por un obeso caballero de levita y pantalón a cuadros. La incongruencia de los objetos, la coalición del traje recargado y de las envolturas parciales, lo charro de los muchos colores y sus complicaciones de tartán, consternaron a Orlando. Nunca había visto nada tan indecente, tan horroroso y tan monumental.

Sería, y sin duda era, un efecto de sol en el aire cargado de agua; desaparecería con la primera brisa que soplara, pero a pesar de todo, tenía un aire de querer durar para siempre. Nada, pensó, acurrucándose en un rincón de su coche, ni el viento, ni la lluvia, ni el sol, ni el trueno podrán demoler ese charro edificio. Se jaspearán las narices y se derrumbarán las trompetas; pero ahí quedará eternamente señalado el este, el oeste, el sur y el norte. Miró atrás, mientras el carruaje subía Constitution Hill. Sí, ahí estaba plácidamente bañado por una luz que —sacó el reloj de la faltriquera— era, naturalmente, la luz de las doce del día. No había otra más prosaica, más mediocre, más invulnerable a todo matiz del alba o del ocaso, más predispuesta a la eternidad. Resolvió no mirar de nuevo, sintió que el curso de su sangre se debilitaba. Pero lo más extraño fue que, al pasar por Buckingham Palace, un singular y vivo rubor cubrió sus mejillas y una fuerza desconocida le hizo bajar los ojos y mirar sus piernas. Comprobó con un sobresalto que usaba calzones negros. No cesó de ruborizarse hasta llegar a Blackfriars, lo cual es una prueba señalada de su pureza, si calculamos el tiempo requerido por cuatro caballos para recorrer al trote cuarenta millas.

Una vez ahí, cediendo a lo que ya era la más imperiosa necesidad de su naturaleza, se arrebujó lo mejor que pudo en una colcha de damasco, que arrancó de su cama. Explicó a la viuda Bartholomew (que había sucedido a la pobre Grimsditch en el cargo de ama de llaves) que estaba muerta de frío.

—Así estamos todos, señora —dijo la viuda, exhalando un hondo suspiro—. Las paredes están empapadas —dijo, con una rara y lúgrube satisfacción, y le bastó poner la mano en los paneles de roble para dejar la marca. La hiedra había crecido con tal profusión que muchas ventanas estaban tapiadas. La cocina era tan oscura que no se distinguía una pava de un colador. A un pobre gato negro lo habían tomado por carbón y lo habían metido en el fuego. Casi todas las sirvientas ya usaban tres o cuatro enaguas de franela colorada, aunque estaban en agosto.

»¿Pero es verdad, señora —preguntó la buena mujer, toda encogida, con su cruz de oro palpitando en su pecho—, que la Reina, Dios la bendiga, está usando un, ¿cómo se llama?, un…? —la buena mujer vaciló y se ruborizó.

—Un miriñaque —dijo Orlando, viniendo en su ayuda (porque la palabra ya había llegado a Blackfriars). Mrs. Bartholomew asintió. Las lágrimas le corrían por la cara, pero sonreía entre las lágrimas. Porque era lindo llorar. ¿No eran débiles acaso todas las mujeres usando miriñaques para ocultar el hecho; el gran hecho; el único hecho; pero sin embargo el hecho deplorable, que toda mujer decente se esforzaba por ocultar, hasta que era imposible la ocultación; el hecho de que iba a tener un hijo? Quince o veinte hijos, mejor dicho, de modo que una mujer decente consagraba casi toda su vida a ocultar lo que un día en el año, por lo menos, sería indudable.

—Los muffins están calentitos, están —dijo Mrs. Bartholomew, secándose las lágrimas— en la biblioteca.

Y envuelta en una colcha de damasco, Orlando acometió la fuente de muffins.

«Los muffins están calentitos, están en la biblioteca» —Orlando articuló la horrenda frase cockney con el refinado acento cockney de Mrs. Bartholomew, mientras tomaba —pero no, aborrecía ese brebaje inocuo— su té. En ese mismo cuarto, recordó, la Reina Isabel se había plantado ante la chimenea, con un jarro de cerveza en la mano, que descargó de golpe sobre la mesa cuando Lord Burghley tuvo el tino de emplear el modo imperativo, en vez del subjuntivo. «Hombrecito, hombrecito —aún le parecía oírla— no hay que decirles debe a los príncipes». Estrelló el jarro contra la mesa; aún estaba la marca.

Al solo recuerdo de esa gran Reina, Orlando se puso de pie, tropezó con la colcha y cayó en el asiento, diciendo una mala palabra. Mañana tendría que comprar veinte yardas o más de bombasí negro, calculó, para hacerse una falda. Y después (aquí se ruborizó) tendría que comprar un miriñaque, y después (aquí se ruborizó otra vez), una cuna de mimbre, y después otra y otra…

Los sonrojos iba y venían con el vaivén más exquisito de pudor y de vergüenza. Era como si el Genio de la Época soplara ora frío ora caliente, en sus mejillas. Y si el soplo del genio de la Época era algo irregular, pues se ruborizaba del miriñaque, antes que del marido, su ambigua situación la disculpa (hasta su sexo estaba en tela de juicio), como también la disculpa su desordenada vida anterior.

El color se aquietó al fin en sus mejillas y parecía que el Genio de la Época —si es que hay un Genio de la Época— se hubiera sosegado. Orlando se llevó la mano al seno, como en busca de un medallón o de alguna reliquia de amor perdido, y no sacó ninguna de esas cosas, sino un manuscrito enrollado, manchado por el mar, la sangre y los viajes: el manuscrito de su poema «La Encina». Lo había llevado consigo tantos años, y en circunstancias tan azarosas, que muchas páginas estaban manchadas, algunas rotas, y la carencia de papel entre los gitanos la había forzado a aprovechar los márgenes y cruzar las líneas hasta que el manuscrito parecía un zurcido prolijo. Volvió a la primera página y leyó la fecha 1586, en la antigua letra de colegial. ¡Casi trescientos años que estaba trabajándolo! Ya era tiempo de concluirlo. Empezó a hojear, a leer, a saltear, ¡qué poco había cambiado en tantos años! Había sido un muchacho melancólico, enamorado de la muerte, como son los muchachos, y después amoroso y exuberante; y después travieso y burlón; y a veces había ensayado la prosa, y a veces el drama. Pero a través de todos esos cambios, ella no había cambiado. Siempre el mismo carácter pensativo y reconcentrado, idéntico amor por la naturaleza y los animales, idéntica pasión por el campo y las estaciones.

«Después de todo —pensó, levantándose y yendo a la ventana—, nada ha cambiado. La casa, el jardín, son precisamente lo que eran. No han movido una silla, no han vendido un adorno. Ahí están los mismos senderos, el mismo césped, los mismos árboles y el mismo estanque, donde viven, lo juraría, las mismas carpas. Es verdad, que ahora ocupa el trono la Reina Victoria y no la Reina Isabel, pero qué diferencia…».

Apenas formuló este pensamiento, la puerta se abrió de par en par, como refutándola y entró Basket, el mayordomo, seguido por Bartholomew, el ama de llaves, para retirar el té. A Orlando, que había mojado la pluma en el tintero y estaba por desarrollar algunas ideas sobre la eternidad de todas las cosas, le fastidió muchísimo un borrón que se corrió bajo su pluma. La culpa la tenía la pluma, pensó; estaría sucia o quebrada. La mojó de nuevo. El borrón se agrandó. Trató de proseguir: no se le ocurrió una sola palabra. Se puso a decorar el borrón con alas y patillas hasta convertirlo en un monstruo de cabeza redonda, entre comadreja y murciélago. Apenas hubo dicho Imposible cuando, a su gran sorpresa y alarma, la pluma se puso a virar y a caracolear con extraordinaria fluidez. Pronto quedó cubierta su página por una cuidadosa y oblicua escritura italiana. Eran versos, los más insípidos que había leído en su vida.

I am myself but a vile link

Amid life’s weary chain,

But I have spoken hallow’d words,

Oh, do not say in vain!

Will the young maiden, when her tears,

Alone in moonlight shine,

Tears for the absent and the loved,

Murmur[4].

escribió sin parar mientras Bartholomew y Basket, gruñendo y rezongando por el cuarto, atizaban el fuego y levantaban los muffins.

De nuevo mojó la pluma, y la pluma escribió:

She was so changed, the soft carnation cloud

Once mantling o’er her cheek like that which eve

Hang o’er the sky, glowing with roseate hue,

Had faded into paleness, broken by

Bright burning blushes of the tomb[5].

pero al llegar ahí, bruscamente, Orlando volcó la tinta sobre la página y la ocultó a los ojos humanos, ojalá para siempre. Se quedó toda avergonzada, toda temblando. Nada más repugnante que esas incontinencias de la tinta, en cascadas de involuntaria inspiración. ¿Qué le pasaba? ¿Sería la humedad, sería Basket, sería Bartholomew, qué sería?, se preguntó. Pero no había nadie en el cuarto. Nadie le respondió, salvo que el gotear de la lluvia en la enredadera fuera una respuesta.

Poco a poco sintió, al estar asomada a la ventana, que una extraordinaria titilación y vibración le recorría todo el cuerpo, como si la integraran miles de alambres en los que alguna brisa o unos dedos errantes estuvieran haciendo escalas.

A veces los dedos del pie le hormigueaban; a veces la médula. Tenía sensaciones rarísimas en el fémur. Sus pelos parecían eréctiles. Sus brazos vibraban y zumbaban como vibrarían y zumbarían los alambres telegráficos, veinte años después. Pero toda esa agitación acabó por concentrarse en sus manos; y luego en una mano, y luego en un anillo de sensibilidad temblorosa alrededor del dedo segundo de la mano izquierda. Cuando lo examinó para descubrir el por qué de esa agitación, no vio nada. Nada, sino la vasta esmeralda solitaria que le había regalado la Reina Isabel. ¿No era eso bastante?, se preguntó. Era el agua más pura. Valía diez mil libras, a lo menos. Del modo más extraño la vibración parecía estarle diciendo (pero recuerden que tratamos aquí con las más oscuras manifestaciones del espíritu humano): «No, no es bastante»; y asumía, además, un tono de interrogación, como si preguntara: «¿qué significa este descuido singular, este hiato?», hasta que la pobre Orlando se sintió de veras avergonzada del dedo segundo de su mano izquierda, sin sospechar por qué. En ese momento entró Bartholomew a preguntarle qué vestido deseaba para la noche, y Orlando, cuyos sentidos estaban alerta, miró inmediatamente la mano izquierda de Bartholomew y percibió inmediatamente lo que jamás había notado —un grueso anillo de un amarillo bilioso, en el tercer dedo. En su propia mano ese dedo estaba desnudo.

—Muéstreme su anillo, Bartholomew —dijo, estirando la mano para que se lo diera.

Bartholomew obró como si un bandido la hubiera golpeado en pleno pecho. Retrocedió unos pasos, cerró el puño y lo retiró con un gesto lleno de nobleza.

—No —dijo, con resuelta dignidad; que Su Señoría lo mirara cuanto quisiera, pero sacarle un anillo de boda, eso no lo conseguiría ni el Arzobispo, ni el Papa, ni la Reina Victoria en su trono. Hacía veinticinco años, seis meses y tres semanas que su Thomas se lo puso en el dedo; había dormido, había trabajado, había rezado, había lavado con él, y quería que la enterraran con él. De hecho, Orlando creyó entender (pero su voz estaba quebrada por la emoción) que el fulgor de su anillo de boda le aseguraría su lugar entre los ángeles y que su lustre se empañaría para siempre si se lo sacaba un solo segundo.

—Dios nos asista —dijo Orlando en la ventana, mirando las palomas hacer de las suyas—, en qué mundo vivimos. ¡Qué mundo es éste!

Sus complejidades le azoraban. Ahora le parecía que el mundo estaba anillado de oro. Fue a una comida. Pululaban los anillos de boda. Fue a la iglesia. Anillos de boda por todos lados. Salió en coche. De oro o enchapados, delgados, gruesos, lisos, pulidos, ardían apagadamente en todas las manos. Estaban atestadas las joyerías, no de las piedras falsas y los diamantes que Orlando recordaba, sino de bandas lisas sin una piedra. Simultáneamente, advirtió una nueva costumbre entre los aldeanos. Antes, no era raro sorprender a un muchacho jugando con una muchacha al amparo de un cerco. Orlando, riendo, había rozado muchas de esas parejas con la punta del látigo y había pasado de largo. Ahora, todo eso había cambiado. Las parejas andaban y marchaban en medio del camino eslabonadas indisolublemente. La mano derecha de la mujer estaba siempre entrelazada a la izquierda del hombre que le apretaba con firmeza los dedos. No se inmutaban hasta que los hocicos de los caballos se les venían encima, y entonces se movían de una pieza, pesadamente, a un lado de la calle. Orlando sólo atinaba a suponer que se había operado alguna innovación en la raza; que esa gente estaba soldada una con otra, por parejas, pero no adivinaba quién lo había hecho y cuándo. No era, por cierto, la Naturaleza.

Miró las palomas, los conejos y los sabuesos y no advirtió que la Naturaleza hubiera cambiado sus hábitos, o se hubiera enmendado, al menos desde el tiempo de Isabel. Era evidente que no había alianzas indisolubles entre los animales. ¿Serían entonces la Reina Victoria o Lord Melbourne? ¿Arrancaría de ellos el gran descubrimiento del matrimonio? Pero a la Reina, meditó, le gustaban los perros, y a Lord Melbourne, oyó, le gustaban las mujeres. Era raro, era desagradable; lo cierto es que algo había en esa indisolubilidad de los cuerpos que repugnaba a su sentido de higiene y de decencia. Sus especulaciones, sin embargo, iban acompañadas de tal hormigueo y vibración del dedo afectado, que apenas las podía gobernar. Se ponían tiernas y hacían ojos como las fantasías de una mucama. La obligaban a sonrojarse. No había otro remedio que adquirir uno de esos horribles círculos y usarlo como todo el mundo. Eso fue lo que hizo, ajustándolo, muerta de vergüenza, en su dedo, detrás de una cortina; pero del todo en vano. Perduró el hormigueo con más violencia, con más indignación que nunca. No pegó los ojos en toda la noche. A la mañana siguiente, cuando se puso a escribir, no se le ocurrió nada y la pluma hacía lacrimosos borrones, uno tras otro, o se perdía —lo que era todavía más alarmante— en efusiones melifluas sobre la muerte prematura y la corrupción, lo que era mucho peor que no ocurrírsele nada. Porque parece —su caso era una prueba— que escribimos, no con los dedos, sino con todo nuestro ser. El nervio que gobierna la pluma se enreda en cada fibra de nuestro ser, entra en el corazón, traspasa el hígado. Aunque el asiento de su mal parecía más bien la mano izquierda, se sentía envenenada de parte a parte, y tuvo, finalmente, que encarar el último recurso: ceder y someterse al Espíritu de la Época, y elegir un marido.

Ya hemos dado a entender que eso era contrario a su carácter. Al apagarse el rumor de la carroza del Archiduque el grito que ascendió a sus labios fue: «¡La vida, un amante!». No: «¡La vida, un marido!», y para alcanzar ese fin, había ido a la ciudad y había recorrido el mundo, como el capítulo anterior lo demuestra. Tan indomable es el Espíritu de la Época, que derriba a quien trata de oponérsele, con más violencia que a los que comparten su rumbo. Orlando había propendido, naturalmente, al espíritu isabelino, al espíritu de la Restauración, al espíritu del siglo XVIII, y, por consiguiente, apenas había notado el cambio de una época a otra. Pero el espíritu del siglo XIX le era muy antipático, y por eso la tomó y la quebró y ella se sintió derrotada como nunca se había sentido. Es probable que el espíritu humano tenga asignado su lugar en el tiempo: unos nacen de este siglo, otros de aquél, y ahora que Orlando era una mujer hecha y derecha, de treinta y uno o treinta y dos años, ya las líneas de su carácter estaban firmes y era intolerable que las desviaran.

Así estaba lóbregamente en la ventana de la sala (tal era el nombre que Bartholomew daba a la biblioteca), tironeando por el peso del miriñaque, que había tenido la sumisión de adoptar. Era el vestido más pesado y estúpido de cuantos se había puesto en la vida. Ninguno como aquél para trabar sus movimientos. Ya no podía andar por el jardín, a grandes pasos con sus perros, o correr al cerro y tirarse bajo la encina. Sus faldas juntaban paja y hojas húmedas. La brisa le quería llevar el sombrero con plumas. Los finos zapatos se empapaban y se enfangaban. Sus músculos habían perdido su elasticidad. La ponía muy nerviosa el temor de ladrones escondidos detrás del maderamen y tuvo miedo, por primera vez en su vida, de fantasmas en los corredores. Esas cosas la indujeron a aceptar el nuevo descubrimiento —de la Reina Victoria o de quien fuese— de que a cada hombre y cada mujer le corresponde vitaliciamente otro, que lo mantiene, o que tiene que mantener, hasta que los separe la muerte. Qué consuelo (pensó) apoyarse, sentarse, sí, acostarse; nunca, nunca, nunca volverse a levantar. Así obraba en ella el espíritu, a pesar de su antiguo orgullo, y al bajar por la escala de la emoción a esa morada desacostumbrada y humilde, esas discordias y zumbidos que habían sido tan capciosos y preguntones se resolvieron en dulcísimas melodías, como si una armonía seráfica agitara todo su ser.

Pero ¿en quién apoyarse? Formuló esa pregunta a los desordenados vientos del otoño. Porque era el mes de octubre, húmedo como de costumbre. No en el Archiduque: se había casado con una gran dama y hacía muchos años que cazaba liebres en Rumania; no en Mr. M.: se había hecho católico; no en el Marqués de C.: tejía bolsas de cuerda en Botany Bay; no en Lord O.: hacía mucho tiempo que se lo comieron los peces. De una manera o de otra, todos sus viejos admiradores habían desaparecido, y las Nells y las Kits de Drury Lane, por más que ella las favoreciera, no servían precisamente de apoyo.

«¿En quién?», se preguntó, fijando los ojos en las errantes nubes, entrelazando las manos, mientras se arrodillaba en el alféizar, imagen viva de la femineidad suplicante, ¿en quién apoyarse? Lo mismo que la pluma había escrito sola, ahora se organizaban las palabras, ahora se entrelazaban las manos; involuntariamente. No hablaba Orlando, sino el Espíritu de la Época. Pero quienquiera que fuese, nadie le contestó. Los grajos daban vueltas y vueltas entre las nubes cárdenas del otoño. Al fin había parado la lluvia, y una iridiscencia en el cielo la decidió a ponerse el sombrero con plumas, y los zapatitos con cordones y salir a pasear antes de la comida.

Todos menos yo tienen su pareja, reflexionó, al atravesar desconsoladamente el patio. Los grajos, hasta Canute y Pip-pin… por momentáneas que fueran sus alianzas, cada cual esta tarde parecía tener su pareja. «Y yo, la dueña de todo esto —Orlando pensó, echando una mirada al pasar a las innumerables ventanas heráldicas del hall—, estoy soltera, estoy impar, estoy sola».

Nunca se le habían ocurrido cosas así. Ahora la oprimían ineludiblemente. En lugar de abrir el portón, golpeó con una mano enguantada para que le abriera el portero. Hay que apoyarse en alguien, pensó, aunque sea en el portero, y casi hubiera querido detenerse y ayudarlo a asar su costilla en un brasero con ascuas, pero no se atrevió. Así se aventuró por el parque, vacilando al principio y aprensiva de que merodeadores o guardabosques o mandaderos se extrañaran de que una gran dama saliera sola.

A cada paso creía ver algún hombre detrás de las zarzas, o alguna vaca brava agachando los cuernos para embestirla.

Pero no había más que los grajos alardeando en el cielo. Una pluma de un azul acerado cayó entre la maleza. Orlando adoraba las plumas de pájaros. Las había juntado cuando niño. La recogió y se la puso en el sombrero. El aire, de algún modo, animó su espíritu. Los grajos circulaban y giraban sobre su cabeza, pluma tras pluma descendía en un brillo por el aire purpúreo, y Orlando los seguía, con su capa ondeando a su espalda, por el páramo, sobre la colina. Hacía años que no había caminado tan lejos. Seis plumas había recogido del pasto y había deslizado entre las yemas de los dedos y había llevado a los labios para sentir su lisura, cuando divisó, brillando en la ladera, un estanque de plata, misterioso como el lago en que Sir Bedivere arrojó la espada de Arturo. Una sola pluma tembló en el aire y cayó en mitad del estanque. Entonces la arrebató un extraño éxtasis. Tuvo un desatinado impulso de seguir los pájaros hasta el borde del mundo, o de arrojarse en el musgo esponjoso y beber el olvido, mientras la risa ronca de los grajos resonaba en lo alto. Apuró el paso; corrió, tropezó, las ásperas raíces de la maleza la tiraban al suelo. Se había roto el tobillo. No se podía levantar. Pero ahí se quedó tirada, feliz. La fragancia del mirto de los pantanos y de la ulmaria estaba en sus sentidos. La risa ronca de los grajos en sus oídos. «He dado con mi compañero», murmuró. «Es el campo. Soy la novia de la naturaleza», murmuró, entregándose en éxtasis a los fríos abrazos de la hierba, envuelta en su capa, en la hondonada, junto al estanque. «Aquí me quedaré. (Una pluma cayó sobre su frente). He encontrado un laurel más verde que el lauro. Siempre estarán frescas mis sienes. Éstas son plumas de pájaros silvestres —plumas de lechuza, plumas de búho. Tendré sueños fantásticos. Mis manos no usarán anillo de bodas», prosiguió, quitándoselo del dedo. «Las raíces se enroscarán en ellas».

«¡Ah! —suspiró hundiendo con delicia la cabeza en su espinosa almohada—. Muchos años he buscado la felicidad y no la he encontrado; la fama y la he perdido; el amor y no lo he tocado; la vida —y la muerte es mejor. He conocido muchos hombres y muchas mujeres —continuó—. No he entendido a ninguno. Más vale que me quede aquí, en paz, bajo el solo cielo —como el gitano me dijo hace tantos años. Eso pasó en Turquía». Y miró exactamente arriba la prodigiosa espuma de oro en que se habían desleído las nubes, y vio un camino, y camellos en fila atravesando el desierto de piedra entre nubes de polvo colorado; y luego, después del paso de los camellos, no había más que montañas altísimas y llenas de grietas con picos de roca y creyó escuchar esquilas de cabras en los pasos. Y en los repliegues había campos de iris y de gencianas. Así cambió el ciclo, y sus ojos fueron bajando hasta alcanzar la tierra oscurecida por la lluvia y ver la enorme giba de los South Downs, fluyendo en una ola sobre la costa; y donde se acababa la tierra, empezaba el mar, con barcos que pasaban; y creyó oír un cañonazo, lejos, mar adentro, y pensó primero: «Es la Armada Invencible —y pensó después—: No, es Nelson», y luego recordó que ya habían pasado esas guerras y que los barcos eran atareados barcos mercantes; y las velas en el sinuoso río eran de barcos de excursión. Vio, también, hacienda desparramada en los campos oscuros, vacas y ovejas, y vio encenderse las luces aquí y allá en las ventanas de las granjas, y linternas moviéndose entre el ganado al hacer sus rondas el pastor y el vaquero; y luego se apagaron las luces y las estrellas ascendieron y se entreveraron en el cielo. Se estaba quedando dormida con las plumas mojadas sobre la cara y el oído contra el suelo, cuando oyó, muy adentro, un martillo sobre un yunque, ¿o sería el latido de su corazón?

Tic-toc, tic-toc, así martillaba, así latía el yunque o el corazón en el centro de la tierra, hasta que al escuchar le pareció que era más bien el trote de un caballo, uno, dos, tres, cuatro, contó; después oyó un tropezón; después, a medida que se acercaba, oyó el quebrarse de una ramita y la sucesión de los cascos por el blanco pantano. El caballo se le venía encima; Orlando se incorporó. Destacándose oscuro contra el cielo rayado de amarillo del amanecer, con los faisanes cayéndose y levantándose alrededor, vio un hombre a caballo. El hombre se sobresaltó. Se paró el caballo.

—Señora —gritó el hombre, echando pie a tierra—, ¡usted está herida!

—Estoy muerta, señor —le contestó.

Minutos después estaban comprometidos.

Al día siguiente, al sentarse a almorzar, le dijo su nombre. Era Marmaduke Bonthrop Shelmerdine, Esquire.

—¡Lo sabía! —dijo ella, pues algo caballeresco y romántico, apasionado, melancólico y resuelto había en él, que iba bien con el desaforado nombre de oscuro plumaje —nombre que tenía para ella el resplandor azul y acerado de las alas de los grajos, la risa ronca de un graznido, la sinuosa caída serpentina de sus plumas en un estanque de plata y mil otras cosas que describiremos después.

—El mío es Orlando —dijo ella. Él lo había adivinado. Porque si uno ve un barco a toda vela, todo bañado de sol, atravesando con soberbia el Mediterráneo, desde los mares del Sur, uno en seguida dice: «Orlando», explicó. En efecto, aunque su relación había sido tan corta, ya habían adivinado, como siempre acontece entre enamorados, lo fundamental de uno y otro, y sólo les faltaban algunos detalles insignificantes como el domicilio y el nombre, el saber si eran pordioseros o gente rica.

Él tenía un castillo en las Hébridas, pero estaba en ruinas, le dijo. En el comedor, comían las gaviotas. Había sido soldado y marino y explorador del Oriente. Ahora iba a Falmouth a embarcarse en su bergantín, pero había caído el viento y sólo podría hacerse a la mar cuando el vendaval soplara del Sudoeste. Orlando, por la ventana del comedor, se apresuró a mirar el leopardo dorado de la veleta. Felizmente, la cola señalaba el Este y estaba firme como una roca.

—Oh, Shel, no me dejes —gritó—. Te quiero con pasión —dijo. No habían salido de su boca esas palabras cuando una terrible sospecha los invadió.

—Shel, eres una mujer —dijo ella.

—Orlando, eres un hombre —dijo él.

Desde que el mundo es mundo no hubo una escena igual de demostración y protesta. Cuando concluyó y estuvieron sentados de nuevo, ella le preguntó: ¿qué significa esa charla sobre un vendaval del Sudoeste? ¿Para dónde zarpaba?

—Para el Cabo de Hornos —replicó brevemente. Sólo a fuerza de mucho insistir y de mucha intuición alcanzó Orlando a saber que la vida del Shel estaba dedicada a la más desesperada y espléndida de las aventuras —doblar el Cabo de Hornos en pleno huracán. El barco solía quedar sin un mástil, las velas hechas jirones (tuvo que arrancarle esa confesión). A veces el buque se había hundido, y él había quedado como único sobreviviente en una balsa, con una galleta.

—Ya a un hombre no le queda otro quehacer —dijo avergonzado, sirviéndose grandes cucharadas de dulce de frutillas. La visión que ella tuvo acto continuo, de ese niño (porque casi lo era), chupando pastillas de menta —que le encantaban— mientras se astillaban los mástiles y tropezaban las estrellas y él rugía breves órdenes de romper esa amarra, y de arrojar ese timón por la borda, le llenó los ojos de lágrimas, notó, de un sabor más fino que cuantas había vertido hasta entonces. «Soy una mujer —pensó—, una mujer de veras, al fin». Agradeció a Bonthrop desde el fondo de su corazón el haberle dado ese inesperado y raro deleite. Si no hubiera estado renga del pie izquierdo, se hubiera sentado en sus rodillas.

—Shel, mi alma —recomenzó—, dime… —y así hablaron dos horas o más, quizá sobre el Cabo de Hornos, quizá no, y en verdad, sería de muy poco provecho escribir cuanto se dijeron, porque ya se conocían tan bien que se podían decir cualquier cosa, lo que equivale a no decir nada o a decir cosas tan estúpidas y vulgares como el mejor procedimiento para hacer una tortilla, o dónde comprar el mejor calzado en Londres, cosas que, fuera de su marco, no tienen brillo, pero que, dentro de él, son de una pasmosa hermosura. Porque una sabia disposición de la naturaleza ha determinado que nuestro espíritu moderno casi pueda prescindir del lenguaje: las expresiones más comunes bastan, ya que ninguna expresión basta; por eso la conversación más vulgar es a menudo la más poética, y la más poética es precisamente la que no se puede escribir. Por esas razones dejamos aquí un gran espacio en blanco, lo que es señal de que el espacio está repleto.

Después de algunos días más de esta clase de diálogo, «Orlando, queridísima», empezó Shel, cuando hubo afuera un altercado, y el mayordomo Basket entró con la noticia de que abajo había dos vigilantes con una sentencia de la Reina.

—Hágalos subir —dijo Shelmerdine, brevemente, como si se encontrara en su propio puente de mando, y se apostó, como por instinto, frente a la chimenea, con las dos manos a la espalda. Dos gendarmes con uniforme verde botella, y bastones en el costado, entraron en la pieza y se cuadraron. Ya cumplida esa ceremonia, entregaron a Orlando en propia mano, como era su deber, un documento judicial de aspecto impresionante, a juzgar por los sellos de lacre, las cintas, las actuaciones y las firmas, todas de la mayor importancia. Orlando lo recorrió con los ojos, y, usando el índice de la mano derecha como puntero, leyó en voz alta los hechos siguientes, que eran los primordiales del asunto.

—Los pleitos están fallados —leyó…— algunos a mi favor, como por ejemplo… otros no. El matrimonio turco, anulado (yo era Embajador en Constantinopla, Shel —le explicó—). Los hijos declarados ilegítimos (decían que yo tuve tres de Pepita, bailarina española). De modo que no heredan, lo que siempre es una ventaja… ¿Pero? ¡Ah!, ¿qué resuelven del sexo? Mi sexo —recitó con alguna solemnidad—, se declara indiscutiblemente, y sin asomo de duda (¡qué no te decía yo hace un momento, Shel!), femenino. Las propiedades, que no han sido confiscadas a perpetuidad, pasan a los sucesores varones, o a falta de casamiento —pero aquí se aburrió de esa jerigonza jurídica, y dijo—, pero no habrá ninguna falta de casamiento ni de sucesores, así que el resto, se puede dar por leído. Con lo cual estampó su propia firma junto a la de Lord Palmerston y entró inmediatamente en legítima posesión de sus títulos, su casa y propiedades —tan reducidas ahora, por los gastos prodigiosos de los litigios, que a pesar de ser otra vez noble indefinidamente, era también pobrísima.

Cuando se supo el resultado del pleito (y los rumores corren con mayor velocidad que el telégrafo, que los ha suplantado), la ciudad entera se llenó de festejos.

[Se ataron coches con el solo propósito de pasear los caballos. Landos y cabriolés vacíos desfilaron perpetuamente por la Calle Mayor. Se leyeron mensajes desde la Hostería del Toro. Se contestaron desde la Hostería del Ciervo. Se iluminó la ciudad. Se depositaron cofres de oro, sellados, en cajas de vidrio. Debidamente se colocaron monedas bajo piedras fundamentales. Se fundaron hospitales. Se inauguraron canchas de bochas. Mujeres turcas por docenas fueron quemadas en efigie, en la plaza, acompañadas de veintenas de muchachos aldeanos, con tamaño rótulo: «soy un vil Impostor», colgando de la boca. Pronto se vieron los petizos tordillos de la Reina, al trote por la avenida, con orden de que Orlando cenara y durmiera en el Castillo, esa misma noche. Su mesa, como en una ocasión anterior, había desaparecido bajo las muchas invitaciones de la Condesa de R.; de Lady C.; de Lady Palmerston; de la Marquesa de P.; de Mrs. W. E. Gladstone, y de otras, solicitando el honor de su compañía, recordando antiguas alianzas con su familia, etc.] todo lo cual se incluye, como es debido, entre dos corchetes, por la suficiente razón de que constituyen un mero paréntesis en la vida de Orlando. Ella lo salteó para proseguir con el texto. Porque mientras chisporroteaban las fogatas en el mercado, ella estaba sola con Shelmerdine en los bosques oscuros. Tan hermoso era el tiempo, que los árboles extendían inmóviles su ramaje, y si caía una sola hoja se desprendía moteada de rojo y oro, con tanta lentitud que uno podía seguirla media hora temblando y descendiendo hasta reposar, al final, sobre el pie de Orlando. «Cuéntame, Mar», solía decir, y aquí debemos explicar que cuando lo llamaba por la primera sílaba de su primer nombre, estaba en un temple soñador, sumiso, amoroso, doméstico, un poco lánguido, como si ardieran leños perfumados, y fuera de tarde, antes de la hora de vestirse, tal vez un poco húmedo, lo bastante para que las hojas brillaran, pero con algún ruiseñor cantando entre las azaleas, dos o tres perros ladrando en granjas lejanas, y el alerta de un gallo; todo lo cual el lector debe imaginar en su voz. «Cuéntame, Mar —solía decir—, del Cabo de Hornos». Entonces Shelmerdine trazaba un planito en el suelo, con ramas y hojas secas y uno o dos caracoles vacíos.

«Aquí está el norte —le decía—. Ahí está el sur. El viento sopla más o menos de aquí. El bergantín navega hacia el oeste; acabamos de arriar la vela de mesana; y ya ves, aquí, donde está ese pastito, entra la corriente que encontrarás marcada. ¿Dónde están el mapa y la caja de compases, contramaestre? ¡Ah!, gracias, ahí donde está el caracol. La corriente lo toma por estribor, de suerte que debemos aparejar el foque o nos arrastrará a babor, que es donde está esa hoja de haya —porque comprenderás, querida» —y de ese modo proseguía, y ella escuchaba cada palabra, interpretándola correctamente, hasta llegar a ver, sin que tuviera él que decírselo, la fosforescencia en las olas, el hielo crujiendo en los obenques; cómo subió a la punta del mástil, en un vendaval; cómo reflexionó ahí arriba en el destino humano; cómo volvió a bajar, tomó un whisky con soda, bajó a tierra; fue atrapado por una negra, se arrepintió, discutió el asunto, leyó a Pascal, determinó escribir filosofía, se compró un mono, especuló sobre el verdadero fin de la vida, se resolvió en favor del Cabo de Hornos, etcétera, etcétera. Todas estas cosas y miles de otras, ella lo adivinó, y así, cuando ella contestaba: «Sí, las negras son de lo más atrayente, ¿no es verdad?» al dato de que la provisión de galleta tocaba a su fin, Bonthrop se quedaba encantado y sorprendido de que ella lo interpretaba tan bien.

—¿Estás segura de no ser un hombre? —le preguntaba ansiosamente, y ella repetía como en un eco:

—¿Será posible que no seas una mujer? —y acto continuo hacían la prueba. Pues cada uno de los dos se asombraba tanto de la rápida simpatía del otro, y sentía como una revelación que una mujer pudiera ser tan tolerante y tan libre en su manera de hablar como un hombre, y un hombre tan extraño y tan sutil como una mujer, que en seguida tenían que hacer la prueba.

Y así seguían conversando, o más bien comprendiendo; operación que constituye el arte principal del lenguaje en un tiempo cuyas palabras ralean diariamente de tal modo comparadas con las ideas, que la frase «las galletas tocaban a su fin» suele significar: besar una negra en el oscuro, cuando uno acaba de leer por décima vez las obras filosóficas del Obispo Berkeley. (Y de ahí se deriva que sólo los más diestros estilistas puedan comunicar la verdad, y cuando uno se encuentra con un escritor sencillo y monosilábico, hay todas las razones para pensar que el pobre hombre miente).

Así conversaban: y luego cuando sus pies estaban bien cubiertos de moteadas hojas de otoño, Orlando se ponía de pie y se internaba en el corazón de los bosques, dejando a Bonthrop sentado entre los caracoles, trazando sus planitos del Cabo de Hornos. «Bonthrop —le decía—, me voy», y cuando lo llamaba por su segundo nombre «Bonthrop», el lector debe comprender que ella quería estar sola: que los sentía a los dos como puntos en un desierto; que sólo quería hacer frente a la muerte; porque la gente muere cada día, se mueren en la mesa, o así, en los bosques otoñales; y con las hogueras chisporroteando y Lady Palmerston o Lady Derby convidándola a cenar cada noche, el deseo de la muerte la dominaba, y al decir «Bonthrop —decía efectivamente— estoy muerta», y se abría camino como se lo abriría un fantasma entre las hayas pálidas como espectros y se internaba profundamente en la soledad como si ya se hubiera cumplido el breve chisporroteo de rumor y de movimiento y ella estuviera en libertad de elegir su camino —todo lo cual el lector deberá escuchar en su voz cuando ella diga «Bonthrop», y conviene que añada, para mejor iluminar la palabra, que también para él debe significar, místicamente, separación y soledad y los fantasmas recorriendo el puente de un bergantín en mares insondados.

Después de algunas horas de muerte, un grajo bruscamente gritó «Shelmerdine» y Orlando se inclinó y recogió uno de esos azafranes de otoño, que significan para algunas personas esa misma palabra y lo puso en su pecho al lado de la pluma del grajo que había rodado azul por el bosque de hayas. Entonces llamó «Shelmerdine» y la palabra rebotó por los bosques hasta golpearlo donde estaba, haciendo modelos con caracoles en la hierba. La vio, y la oyó acercarse, con el azafrán y la pluma de grajo en el pecho, y gritó «Orlando», lo que significaba (y no hay que olvidar que el azul y el amarillo vivos al combinarse en nuestros ojos, no dejan de saturar nuestro pensamiento) la agitación y el temblor de la maleza como si algo se abriera camino; y ese algo fuera un barco a toda vela, virando y cabeceando como en sueños, como si tuviera un año íntegro de días de verano para cumplir su viaje; y así el barco se acerca, oscilando a izquierda y derecha con nobleza y con indolencia y cabalga sobre la cresta de esa ola y asciende en el hueco de esa otra, y de pronto está encima de uno (que lo mira desde un barquito perdido) con las velas temblando, y de golpe todas caen sobre el puente —como Orlando, ahora, cayó junto a él en el césped.

Así pasaron ocho o nueve días pero en el décimo, que era el 26 de octubre, Orlando estaba acostada en el pastizal, mientras Shelmerdine declamaba a Shelley (cuyas obras completas sabía de memoria), cuando una hoja que había empezado a caer despacio de la copa de un árbol se apresuró al cruzar el pecho de Orlando. Una segunda hoja la siguió y luego una tercera. Orlando se estremeció y se puso pálida. Era el viento. Shelmerdine —pero ahora es más propio llamarlo Bonthropse irguió de un salto.

—¡El viento! —gritó.

Juntos corrieron por los bosques y el viento les tiraba hojas mientras corrían; juntos atravesaron el gran patio y los patiecitos, asustando a la servidumbre que dejaba sus cacerolas y escobas para seguirlos: juntos llegaron a la Capilla, y ahí encendieron un desorden de luces, y por aquí algún banco se fue al suelo, y por allá despabilaron un candelabro. Tocaron las campanas. Congregaron gente. Ahí estaba, al fin, Mr. Dupper arreglándose la corbata blanca y preguntando dónde estaba el libro de oraciones. Y le plantaron el libro de oraciones de la Reina María y volvió las páginas febrilmente, y dijo: «Marmaduke Bonthrop Shelmerdine y Lady Orlando, arrodíllense», y se arrodillaron los dos, y de pronto se iluminaban y de pronto estaban en sombra según el vaivén de luz y de sombra por los vitrales; y entre el golpearse de innumerables puertas y un fragor como de vajillas chocando, tocó el órgano, y su rugido resonaba fuerte o débil alternativamente, y Mr. Dupper, que ya era un anciano, trató de levantar su voz sobre el tumulto y no consiguió que lo oyeran, y luego todo se aquietó un momento, y una palabra —tal vez «las fauces de la muerte»— se oyó bien clara, mientras la servidumbre entera se agolpaba con horquillas y fustas en los puños y algunos cantaban a gritos, y otros rezaban, y un pájaro se aplastó contra un vidrio, y retumbó un trueno, de modo que nadie oyó la palabra «obedezcan», ni vio, salvo en un brillo de oro, el anillo pasar de una mano a otra. Todo era movimiento y confusión. Se levantaron entre el clamor del órgano y el temblor de los rayos y la lluvia a torrentes, y Lady Orlando, con un anillo en el dedo, salió al patio con un tenue traje y sostuvo el estribo que oscilaba, porque el caballo estaba ensillado, y con la espuma todavía en el anca, para que lo montara su esposo, y él lo montó de un salto, y el caballo se encabritó y Orlando allí parada gritó: ¡Marmaduke Bonthrop Shelmerdine!, y él contestó: ¡Orlando!, y las palabras ascendieron y giraron entre los campanarios como halcones salvajes, cada vez con mayor velocidad, con mayor altura, con mayor vértigo, hasta que se estrellaron hechas trizas contra la tierra; y entonces ella entró.