El mismo lugar
Entra BEROWNE, con un papel
BEROWNE.—El rey está corriendo gamos; yo me estoy cazando a mí mismo. Ellos han tendido redes; yo me prendo en mi propia liga, una liga que embadurna. ¡Embadurnar! Fea palabra. ¡Bien; reposa, dolor! Dicen que el loco lo ha dicho. Yo, loco de mí, lo digo también. ¡Admirable deducción, ingenio! ¡Por el Señor! Este amor es tan furioso como Ayax. Mata a los corderos, y me mata a mí, como cordero que soy. ¡Todavía una admirable deducción del lado mío! ¡Yo no quiero amar! Ahórquenme si amo. A fe que no he de hacerlo. ¡Oh! A no ser por sus ojos…, ¡por esa luz!; a no ser por sus ojos, no la amaría. ¡Sí, por sus dos ojos! Bien; no hago en este mundo sino mentir y mentir por la gola. ¡Viven los cielos! Amo, y el amor me ha enseñado a versificar y a ponerme melancólico, y he aquí una muestra de mis rimas, he aquí una muestra de mi melancolía. Bien; ya la he remitido uno de mis sonetos. El rústico lo ha llevado, el loco lo ha enviado, la dama lo ha recibido. ¡Caro rústico! ¡Loco más caro aún! ¡Carísima dama! Por el mundo, que no me importaría un alfiler si los otros estuvieran igualmente enamorados. Aquí llega uno con un papel. ¡Dios le otorgue la gracia de gemir! (Se encarama a un árbol.)
Entra el REY, con un papel
REY.—¡Ay de mí!
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Tocado, por el cielo! ¡Prosigue, dulce Cupido! Le has señalado, con tu flecha de cazar gorriones, debajo de la tetilla izquierda. ¡De seguro, secretos!
REY.—(Leyendo.)
No da el sol con su llama beso tan riente
a la flor mañanera que unge el rocío,
como tus ojos, cuando su rayo hiriente,
brilla a través del iris del llanto mío.
Ni la luna con su aéreo cendal de plata
copia en la onda su mística triste hermosura,
como tu rostro altivo, si se retrata
en el húmedo espejo de mi amargura.
Perla que cae, refleja tu faz divina;
y, al rodar, fulge en ella radiosamente
la luz de esa mirada que me fascina,
o el oro de tu tersa pálida frente.
Trovador de tu gloria será mi duelo;
tu dádiva, la risa que me enamora;
tu desdén, acicate de mi desvelo.
¡Oh, reina de las reinas! ¡Hora tras hora
robaré al aire frases que él roba al cielo,
para cantar la pena que me devora!
¿Cómo le haría conocer mi tormento? Voy a dejar caer el papel. ¡Dulces hojas, dad sombra a mi locura! ¿Quién se acerca? (Se oculta detrás de un árbol.) ¡Cómo! ¡Longaville! ¡Y leyendo! ¡Escucha, oído!
Entra LONGAVILLE, con un papel
BEROWNE.—(Aparte.) Bien; ¡he ahí venir un loco más, que se te asemeja!
LONGAVILLE.—(Aparte.) ¡Ay de mí! Soy perjuro.
BEROWNE.—(Aparte.) En efecto, se acerca llevando papeles como un perjuro[50].
REY.—(Aparte.) Se halla enamorado, espero. ¡Feliz compañero de oprobio!
BEROWNE.—(Aparte.) Un borracho ama a otro del mismo nombre.
LONGAVILLE.—(Aparte.) ¿Soy yo el primero que así se ha hecho perjuro?
BEROWNE.—(Aparte.) En cuanto a eso, podría tranquilizarte. Conozco a dos que te acompañan. Tú completas el triunvirato. Eres la piedra angular de nuestra compañía; una especie de Tyburn[51] del amor, donde se balancea nuestra necedad.
LONGAVILLE.—Temo que estas incorrectas líneas se hallen faltas de poder para conmoverla. ¡Oh, dulce María, emperatriz de mi amor! Rasgaré estos versos y te escribiré en prosa.
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Oh! Esas rimas son los ribetes de las bragas del travieso Cupido. No descompongas sus flojos calzones[52].
LONGAVILLE.—He aquí cómo la abordaré. (Leyendo.)
¿No ha sido la retórica de tu febril mirada
la que incendió en perjurios mi corazón sediento?
Infiel por amor tuyo, la deserción me agrada,
si en homenaje admites mi roto juramento.
Por ti a un amor renuncio; mas ¿quién amar desea
no siendo de tus ojos el resplandor divino?
Su luz, celeste y pálida, destruye al par que crea.
Roto cayó a tus plantas el ídolo mezquino.
Bella mujer, que irradias insólita blancura,
sobre la tierra en que arde de amor el alma mía,
mi aliento es el perfume que acariciar procura,
humo de incienso, el mármol de tu hermosura fría.
¿Qué importan mis traiciones, si por traidor diviso
bañado en luz de gloria, tu dulce paraíso?
BEROWNE.—(Aparte.) He aquí la obra del hígado[53], que hace de la carne una substancia divina y de una joven oca una deidad. ¡Pura, pura idolatría! ¡Dios nos corrija! ¡Dios nos corrija! Desbarramos.
LONGAVILLE.—¿De quién me valdré para enviar esto?… ¡Gente! Ocultémonos. (Se esconde.)
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Orí, orí![54] ¡Antiguo juego de niños! Como un semidiós sentado sobre el Olimpo, contemplo cuidadosamente desde las alturas los secretos de estos malaventurados locos. ¡Más sacos al molino! ¡Oh cielos! Mis aspiraciones se realizan.
Entra DUMAINE, con un papel
¡Dumaine transformado! ¡Cuatro chochas en una fuente!
DUMAINE.—¡Oh, divinísima Cate!
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Oh, profanísimo mequetrefe!
DUMAINE.—¡Por los cielos! ¡La maravilla de los ojos mortales!
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Por la tierra! Es tan sólo una criatura corporal. Por lo tanto, mientes.
DUMAINE.—¡Su cabellera de ámbar eclipsa al mismo ámbar!
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Un cuervo de color ámbar! ¡Cosa singular! DUMAINE.—¡Esbelta como el cedro!
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Cuidado, eh! Tiene las espaldas encinta.
DUMAINE.—¡Hermosa como el día!
BEROWNE.—(Aparte.) Sí, como algunos días en que brilla el sol por su ausencia.
DUMAINE.—¡Oh, que no se realizaran mis deseos!
LONGAVILLE.—(Aparte.) ¡Y los míos!
REY.—(Aparte.) ¡Y los míos también, Altísimo Señor!
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Amén, igualmente para los míos! ¿No es éste un hermoso vocablo?
DUMAINE.—¡Quisiera olvidarla; pero enfebrece mi sangre y no me abandona su recuerdo!
BEROWNE.—(Aparte.) ¡Que enfebrece tu sangre! Una sangría podría ofrecérsela entonces en su cubilete[55]. ¡Dulce equivocación!
DUMAINE.—Leamos una vez más la oda que le he compuesto.
BEROWNE.—(Aparte.) Aquilatemos una vez más las diversas variaciones del amor.
DUMAINE (Leyendo.)
Un día, día funesto,
Amor, cuyo mes es mayo,
vio una flor bella en el aire
caprichoso jugueteando.
Entre sus hojas, la brisa,
invisible, se abría paso.
Enfermo, ansiaba el amante
ser en brisa transformado.
Brisa, decía, tus mejillas
triunfan, mas yo no lo alcanzo.
De tus espinas, mi diestra
no separarse ha jurado.
Que se hizo la juventud
para coger lo que es bálsamo.
Si me convierto en perjuro,
no me acuses de pecado.
Júpiter, por ti jurara
que Juno era negra, acaso,
y negaría ser Júpiter
por ser mortal a tu lado.
Voy a remitirle esto y alguna cosa más clara, que exprese la dolorosa tortura de mi sincero amor. ¡Oh! ¡Que el rey, Berowne y Longaville no estuvieran también enamorados! El mal, sirviendo de ejemplo al mal, borraría de mi frente la tacha de perjurio, pues nadie es culpable cuando todos desatinan.
LONGAVILLE.—(Avanzando.) Dumaine, tu amor no es caritativo cuando desea que sus tormentos los conlleven los demás. Podéis palidecer; pero yo me ruborizaría de haber sido sorprendido en una modorra así.
REY.—(Avanzando.) Entonces, señor, enrojeced; vuestro caso es semejante. Reprimirle vos es ofenderle dos veces. Vos no amáis a María. Longaville no ha compuesto un soneto en su honor. Jamás ha cruzado los brazos sobre su pecho para contener los latidos de su corazón. Yo estaba oculto en esos zarzales; os he oído a los dos y por los dos he enrojecido. He escuchado vuestros versos culpables, he observado vuestras facciones, he advertido vuestros suspiros, he comprobado vuestra pasión. «¡Ay!», decía uno. «¡Por Júpiter!», exclamaba otro. La una tenía los cabellos de oro, la otra los ojos de cristal (A LONGAVILLE.) ¡Vos queríais violar vuestros juramentos por el paraíso! (A DUMAINE.) ¡Por vuestro amor, Júpiter habría infringido sus votos! ¿Qué dirá Berowne cuando conozca vuestra deslealtad, tras haber mostrado tanto celo en jurar? ¡Cómo va a despreciaros! ¡Qué ingenio va a derrochar! ¡Qué triunfo el suyo! ¡Cómo ha de saltar, cómo ha de reír! Por todas las riquezas del mundo no quisiera que supiese de mí otro tanto.
BEROWNE.—Avancemos ahora, para flagelar la hipocresía. (Descendiendo del árbol.) ¡Ah, mi querido soberano! Perdóname, te suplico. ¡Buen corazón! ¿Con qué derecho reprochas a estos gusanos que amen, estando más enamorado que ellos? Vuestros ojos no son carros radiantes, ni en vuestras lágrimas resplandece cierta princesa. Vos no querríais ser perjuro, que es cosa aborrecible. ¡Vaya! Ni escribir sonetos, que sólo se queda para los menestrales. Pero ¿no estáis avergonzado? ¡Muy bien! ¿Todos tres no os ruborizáis de haber sido así sorprendidos? (A LONGAVILLE.) Vos habéis visto una paja en el ojo de éste (Por DUMAINE.), y el rey otra en cada uno de los dos. Pero yo he descubierto la viga que os ciega a los tres. ¡Oh! ¡A qué escena de locura he asistido! ¡Qué de suspiros, de gemidos, de desesperanzas, de desolaciones! ¡Ay de mí! ¡Con qué reconcentrada paciencia he estado, para ver un rey transformado en mosquito! ¡Para contemplar a Hércules dándole al trompo, al profundo Salomón entonando una jiga, a Néstor jugando a los alfileres[56] con los muchachos y a Timón, el crítico implacable, distrayéndose con nimias bagatelas! ¿Dónde reposa tu dolor? ¡Oh! ¡Cuéntamelo, querido Dumaine! Y tú, gentil Longaville, ¿dónde asientas tu pena? ¿Y vos, la vuestra, mi soberano? ¡Todos heridos en el corazón! ¡Un reconfortante[57], venga!
REY.—Tus bromas son demasiado amargas. ¿De suerte que hemos hecho traición en presencia tuya?
BEROWNE.—No, soy yo, y, no vosotros, el traicionado a mí mismo. Yo, el hombre honesto. Yo, que consideraba un pecado infringir un voto. Yo he sido el traicionado por aceptar como compañeros a hombres como vosotros, a hombres inconstantes. ¿Cuándo se me ha visto a mí escribir algo en verso, gemir por un marimacho o malgastar un minuto de mi tiempo en alisar mis plumas? ¿Cuándo habéis oído decir que he hecho el elogio de una mano, de un pie, de una cara, de unos ojos, de un modo de andar, de una actitud, de una frente, de unos pechos, de un talle, de una pierna o de un miembro?
REY.—¡Basta! ¿A qué correr tan aprisa? ¿Es un hombre honrado, o es un salteador el que galopa así?
BEROWNE.—¡Huyo del amor! Ilustre enamorado, déjame correr.
Entran JAQUINETA y COSTARD
JAQUINETA.—¡Dios bendiga al rey!
REY.—¿Qué presente nos traes?
COSTARD.—Una traición cierta.
REY.—¿Qué viene a hacer aquí la traición?
COSTARD.—Nada, no viene a hacer nada, señor.
REY.—Entonces, la traición y vos podéis iros en paz.
JAQUINETA.—Suplico a Vuestra Gracia tenga a bien leer esta carta. Nuestro párroco sospecha de ella. Asegura que envuelve traición.
REY.—Leedla, Berowne. (Dándole la carta.) ¿De quien la has recibido?
JAQUINETA.—De Costard.
REY.—(A COSTARD.) ¿Y tú?
COSTARD.—De dun Adramadio, dun Adramadio. (BEROWNE rasga la carta.)
REY.—¿Qué es eso? ¿Qué hacéis? ¿Por qué rasgáis esa carta?
BEROWNE.—Es una tontería, mi soberano, una tontería. No se inquiete por ello Vuestra Gracia.
LONGAVILLE.—Le ha emocionado demasiado para que no intentemos leerla.
DUMAINE.—(Juntando los pedazos de la carta.) La letra es de Berowne, y aquí está su firma.
BEROWNE (A COSTARD.).—¡Ah, zopenco hideputa! ¡Has nacido para consumar mi vergüenza! Soy culpable, señor; soy culpable; lo confieso, lo confieso.
REY.—¿Qué?
BEROWNE.—Que siendo tres los insensatos, sólo faltaba yo para la mesa completa. Éste, ése, aquél y vos, mi soberano, y yo, todos somos cortabolsas del amor y merecemos morir. ¡Oh! Alejad este auditorio y seré más explícito.
DUMAINE.—Ahora el número es par.
BEROWNE.—En efecto, en efecto; somos cuatro.
REY.—¡Fuera vosotros! ¡Salid!
COSTARD.—Que las gentes honradas formen rancho aparte y abandonen a los traidores. (Salen COSTARD y JAQUINETA.)
BEROWNE.—¡Queridos señores, queridos señores! ¡Oh! Abracémonos. Somos tan fieles como pueden serlo la carne y la sangre. La mar tendrá siempre flujo y reflujo, el sol mostrará su cara; la sangre ardiente no puede obedecer los preceptos de la vejez. No podemos suprimir la causa por que hemos nacido. ¡Era de toda necesidad que fuéramos perjuros!
REY.—¡Cómo! ¿Esas líneas que acabas de rasgar atestiguaban algún amor por tu parte?
BEROWNE.—¿Y lo preguntáis? ¿Quién podría ver a la celestial Rosalina sin, como el indio rudo y salvaje ante el primer rayo de sol de la espléndida aurora, inclinar la cabeza en señal de vasallaje, y ciego de deslumbramiento, besar la indigna tierra con el corazón rendido? ¿Qué ojos de águila dominadores, con vista resistente para mirar el sol, osarían contemplar el cielo de su frente, sin quedar cegados por su majestad?
REY.—¿Qué celo, qué furor te inspiran ahora? Mi amada, señora de la tuya, es una luna, llena de gracia, en tanto Rosalina no es más que un astro que gravita en torno y cuyo resplandor apenas es visible.
BEROWNE.—¡Mi S ojos, entonces, no son ojos, ni yo soy Berowne! ¡Oh! Si no fuera para esclarecer a mi amada, el día se cambiaría en noche. Los más exquisitos matices de excelencia suprema se han dado cita en sus lindas mejillas, donde diversos atractivos forman un solo portento y donde nada falta de lo que el deseo pueda apetecer. Prestadme el lenguaje florido de todos los idiomas sonoros… ¡Fuera, retórica afectada! ¡Oh! Ella no la necesita. Las alabanzas de los mercaderes no convienen sino a las cosas por vender. Ella está por encima de toda alabanza y, por consiguiente, los elogios demasiado sucintos la empañarían. Un eremita cubierto de arrugas, estropeado por cien inviernos, rejuvenecería cincuenta años contemplando su rostro. Su belleza reanima al anciano, y, como si acabara de nacer, da a su edad provecta la infancia de la cuna. ¡Oh! ¡Es el sol que alumbra a todas las cosas!
REY.—¡Por el cielo, tu amada es tan negra como el ébano!
BEROWNE.—¿Es que el ébano se le parece? ¡Oh madera divina! ¡Una mujer tallada en esta madera sería la felicidad! ¡Oh! ¿Quién puede recibir un juramento? ¿Dónde hay una Biblia? ¡Que jure que la hermosura carece de hermosura si no toma las miradas de sus ojos, y que ninguna cara es hermosa si no es morena como la suya!
REY.—¡Oh paradoja! Lo negro es atributo del infierno, el color de las mazmorras, el ceño sombrío de la noche, y la hermosura debe parecerse a la diurna claridad.
BEROWNE.—Los demonios, para tentarnos más pronto, preséntanse bajo la apariencia de ángeles de luz. ¡Oh! Si la frente morena de mi dama se viste de obscuro, es porque está de duelo al ver los afeites y usurpados cabellos seducir a los enamorados con fingidos disfraces. ¡Ella ha venido al mundo para decidir que la belleza sea morena! ¡Sus atractivos cambiarán la moda del día! ¡Los colores naturales pasarán ahora por postizos, y el sonrosado, evitando la afrenta del desdén, se teñirá de negro para imitar su cutis!
DUMAINE.—¡Por asemejarse a ella son negros los deshollinadores!
LONGAVILLE.—¡Como que, desde su nacimiento, los carboneros pasan por hermosos!
REY.—¡Y los etíopes se jactan de la finura de tu tez!
DUMAINE.—¡La obscuridad no necesita ya candelas, porque lo obscuro es la luz!
BEROWNE.—Vuestras amadas no se atreverían a salir en tiempo de lluvia, por miedo a quedar lavadas y despintarse sus colores.
REY.—La vuestra debía escoger ese tiempo, pues siguiendo vuestra deducción, yo mismo tendría una cara más bella de no haberme lavado hoy.
BEROWNE.—Sostendré su hermosura, aunque tuviera que estar hablando hasta el día del juicio.
REY.—No hallarás en ese día demonio más espantable que ella.
DUMAINE.—Nunca he visto a un hombre pregonar hasta ese extremo una mala mercancía.
LONGAVILLE.—(Enseñando su calzado.) Mira, he aquí a tu amor. Compara mi pie y su rostro.
BEROWNE.—¡Oh! Si las calles estuvieran empedradas con tus ojos, sus pies serían lo bastante delicados para no dejar huellas.
DUMAINE.—¡Oh infeliz! Si hollase tal pavimento, las calles reflejarían todo, como si ella marchara con los pies en alto.
REY.—Pero ¿a qué seguir? ¿No estamos todos enamorados?
BEROWNE.—Nada más cierto, y, por consiguiente, todos somos perjuros.
REY.—Entonces dejemos la charla; y tú, querido Berowne, demuéstranos ahora que nuestro amor es legítimo y que no hemos quebrantado nuestra fe.
DUMAINE.—Eso es; ve el modo de excusar nuestra falta.
LONGAVILLE.—¡Oh! Alega algún argumento que nos permita proseguir; alguna ingeniosidad, algún subterfugio, con ayuda de los cuales podamos embaucar al mismo diablo.
DUMAINE.—¡Algún remedio al perjurio!
BEROWNE.—¡Oh! Tenemos más de lo que necesitamos. Atención, pues, soldados del amor. Considerad primeramente lo que debíais hacer. ¡Ayunar, estudiar y no ver mujeres! Traición inmensa contra el real Estado de la juventud. Decidme: ¿podéis ayunar? Vuestros estómagos son demasiado mozos, y la abstinencia engendra enfermedades. Cuando jurasteis entregaros al estudio, cada uno de vosotros, señores, abjuró de su libro. ¿Os halláis en disposición de soñar siempre, de investigar siempre, de reflexionar en todo momento? Pues entonces, ¿os sería dado a vos, señor, o a vos, o a vos, descubrir los fundamentos de la excelencia del estudio sin la hermosura de un rostro de mujer? De los ojos de las mujeres obtengo esta doctrina. Ellas son la base, los libros, las academias de donde brota el verdadero fuego de Prometeo. El trabajo durante largo tiempo sostenido, aprisiona las energías ágiles en las arterias, como el constante ajetreo y la acción de una marcha prolongada fatigan el vigor nervioso del viajero. Ahora, al jurar no ver el rostro de mujer alguna, habéis abjurado del uso de los ojos e incluso del estudio, que era el objeto más serio de vuestro juramento. Porque ¿existe en el mundo un autor capaz de enseñar la belleza como los ojos de una mujer? La ciencia no es más que un aditamento de nuestra individualidad. Allí donde estamos, nuestra ciencia reside también. Pues cuando nos contemplamos en los ojos de una mujer, ¿no vemos en ellos, asimismo, nuestra ciencia? ¡Oh! Hemos hecho voto de estudiar, señores, y por el mismo voto hemos repudiado nuestros verdaderos libros. Porque ¿cuándo, soberano mío, o vos, o vos, habéis hallado nunca en la meditación fría las ardientes estrofas con que os han enriquecido, a fuer de maestros, los incitantes ojos de una beldad? Las restantes disciplinas serias permanecen del todo inactivas en el cerebro, y estérilmente prácticas, apenas recogen cosecha de su duro trabajo. Mientras que el amor, aprendido primero en los ojos de una dama, no sólo no vive encerrado en el cerebro, sino que, con la movilidad de todos los elementos, se propaga tan rápidamente como el pensamiento en cada una de nuestras facultades y las infunde un doble poder, multiplicando sus funciones y sus oficios. Añade a los ojos una segunda vista de valor inestimable. Los ojos de un enamorado penetran más que los del águila; sus oídos perciben el murmullo más ligero, que escapa al oído receloso del ladrón; su tacto es más fino, más sensible que las tiernas antenas del caracol en su concha en espiral; su lengua, más refinada que la del goloso Baco. Y en cuanto a su valor, ¿no es Amor un Hércules, encaramándose de continuo a los árboles de las Hespérides[58]? Sutil como una esfinge; tan acariciador y musical como el laúd del brillante Apolo, que tiene por cuerdas sus cabellos. Cuando habla el Amor, enmudecen todos los dioses para escuchar la armonía de su voz. Jamás poeta alguno osó tomar la pluma para escribir, antes que a su tinta se mezclasen las lágrimas del Amor. ¡Oh! Entonces es cuando sus cánticos embelesan los oídos más duros e infunden a los tiranos una dulce humildad. Tal es la doctrina que extraigo de los ojos de las mujeres, que centellean siempre como el fuego de Prometeo. Ellas son los libros, las artes, las academias; que enseñan, contienen y nutren al universo entero. Sin ellas nadie puede sobresalir en nada. Por eso erais unos insensatos al abjurar de las mujeres, y lo seríais más aún si mantuvierais vuestro juramento. En nombre de la sabiduría, palabra que todos aman; en nombre del amor, vocablo que a todos gusta; en nombre de los hombres, autores de las mujeres; en nombre de las mujeres, por quienes han sido engendrados los hombres, olvidemos una vez más nuestros juramentos para acordarnos de nosotros mismos, si no queremos olvidarnos, guardando nuestros votos. La religión pide que perjuremos de esta suerte. La caridad colma la ley. Y ¿quién podría separar el amor de la caridad?
REY.—¡Por San Cupido, pues! ¡Soldados, al campo de batalla!
BEROWNE.—¡Avancemos los estandartes, señores! ¡Y a nuestros adversarios! ¡Sembremos el desorden y abajo con ellos! ¡Pero en el conflicto, tengamos antes buen cuidado de evitar su sol![59]
LONGAVILLE.—Hablemos ahora razonablemente. Dejemos a un lado las glosas. ¿Estamos decididos a galantear a esas hijas de Francia?
REY.—Y a conquistarlas también. Por consiguiente, es preciso imaginar algo que las distraiga en sus tiendas.
BEROWNE.—Primero conduzcámoslas desde el parque hasta allá. En seguida, durante el camino, tome cada uno la mano de su bella adorada. A la tarde inventaremos alguna diversión interesante para su regocijo, de las que nos permita la brevedad del tiempo; que las galas, los bailes, las mascaradas y las horas alegres, precursores del bello Amor, riegan su camino de flores.
REY.—¡Adelante! ¡Adelante! No perdamos un tiempo que debemos aprovechar.
BEROWNE.—Allons! Allons![60] El que siembra cizaña no coge trigo, y la justicia equilibra siempre con medida igual. Las mujeres veleidosas pueden ser un azote para los hombres perjuros. Si eso sucede, nuestro cobre no adquirirá mejor tesoro. (Salen.)