Otro lugar del parque.
Entran la PRINCESA, ROSALINA, MARÍA, CATALINA, BOYET, Señores, personas del séquito y un GUARDABOSQUE.
PRINCESA.—¿Era el rey el que espoleaba tan rudamente su caballo contra la escarpada colina de ese monte?
BOYET.—No lo sé; pero supongo que fuera.
PRINCESA.—Quien haya sido ha mostrado un alma anhelante de subir. Bien, señores; hoy se nos dará nuestra respuesta y el sábado retornaremos a Francia. Así, pues, guardabosque, amigo mío, ¿dónde se halla la maleza detrás de la cual debemos emboscarnos y representar el papel de asesinos?
GUARDABOSQUE.—Allá abajo, en la linde de aquel soto. Es un lugar donde podréis hacer vos la más hermosa caza.
PRINCESA.—Agradezco mi hermosura. Hermosa, y caza; por eso dices que soy una hermosa que caza[26].
GUARDABOSQUE.—Perdonadme, señora; no he querido decir eso.
PRINCESA.—¿Cómo? ¿Cómo? ¿Comienzas por alabarme y ahora te desdices? ¡Vanidad de corta duración! ¡Ni hermosa! ¡Qué pena!
GUARDABOSQUE.—Sí, señora; sois hermosa.
PRINCESA.—¡Quita, no hagas ahora mi retrato! Donde falta la hermosura, huelga el elogio de la cara. Toma, mi caro espejo. (Dándole dinero.) Ahí tienes, por haberme dicho la verdad. Un bello pago de un feo cumplido es más que cumplir con el deber.
GUARDABOSQUE.—Nada puede venir de vuestras manos que no sea bello.
PRINCESA.—¡Ved, ved! Mi belleza se ha salvado por el mérito de mis dones. ¡Oh, herejía en el juicio de lo bello, que tan bien cuadra a los tiempos actuales! La mano que da, por fea que sea, tendrá siempre un bello elogio. ¡Dadme el arco! Ahora la bondad va a matar, y, en consecuencia, tirar bien será cumplir una mala acción. Heme aquí segura de salvar mi reputación de cazadora. Si yerro el golpe, se achacará a piedad. Si doy en el blanco, mi destreza se atribuirá más al deseo de atraerme cumplidos que al placer de matar. ¡Y esto es lo que, sin disputa, viene a acontecer en el mundo! La gloria engendra crímenes abominables, cuando, para alcanzar el renombre y conseguir el elogio, cosas bien vanas, nuestro corazón realiza esfuerzos imposibles. Así yo, únicamente para ser alabada, voy a esforzarme en verter la sangre de un pobre gamo al que mi corazón no profesa mal.
BOYET.—¿No es asimismo cierto que, por amor a la gloria, las mujeres perversas tratan de asegurar su soberanía, esforzándose en ser señoras de sus señores?
PRINCESA.—Sólo por la gloria; y no podemos sino prodigar la gloria a toda mujer que domina a su señor.
Entra COSTARD
BOYET.—He aquí un miembro de la república.
COSTARD.—¡Buenas tardes os dé Dios! Por favor, ¿cuál es la dama más alta?
PRINCESA.—Tú lo sabrás, camarada, comparando la estatura de todas.
COSTARD.—Quiero decir la más grande, la más elevada.
PRINCESA.—La más alta y la más larga.
COSTARD.—La más larga y la más alta… Así es. La verdad es la verdad. Señora, si vuestro talle fuera tan fino como mi ingenio, la cintura de una de estas señoritas os iría perfectamente. ¿No sois vos la señora en jefe? Sois la más gruesa.
PRINCESA.—¿Qué quieres, di, qué quieres?
COSTARD.—Traigo una carta del señor Berowne para una dama llamada Rosalina.
PRINCESA.—¡Oh! Venga esa carta, venga esa carta. Es una de mis buenas amigas. Apártate un poco, excelente portador. Boyet, vos que sabéis trinchar, abrid este capón[27].
BOYET.—Estoy a vuestras órdenes. Esta misiva trae la dirección equivocada. No es para nadie de aquí. Va dirigida a Jaquineta.
PRINCESA.—La leeremos, os juro. Romped el nema de cera, y que cada uno preste atención.
BOYET.—(Leyendo.) «Por el cielo que eres hermosa, lo cual es infalible; que eres bonita, lo cual es cierto; que eres amable, lo cual es la misma verdad. Más bella que lo bello, más bonita que lo bonito y más verdad que la misma verdad. Ten conmiseración de tu heroico vasallo. El magnánimo e ilustrísimo rey Cofétua fijó los ojos en la perversa e indubitable mendiga Zenelofonta, y él fue quien con razón pudo decir: “veni, vidi, vinci”, lo que, anatomizado en romance…, ¡oh, ruin y obscuro romance!…, significa “videlicet”: llegó, vio y venció. Llegó, uno; vio, dos; venció, tres. ¿Quién llegó? El rey. ¿Por qué llegó? Para ver. ¿Por qué vio? Para vencer. ¿Hacia quién llegó? Hacia la mendiga. ¿A quién vio? A la mendiga. ¿A quién venció? A la mendiga. El resultado es la victoria. ¿Para quién? Para el rey. El vencedor se ve enriquecido. ¿De parte de quién? De parte de la mendiga. La catástrofe es un matrimonio. ¿Para quién? Para el rey no; para los dos en uno, o para uno en los dos. Yo soy el rey, pues así lo exige la comparación. Tú la mendiga, pues tal lo atestigua tu condición humilde. ¿Mandaré en tu amor? Puedo. ¿Te obligaré a que me ames? Podría. ¿Te estimularé a que me adores? Podré. ¿Con qué cambiarás tus harapos? Con vestidos. ¿Tu indigencia? Con honores. ¿Y a ti misma? ¡Conmigo! Así, esperando tu contestación, profano mis labios en tus pies, mis ojos en tu imagen y mi corazón en cada una de las partes de tu ser. Tuyo, con la más cara perspectiva de galanteo. Don Adriano de Armado». Ya oyes el león de Nemea rugir contra ti, corderilla, que permaneces como su presa. Póstrate humildemente a sus plantas augustas, y él, contra su furor, se inclinará a jugar contigo. Pero si te resistes, pobre alma, ¿qué va a ser luego de ti? Serás alimento de su cólera y provisión de su caverna[28].
PRINCESA.—¿Qué pluma de ganso ha redactado esa carta? ¿Qué aspa de molino? ¿Qué veleta? ¿Habéis oído nunca cosa semejante?
BOYET.—Si no me engaño mucho, recuerdo ese estilo.
PRINCESA.—Tendríais, de lo contrario, mala memoria, acabando de darnos una idea de él.
BOYET.—Ese Armado es un español que vive aquí en la Corte. Un tipo grotesco, un monarco, que sirve de diversión al príncipe y a sus compañeros de estudio.
PRINCESA.—(A COSTARD.) Tú, camarada, una palabra. ¿Quién te ha entregado esta misiva?
COSTARD.—Ya lo he dicho: mi señor.
PRINCESA.—¿A quién debías entregarla?
COSTARD.—A mi señora, de parte de mi señor.
PRINCESA.—De parte de tu señor, ¿a qué señora?
COSTARD.—De parte de mi señor Berowne, mi excelente amo, a una dama de Francia que se llama Rosalina.
PRINCESA.—Has equivocado su carta. ¡Vamos, señores, marchemos! (A ROSALINA). Toma, querida, de todos modos, esto. Otro día recibirás la tuya. (Salen la PRINCESA y su séquito.)
BOYET.—¿Quién es quien caza? [29] ¿Quién es quien caza?
ROSALINA.—¿Habré yo de decíroslo?
BOYET.—Sí, mi continente de belleza.
ROSALINA.—Pues la que lleva el arco. ¡Volved por otra!
BOYET.—La princesa va a cazar animales cornudos. Pero como te cases, que me ahorquen si faltan cuernos aquel año. ¡Sóplate ésa!
ROSALINA.—Bueno, pues yo soy quien caza.
BOYET.—Y ¿quién es el gamo? [30]
ROSALINA.—Si lo elegimos por los cuernos, vos mismo. ¡No os acerquéis! ¡Volved ahora por otra!
MARÍA.—Disputáis siempre con ella, Boyet, y da en plena frente.
BOYET.—¡Pero ella está herida más abajo! ¿Di en el blanco esta vez?
ROSALINA.—¿Quieres que te traiga a cuento un antiguo refrán, que era ya mayorcito cuando el rey Pepino de Francia[31] no pasaba de una criatura, y que viene a pelo?
BOYET.—Yo podré argüirte con una sátira tan vieja, que era ya mayorcita cuando la reina Genoveva de Bretaña[32] no pasaba de moza.
ROSALINA.—(Cantando.)
No lo atinarás, atinarás, atinarás,
no lo atinarás, pobre infeliz.
BOYET.
No lo atinaré, lo atinaré, lo atinaré,
no lo atinaré; otro podrá.
(Salen ROSALINA y CATALINA)
COSTARD.—¡Por mi fe, muy divertido! ¡Los dos han atinado!
MARÍA.—Han apuntado maravillosamente a la señal, pues la han alcanzado.
BOYET.—¡Señal! No señalemos sino esa señal. ¡Señal la llama mi señora! Que se coloque una punta en esa señal, para ver si es posible asestarle el tiro.
MARÍA.—Os habéis desviado de la puntería, poniendo las manos fuera.
COSTARD.—Verdaderamente, debe tirar desde más cerca, o no dará nunca en el blanco[33].
BOYET.—(A MARÍA.) Si tengo las manos fuera, ponédmelas vos dentro.
COSTARD.—Entonces tocará el blanco, por arrimarse al clavo[34].
MARÍA.—Vamos, vamos, vuestras frases son de grueso calibre y ensucian vuestra boca.
COSTARD.—Es demasiado diestra para vos en el tiro, señor. Desafiadla a los bolos.
BOYET.—¡Temo mucho tropezar en obstáculos! ¡Buenas noches, mi querido búho! (Salen BOYET y MARÍA.)
COSTARD.—¡Por mi alma, qué rústico! ¡Qué solemne imbécil! ¡Señor, Señor! ¡Cómo le hemos aplastado esas damas y yo! ¡A fe que han sido finas bromas! ¡Qué delicadísimo es el ingenio vulgar, cuando viene tan llanamente, con tanta obscenidad, tan a propósito! ¡Armado por un lado! ¡Oh! ¡He aquí un hombre extraordinariamente cortés! ¡Hay que verle marchar delante de una dama y llevarle el abanico! ¡Hay que verle cómo le besa la mano! ¡Y cómo le jura tiernamente su amor! ¡Y su paje por otro lado! ¡El ingenio hecho carne! ¡Ah, cielos! ¡No conozco liendre más sensible! (Ruido de caza dentro.) ¡Hala[35], hala! (Sale corriendo.)