La primera piedra, disparada por Portainfiernos, cayó sobre el tejado de la casa de un tintorero cerca de la iglesia de San Brieuc, y se cobró las cabezas de un hombre de armas inglés y la mujer del tintorero. Por la guarnición corrió el chiste de que los dos cuerpos estaban tan aplastados juntos que seguirían retozando durante toda la eternidad. La roca que los había matado, de aproximadamente el tamaño de un barril, no había alcanzado las murallas por menos de veinte pies y los ingenieros bávaros ajustaron la cincha para mejorar el tiro, aunque la siguiente cayó demasiado cerca, levantando porquería y aguas fecales de la zanja. La tercera piedra dio justo en la roca y después, un retumbar monstruoso anunció que Fabricaviudas había lanzado también su primer proyectil, y después, una detrás de otra, Lanzapiedras, Aplastadora, Cavatumbas, Latigodepeñas, Escupidora, Destructora y Mano de Dios hicieron su contribución.

Richard Totesham hacía lo que podía para repeler el asalto de los trabuquetes. Era evidente que Carlos intentaba abrir cuatro brechas, una a cada lado de la ciudad, así que Totesham ordenó que se cosieran unos sacos enormes que se rellenaron con paja y se colocaron en las murallas para amortiguar los golpes, que más tarde protegieron también con vigas de madera. Dichas precauciones sirvieron para ralentizar el proceso de abrir brechas, pero los bávaros enviaban algunos de los proyectiles dentro de la ciudad y nada se podía hacer para proteger las casas de ellos. Algunos de los hombres de la ciudad propusieron que Totesham construyera un trabuquete por su cuenta, pero él dudaba de que hubiera tiempo y lo que se hizo en cambio fue una ballesta gigante a base de palos de barcos que se habían traído desde Tréguier antes de que empezara el sitio. Tréguier estaba ahora abandonado y, al no tener murallas, sus habitantes se habían refugiado en La Roche-Derrien, se habían marchado en los barcos o unido al campamento de Carlos.

La ballesta de Totesham tenía treinta pies de ancho y disparaba una saeta de ocho pies impulsada por una cuerda de cuero trenzado. Se amartillaba con un cabrestante de barco. Les costó cuatro días fabricarla y la primera vez que intentaron usarla el brazo hecho con el mástil se rompió. Era un mal presagio, y al día siguiente aún hubo uno peor cuando un caballo que llevaba las basuras nocturnas se desbocó, se soltó del carro y le dio una coz a un niño en la cabeza. El niño murió. Más tarde, aquel día, una de las piedras lanzadas por los trabuquetes más pequeños del otro lado del río cayó sobre el tejado de la casa de Richard Totesham, derruyó la mitad del piso superior y por poco mata a su hijito. Aproximadamente una veintena de mercenarios intentaron desertar de la guarnición aquella noche; algunos lo consiguieron, otros se unieron al ejército de Carlos y uno, que llevaba un mensaje para sir Thomas Dagworth oculto en una bota, fue sorprendido y decapitado. A la mañana siguiente, lanzaron la cabeza, con la carta entre los dientes, mediante el trabuquete llamado Mano de Dios, y el ánimo de la guarnición se hundió aún más.

—No estoy muy seguro —le dijo Mordecai a Thomas—, de que se pueda confiar en los presagios.

—Claro que se puede.

—Me gustaría escuchar tus razones. Pero enséñame tu orina primero.

—Pero si me habías dicho que ya estaba curado —protestó Thomas.

—Vigilancia eterna, querido Thomas, es el precio de la salud. Mea para mí.

Thomas obedeció, Mordecai levantó el líquido al sol, metió un dedo y se lo llevó a la lengua.

—¡Espléndida! —concluyó—. Clara, pura y no demasiado salina. Un buen presagio, ¿a que sí?

—Eso es un síntoma, no un presagio.

—Ah. —Mordecai sonrió por la corrección. Estaban en el pequeño patio detrás de la cocina de Jeanette, donde el médico observaba los vencejos comunes transportar barro hacia los nuevos nidos bajo los aleros—. Ilumíname, Thomas —añadió con una sonrisa—, sobre la cuestión de los presagios.

—Cuando nuestro Señor fue crucificado —explicó Thomas—, durante el día llegó la oscuridad y una cortina del templo se rasgó en dos.

—¿Me estás diciendo que los presagios se ocultan en el mismo corazón de vuestra fe?

—¿Y en los de la tuya no? —preguntó Thomas.

Mordecai se estremeció cuando otra piedra aplastó alguna parte de la ciudad. El sonido retumbaba; después se oyó otro estrépito cuando techo y suelo cedieron. Los perros aullaron y una mujer gritó.

—Lo están haciendo deliberadamente —dijo Mordecai.

—Claro —repuso Thomas. No sólo enviaban piedras para que derrumbaran las pequeñas y apretadas casas de la ciudad, a veces usaban los trabuquetes para lanzar los restos podridos de vacas, cerdos o cabras para que las calles de la ciudad apestaran y se llenaran de inmundicia.

Mordecai esperó hasta que la mujer cesó de gritar.

—No hemos de tomarnos en serio los presagios —continuó—. Tenemos mala suerte en la ciudad y todos dan por sentado que estamos condenados, pero ¿cómo sabemos que al enemigo no lo aqueja también la fatalidad?

Thomas no respondió. Los pájaros se peleaban en los tejados, ajenos a que un gato los acechaba desde debajo de la cornisa.

—¿Qué es lo que quieres en realidad, Thomas? —le preguntó Mordecai.

—¿Lo que quiero?

—¿Qué es lo que quieres?

Thomas hizo una mueca y extendió la mano derecha con los dedos en forma de garfio.

—Que se pongan rectos.

—Y yo quiero volver a ser joven —repuso Mordecai con impaciencia—. Ya tienes los dedos arreglados. Quizás hayan quedado un poco deformes, pero están arreglados. Ahora dime, ¿qué es lo que quieres?

—Lo que quiero —repuso Thomas— es matar a los hombres que mataron a Eleanor y devolverle su hijo a Jeanette. Después quiero ser arquero. Sólo eso. Quiero ser arquero. —También quería el Grial, pero no le gustaba hablar de eso con Mordecai.

Mordecai se frotó la barba.

—¿Matar a los hombres que asesinaron a Eleanor? —pensaba en voz alta—. Creo que eso lo conseguirás. ¿Recuperar al hijo de Jeanette? Eso creo que también lo conseguirás, pero no entiendo por qué deseas complacerla. No te quieres casar con Jeanette, ¿verdad?

—¡Casarme con ella! —Thomas soltó una carcajada—. ¡No!

—Bien.

—¿Bien? —Ahora Thomas se había ofendido.

—Siempre he disfrutado hablando con los alquimistas —repuso Mordecai—, y a menudo los he visto mezclar azufre y azogue. Existe tina teoría que dice que todos los metales están compuestos de esas dos sustancias, ¿lo sabías? Las proporciones varían, por supuesto, pero mi opinión, querido Thomas, es que si mezclas azogue y azufre en un recipiente y lo calientas, el resultado suele ser muy lamentable. —Hizo un gesto de explosión con las manos—. Eso es lo que a mí me parece que sois tú y Jeanette. Además, no la veo casada con un arquero. ¿Con un rey? Sí. ¿Con un duque? A lo mejor. ¿Con un conde? Seguro. ¿Pero con un arquero? —Sacudió la cabeza—. No hay nada malo en ser arquero, Thomas. Es una habilidad muy útil en este mundo perverso. —Se sentó sin decir nada durante unos instantes—. Mi hijo se está educando para ser médico.

Thomas sonrió.

—Presiento un reproche.

—¿Un reproche?

—Tu hijo curará gente, yo me dedico a matarla.

Mordecai volvió a hacer un gesto con la cabeza.

—Benjamín se está educando para ser médico, pero él preferiría ser soldado. Quiere matar gente.

—Entonces, ¿por qué…? —pero Thomas se calló porque la respuesta era evidente.

—Los judíos no podemos llevar armas —contestó Mordecai—, por eso. No, no pretendía hacerte un reproche. Creo que, teniendo en cuenta cómo son los soldados, Thomas, tú eres un buen hombre. —Se detuvo y frunció el entrecejo porque otra piedra procedente de los trabuquetes más grandes había dado contra un edificio no demasiado lejos, y cuando se apagó el estruendo, esperó los gritos. No llegó ninguno—. Tu amigo Will también es un buen hombre —prosiguió Mordecai—, pero me temo que ya no es arquero.

Thomas asintió. Will Skeat estaba curado, pero no se había recuperado.

—A veces pienso que habría sido mejor… —empezó a decir Thomas.

—¿Si hubiera muerto? —Mordecai terminó el razonamiento—. No le desees la muerte a ningún hombre, Thomas, ya llega demasiado pronto sin desearla. Sir William volverá a Inglaterra, sin duda, y tu conde cuidará de él.

El destino de todos los soldados viejos, pensó Thomas. Volver a casa y morir viviendo de la caridad de la familia a la que habían servido.

—En ese caso iré al sitio de Calais cuando esto termine —dijo Thomas—, y veré si los arqueros de Will necesitan un nuevo jefe.

Mordecai sonrió.

—¿No irás en busca del Grial?

—No sé dónde está —repuso Thomas.

—¿Y el libro de tu padre? —preguntó Mordecai—. ¿No te sirvió de nada?

Thomas había estado observando la copia que había hecho Jeanette. Pensaba que su padre debía de haber usado algún tipo de código, pero por mucho que lo intentaba no conseguía averiguar dónde estaba la clave. Además, no podía rechazarse la posibilidad de que el libro no fuera más que el fruto de la mente perturbada del padre Ralph. Aun así, Thomas estaba seguro de una cosa: Su padre creía que poseía el Grial.

—Buscaré el Grial —dijo Thomas—, pero a veces creo que la única manera de encontrarlo es no buscándolo. —Miró hacia el cielo, sobresaltado, porque llegó un ruido desde el tejado. El gato había intentado cazar un pájaro y casi pierde pie cuando los plumíferos salieron volando.

—¿Otro presagio? —sugirió Mordecai al ver salir libres a los pájaros—. Seguro que éste es bueno.

—Además —dijo Thomas—, ¿qué sabes tú del Grial?

—Yo soy un judío. ¿Qué se yo de nada? —preguntó inocentemente Mordecai—. ¿Qué pasará, Thomas, si encuentras el Grial? —No esperó respuesta—. ¿Crees —prosiguió— que el mundo será un lugar mejor? ¿Es así sólo porque no tenemos el Grial? ¿Eso es todo? —Seguía sin haber respuesta—. Es algo como el Abracadabra, ¿verdad? —concluyó Mordecai con tristeza.

—¿El demonio? —Thomas estaba atónito.

—¡Abracadabra no es el demonio! —respondió Mordecai igual de atónito—. Es sólo un conjuro. Algunos judíos tarados creen que si lo escriben en forma de triángulo y se lo cuelgan del cuello, ¡no les afectará el paludismo! ¡Menuda tontería! La única cura para el paludismo es una cataplasma tibia de estiércol de vaca, pero la gente confía en los conjuros y, mucho me temo, también en los presagios. Yo, sin embargo, no considero que Dios obre a través de unos o se manifieste a través de los otros.

—Tu Dios —le dijo Thomas— está muy muy lejos.

—Mucho me temo que así es.

—El mío está cerca —repuso Thomas—, y sí se manifiesta.

—En ese caso eres muy afortunado —contestó Mordecai. La rueca y el huso de Jeanette estaban cerca del banco junto a él, se colocó la rueca bajo el brazo e intentó devanar los copos de lana que había enganchados en el artilugio, pero no consiguió nada—. Eres afortunado —le volvió a decir—, y espero que cuando las tropas de Carlos entren, tu Dios se quede cerca. En cuanto a los demás, estamos condenados, debo suponer.

—Si entran —replicó Thomas—, busca refugio en una iglesia o intenta escapar por el río.

—No sé nadar.

—En ese caso, la iglesia es tu mayor esperanza.

—Lo dudo —repuso Mordecai dejando la rueca a un lado—. Lo que Totesham debería hacer —dijo con tristeza— es rendirse. Que nos deje marchar.

—Eso no lo va a hacer.

Mordecai se encogió de hombros.

—Pues tendremos que morir.

Con todo, al día siguiente se les ofreció la oportunidad de escapar cuando Totesham dijo que quienes no quisieran sufrir las privaciones del sitio podían abandonar la ciudad por la puerta sur, pero en cuanto la puerta se abrió, una fuerza de hombres de armas de Carlos, vestidos con malla y con los rostros ocultos por los visores, bloquearon la carretera. No más de cien individuos habían decidido irse, todos ellos mujeres y niños, pero los hombres de armas de Carlos estaban allí para comunicarles que no se les permitía abandonar La Roche-Derrien. A los sitiadores no les interesaba que hubiera menos bocas que alimentar, así que los hombres de gris bloquearon la carretera, los soldados de Totesham cerraron la puerta de la ciudad y las mujeres y los niños quedaron en tierra de nadie todo el día.

Esa tarde, los trabuquetes detuvieron su labor por primera vez desde que se había lanzado la primera piedra, que había matado a la mujer del tintorero y a su amante inglés, y, en el extraño silencio, llegó un mensajero del campamento de Carlos. Una trompeta y una bandera blanca anunciaban una tregua, y Totesham ordenó a un trompeta inglés que respondiera al bretón y que levantaran una bandera blanca en la puerta sur. El mensajero bretón esperó hasta que apareció un hombre de armas por las murallas, después señaló a las mujeres y los niños.

—A esta gente —dijo— no le será permitido pasar por nuestras líneas. Se morirán de hambre aquí.

—¿Ésa es la piedad que tu señor tiene por su gente? —replicó el enviado de Totesham. Era un sacerdote inglés que hablaba bretón y francés.

—Siente tanta piedad por ellos —repuso el mensajero—, que los liberará de las cadenas inglesas. Dile a tu señor que tiene hasta el ángelus de esta tarde para rendir la ciudad; si lo hace, se le permitirá salir con sus armas, estandartes, caballos, familias, sirvientes y posesiones.

Era una oferta generosa, pero el sacerdote ni siquiera la tuvo en cuenta.

—Se lo diré —dijo el cura—, pero sólo si tú le dices a tu señor que tenemos comida para un año y armas de sobra para aniquilar dos veces a su ejército.

El mensajero hizo una reverencia, el sacerdote devolvió el cumplido, y el parlamento se dio por terminado. Los trabuquetes volvieron a la carga y, por la noche, Totesham ordenó que las puertas de la ciudad se abrieran para permitir a los fugitivos volver a entrar, entre las burlas de los que no habían huido.

Thomas, como todos los hombres de La Roche-Derrien, servía en las almenas. Era una tarea tediosa, pues Carlos de Blois se esforzaba por asegurarse de que ninguno de sus hombres se pusiera a tiro de arco, pero por lo menos podía entretenerse observando los grandes trabuquetes. Los bajaban tan lentamente que apenas parecía que los largos brazos se movieran, pero gradualmente, casi de forma imperceptible, la enorme caja de madera con los pesos ele plomo se levantaba desde detrás de la empalizada protectora y el largo brazo se hundía hasta perderse de vista. Entonces, cuando el brazo largo estaba tan abajo como se podía, no sucedía nada durante un rato, presumiblemente porque los ingenieros estaban cargando la cincha y, después, cuando ya parecía que no iba a pasar nada más, el contrapeso caía, la empalizada temblaba, los pájaros de entre la hierba salían asustados volando y el largo brazo se levantaba, se sacudía, la cincha salía disparada y la piedra describía una parábola en el cielo. Entonces llegaba el monstruoso estruendo del contrapeso contra el suelo y, al instante, el de la piedra contra las magulladas murallas. Se tiraban más sacos de paja para cubrir la brecha que iba creciendo, pero los proyectiles seguían haciendo daño, así que Totesham ordenó a sus hombres que empezaran a construir nuevas murallas tras las brechas cada vez mayores.

Algunos hombres, incluidos Thomas y Robbie, querían salir. «Cogemos sesenta hombres —decían—, y los dejamos salir de la ciudad con la primera luz del día». Podían llegar fácilmente a uno o dos de los trabuquetes, empapar las máquinas en aceite y brea, y prender fuego al revoltijo de cuerdas y madera con las que estaban construidas, pero Totesham se negó. Su guarnición ya era demasiado pequeña, argüía, y no quería perder ni siquiera media docena de hombres que tanta falta le harían cuando tuviera que enfrentarse a los hombres de Carlos en las brechas.

Con todo, perdió hombres. A la tercera semana del sitio, Carlos de Blois había terminado sus propias fortificaciones defensivas y los cuatro fragmentos de su ejército estaban protegidos tras muros, setos, empalizadas y zanjas. Había limpiado la tierra entre sus campamentos de cualquier obstáculo para que, cuando llegara el ejército de relevo, los arqueros no tuvieran dónde esconderse. Ahora, con sus propios campamentos fortificados y los trabuquetes abriendo agujeros cada vez más grandes en las murallas de La Roche-Derrien, envió a los ballesteros adelante para acosar las almenas. Iban de dos en dos, un hombre con la ballesta y su compañero con el pavés, un escudo tan alto, ancho y robusto que protegía a los dos hombres. Los paveses estaban pintados, algunos con blasfemias, pero la mayoría con insultos en francés, inglés y, en otros casos, dado que los ballesteros eran genoveses, en su propio dialecto. Los dardos rebotaban en las murallas, silbaban sobre las cabezas de los defensores y se clavaban en los tejados de paja de las casas tras los muros. A veces, los genoveses disparaban saetas en llamas y Totesham había dispuesto seis escuadrones de hombres que no hacían otra cosa que extinguir el fuego en la paja y, cuando no apagaban fuegos, recogían agua del Jaudy y empapaban los tejados de las más cercanas a las murallas, que corrían más peligro.

Los arqueros ingleses devolvían los disparos, pero los ballesteros solían estar ocultos tras los paveses y, cuando disparaban, sólo se exponían por un instante. Algunos murieron, pero también caían los arqueros de las murallas. Jeanette a menudo se unía con Thomas en la muralla sur y disparaba desde una tronera en la puerta. Las ballestas podían dispararse con una rodilla al suelo, y así no exponía su cuerpo al peligro, mientras que Thomas tenía que ponerse de pie para desflechar.

—No tendrías que estar aquí —la regañaba él cada vez; ella lo imitaba diciendo lo mismo y se inclinaba para recargar el arma.

—¿Te acuerdas —le preguntó la mujer— del primer sitio?

—¿Cuando me disparabas a mí?

—Esperemos que tenga mejor puntería esta vez —contestó; apoyó la ballesta en la muralla, apuntó y apretó el gatillo. El dardo se clavó en un pavés ya lleno de flechas inglesas. Más allá de los ballesteros, estaba el terraplén del campamento más cercano, sobre el que destacaban los brazos desgarbados de los dos trabuquetes y, más allá, los vistosos estandartes de algunos de los señores de Carlos. Jeanette reconoció los estandartes de Rohan, Laval, Malestroit y Roncelets, y al ver por primera vez el estandarte de las avispas, se llenó de odio y se puso a llorar al pensar en su hijo en la lejana Torre de Roncelets.

—Ojalá intentaran ahora mismo el asalto —dijo—, y pudiera atravesar con un dardo a Roncelets y a Blois.

—No atacarán hasta que derroten a Dagworth —replicó Thomas.

—¿Crees que vendrá?

—Creo que están aquí por ese motivo —repuso Thomas, señalando con la cabeza hacia el enemigo; después se puso en pie y lanzó una flecha a un ballestero que acababa de salir de detrás de su escudo. El hombre se volvió a agachar un segundo antes de que la flecha de Thomas pasara a un palmo de él. Thomas se volvió a esconder—. Carlos sabe que nos puede desplumar cuando quiera, pero lo que en verdad desea es aplastar a Dagworth.

Pues cuando sir Thomas Dagworth estuviera acabado, no quedarían ejércitos ingleses en Bretaña y las fortalezas caerían inevitablemente, una por una, y Carlos recuperaría su ducado.

Entonces, un mes después de que Carlos llegara, cuando los setos que rodeaban sus fortalezas se llenaron con las flores blancas del espino, cuando los pétalos de los manzanos ya volaban con la brisa, las riberas del río se llenaron de lirios y las amapolas brillaban rojas entre el centeno nuevo, por el cielo del sur se levantó una humareda. Los vigías en las murallas de La Roche-Derrien vieron a los exploradores enemigos y supieron que el humo significaba que estaba llegando un ejército. Algunos temían que fueran refuerzos para el enemigo, pero otros les aseguraron que sólo podían venir amigos desde el sudeste. Lo que Richard Totesham y otros que también lo sabían no revelaron es que cualquier relevo que llegara sería insuficiente, mucho más pequeño que el ejército de Carlos, y que ese relevo se dirigía a la trampa que Carlos había preparado.

El plan de Carlos había funcionado y sir Thomas Dagworth mordía el anzuelo.

* * *

Carlos de Blois reunió a sus señores y comandantes en la amplia tienda junto al molino. Era sábado, el enemigo se encontraba ya a pocas horas de marcha y, como era previsible, algunos exaltados entre sus filas querían colocarse la armadura de placas, agarrar las lanzas y dirigirse en estampida para morir a manos de los arqueros ingleses. Los estúpidos abundaban, pensó Carlos, y después hizo añicos sus esperanzas y dejó claro que nadie, excepto los exploradores, abandonaría ninguno de los cuatro campamentos.

—¡Nadie! —Dio un puñetazo en la mesa y por poco derrama la tinta del escribano que registraba todas sus palabras—. ¡Nadie va a salir! ¿Lo habéis entendido? —Miró un rostro tras otro y después pensó otra vez que sus señores eran un hatajo de idiotas—. Nos quedaremos tras nuestras trincheras —les dijo—, y serán ellos los que vengan a nosotros. Vendrán y los mataremos.

Algunos de los señores parecían contrariados, pues había muy poca gloria en luchar tras muros de tierra y zanjas encharcadas cuando se podía galopar sobre un caballo de guerra, pero Carlos de Blois se mantenía firme y hasta el más rico de sus señores temía la amenaza de que quienes le desobedecieran no entrarían en el reparto final de tierras y riquezas que seguiría a la conquista de Bretaña.

Carlos cogió un trozo de pergamino.

—Nuestros exploradores han llegado hasta la columna de Thomas Dagworth —dijo con su precisa voz—, y tenemos unas estimaciones bastante exactas de su número. —Como sabía que todos los hombres de la tienda querían saber de cuántos hombres se componía la fuerza enemiga, se detuvo, en un intento de conseguir cierto dramatismo, pero no pudo evitar sonreír al revelar las cifras—. Nuestro enemigo —dijo— nos amenaza con trescientos hombres de armas y cuatrocientos arqueros.

Hubo un momento de silencio mientras se asimilaban las cifras, después una explosión de risa. Hasta Carlos, normalmente tan pálido, inflexible y severo, se unió a ellos. ¡Era ridículo! ¡De hecho era una impertinencia! Valiente, probablemente, pero absolutamente temerario. Carlos de Blois tenía cuatro mil hombres y cientos de campesinos voluntarios, que, aunque no acampaban dentro de las fortificaciones, se podía confiar en que colaborarían para masacrar al enemigo. Tenía dos mil de los mejores ballesteros de Europa, mil caballeros armados, muchos de ellos campeones de grandes torneos, ¿y sir Thomas Dagworth venía con setecientos hombres? La ciudad podía contribuir con otros cien o doscientos pero, como mucho, los ingleses no contaban con más de mil hombres y Carlos tenía cuatro veces ese número.

—Vendrán, caballeros —les dijo el duque a sus excitados señores—, y morirán aquí.

Había dos carreteras por las que podían llegar. Una venía del oeste, y era la ruta más directa, pero conducía al otro extremo del río Jaudy y Carlos no creía que Dagworth la empleara. La otra rodeaba la ciudad sitiada para llegar desde el sureste y esa carretera conducía directamente al mayor de los cuatro campamentos de Carlos, el del este, a cargo directamente de su persona y donde estaban los trabuquetes mayores.

—Dejadme que os diga, caballeros. —Carlos acalló la alegría de sus comandantes—, lo que creo que hará sir Thomas. Lo que yo haría si fuera tan infortunado de estar en su piel. Creo que enviará una fuerza pequeña aunque ruidosa para que se nos acerquen por la carretera de Lannion —ésa era la carretera que venía del oeste, la ruta directa— y la enviará por la noche, para tentarnos y hacernos creer que atacará el campamento por el otro lado del río. Esperará que reforcemos ese campamento y después, al alba, el ataque real llegará por el este. Espera que la mayoría de nuestro ejército esté perdido al otro lado del río y que él pueda llegar al alba y destruir los tres campamentos de esta orilla. Eso, caballeros, es lo que probablemente intentará y el plan que fracasará. ¡Y fracasará porque tenemos una regla clara y dura que no se romperá! ¡Nadie abandonará los campamentos! ¡Nadie! ¡Quedaos detrás de las fortificaciones! Lucharemos a pie, prepararemos nuestras líneas de batalla y esperaremos a que lleguen. Nuestros ballesteros acabarán con los arqueros y después nosotros, caballeros, destruiremos a sus hombres de armas. ¡Pero nadie abandonará los campamentos! ¡Nadie! No nos convertiremos en los objetivos de sus flechas. ¿Lo entendéis?

El señor de Châteaubriant quería saber qué se suponía que tenía que hacer si él estaba en el campamento sur y tenía lugar una batalla en cualquiera de los otros fuertes.

—¿Me quedo quieto mirando? —preguntó incrédulo.

—Os quedáis quieto mirando —repuso el duque con voz de acero—. No abandonaréis el campamento. ¿Lo entendéis? ¡Los arqueros no pueden matar hombres a los que no ven! ¡Os quedaréis escondido!

El señor de Roncelets señaló que el cielo estaba claro y la luna casi llena.

—Dagworth no es ningún imbécil —prosiguió—, y sabrá que hemos construido fortalezas y limpiado el terreno para negarles cobijo. ¿Por qué no habría de atacar por la noche?

—¿Por la noche? —preguntó Carlos.

—De esa manera nuestros ballesteros no verán sus objetivos, pero los ingleses tendrán suficiente luz para meterse por nuestras trincheras.

Era una buena apreciación y Carlos la reconoció asintiendo bruscamente.

—Hogueras —dijo.

—¿Hogueras? —preguntó un hombre.

—¡Preparad hogueras! ¡Hogueras enormes! Cuando lleguen, encended las hogueras. ¡Convertid la noche en día!

Los hombres rieron, les gustaba la idea. Pelear a pie no era la manera en que los señores y caballeros construían una reputación, pero todos comprendían que Carlos había pensado cómo derrotar a los temidos arqueros ingleses y sus ideas tenían sentido, aunque ofrecieran poca oportunidad para la gloria. Entonces Carlos les ofreció un consuelo.

—Se romperán, caballeros —dijo—, y cuando lo hagan, ordenaré a un trompeta que sople siete veces. ¡Siete! Y cuando oigáis la trompeta, podréis abandonar los campamentos y salir a perseguirlos. —Hubo gruñidos de aprobación, pues los siete trompetazos soltarían a los caballeros armados sobre sus enormes caballos para masacrar lo que quedara de la fuerza de Dagworth.

»¡Recordadlo! —Carlos volvió a dar un golpe sobre la mesa para captar la atención de sus hombres—. ¡Recordadlo! ¡No abandonéis el campamento hasta que suenen las trompetas! Quedaos detrás de las trincheras, detrás de los muros, esperad a que llegue el enemigo y ganaremos. —Asintió para dar a entender que había terminado—. Ahora, caballeros, nuestros sacerdotes oirán nuestras confesiones. Limpiemos nuestras almas para que Dios nos recompense con la victoria.

A quince millas, en el refectorio sin techo de un monasterio abandonado y saqueado, un grupo mucho menor de hombres se reunía. Su comandante era un hombre de pelo cano de Suffolck, robusto y áspero, que sabía que se enfrentaba a un desafío formidable si pretendía liberar La Roche-Derrien. Sir Thomas Dagworth escuchaba a un caballero bretón contar lo que sus exploradores ya habían descubierto: que los hombres de Carlos de Blois seguían en los cuatro campamentos situados a las cuatro puertas de la ciudad. El campamento más grande, donde ondeaba el enorme pendón de Carlos con el armiño blanco, estaba al este.

—Lo han construido alrededor del molino —informó el caballero.

—Recuerdo ese molino —dijo sir Thomas. Se pasó los dedos por la barba corta, una costumbre que tenía cuando pensaba—. Debemos atacar por ahí —dijo en voz tan baja que parecía hablar consigo mismo.

—Es el más fuerte —le advirtió uno de los hombres.

—Pues los distraeremos. —Sir Thomas salió de su ensueño—. John —se volvió a un hombre con una cota de malla ajada—, coge a todos los sirvientes del campamento. A los cocineros, a los escribanos, a los escuderos y a todos los que no peleen. Coge los carros y los ruanos y acércate por la carretera de Lannion. ¿La conoces?

—Puedo encontrarla.

—Sal antes de la medianoche. Haz todo el ruido que puedas, John. Puedes llevarte al trompeta y un par de tambores. Que piensen que todo el ejército llega por el oeste. Quiero que envíen hombres al campamento del oeste antes del alba.

—¿Y el resto? —preguntó el caballero bretón.

—Saldremos a medianoche —repuso Thomas—, y nos dirigiremos hacia el este por la carretera de Guingamp. —Esa carretera llegaba a La Roche-Derrien desde el sureste. Como la pequeña fuerza de sir Thomas procedía del oeste, confiaba en que Carlos no esperara que llegaran por allí—. Iremos en silencio —ordenó—, e iremos a pie, ¡todos! Los arqueros delante, los hombres de armas detrás, y atacaremos la fortaleza este por la noche. —Sir Thomas confiaba en despistar a los ballesteros si atacaban por la noche y, todavía mejor, sorprender al enemigo dormido.

Así que ya estaban hechos los planes: fintaría por el oeste y atacaría por el este. Y eso era exactamente lo que Carlos de Blois esperaba que hiciera.

Cayó la noche. Los ingleses emprendieron la marcha, los hombres de Carlos se armaron y la ciudad esperó.

* * *

Thomas oía a los armeros en el campamento de Carlos. Oía los martillos remachando las placas de las armaduras y el ruido del metal contra la piedra. Las hogueras de los cuatro campamentos no se extinguieron como solían hacer, sino que fueron alimentadas y brillaron más aun, hasta que se levantaron de manera que la luz se reflejaba en las tiras de metal que sujetaban las estructuras de los enormes trabuquetes alineados junto al fulgor de las hogueras. Desde las murallas, Thomas veía a los hombres moverse en el campamento enemigo más cercano. Cada pocos minutos, se apreciaban las llamas más brillantes porque los armeros las avivaban con fuelles.

Un niño lloró en una casa cercana. Un perro gimoteó. La mayoría de la pequeña guarnición de Totesham estaba en las almenas y otros tantos ciudadanos los acompañaban. Nadie estaba muy seguro de por qué estaban en las murallas, pues el ejército todavía estaba lejos. Aun así, poca gente quería irse a dormir. Suponían que pasaría algo y lo estaban esperando. El día del juicio, pensó Thomas, sería como esto, mientras hombres y mujeres esperaban que los cielos se dividieran, los ángeles descendieran y las tumbas se abrirían para que los justos subieran al Reino de los cielos. Su padre, recordó, siempre había querido que lo enterraran mirando hacia el oeste, pero en el lado este del cementerio, para que pudiera ver a su parroquia mientras salían de la tierra.

—Necesitarán mi guía —había dicho el padre Ralph, y Thomas se había asegurado de que se hiciera como él lo había deseado. Los parroquianos de Hookton, enterrados de manera que si se incorporaban verían al este la gloria de la segunda venida de Cristo, se encontrarían a su cura delante para confortarlos.

A él mismo, esa noche le habría venido bien que alguien lo reconfortara. Estaba con sir Guillaume y sus dos hombres de armas, y contemplaban las preparaciones del enemigo desde un bastión en la esquina sureste de la ciudad, cerca de la torre de la iglesia de San Bernabé, que ofrecía un punto estratégico para observar. Los restos de la enorme balista de Totesham se habían utilizado para construir un puente destartalado desde el bastión a una ventana del campanario y, desde la ventana, subía una escalera que pasaba por un agujero realizado por el Fabricaviudas, hasta el parapeto de la torre. Thomas debía de haber recorrido el camino una docena de veces a partir de la medianoche porque, desde el parapeto, justo se podía ver lo que había detrás de la empalizada en el campamento más grande de Carlos. Mientras estaba en la torre, llegó Robbie a la muralla que había al lado.

—Quiero que veas esto —le gritó Robbie, y le mostró orgulloso un escudo recién pintado—. ¿Te gusta?

Thomas miró hacia abajo y, a la luz de la luna, vio algo de color rojo.

—¿Qué es —preguntó—, una mancha de sangre?

—Inglés cegato y cabrón —contestó Robbie—, ¡es el corazón rojo de los Douglas!

—Ah. Desde aquí arriba parece que se te haya muerto algo encima del escudo.

Pero Robbie estaba orgulloso de su escudo. Lo admiró a la luz de la luna.

—Había un tipo pintando un demonio nuevo en el muro de la iglesia de San Goran —le dijo—, y le he pagado para que me haga esto.

—Espero que no le hayas pagado mucho —contestó burlón Thomas.

—A ti lo que te pasa es que tienes envidia. —Robbie apoyó el escudo en el parapeto antes de encaramarse por el puente provisional hasta la torre. Desapareció por la ventana y volvió a aparecer al lado de Thomas—. ¿Qué están haciendo? —preguntó mientras miraba hacia el este.

—¡Cristo! —blasfemó Thomas, porque al fin estaba sucediendo algo. Observaba más allá de las formas oscuras de Portainfiernos y Fabricaviudas hacia el campamento del este donde hombres, cientos de hombres, formaban una línea de batalla. Thomas había supuesto que la batalla no empezaría hasta el alba, pero parecía como si Carlos de Blois se estuviera preparando para pelear en el negro corazón de la noche.

—¡Cristo bendito! —Sir Guillaume, que también había subido a la torre, coreó la sorpresa de Thomas.

—Los muy cabrones esperan pelea —dijo Robbie, pues los hombres de Carlos se alineaban hombro con hombro. Estaban de espaldas a la ciudad y la luna brillaba en las espalderas que cubrían los hombros de los caballeros y volvía los filos de hachas y espadas blancos.

—Dagworth debe de estar llegando —dijo sir Guillaume.

—¿De noche? —preguntó Robbie.

—¿Por qué no? —replicó sir Guillaume; después le dio una voz a uno de sus hombres para que avisara a Totesham de lo que estaba sucediendo—. Despiértalo —gruñó cuando el hombre le preguntó qué tenía que hacer si el comandante de la guarnición estaba durmiendo—. Seguro que no está durmiendo —añadió para Thomas—; será un inglés de mierda, pero es un buen soldado.

Totesham no estaba durmiendo, pero tampoco era consciente de que el enemigo estaba formando para presentar batalla y, tras vérselas con el precario puente hasta la torre de San Bernabé, observó las tropas de Carlos con su habitual expresión amarga.

—Me parece que tendremos que echar una mano.

—Pensaba que no aprobabais que saliéramos de la muralla —observó sir Guillaume, al que le había irritado la restricción.

—Ésta es la batalla que nos va a salvar —repuso Totesham—. Si la perdemos, la ciudad caerá, así que tenemos que ayudar en todo lo que podamos para ganarla. —Sonaba sombrío, después se encogió de hombros y bajó por la escalera de la torre—. Que Dios nos ayude —dijo con voz queda mientras bajaba adentrándose en la oscuridad. Sabía que el ejército de sir Thomas Dagworth era pequeño y se temía que fuera más pequeño de lo que se aventuraba a imaginar, pero, cuando atacara el campamento enemigo, la guarnición tenía que estar lista para ayudarlos. No quería alertar al enemigo con la posibilidad de una salida en masa por las puertas de la ciudad, así que envió hombres por todas las calles para convocar a los arqueros y los hombres de armas a la plaza del mercado frente a la iglesia de San Brieuc. Thomas volvió a casa ele Jeanette y se puso el lorigón de malla que Robbie le había traído de vuelta desde Roncelets, se colocó la espada en el sitio, aunque tuvo problemas con la hebilla del cinturón porque sus dedos aún estaban torpes para cosas tan precisas. Se colgó la bolsa de flechas del hombro izquierdo, sacó el arco negro de su funda de tela, se metió una cuerda extra en el morrión y se colocó el casco en la cabeza. Ya estaba listo.

Y por lo que vio, también lo estaba Jeanette. Llevaba su propio lorigón y casco, y Thomas se quedó con la boca abierta.

—¡No puedes salir con nosotros! —exclamó.

—¿Salir con vosotros? —Parecía sorprendida—. Thomas, cuando dejéis la ciudad, ¿quién guardará las murallas?

—Ah. —Se sentía como un idiota.

Le sonrió, se le acercó y le dio un beso.

—Anda, ve —le dijo—, y que Dios te acompañe.

Thomas llegó al mercado. La guarnición se estaba reuniendo allí, pero eran desesperan teniente pocos. Un tabernero llevó rodando un barril de cerveza hasta la plaza, lo abrió y dejó que los hombres se sirvieran ellos mismos. Un herrero afilaba espadas y hachas a la luz de una antorcha de aceite que ardía fuera del porche de San Brieuc, y la piedra sonaba al contacto con el metal: el sonido era curiosamente fúnebre en la noche. Los murciélagos revoloteaban por la iglesia y se sumergían en las sombras de una casa que se había hundido a consecuencia de un impacto directo de los trabuquetes. Las mujeres llevaban comida a los soldados y Thomas recordó que, justo el año anterior, esas mismas mujeres gritaban cuando los ingleses habían entrado en la ciudad. Había sido una noche de violaciones, robos y asesinatos, y ahora las gentes de la ciudad no querían que sus ocupantes se marcharan y la plaza del mercado se iba llenando cada vez más de gente a medida que los ciudadanos se acercaban con armas caseras para contribuir a la incursión. La mayoría iban armados con hachas que usaban para cortar leña, aunque algunos tenían espadas o lanzas, y otros incluso poseían armaduras de cuero o malla. Eran muchos más que los hombres que componían la guarnición, y por lo menos darían la sensación de que la partida merecía ser considerada como tal.

—Cristo bendito. —Thomas oyó una voz amarga a sus espaldas—. En el nombre de Dios, ¿qué es eso?

Thomas se volvió y descubrió la figura desgarbada de sir Geoffrey Carr mirando al escudo de Robbie, apoyado contra los escalones de una cruz de piedra en el centro del mercado. Robbie se volvió también para mirar al Espantapájaros, que comandaba seis hombres.

—Parece un cagarro aplastado —dijo el Espantapájaros. Su lengua se trababa, y era evidente que había pasado la tarde en una de las múltiples tabernas.

—Es mío —repuso Robbie.

Sir Geoffrey le dio una patada al escudo.

—¿Es eso el puto corazón de los Douglas, muchacho?

—Es mi escudo —replicó Robbie exagerando el acento escocés—, si es a eso a lo que te refieres. —Todos los hombres que había alrededor se habían detenido a escuchar.

—Sabía que eras escocés —dijo el Espantapájaros y sonaba aún más borracho—, pero no sabía que eras un puto Douglas. ¿Y qué coño está haciendo un Douglas aquí? —El Espantapájaros levantó la voz para apelar a los hombres allí reunidos—. ¿De qué parte está la puta Escocia, eh? ¿De qué parte? ¡Los putos Douglas pelean contra nosotros desde que salieron escupidos del culo del demonio! —El Espantapájaros se tambaleaba, después sacó el látigo de su cinturón y lo dejó caer al suelo—. ¡Cristo bendito! —gritaba—, cuántos buenos ingleses ha arruinado esta puta familia. ¡Son ladrones! ¡Espías!

Robbie sacó la espada y el látigo arreó un zurriagazo, pero sir Guillaume lo quitó de en medio antes de que la punta de hierro le rasgara la cara; después sir Guillaume sacó la espada, y él y Thomas se pusieron delante de Robbie en las escaleras de la cruz.

—Robbie Douglas —voceó sir Guillaume— es mi amigo.

—Y el mío —añadió Thomas.

—¡Basta! —Un furioso Richard Totesham se abrió paso entre la multitud—. ¡Basta!

El Espantapájaros apeló a Totesham.

—¡Es un puto escocés!

—Dios bendito —aulló Totesham—, en esta guarnición tenemos franceses, galeses, flamencos, irlandeses y bretones, ¿me quieres decir qué cojones importa?

—¡Es un Douglas! —insistió el Espantapájaros borracho—. ¡Es un enemigo!

—¡Es mi amigo! —voceó Thomas, invitando a la pelea a cualquiera que deseara alinearse con sir Geoffrey.

—¡Basta! —La furia de Totesham era lo suficientemente imponente para llenar el mercado por completo—. ¡Ya tenemos suficiente pelea entre manos para que encima nos comportemos como críos! ¿Respondes por él? —le preguntó a Thomas.

—Yo respondo por él. —Quien había hablado era Will Skeat, que se abrió paso entre la gente y rodeó a Robbie con un brazo—. Yo respondo por él, Dick.

—En ese caso, Douglas o no —dijo Totesham—, no es mi enemigo. —Se dio la vuelta y se fue.

—¡Cristo bendito! —El Espantapájaros seguía colérico. La casa de Douglas lo había arruinado, y arruinado seguía porque el riesgo que había asumido al perseguir a Thomas no había valido la pena, no había encontrado ningún tesoro, y ahora, todos sus enemigos parecían concentrarse en Thomas y Robbie. Volvió a tambalearse y después escupió a Robbie—. A los hombres que llevan el corazón de Douglas los hago arder en la hoguera —amenazó al escocés—, ¡en la hoguera!

—Es cierto —dijo Thomas en voz baja.

—¿Que los quema? —preguntó Robbie.

—En Durham —prosiguió Thomas, sin apartar la mirada de la de sir Geoffrey—, abrasó a tres prisioneros.

—¿Que hiciste qué…? —exigió Robbie.

El Espantapájaros, borracho como estaba, reparó de repente en la intensidad de la ira de Robbie y advirtió también que no se había ganado la simpatía de los hombres del mercado, que preferían la opinión de Will Skeat a la suya. Recogió el látigo, escupió hacia Robbie y se largó entre tambaleos.

Ahora era Robbie el que quería pelea.

—¡Eh, tú! —le gritó.

—Déjalo —le recomendó Thomas—. Esta noche no, Robbie, esta noche no.

—¿Hizo quemar a tres hombres? —gritaba Robbie.

—Esta noche no —repitió Thomas y empujó a Robbie hacia atrás de modo que el escocés quedó sentado en los escalones de la cruz.

Robbie miraba al Espantapájaros mientras se retiraba.

—Está muerto —elijo con tono sombrío—. Te lo digo, Thomas, ese hijo de puta está muerto.

—Estamos todos muertos —añadió con calma sir Guillaume, pues el enemigo estaba preparado para recibirlos y era mucho más numeroso que ellos.

Y sir Thomas Dagworth iba directo hacia la trampa.

* * *

John Hammond, segundo de sir Thomas Dagworth, comandaba la expedición de amago que llegaba desde el oeste por la carretera de Lannion. Le acompañaban sesenta hombres, otras tantas mujeres, una docena de carros y treinta caballos, y los utilizó para hacer tanto ruido como podía en cuanto divisaron el campamento oeste del duque Carlos.

Las hogueras rodeaban las fortificaciones de tierra y la luz se dejaba entrever por las ranuras entre las estacas de la empalizada. Parecía que había muchas hogueras en el campamento, y brillaron más todavía cuando la pequeña fuerza de Hammond empezó a golpear cacerolas y sartenes, a dar con garrotes contra los árboles y a hacer sonar las trompetas. Los tambores sonaban enfervorizados, pero el pánico no parecía recorrer las fortificaciones de tierra. Aparecieron pocos enemigos, miraron un rato la carretera iluminada por la luz de la luna, donde los hombres y mujeres de Hammond no eran sino sombras bajo los árboles, y se dieron la vuelta. Hammond ordenó a su gente que hiciera aún más ruido y sus seis arqueros, los únicos soldados de la partida, se acercaron al campamento y dispararon por encima de la empalizada, pero no hubo respuesta inmediata. Hammond esperaba ver a los hombres bajar hacia el río, que, según los espías de sir Thomas, estaba lleno de barcas, pero nadie parecía moverse entre los campamentos enemigos. El amago, por lo que parecía, había fracasado.

—Si nos quedamos aquí —dijo un hombre—, nos van a crucificar, me cago en la puta.

—Nos van a dejar tiesos —coincidió Hammond con ardor—. Retrocederemos un poco —ordenó—, sólo un poco. Hasta que estemos mejor ocultos.

La noche había empezado mal, pero sir Thomas, seguido de los auténticos atacantes, había hecho más progresos de lo que esperaba y llegó al flanco este del campamento del duque no mucho después de que el grupo de amago empezara a hacer ruido tres millas hacia el oeste. Los hombres de sir Thomas se agacharon junto al borde de un bosque y observaron el campo pelado hasta que divisaron las fortificaciones de tierra cercanas. La carretera, pálida a la luz de la luna, se hundía vacía en la enorme puerta de madera del fuerte provisional.

Sir Thomas había dividido a sus hombres en dos partidas que atacarían cada lado de la puerta de madera. El asalto no iba a tener nada de sutil: salir de la oscuridad, atacar el otro lado del muro de tierra y matar a quienquiera que descubrieran allí.

—Que Dios os proporcione diversión —le dijo sir Thomas a sus hombres mientras bajaba hasta la línea de ataque, sacaba la espada y hacía una señal para que su partida lo siguiera. Se acercarían tan silenciosamente como pudieran, pues sir Thomas aún confiaba en atacar por sorpresa, pero las hogueras al otro lado de las defensas brillaban demasiado y tuvo el triste presentimiento de que el enemigo lo estaba esperando. Con todo, nadie apareció en el muro protegido ni se oyeron dardos de ballesta en la noche, así que se atrevió a levantar el ánimo y se metió en la zanja, mientras chapoteaba por el fondo embarrado. Tenía arqueros a izquierda y derecha, todos subiendo por el terraplén hasta la empalizada. Seguían sin oír ballestas, trompetas o ver a enemigo alguno. Los arqueros estaban ya en la valla, que resultó ser más débil de lo que parecía, porque las estacas que la formaban no estaban suficientemente hundidas y se caían de una patada. Las fortificaciones no eran formidables, y ni siquiera estaban bien defendidas, pues tampoco apareció ningún enemigo cuando los hombres de armas de sir Thomas cruzaron la zanja, con el destello de la luna reflejado en las espadas. Los arqueros terminaron de demoler la empalizada y sir Thomas pasó por encima de las estacas caídas y se metió en el campamento de Carlos.

Sólo que no estaba en el campamento de Carlos, sino en un espacio abierto en el que había otro terraplén, otra zanja y otra empalizada. ¡El lugar era un laberinto! Pero seguían sin oír dardos en la oscuridad, y los arqueros volvieron a adelantarse silenciosamente, aunque algunos maldijeron cuando tropezaron en los agujeros para los caballos. Las hogueras brillaban con fuerza al otro lado de la empalizada. ¿Dónde estaban los centinelas? Sir Thomas levantó el escudo que lucía un haz de trigo y miró a la izquierda para ver si la segunda partida había atravesado ya el primer terraplén y pasaba entre la hierba hasta el segundo. Sus propios arqueros estaban tumbando la nueva empalizada y, como la primera, cayó con facilidad. Nadie hablaba, nadie gritaba órdenes, nadie invocaba a san Jorge; sólo hacían su trabajo, pero ¿no tendría el enemigo que oír por lo menos los troncos caer? La segunda empalizada ya estaba abajo, y sir Thomas entraba con los arqueros a empujones a través del nuevo agujero; delante había un prado y enfrente un seto y, detrás del seto, las tiendas enemigas y el alto molino con las velas de las aspas dobladas y las monstruosas siluetas de los dos trabuquetes más grandes, todo iluminado por las espectaculares hogueras. ¡Estaban ya tan cerca! Y sir Thomas sintió una alegría repentina porque había conseguido atacar por sorpresa y el enemigo ya era suyo. Justo en ese preciso instante sonaron las ballestas.

Los dardos llegaban desde su flanco derecho, desde un terraplén que había entre la primera fortificación de tierra y el seto. Los arqueros caían entre maldiciones. Sir Thomas se volvió hacia los ballesteros, que estaban escondidos, y entonces llegaron más dardos aún desde el espeso seto que había enfrente y supo que no había sorprendido a nadie, que el enemigo lo estaba esperando; sus hombres gritaban, pero por lo menos los primeros arqueros podían responder. Los largos arcos ingleses destellaban a la luz de la luna, aunque sir Thomas no veía ningún objetivo y se dio cuenta de que los arqueros estaban disparando a ciegas.

—¡A mí! —gritó—. ¡Dagworth! ¡Dagworth! ¡Escudos! —Quizá lo oyeran una docena de hombres, y lo obedecieron apiñándose de manera que se cubrían con todos los escudos solapados, y entonces corrieron con torpeza hacia el seto. «Si lo cruzamos— pensó sir Thomas, —por lo menos algunos de los ballesteros serán visibles.»Los arqueros disparaban hacia delante y hacia un lado, confundidos por los dardos enemigos. Sir Thomas miró al otro lado de la carretera y vio que el resto de los hombres había caído en la misma emboscada.

—Tenemos que cruzar el seto —gritó—. ¡Arqueros! ¡A por el seto! —Un dardo de ballesta se hincó en su escudo, y casi lo hace girar. Otro silbó por encima de su cabeza. Un arquero se retorcía en la hierba, con el estómago atravesado por un dardo.

Otros hombres gritaban. Algunos invocaban a san Jorge, unos cuantos más maldecían al demonio, otros llamaban a sus madres y esposas. El enemigo había concentrado las ballestas y estaba inundando con dardos la oscuridad. Un arquero retrocedió con un dardo en el hombro. Otro gritó lastimeramente al ser alcanzado en la ingle. Un hombre de armas se hincó de rodillas llorando a Jesús, y ahora sir Thomas ya oía al enemigo gritar órdenes e insultos.

—¡Al seto! —aulló. «Hay que pasar el seto», pensó, y con suerte los arqueros tendrían por fin algo a lo que disparar—. ¡Cruzad el seto! —bramó, y algunos de los arqueros encontraron un agujero que no estaba cerrado más que con fardos, los apartaron a patadas y se metieron por ahí. La noche parecía haber cobrado vida, de tantos dardos como había, y un hombre gritó a sir Thomas para que volviera la vista atrás. Se dio la vuelta y vio que el enemigo había enviado veintenas de ballesteros para cortar la retirada y que una nueva fuerza empujaba a los hombres de sir Thomas hacia el centro del campamento. Había caído en una trampa, pensó, en una maldita trampa. Carlos quería que entrara en el campamento, él le había hecho la cortesía y ahora lo estaban rodeando. Así que pelea, se dijo, ¡pelea!— ¡Atravesad el seto! —tronó sir Thomas—. ¡Atravesad el maldito seto! —Esquivó los cadáveres de sus hombres, se metió por el agujero y buscó un enemigo al que matar, pero lo que vio eran los hombres de armas de Carlos en formación de batalla, todos armados, con los visores bajados y los escudos en alto.

Unos cuantos arqueros empezaron a disparar, las largas flechas se hundían en escudos, estómagos, pechos y piernas, pero eran muy pocos arqueros, y los ballesteros, aún ocultos entre los setos, los muros o los paveses, seguían masacrándolos.

—¡Concentraos en el molino! —gritó sir Thomas, pues era el lugar más elevado. Quería reagrupar a sus hombres, conseguir que formaran en filas y empezaran a pelear como dios manda, pero las ballestas se cerraban a su alrededor, cientos de ellas, y sus asustados hombres se desperdigaban hacia las tiendas y refugios.

Sir Thomas maldijo de pura frustración. Los supervivientes de la otra partida de asalto estaban ahora con él, pero todos sus hombres se habían enredado en las tiendas, tropezaban con las cuerdas, y las ballestas seguían sacudiendo la noche, rasgando los lienzos mientras pasaban volando, a toda velocidad, en dirección a la fuerza moribunda de sir Thomas.

—¡Formad aquí! ¡Formad aquí! —bramó y escogió un espacio abierto entre tres tiendas, y unos veinte o treinta hombres corrieron hacia él, pero los ballesteros los vieron y derramaron una lluvia de dardos desde las oscuras callejas entre las tiendas, y en ese preciso momento llegaron los hombres de armas enemigos con los escudos alzados, y los arqueros ingleses volvieron a desperdigarse, intentando encontrar cualquier lugar elevado en el que tomar aliento, encontrar protección y buscar objetivos. Los grandes estandartes de los señores bretones y franceses empezaban a avanzar y sir Thomas, consciente de que se había equivocado al caer en la trampa y de que iba a ser derrotado por completo, sintió un arrebato de ira—. ¡Matad a esos cabrones! —aulló, y condujo a sus hombres hacia el enemigo más cercano; las espadas chocaban en la oscuridad y, por lo menos, ahora que la batalla era hombre contra hombre, los ballesteros ya no podían disparar a los hombres de armas ingleses. Los genoveses, en cambio, se dedicaban a la caza del tan odiado arquero inglés, pero algunos de estos hombres habían encontrado refugio en el lugar donde estaban estacionados los carros y, protegidos por los vehículos, estaban contraatacando.

Sir Thomas no tenía cobijo ni ventaja alguna, sólo una pequeña fuerza, y el enemigo, mucho más numeroso, empujaba a sus hombres hacia atrás. Escudos chocaban contra escudos, espadas contra cascos, lanzas que llegaban bajo los esctidos para rasgar las botas de los hombres. Un bretón blandía un hacha, tumbó a dos ingleses y abrió paso a una carga de hombres con el armiño blanco que gritaban victoria y abatían ingleses a tajo limpio. Un hombre de armas gritó cuando las hachas cayeron sobre la malla que le cubría los muslos, otra hacha le fue a dar en el casco y calló de repente. Sir Thomas se tambaleó mientras retrocedía, paró un golpe de espada y vio a algunos de sus hombres correr hacia los espacios oscuros entre las tiendas para refugiarse. Llevaban los visores bajados y apenas podían ver adónde iban o al enemigo que llegaba para matarlos. Intentó clavarle la espada a un hombre con yelmo en forma de hocico de cerdo, giró la hoja y la hincó en un escudo amarillo y negro, dio un paso para tener suficiente maniobra para embestir de nuevo con la espada y entonces tropezó con las cuerdas de una tienda y cayó hacia atrás sobre la tela.

El caballero con el casco en forma de cerdo estaba de pie sobre él, la armadura de placas brillaba bajo la luz de la luna y tenía la espada en la garganta de sir Thomas.

—Me rindo —se apresuró a anunciar sir Thomas; después repitió las palabras en francés.

—¿Y vos sois? —preguntó el caballero.

—Sir Thomas Dagworth —dijo sir Thomas con amargura, y le tendió la espada al enemigo, que tomó el arma y se levantó el visor.

—Soy el vizconde Morgat —repuso el caballero—, y acepto vuestra rendición. —Se inclinó ante sir Thomas, le devolvió la espada y le tendió una mano para ayudarlo a levantarse. La batalla aún seguía adelante, pero en combates aislados, y los franceses y bretones cazaban ahora a los supervivientes, mataban a los heridos que no merecían rescate e inundaban de dardos sus propios carros para acabar con los arqueros ingleses que se habían refugiado allí.

El vizconde de Morgat escoltó a sir Thomas al molino, donde le presentó a Carlos de Blois. Una gran hoguera ardía a unas cuantas yardas de allí y, a la luz del fuego, bajo las aspas del molino, estaba Carlos, con el jubón manchado de sangre, pues había colaborado en romper el ataque de la partida de hombres de armas de sir Thomas. Envainó la espada, aún ensangrentada, se quitó el casco empenachado y contempló al prisionero que le había vencido dos veces en la batalla.

—Os compadezco —dijo Carlos con frialdad.

—Yo felicito a vuestra gracia —repuso sir Thomas.

—La victoria pertenece a Dios —contestó Carlos—, no a mí. —Con todo, sintió una euforia repentina ¡porque lo había logrado! Había vencido al ejército inglés en Bretaña y ahora, tan cierto como que el bendito amanecer sigue a la más oscura noche, el ducado volvería a sus manos—. La victoria sólo pertenece a Dios —dijo piadosamente, y recordó que se encontraban en la madrugada del domingo, y se volvió hacia un fraile para decirle que entonara un tedeum y agradeciera su grandiosa victoria.

El sacerdote asintió, con los ojos como platos, aunque el duque aún no había pronunciado su deseo; entonces abrió la boca y Carlos vio que una flecha anormalmente larga sobresalía del estómago del hombre, y después otra saeta emplumada de blanco se estampó contra el costado del molino y un berrido ronco, casi bestial, sonó en la oscuridad.

Aunque sir Thomas había sido capturado y su ejército vencido casi por completo, la batalla, por lo que parecía, aún no había terminado.