Habían pagado un rescate por él. Una semana después de su desaparición y dos días después de que el resto de la expedición de asalto volviera a La Roche-Derrien, había llegado un mensajero a la guarnición con bandera blanca. Llevaba una carta de Bernard de Taillebourg dirigida a sir William Skeat. Entregad el libro del padre Ralph, decía la carta, y Thomas de Hookton será devuelto a sus amigos. Will Skeat hizo que le tradujeran y leyeran el mensaje, pero no sabía nada de ningún libro, así que le preguntó a sir Guillaume si tenía idea de lo que quería el sacerdote, y sir Guillaume habló con Robbie, quien, a su vez, habló con Jeanette, y al día siguiente se envió respuesta a Roncelets.

Entonces se postergó todo quince días porque había que traer al hermano Germain desde Normandía hasta Rennes. De Taillebourg insistió en esa precaución porque el hermano Germain había visto el libro y podía confirmar que lo que se intercambiaba por Thomas era, de hecho, el manuscrito del padre Ralph.

—Y así sucedió todo —concluyó Robbie.

Thomas miró al cielo. Sentía vagamente que había sido un error intercambiarlo por el libro, aunque daba gracias por seguir vivo, de vuelta a casa y rodeado de amigos.

—Y era el libro bueno —prosiguió Robbie con un entusiasmo indecente—, pero le añadimos algunas porquerías.

—Sonrió a Thomas. —Primero lo copiamos, claro, y después añadimos unas cuantas mierdas para despistarlos. Para confundirlos, ¿eh? Y ese monje arrugado ni se dio cuenta. Se limitó a palpar el libro como si fuera un perro hambriento al que le hubieran dado un hueso.

Thomas se estremeció. Se sentía como si le hubieran arrancado el orgullo, la fuerza y hasta la hombría. Lo habían humillado por completo, lo habían reducido a una cosita insignificante que sólo podía temblar, gimotear y retorcerse. Le dolían las manos, le dolía el cuerpo, le dolía todo. No sabía siquiera dónde estaba, sólo que lo habían devuelto a La Roche-Derrien y que lo habían llevado por unas escaleras empinadas hasta una pequeña habitación bajo unas inclinadas vigas cubiertas de paja, de paredes toscas en las que colgaba un crucifijo sobre la cama. Una ventana de mica opaca dejaba entrar una luz sucia y amarillenta.

Robbie siguió contándole las entradas falsas que habían añadido al libro del padre Ralph. Había sido idea suya, le dijo, y Jeanette había copiado el libro primero, pero después Robbie dejó correr su febril imaginación.

—Puse unas cuantas cosas en escocés —empezó a presumir—, como que el Grial está realmente en Escocia. Que esos cabrones se vuelvan locos buscando en los brezales, ¿eh? —Lanzó una carcajada, pero veía que Thomas no lo estaba escuchando. Siguió hablando igualmente, después entró una persona en la habitación y le secó las lágrimas del rostro. Era Jeanette.

—¿Thomas? —le preguntó—. ¿Thomas?

Quería decirle que había visto a su hijo y que había hablado con él, pero no encontraba las palabras. Guy Vexille le había dicho que moriría mientras lo torturaban y eso era verdad, pero a Thomas le sorprendió que siguiera siendo verdad. Si le quitas el orgullo a un hombre, no le queda nada. El peor recuerdo no era el dolor, ni la humillación al suplicar que detuviera el dolor, sino la gratitud que había sentido hacia De Taillebourg cuando el dolor cesó. Eso era lo más vergonzoso de todo.

—¿Thomas? —volvió a preguntar Jeanette. Se arrodilló al lado de la cama y le acarició el rostro—. Está bien —dijo en voz baja—, ahora estás a salvo. Estás en mi casa. Nadie te hará daño aquí.

—Yo sí puede que le haga un poco —dijo una nueva voz, y Thomas se estremeció de miedo; después se volvió para ver que quien había hablado era Mordecai. ¿Mordecai? Se suponía que el anciano médico estaría en algún lugar en el cálido sur—. Voy a tener que ponerte en su sitio los huesos de los dedos de manos y pies, y eso te va a doler. —Dejó su bolsa en el suelo—. Hola, Thomas. Vaya, cómo odio los barcos. Esperamos a que llegara la vela nueva y entonces decidieron que no había suficiente brea en las juntas y, cuando lo solucionaron, decidieron que había que arreglar las jarcias, así que el condenado barco sigue allí. ¡Marineros! Lo único que hacen es hablar de embarcarse. En cualquier caso, no debería quejarme, me ha dado tiempo para inventarme algo de material para el libro de tu padre, ¡y eso sí que lo he disfrutado! Me ha llegado la noticia de que me necesitabas. Mi querido Thomas, ¿pero qué te han hecho?

—Dolor —y esas fueron las primeras palabras que dijo desde que llegó a casa de Jeanette.

—En ese caso, tendremos que arreglarte —repuso Mordecai con calma. Levantó la manta del cuerpo marcado de Thomas y, aunque Jeanette se estremeció, Mordecai se limitó a sonreír—. He visto cosas peores de los dominicos —dijo—, mucho peores.

Así que Thomas volvió a ser atendido por Mordecai y empezó a medir el tiempo con las nubes que pasaban por la ventana opaca, la salida del sol, que cada vez se alzaba más en el cielo, y el chirleo de los pájaros, que arrancaban paja del tejado para construir sus nidos. Hubo dos días de intenso dolor en los que Mordecai trajo a un arreglahuesos para que le volvieran a romper y a magullar los huesos de los dedos y de los pies, pero el dolor desapareció después de una semana, las quemaduras en el cuerpo sanaron y la fiebre desapareció. Día tras día, Mordecai observaba su orina y declaraba que Thomas mejoraba.

—Tienes la fuerza de un buey, joven Thomas.

—Y su estupidez —repuso él.

—Es sólo impetuosidad —contestó Mordecai—, juventud e impetuosidad.

—Cuando me… —empezó a decir Thomas, y se estremeció al recordar lo que De Taillebourg le había hecho—. Cuando me interrogaron —dijo en cambio—, les dije que habías visto el manuscrito.

—Eso no les debió de gustar mucho —repuso Mordecai. Había sacado un carrete de cuerda del bolsillo de su túnica y ahora lo estaba enrollando a una rama de madera que sobresalía de una viga sin trabajar—. No les puede haber gustado que un judío sintiera curiosidad sobre el Grial. Seguro que imaginaron que querría usarlo de orinal.

Thomas, a pesar de la blasfemia, sonrió.

—Lo siento, amigo mío.

—¿Sientes haberles hablado? ¿Qué opción tenías? Los hombres siempre hablan cuando les torturan, Thomas, por eso la tortura es tan útil. Por eso seguirá aplicándose la tortura mientras el sol dé vueltas a la tierra. ¿Crees que ahora corro mayor peligro del que ya corría antes? Soy judío, Thomas, judío. Bueno, ¿qué voy a hacer con esto? —Hablaba de la cuerda, que ahora colgaba de la viga y que evidentemente deseaba enganchar al suelo, pero no había ningún anclaje evidente.

—¿Qué es eso? —preguntó Thomas.

—Un remedio —respondió Mordecai, mirando con impotencia primero a la cuerda y después al suelo—. Nunca he sido muy hábil con estas cosas. ¿Crees que lo mejor será un clavo y un martillo?

—Un gancho —sugirió Thomas.

El criado retrasado de Jeanette recibió instrucciones precisas y consiguió encontrar un gancho. Mordecai le pidió a Thomas que lo clavara en el suelo, pero Thomas levantó con dificultad su mano derecha, con los dedos retorcidos como garras, y le dijo que no podía hacerlo, así que Mordecai clavó con muy poca maña el gancho él solo y ató la cuerda de manera que quedó bien tensa desde el techo hasta el suelo.

—Lo que tienes que hacer ahora —dijo mientras admiraba su obra—, es tirar de ella como si fuera la cuerda de un arco.

—No puedo —contestó Thomas aterrorizado, y le enseñó las manos agarrotadas otra vez.

—¿Qué eres? —le preguntó Mordecai.

—¿Qué soy?

—Evita las respuestas evidentes. Ya sé que eres inglés y doy por supuesto que eres cristiano, pero ¿qué eres?

—Era un arquero —repuso Thomas con amargura.

—Y sigues siéndolo —contestó Mordecai con dureza—, y si no eres arquero no eres nada. ¡Así que tira de esa cuerda! Y sigue tirando de ella hasta que los dedos se adapten a su volumen. Practica y practica. ¿En qué otra cosa puedes emplear tu tiempo?

Así que Thomas practicó, y después de una semana pudo apretar dos dedos contra el pulgar y hacer que la cuerda vibrara como la de un arpa, y tina semana después podía doblar los dedos de las dos manos y tiraba con tanta fuerza de ella que al final se rompió por la tensión. Su fuerza estaba volviendo, y las quemaduras habían sanado hasta dejar cicatrices arrugadas donde el atizador había marcado su piel, pero las heridas de su recuerdo no sanaron. No hablaba delo que le habían hecho porque no quería recordarlo, así que practicaba tirando de la cuerda hasta que se rompía; después aprendió a coger una vara, y peleaba con Robbie en el patio de la casa. Y, cuando los días empezaron a alargarse dejando atrás el invierno, volvió a pasear por la ciudad. Había un molino en una colina pequeña que no quedaba muy lejos de la puerta este de la ciudad y, al principio, apenas podía ascender por ella, porque también le habían roto los dedos de los pies con el gato y los sentía como muñones inflexibles, pero cuando abril llenó los prados de prímulas, ya caminaba con seguridad. Will Skeat lo acompañaba a menudo y, aunque el hombre apenas decía nada, era fácil estar en su compañía. Si hablaba era para murmurar a propósito del tiempo, para quejarse de la comida o, con más frecuencia, porque no había recibido noticias del conde de Northampton.

—¿Crees que tendríamos que escribirle otra vez, Tom?

—A lo mejor no le ha llegado la primera carta.

—Nunca me han gustado las cosas escritas —dijo Skeat—, no son naturales. ¿Le puedes volver a escribir?

—Puedo intentarlo —repuso Thomas, pero aunque era capaz de tirar de la cuerda de un arco y aguantar una vara, incluso hasta una espada, no se las apañaba con la pluma. Lo intentó, pero las letras le salían ilegibles e incontroladas y al final acabó escribiéndola uno de los secretarios de Totesham, aunque el propio Totesham no creía que el mensaje sirviera de nada.

—Carlos de Blois estará aquí antes de que lleguen los refuerzos —dijo. Totesham tenía una actitud extraña hacia Thomas, que le había desobedecido al dirigirse a Roncelets, pero el castigo que había recibido había sido mucho mayor del que él le habría deseado, así que sentía compasión por el arquero—. ¿Quieres llevarle personalmente la carta al conde? —le preguntó a Thomas.

Thomas sabía que le ofrecía una escapatoria, pero sacudió la cabeza.

—Me voy a quedar —contestó, y la carta fue encomendada a un patrón que se embarcaría al día siguiente.

Era un gesto inútil, y Totesham lo sabía, pues él y su guarnición estaban sin duda condenados. Cada día llegaban noticias de los refuerzos que se unían a Carlos de Blois, y las partidas de asalto del enemigo llegaban ahora hasta donde alcanzaba la vista desde las murallas de La Roche-Derrien y hostigaban a las partidas de abastecimiento que registraban los campos en busca de ganado, cabras y ovejas que serían llevadas a la ciudad para ser sacrificadas y saladas. Sir Guillaume disfrutaba con aquellas salidas. Desde que había perdido Evecque se había vuelto tan fatalista y animal que el enemigo ya había aprendido a temer el jubón azul de los halcones amarillos. Con todo, una tarde, tras una larga jornada que en la que sólo había conseguido dos cabras, se acercó a visitar a Thomas con una sonrisa de oreja a oreja.

—Mi enemigo se ha unido a Carlos —anunció—, el conde de Coutances, que Dios maldiga su alma podrida. He matado a uno de sus hombres esta mañana y sólo me arrepiento de que no hubiera sido el conde mismo.

—¿Por qué está aquí? —preguntó Thomas—, no es bretón.

—Felipe de Francia está enviando ayuda a su sobrino —repuso sir Guillaume—, así que, ¿por qué el rey de Inglaterra no envía a sus hombres para enfrentarse a él? ¿Cree que Calais es más importante?

—Sí.

—Calais —repuso sir Guillaume con asco— es el ano de Francia. —Se sacó un trocito de carne de entre los dientes—. Y tus amiguitos han llegado hoy —siguió diciendo.

—¿Mis amiguitos?

—Las avispas.

—Roncelets —añadió Thomas.

—Nos hemos enfrentado a media docena de esos cabrones en alguna aldea de patanes —prosiguió sir Guillaume—, y he pasado una lanza limpia por un estómago amarillo y negro. Le ha dado por toser.

—¿Por toser?

—Es por este clima tan húmedo, Thomas —aclaró sir Guillaume—, le da a los hombres por toser. Así que lo he dejado tranquilo, he matado a otro de esos cabrones y después he vuelto para curarle la tos rebanándole el cuello.

Robbie salía con sir Guillaume y, como él, amasaba monedas que sacaba de las patrullas enemigas, aunque Robbie también salía con la esperanza de encontrarse con Guy Vexille. Ahora conocía su nombre porque Thomas le había contado que Guy Vexille había matado a su hermano justo antes de que empezara la batalla a las puertas de Durham, y Robbie había ido a la iglesia de San Renán, había puesto la mano sobre la cruz del altar y jurado venganza.

—Mataré a Guy Vexille y a De Taillebourg —juró.

—Son míos —insistió Thomas.

—No si yo los pillo antes —prometió Robbie.

Robbie había encontrado a una muchacha bretona de ojos castaños llamada Oana que detestaba separarse de su lado y que iba con él cada vez que salía a pasear con Thomas. Un día, mientras se encaminaban hacia el molino, apareció con el enorme arco de Thomas.

—¡No puedo utilizarlo! —exclamó aterrado.

—¿Entonces para qué demonios sirves? —le preguntó Robbie, y animó con paciencia a Thomas para que lo tensara y lo alabó mientras recuperaba poco a poco su fuerza. Los tres llevaban el arco hasta el molino, y Thomas disparaba flechas hasta la torre de madera. Los disparos eran al principio débiles, porque apenas podía tensar la cuerda hasta la mitad y, cuanta más fuerza hacía, más traicioneros parecían volverse su dedos y más imprecisa su puntería, pero para cuando las golondrinas y los vencejos reaparecieron como por arte de magia en los tejados de la ciudad, ya podía tensar la cuerda al máximo y ensartar un flecha en las pulseras de madera de Oana a cien pasos.

—Ya estás curado —le dijo Mordecai cuando Thomas se lo contó.

—Gracias a ti —replicó Thomas, aunque sabía que Mordecai le había ayudado tanto como la amistad de Will Skeat, sir Guillaume o Robbie Douglas. Bernard de Taillebourg había herido a Thomas, pero esas heridas sin sangre de Dios no habían dañado sólo su cuerpo, sino también su alma, y fue durante una oscura noche de primavera en la que los rayos parpadeaban en el este cuando Jeanette subió a su buhardilla. No abandonó a Thomas hasta que los gallos de la ciudad saludaron al alba, y si Mordecai entendió por qué Thomas sonreía al día siguiente, no dijo nada, pero apreció que, a partir de ese momento, Thomas comenzó a recuperarse con rapidez.

Después de ese encuentro Thomas y Jeanette hablaron cada noche. Él le habló de Charles y de la mirada en el rostro del niño cuando Thomas mencionó a su madre; Jeanette quería saberlo todo acerca de esa mirada y le preocupaba que no significara nada y que su hijo la hubiera olvidado; al final, acabó por creer a Thomas cuando le contó que el niño casi se echa a llorar al oír hablar de ella.

—¿Le dijiste que lo quería?

—Sí —repuso Thomas, y Jeanette se quedó callada, con lágrimas en los ojos, y Thomas intentó consolarla, pero ella sacudió la cabeza como si nada de lo que Thomas pudiera decir la confortara—. Lo siento —dijo él.

—Lo intentaste —repuso Jeanette.

Se preguntaron cómo el enemigo habría sabido que Thomas se dirigía a Roncelets, y Jeanette le contó que estaba segura de que el abogado Belas tenía una pezuña metida en el asunto.

—Sé que se escribe con Carlos de Blois —le dijo—, y ese hombre horrendo, ¿cómo lo llamáis? Epouvantail?

—El Espantapájaros.

—Ése —confirmó Jeanette—, l’Epouvantail, habla con Belas.

—¿El Espantapájaros habla con Belas? —le preguntó Thomas sorprendido.

—Ahora vive allí. El y sus hombres viven en las bodegas. —Se quedó callada—. ¿Por qué está en la ciudad? Otros mercenarios se han ido ya a buscar trabajo a algún lugar con esperanzas de victoria antes de soportar la derrota con la que amenaza Carlos de Blois.

—No puede volver a Inglaterra —contestó Thomas—, porque tiene demasiadas deudas. Mientras se quede aquí estará protegido de sus acreedores.

—¿Pero por qué La Roche-Derrien?

—Porque yo estoy aquí —repuso Thomas—. Cree que lo puedo conducir a un gran tesoro.

—¿El Grial?

—Eso él no lo sabe —contestó, pero estaba equivocado porque, al día siguiente, mientras estaba solo en el molino disparando flechas a un bastón que había colocado a ciento cincuenta pasos, el Espantapájaros y sus seis hombres de armas llegaron cabalgando por la puerta este. Giraron por la carretera de Pontrieux, se metieron por un agujero en el seto y subieron por la suave pendiente hasta el molino. Todos iban vestidos con malla y armados con espadas, excepto Beggar, que con su acostumbrado mangual, parecía que iba montado en un poni.

Sir Geoffrey frenó junto a Thomas, que lo ignoró y disparó tina flecha que rozó el bastón. El Espantapájaros desenrolló el látigo, que cayó hasta el suelo.

—Mírame —le ordenó a Thomas.

Thomas siguió ignorándolo. Cogió otra flecha de su cinto y la puso en la cuerda, después volvió la cara al detectar el zurriagazo dirigido hacia él. La punta de metal le tocó el pelo, pero no le hizo daño.

—Te he dicho que me mires —gruñó sir Geoffrey.

—¿Queréis una flecha en los morros? —le preguntó Thomas en tono sarcàstico.

Sir Geoffrey se inclinó sobre su silla, con el rostro contraído por la ira.

—Eres un arquero —y señalaba a Thomas con el látigo—, y yo un caballero. Si te hago pedazos, ni un solo juez vivo me condenará.

—Y si yo os meto una flecha en el ojo —contestó Thomas—, el demonio me dará las gracias por enviarle compañía.

Beggar gruñó y espoleó su caballo hacia delante, pero el Espantapájaros levantó una mano para detener al gigantón.

—Sé lo que quieres —le dijo a Thomas.

Thomas estiró el brazo, corrigió instintivamente la posición porque una brisilla corría por el prado, y disparó. La flecha hizo temblar el bastón.

—No tenéis ni la más remota idea de lo que quiero —le dijo a sir Geoffrey.

—Pensaba que era oro —dijo el Espantapájaros—, y después que buscabais tierras, pero jamás comprendí por qué el oro o la tierra habrían de llevarte hasta Durham. —Se detuvo mientras Thomas disparaba otra flecha, que pasó silbando a un palmo de distancia del bastón—. Pero ahora lo sé —concluyó—, ahora lo sé por fin.

—¿Qué es lo que sabéis? —preguntó Thomas con sorna.

—Sé que fuiste a Durham para hablar con los curas porque buscas el mayor tesoro de la Iglesia. Buscas el Grial.

Thomas aflojó la cuerda, después miró a sir Geoffrey.

—Todos buscamos el Grial —repuso Thomas, aún más socarrón.

—¿Dónde está? —gruñó sir Geoffrey.

Thomas lanzó una carcajada. Le sorprendía que el Espantapájaros supiera lo del Grial, pero supuso que a esas alturas los rumores de la guarnición habían extendido la noticia por toda La Roche-Derrien.

—Los mejores interrogadores de la Iglesia me han preguntado eso mismo —dijo levantando una de las manos retorcidas—, y no se lo he dicho. ¿Creéis que os lo voy a contar a vos?

—Lo que creo —contestó el Espantapájaros—, es que un hombre que busca el Grial no se encierra en una guarnición a la que le quedan uno o a lo sumo dos meses de vida.

—Entonces puede que no esté buscando el Grial —repuso Thomas, y disparó otra flecha, pero el astil estaba torcido y salió desviada una vez más. Por encima de él, las enormes aspas del molino, cuyas velas estaban plegadas sobre la estructura y amarradas con sogas, crujieron cuando un golpe de viento intentó moverlas.

Sir Geoffrey enrolló el látigo.

—Fracasaste la última vez que saliste. ¿Qué pasará si vuelves a salir? ¿Qué pasará si sales tras el Grial? Y tendrás que salir pronto, antes de que Carlos de Blois llegue. Y cuando salgas, necesitarás ayuda. —Thomas, sin poder creerse lo que estaba oyendo, se dio cuenta de que el Espantapájaros había venido a ofrecerle ayuda. Estaba en La Roche-Derrien sólo por un motivo, el tesoro, y no estaba más cerca ahora de él de lo que lo había estado cuando se acercó a Thomas por primera vez a las afueras de Durham—. No puedes volver a fracasar —prosiguió el Espantapájaros—, así que la próxima vez lleva contigo auténticos guerreros.

—¿Y creéis que os llevaría a vos? —preguntó Thomas perplejo.

—Soy inglés —repuso el Espantapájaros indignado—, y si el Grial existe, lo quiero en Inglaterra. No en una postilla de lugar extranjero.

El sonido de una espada al desenvainar hizo que el Espantapájaros y sus hombres se volvieran en sus sillas. Jeanette y Robbie se habían acercado al prado con Oana al lado del escocés; Jeanette tenía la ballesta armada y Robbie, como si nada le importara en el mundo, segaba las puntas de los cardos con la espada de su tío. Sir Geoffrey se volvió hacia Thomas.

—Lo que no necesitas es un maldito escocés —dijo furioso—, ni una maldita puta francesa. ¡Si buscas el Grial, arquero, hazlo con ingleses leales! Eso es lo que querría el rey, ¿no?

Thomas se abstuvo de responder también a esa pregunta. Sir Geoffrey se colgó el látigo de un gancho que tenía en el cinturón y agarró otra vez las riendas. Los siete hombres bajaron por la colina, y pasaron muy cerca de Robbie para provocarlo, pero Robbie los ignoró.

—¿Qué quería ese cabrón?

Thomas disparó al bastón y lo rozó con las plumas del arco antes de decir nada.

—Me parece —le respondió luego—, que quería ayudarme a buscar el Grial.

—¡Ayudarte! —exclamó Robbie—. ¿Ayudarte a buscar el Grial? Los cojones. Lo que quiere es robarlo. Ese hijo de puta robaría la leche de las tetas de la virgen.

—¡Robbie! —exclamó Jeanette escandalizada; después apuntó al bastón.

—Mírala —le dijo Thomas a Robbie—. Cierra los ojos cuando dispara. Siempre lo hace.

—Vete al infierno —repuso Jeanette y después, sin poder evitarlo, cerró los ojos mientras apretaba el gatillo. El dardo salió disparado del arma y, milagrosamente, partió el último palmo del bastón. Jeanette lanzó a Thomas una mirada triunfal—. Disparo mejor yo con los ojos cerrados que tú con ambos abiertos.

Robbie estaba en las murallas de la ciudad y había visto al Espantapájaros aproximarse a Thomas, así que se había acercado a ayudarle, pero ahora que sir Geoffrey se había ido, se sentaron todos con la espalda apoyada en el molino de madera. Jeanette miraba la muralla de la ciudad, que aún mostraba la cicatriz de la brecha que habían hecho los ingleses, ahora reparada con piedra más clara.

—¿Eres de verdad de noble cuna? —le preguntó Jeanette a Thomas.

—Soy un bastardo —repuso él.

—¿Pero de un noble?

—Era el conde de Astarac —respondió Thomas, y entonces estalló en carcajadas porque le resultaba raro pensar que el padre Ralph, el loco padre Ralph que había predicado a las gaviotas en la playa de Hookton, hubiera sido conde.

—¿Cuál es el escudo de Astarac? —preguntó Jeanette.

—Una centicora —le contó Thomas— que lleva una copa —y le mostró la placa gastada de su arco grabada con una extraña criatura con cuernos, pezuñas partidas, garras, colmillos y cola de león.

—Haré que te borden un estandarte —dijo Jeanette.

—¿Un estandarte? ¿Por qué?

—El hombre debe mostrar su blasón —repuso Jeanette.

—Y tú deberías irte de La Roche-Derrien —replicó Thomas. Seguía intentando convencerla de que abandonara la ciudad, pero ella insistía en quedarse. Ahora dudaba de que le devolvieran alguna vez a su hijo y estaba determinada a matar a Carlos de Blois con uno de sus dardos, confeccionados con tejo robusto y casquillos de hierro, y empenachados, no con plumas, sino con duros trozos de cuero insertado en una ranura en forma de cruz y atados con cuerda y cola. Por ese motivo practicaba con tanta frecuencia, para tener oportunidad de matar al hombre que la había violado y le había arrebatado a su hijo.

Llegó la Pascua antes que el enemigo. El tiempo era ahora cálido. Los setos estaban llenos de polluelos y los prados resonaban con los chillidos de las codornices. El día después de Pascua, cuando las gentes terminaron con las sobras de la fiesta que había puesto fin al ayuno de la Cuaresma, las tan temidas noticias llegaron por fin de Rennes.

Carlos de Blois había emprendido la marcha.

* * *

Más de cuatro mil hombres habían salido de Rennes bajo el estandarte del armiño blanco del duque de Bretaña. Dos mil de ellos eran ballesteros, la mayoría llevaban la librea verdirroja genovesa y el escudo de la ciudad con el Santo Grial en el brazo derecho. Eran mercenarios contratados y apreciados por su técnica. Marchaban con ellos mil hombres de infantería, los que excavarían trincheras y asaltarían las murallas rotas de las fortalezas inglesas, y junto a ellos cabalgaban más de mil caballeros y hombres de armas, la mayoría franceses, que formaban el núcleo duro y armado del ejército del duque Carlos. Marchaban hacia La Roche-Derrien, pero el auténtico objetivo de la campaña no era capturar la ciudad, de escaso valor, sino arrastrar a sir Thomas Dagworth y a su pequeño ejército a una batalla campal en la que caballeros y hombres de armas, montados en enormes caballos de guerra armados, cargarían para aplastar las filas inglesas.

Un convoy de pesados carros transportaba las nueve máquinas de asalto, que necesitaban de las atenciones de más de cien ingenieros para comprender, montar y hacer funcionar los gigantes aparatos que podían lanzar proyectiles del tamaño de barriles de cerveza más lejos de lo que podía un arco enviar una flecha. Un artillero florentino había ofrecido seis de sus extrañas máquinas a Carlos, pero el duque las había rechazado. Los cañones eran infrecuentes, caros y, en su opinión, temperamentales, mientras que los antiguos ingenios funcionaban bien si se engrasaban convenientemente con sebo, y Carlos no veía razón para abandonarlos.

Más de cuatro mil hombres marcharon desde Rennes, pero muchos más se les unieron en los campos a las afueras de La Roche-Derrien. Los campesinos que odiaban a los ingleses y que querían venganza por todo el ganado, las cosechas, propiedades y virgos que sus familias habían perdido por culpa de los extranjeros. Algunos no iban armados más que con azadones o hachas, pero cuando llegara el momento de asaltar la ciudad, hombres tan furiosos serían de agradecer.

El ejército llegó a La Roche-Derrien y Carlos de Blois oyó cómo se cerraban las últimas puertas. Envió un mensajero a la guarnición para pedir que se rindieran, aunque ya sabía que la petición sería inútil y, mientras montaban las tiendas, ordenó a otros jinetes que patrullaran hacia el oeste, por las carreteras que llevaban hacia Finisterre, el fin del mundo. Estaban allí para dar aviso de la llegada del ejército de sir Thomas Dagworth para liberar la ciudad, si es que ese ejército iba a llegar en algún momento. Sus espías habían informado a Carlos de que Dagworth no era capaz siquiera de reunir a mil hombres.

—¿Y cuántos de ésos serán arqueros? —preguntó.

—Como mucho, vuestra gracia, quinientos. —El hombre que respondía era un sacerdote, uno de los muchos que servían en el séquito de Carlos. El duque era conocido por su piedad y le gustaba emplear sacerdotes como consejeros, secretarios y, en este caso, como jefe de espionaje—. Quinientos como mucho —repitió el cura—, pero en verdad, vuestra gracia, serán muchos menos.

—¿Menos? ¿Y cómo es eso?

—Ha habido fiebres en Finisterre —repuso el sacerdote, y esbozó una sonrisita—. Dios es bueno con nosotros.

—Amén. ¿Y cuántos arqueros hay en la guarnición de la ciudad?

—Sesenta hombres sanos, vuestra gracia —el sacerdote estaba leyendo el último informe de Belas—, sólo sesenta.

Carlos hizo una mueca. Ya había sido derrotado antes por los arqueros ingleses, incluso en ocasiones en que los superaba tanto en número que la derrota parecía imposible y, como resultado, se cuidaba mucho de las largas flechas, pero también era un hombre inteligente, y había pensado mucho a propósito del arco de guerra inglés. Era posible derrotar a esa arma, había pensado, y en esta campaña demostraría cómo. La inteligencia, la más despreciada de las cualidades soldadescas, triunfaría, y Carlos de Blois, considerado por los franceses como el duque y gobernante de Bretaña, era sin duda un hombre inteligente. Leía y escribía en seis idiomas, hablaba latín mejor que la mayoría de los curas y era un maestro en retórica. Hasta parecía inteligente, con su carita estrecha y pálida, y esos ojos azul intenso, enmarcados por la barba y el bigote rubios. Llevaba luchando contra sus rivales por el ducado durante toda su vida de adulto y ahora, por fin, tenía la supremacía. El rey de Inglaterra, ocupado en el sitio de Calais, no había enviado refuerzos a sus guarniciones de Bretaña, mientras que el francés, tío de Carlos, había sido generoso con los hombres, lo que significaba que el duque Carlos por fin superaba en número a sus enemigos. Hacia finales de verano, pensó, volvería a ser amo y señor de sus dominios ancestrales, pero decidió guardarse contra el exceso de confianza.

—Incluso quinientos arqueros —observó—, incluso quinientos sesenta arqueros pueden ser peligrosos. —Tenía una voz precisa, pedante y seca, y los sacerdotes que lo rodeaban a menudo pensaban que él mismo sonaba también como un cura.

—Los genoveses los ahogarán con dardos, vuestra gracia —le aseguró el cura al duque.

—Rezad a Dios para que así sea —repuso Carlos en tono piadoso, aunque Dios, pensaba, necesitaría ayuda de la inteligencia humana.

A la mañana siguiente, bajo el tardío sol de primavera, Carlos cabalgó alrededor de La Roche-Derrien, aunque a suficiente distancia para que ninguna flecha inglesa lo alcanzara. Los defensores habían colgado estandartes desde las altas murallas. Algunas de las banderas mostraban la cruz inglesa de san Jorge, otras la divisa armiño del duque de Montfort, tan parecida al propio escudo de Carlos. Muchas de las banderas tenían insultos dirigidos a su persona. Una mostraba el armiño blanco atravesado por la panza con una flecha, y otra era, evidentemente, una representación de Carlos pisoteado por un enorme caballo negro, pero la mayoría de los estandartes eran pías exhortaciones a que Dios los ayudara o una cruz para demostrar a los atacantes con quién estaban las simpatías del Señor. La mayoría de las ciudades sitiadas habrían desplegado también los pendones de sus defensores nobles, pero La Roche-Derrien tenía pocos nobles, o por lo menos pocos mostraban sus escudos, y ninguno era de la categoría de los aristócratas que apoyaban al ejército de Carlos. Los tres halcones de Evecque se veían en la muralla, pero todos sabían que a sir Guillaume no le quedaban más de tres o cuatro seguidores. Una de las banderas mostraba un corazón rojo sobre fondo pálido y un cura del séquito de Carlos aseguró que era el escudo de la familia escocesa de los Douglas, pero eso era una tontería, porque ningún escocés lucharía por los ingleses. Junto al corazón rojo había un estandarte más vistoso aún que mostraba un mar azul y blanco de líneas onduladas.

—Ése es él… —empezó a decir Carlos, y entonces se detuvo con el entrecejo fruncido.

—El escudo de Armórica, vuestra gracia —respondió el señor de Roncelets. Ese día, mientras el duque Carlos circundaba la ciudad, iba acompañado de sus grandes señores, para que los defensores contemplaran los estandartes y se sobrecogieran. La mayoría eran señores de Bretaña; el vizconde de Rohan y el vizconde Morgat cabalgaban justo detrás del duque, después iban los señores de Châteaubriant, Roncelets, Laval, Guingamp, Rougé, Dinan, Redon y Melestroit, todos montados en enormes caballos de guerra, mientras que de Normandía habían llegado el conde de Coutances y los señores de Valognes y Carteret, que habían traído a sus sirvientes para batallar junto al sobrino del rey.

—Pensaba que Armórica estaba muerto —señaló uno de los señores normandos.

—Tiene un hijo —repuso Roncelets.

—Y una viuda —añadió el conde de Guingamp—, y ésa es la puta traidora que ondea el estandarte.

—Una puta traidora muy guapa, sin embargo —intervino el vizconde de Rohan, y los señores estallaron en carcajadas porque todos sabían cómo tratar a las viudas rebeldes y guapas.

Carlos hizo una mueca ante su indecorosa risa.

—Cuando tomemos la ciudad —ordenó con frialdad—, la condesa viuda de Armórica no recibirá daño alguno. Será traída ante mí. —Había violado a Jeanette una vez y lo volvería a hacer, y cuando el placer terminara, la casaría con uno de sus hombres de armas que le enseñaría maneras y a domeñar su lengua. Ahora frenó el caballo para contemplar el resto de estandartes que colgaban de las murallas, todos insultos a él y a su casa.

—Una guarnición muy atareada —comentó entonces con sequedad.

—Una ciudad muy atareada —espetó el vizconde Rohan—. Malditos traidores atareados.

—¿La gente de la ciudad? —Carlos parecía sorprendido—. ¿Por qué habrían de apoyar a los ingleses?

—Por el comercio —respondió Roncelets sin más.

—¿El comercio?

—Se están haciendo ricos —gruñó Roncelets—, y por lo visto les gusta.

—¿Le gusta tanto como para luchar contra su señor? —preguntó Carlos incrédulo.

—Gentuza desleal —añadió Roncelets con desdén.

—Una gentuza —repuso Carlos—, a la que vamos a reducir a la pobreza. —Azuzó su caballo y sólo se detuvo cuando vio otro estandarte noble, éste mostraba una centicora blandiendo un cáliz. Hasta el momento aún no había visto un solo estandarte que prometiera un gran rescate si se capturaba a sus señores, pero ese pendón era un misterio—. ¿De quién es?

Nadie lo sabía, pero entonces, un hombre delgado sobre un alto caballo negro respondió desde detrás de la comitiva del duque.

—El el escudo de Astarac, vuestra gracia, y pertenece a un impostor. —El hombre que había respondido había llegado de Francia con cien jinetes sombríos vestidos sólo de negro, e iba acompañado de un dominico de aspecto aterrador. Carlos de Blois se alegraba de tener a los hombres de uniforme negro en su ejército, pues todos eran soldados duros y experimentados pero, por algún motivo, le ponían nervioso. En cierta manera, eran demasiado duros y demasiado experimentados.

—¿Un impostor? —repitió mientras espoleaba a su caballo—. En ese caso no tenemos que preocuparnos de él.

Había tres puertas en la ciudad que daban a tierra y una cuarta, que se abría sobre un puente, que daba al río. Carlos pensaba sitiar todas las puertas de manera que la guarnición quedara atrapada como zorros en su madriguera.

—El ejército será dividido en cuatro —decretó cuando los señores volvieron a la tienda ducal, que había sido levantada cerca del molino junto a la puerta este de la ciudad—, y cada una de las partes se colocará delante de una puerta. —Los señores escuchaban y un sacerdote copiaba su dictamen para que la historia guardara un registro veraz del genio marcial del duque.

Cada una de las cuatro divisiones del ejército de Carlos sobrepasaría en número cualquier relevo que sir Thomas Dagworth fuera capaz de reunir, pero, para asegurarse de su ventaja, Carlos ordenó que los cuatro campamentos se rodearan de protecciones, así los ingleses se verían obligados a atacar a través de zanjas, terraplenes, empalizadas y setos de espinos. Los obstáculos ocultarían a los hombres de Carlos a los arqueros ingleses y proporcionarían un refugio a los ballesteros genoveses mientras recargaban las ballestas. El terreno entre los cuatro campamentos debía ser liberado de setos y otros obstáculos para dejar sólo hierba y prados entre ellos.

—El arquero inglés —le dijo Carlos a sus señores— no es un hombre que pelee cara a cara. Mata desde una distancia lejana y se esconde entre los setos, lo que obstaculiza el asalto de nuestros caballos. Volveremos esa táctica contra ellos. —La tienda era grande, blanca y aireada, y el olor que se respiraba era el de hierba pisoteada y sudor humano. Del otro lado del lienzo llegaban los golpes amortiguados de los ingenieros, que usaban mazos de madera para armar la más grande de las máquinas de asalto.

»Nuestros hombres —siguió dictando Carlos— se quedarán tras nuestras propias defensas. Por lo tanto, construiremos cuatro fortalezas frente a cada una de las puertas, de manera que si los ingleses envían un relevo, esos hombres se verán obligados a atacar nuestras fortalezas para pasar. Los arqueros no pueden matar hombres a los que no ven. —Se detuvo para asegurarse de que esas sencillas palabras eran comprendidas—. Los arqueros —repitió— no pueden matar hombres a los que no ven. ¡Recordadlo! Nuestras ballestas estarán escondidas tras muros de tierra, nos protegerán setos y nos ocultarán empalizadas, y el enemigo estará en campo abierto, donde estará expuesto a nuestra carga de caballería.

Hubo gruñidos de asentimiento porque lo que decía el duque parecía tener sentido. Los arqueros no podían matar a hombres invisibles. Incluso el fiero dominico que acompañaba a los soldados de negro parecía impresionado.

Las campanas de mediodía sonaron en la ciudad. Una, la que se oía más, estaba agrietada y daba una nota quebrada.

—La Roche-Derrien no importa —continuó el duque—. Tanto si cae como si no, acarreará pocas consecuencias. Lo que importa es que atraerá al ejército enemigo para atacarnos. Probablemente, Dagworth vendrá a proteger La Roche-Derrien. Cuando llegue lo aplastaremos y, una vez quede desmembrado, sólo se nos resistirán las guarniciones inglesas, y las tomaremos una por una hasta que, a final del verano, toda Bretaña sea nuestra —explicaba lentamente y con palabras sencillas los detalles de la campaña, consciente de que aquellos hombres, duros como arietes, no destacaban como pensadores—. Y cuando Bretaña sea nuestra —prosiguió—, otorgaremos tierras, castillos y señoríos —esta vez se oyó un gruñido aún mayor de aprobación, y el auditorio sonrió porque habría mucho más que tierras y castillos como recompensa por su victoria. Habría oro, plata y mujeres. Montones de mujeres. El gruñido se volvió carcajada cuando los hombres repararon en que todos pensaban en lo mismo.

—Pero es aquí. —Carlos levantó la voz para llamar a los nobles al orden—, donde iniciaremos nuestra victoria, y lo conseguiremos negando al arquero inglés sus objetivos. ¡Un arquero no puede matar a hombres que no ve! —Volvió a detenerse, miró a su público y los vio asentir cuando la verdad simple de aquella afirmación penetró al fin en sus mentes—. Nosotros estaremos en nuestras propias fortalezas, una de cuatro fortalezas, y cuando lleguen los ingleses para relevar el sitio atacarán una de esas fortalezas. Ese ejército inglés será pequeño. ¡Menos de mil hombres! Suponed que empiecen por la fortaleza que levantaré aquí. ¿Qué harán las otras tres?

Esperó una respuesta y, después de un rato, el conde de Roncelets, tan inseguro como si fuera un alumno respondiendo a su maestro, frunció el entrecejo y sugirió:

—¿Ir a ayudar a vuestra gracia?

—¡No! —repuso Carlos enfurecido—. ¡No! ¡No! ¡No! —Esperó, para asegurarse de que habían entendido una palabra tan simple—. Si abandonáis vuestras fortalezas —explicó—, ofreceréis al arquero inglés un objetivo. ¡Eso es lo que quiere! Querrá tentarnos desde detrás de nuestras protecciones para masacrarnos con las flechas. Así que, ¿qué haremos? Nos quedaremos detrás de las empalizadas. ¡Nos quedaremos detrás de las empalizadas! —¿Lo habrían entendido? Era la clave para la victoria. Si los hombres se mantenían escondidos, los ingleses perderían. El ejército de sir Thomas Dagworth se vería obligado a asaltar murallas de tierra y setos de espinos, y los ballesteros los acribillarían hasta que los ingleses quedaran tan menguados que sólo se mantuviera en pie un par de centenares antes de que el duque soltara a los hombres de armas para masacrar al resto—. No abandonaréis las fortalezas —insistió—, y cualquier hombre que lo haga, perderá el derecho a mi generosidad. —La amenaza puso firmes a los hombres que escuchaban al duque—. Si uno solo de vuestros hombres abandona el santuario de las empalizadas —prosiguió Carlos—, nos aseguraremos de que no recibáis la parte correspondiente en la distribución final de tierras cuando termine la campaña. ¿Ha quedado claro, caballeros? ¿Ha quedado eso claro?

Había quedado claro. Era muy sencillo.

Carlos de Blois levantaría cuatro fortalezas frente a las puertas de la ciudad y los ingleses, cuando llegaran, se verían obligados a asaltar esas nuevas barreras. Además, incluso el más pequeño de los cuatro fuertes del duque contaría con más defensores que atacantes tenían los ingleses, y esos defensores estarían resguardados, y sus armas serían letales, y los ingleses morirían y Bretaña pasaría a manos de la casa de Blois.

Inteligencia. Podía ganar guerras y construir reputaciones. Y en cuanto Carlos demostrara cómo derrotar a los ingleses aquí, los derrotaría en toda Francia.

Porque Carlos soñaba con una corona más pesada que la diadema ducal. Soñaba con Francia, pero debía empezar aquí, en los campos inundados de La Roche-Derrien, donde el arquero inglés aprendería cuál era su lugar.

El infierno.

* * *

Las nueve máquinas de asedio eran todas trabuquetes, la más grande capaz de lanzar una piedra que pesara el doble que un hombre adulto a más de trescientos pasos. Las nueve habían sido construidas en Regensburg, en Baviera, y los ingenieros maestros que las acompañaban eran todos bávaros que conocían las complejidades de las armas. La dos más grandes tenían brazos lanzadores de más de cincuenta pies de largo e, incluso las más pequeñas, que estaban situadas en la otra orilla del Jaudy para amenazar el puente y su barbacana, medían más de treinta y seis pies.

Las dos más grandes, llamadas Portainfiernos y Fabricaviudas, estaban situadas a los pies de la colina en la que se alzaba el molino. En esencia eran máquinas simples, básicamente un brazo largo montado en un eje, como un balancín gigante, sólo que uno de los extremos era tres veces más largo que el otro. El extremo más corto iba cargado con una enorme caja de madera llena de pesos de plomo, mientras que el extremo más largo, el que despedía el proyectil, estaba unido a un enorme cabrestante que bajaba hasta el suelo y levantaba las diez toneladas de plomo que hacían de contrapeso. El proyectil de piedra se colocaba en una cincha de cuero de unos quince pies de largo unida al brazo más largo. Cuando se accionaba el mecanismo y el contrapeso caía al suelo, el brazo más largo azotaba el cielo y la cincha le daba velocidad al proyectil, de modo que la roca salía despedida desde la cesta para describir una parábola en el cielo y estrellarse contra el objetivo. Eso era simple. Lo difícil era mantener el mecanismo engrasado con sebo, construir un cabrestante lo suficientemente fuerte para mantener el brazo pegado a tierra, una estructura lo suficientemente resistente para que diera una y otra vez en el suelo y no desperdigara las diez toneladas de pesos de plomo y, lo más complicado de todo, idear un mecanismo lo suficientemente resistente para que mantuviera el largo brazo en el suelo contra el peso del plomo y que, con todo, fuera capaz de soltar el proyectil de manera segura. Éstas eran las cuestiones en las que eran expertos los bávaros, y por eso se les pagaba tan generosamente.

Muchos sostenían que la pericia de los bávaros era innecesaria. Los cañones eran mucho más pequeños y disparaban con más fuerza, pero el duque Carlos había empleado su inteligencia para realizar la comparación y se había decidido por la tecnología más antigua. Los cañones eran más lentos y dados a explotar, y cuando sucedía eso los carísimos artilleros morían como moscas. Eran tan desesperadamente lentos porque el espacio entre el proyectil y el barril de pólvora debía sellarse para contener la fuerza de la explosión , así que había que colocar la bala de cañón cuando la marga aún estaba húmeda, y había que esperar hasta que fraguara antes de prender la pólvora, e incluso los artilleros italianos más hábiles no podían disparar más de tres o cuatro veces al día. Y cuando disparaban escupían una bala que no pesaba más que unas cuantas libras. Aunque era cierto que la pequeña bala volaba a una velocidad tan grande que ni se veía, los trabuquetes más antiguos disparaban un proyectil que era veinte o treinta veces más pesado y se podían emplear unas tres o cuatro veces a la hora. La Roche-Derrien, decidió el duque, sería asaltada a la antigua usanza, así que había rodeado la pequeña ciudad con nueve trabuquetes. Junto a Portainfiernos y Fabricaviudas, estaban Lanzapiedras, Aplastadora, Cavatumbas, Latigodepeñas, Escupidora, Destructora y Mano de Dios.

Cada trabuquete estaba construido sobre una plataforma de vigas de madera y protegido por una empalizada tan alta y recia como para detener cualquier flecha. Algunos de los campesinos que se habían unido al ejército habían sido adiestrados para quedarse junto a las empalizadas y estar preparados para apagar las flechas incendiarias que pudieran enviar los ingleses con la intención de quemar las vallas y dejar expuestos a los ingenieros de las máquinas de asalto. Otros campesinos cavaban zanjas y construían los terraplenes que formaban las cuatro fortalezas del duque. Donde era posible, utilizaban las zanjas que ya existían o aprovechaban los setos de endrinos para las defensas. Construyeron barreras con estacas afiladas y cavaron hoyos para romper las patas de los caballos. Las cuatro partes del ejército del duque se rodearon de dichas defensas y, día tras día, mientras las empalizadas iban creciendo y los trabuquetes tomaban forma a medida que las piezas de los carros iban llegando, el duque y sus hombres practicaban para formar la línea de batalla. Los ballesteros genoveses ocupaban las protecciones a medio terminar y detrás de ellos desfilaban los caballeros y hombres de armas a pie. Algunos hombres murmuraban que aquellas prácticas eran una pérdida de tiempo, pero otros veían cómo pretendía luchar el duque y lo aprobaban. Frustrarían a los arqueros ingleses con los muros, las zanjas y las empalizadas, y las ballestas acabarían con ellos uno a uno. Por último, el enemigo se vería forzado a atacar a través de los muros de tierra y las zanjas inundadas, para morir a manos de los hombres de armas.

Tras una semana de trabajo demoledor, montaron los trabuquetes y llenaron las cajas de contrapeso con enormes cantidades de plomo. Ahora los ingenieros tenían que demostrar una habilidad aún más sutil, el arte de despedir enormes piedras, una detrás de otra, hasta las mismas murallas, para hundirlas y abrir camino hacia la ciudad. Entonces, una vez derrotaran al ejército de relevo, los hombres del duque asaltarían La Roche-Derrien y pasarían por la espada a sus traicioneros habitantes.

Los ingenieros bávaros seleccionaron con cuidado las primeras piedras, después recortaron la longitud de la cincha para ajustar el alcance de las máquinas. Era una bonita mañana de primavera. Los cernícalos surcaban el cielo, los ranúnculos moteaban los campos, las truchas saltaban para atrapar efímeras, el ajo silvestre florecía y las palomas volaban entre las hojas nuevas de los bosques. Era la época más bonita del año y el duque Carlos, cuyos espías le habían informado de que el ejército inglés de sir Thomas Dagworth aún no había abandonado la Bretaña occidental, preveía el triunfo.

—Los bávaros —ordenó a uno de sus sacerdotes asistentes— pueden empezar.

El trabuquete llamado Portainfiernos disparó primero. Se accionó una palanca que sacó un perno enorme de metal de un gancho pegado al brazo largo del trabuquete. Diez toneladas de plomo cayeron con un golpe que se oyó en Tréguier, el enorme brazo se levantó, la cincha giró al final del brazo con el sonido de un vendaval repentino, y la roca trazó una parábola en el cielo. Pareció que quedaba suspendida en el aire durante un momento, una enorme roca en el cielo surcado de cernícalos, y entonces, como un rayo, se precipitó sobre La Roche-Derrien.

Había empezado la matanza.