El alba encontró a Thomas tendido y temblando. Cada paso en el castillo lo hacía encogerse. Tras las profundas troneras los gallos cantaban, los pájaros chirleaban y él tenía la impresión, por algún motivo que desconocía, de que había espesos bosques fuera de la Torre de Roncelets, y se preguntaba si alguna vez volvería a ver las verdes hojas. Un sirviente huraño le trajo el desayuno: pan, queso duro y agua, y, mientras comía, le quitaron los grilletes; un guardia con librea de avispa lo vigilaba, y lo volvieron a encadenar cuando terminó. Se llevaron el cubo para vaciarlo y le pusieron otro en su lugar.

Bernard de Taillebourg llegó poco después y, mientras los criados avivaban el fuego y el padre Cailloux se aposentaba en la mesa provisional, el dominico más alto saludó a Thomas con educación.

—¿Habéis dormido bien? ¿Era de vuestro gusto el desayuno? Hoy hace más frío, ¿no creéis? Nunca he conocido un invierno tan húmedo como éste. ¡El río se ha desbordado en Reúnes por primera vez en años! Cuántas bodegas sumergidas.

Thomas, que tenía frío y estaba asustado, no respondió y De Taillebourg no se lo tomó a mal. Lo que hizo fue esperar a que el padre Cailloux mojara la pluma en la tinta y después le ordenó al sirviente alto que se llevara la manta de Thomas.

—Venga —dijo en cuanto el prisionero estuvo otra vez desnudo—, al trabajo. Hablemos del libro de vuestro padre. ¿Cuánta más gente sabe de la existencia del libro?

—Nadie —contestó Thomas—, excepto el hermano Germain, y eso ya lo sabéis.

De Taillebourg puso ceño.

—Pero, Thomas, ¡alguien os lo tiene que haber dado a vos! ¡Y esa persona seguro que conoce de su existencia! ¿Quién os lo dio?

—Un abogado de Dorchester —mintió Thomas con desparpajo.

—Un nombre, por favor, dadme un nombre.

—John Rowley —inventó Thomas.

—Deletreadlo, por favor —pidió De Taillebourg, y después de que Thomas obedeciera, el inquisidor paseó de arriba abajo aparentemente frustrado—. Ese abogado debía de saber de qué trataba el libro, ¿no?

—Estaba envuelto en una capa de mi padre con un hatillo de otras viejas ropas. No miró qué había dentro.

—Podría haberlo hecho.

—John Rowley —prosiguió Thomas dándole a la espiral de su imaginación— es viejo y gordo. No va a salir a buscar el Grial. Además, estaba convencido de que mi padre era un loco, así que, ¿por qué habría de estar interesado en un libro suyo? Lo único que le interesa a Rowley es la cerveza, el aguamiel y los pasteles de cordero.

Los tres atizadores estaban otra vez en el fuego. Había empezado a llover y las ráfagas de aire hacían entrar de vez en cuando gotas de lluvia por las estrechas troneras. Thomas recordó la advertencia que su primo le había hecho por la noche a propósito de que a De Taillebourg le gustaba infligir dolor; con todo, la voz del dominico sonaba afable y razonable y Thomas presentía que había sobrevivido a lo peor. Había soportado un día de interrogatorio y sus respuestas no parecían haber satisfecho al adusto dominico, que ese día intentaba rellenar los huecos en el testimonio de Thomas. Ahora indagaba sobre la lanza de san Jorge y Thomas le contó que la lanza había estado colgada en la iglesia de Hookton durante años, que fue robada y que él la recupero en la batalla junto al bosque de Crécy. ¿Creía Thomas que era la auténtica lanza?, le preguntó De Taillebourg y Thomas, sacudió la cabeza.

—No lo sé —le contestó—, pero mi padre sí lo creía.

—¿Fue vuestro primo quien robó la lanza de la iglesia de Hookton?

—Sí.

—Presumiblemente —murmuró De Taillebourg—, para que nadie se diera cuenta de que había ido a Inglaterra en busca del Grial. La lanza no era sino una excusa. —Pensó en la posibilidad, y Thomas, como no sentía necesidad de comentarlo, no dijo nada—. ¿Era la lanza de metal? —preguntó De Taillebourg.

—Y bien larga.

—Aun así, con toda seguridad, si ésa fue la lanza que mató al dragón —observó De Taillebourg—, se habría derretido al contacto con la sangre de la bestia.

—¿Ah, sí? —preguntó Thomas.

—¡Por supuesto! —insistió el dominico, que miró a Thomas como si estuviera loco—. ¡La sangre del dragón es lava! Lava incandescente. —Se encogió de hombros como para dar a entender que la lanza era irrelevante para su búsqueda. La pluma del padre Cailloux rasgaba el pergamino mientras intentaba apuntar todo el interrogatorio, y los dos sirvientes seguían de pie ante el fuego, sin preocuparse por ocultar su aburrimiento mientras De Taillebourg buscaba otro tema sobre el que indagar. Por algún motivo escogió a Will Skeat, su herida y sus lapsos de memoria. ¿Estaba Thomas absolutamente seguro de que Skeat no podía leer?

—¡No sabe leer! —contestó Thomas. Ahora sonaba como si estuviera confirmando todo lo que decía De Taillebourg, y eso daba la medida de la seguridad que sentía. Había empezado el día anterior con insultos y odio, pero ahora se afanaba por ayudar al dominico a que terminara el interrogatorio. Había sobrevivido.

—Skeat no sabe leer —repitió De Taillebourg mientras seguía arriba y abajo—. Supongo que no es sorprendente. ¿Así que no mirará el manuscrito que habéis dejado a su custodia?

—Suerte tendré si no usa las páginas para limpiarse el culo. Es el único uso que Will Skeat sabe darle al papel o al pergamino.

De Taillebourg esbozó una sonrisa oficiosa y miró al techo. Durante un largo rato se quedó callado, pero al final le dirigió a Thomas una mirada sorprendida y espetó:

—¿Quién es Hacalías?

La preguntó cogió a Thomas por sorpresa y su rostro no pudo ocultarla.

—No lo sé —consiguió contestar tras una pausa.

De Taillebourg contempló a Thomas. De repente, se respiraba tensión en la sala; los sirvientes estaban completamente atentos y el padre Cailloux ya no escribía, sólo miraba a Thomas. De Taillebourg sonrió.

—Voy a daros una última oportunidad, Thomas —le dijo con voz profunda—. ¿Quién es Hacalías?

Thomas supo que tenía que negar la evidencia. Supera esto, pensó, y el interrogatorio habrá terminado.

—Nunca había oído hablar cié él —dijo intentando sonar lo más cándido posible—, antes de que el hermano Germain mencionara su nombre.

Por qué De Taillebourg utilizaba a Hacalías como el punto débil de la defensa de Thomas era un misterio para los tres sirvientes, pero era astuto porque, si el dominico podía demostrar que Thomas sabía quién era Hacalías, probaría que Thomas había traducido al menos uno de los pasajes del libro. Podía probar que Thomas había mentido durante todo el interrogatorio y eso abriría nuevas vías de revelación. Así que Thomas siguió negando y el cura hizo una señal a los sirvientes. El padre Cailloux se estremeció.

—Ya os lo he dicho —dijo Thomas nervioso—, no sé quién es Hacalías.

—Pero mi obligación con Dios —prosiguió De Taillebourg mientras cogía uno de los primeros atizadores al rojo que le tendía el sirviente alto— es asegurarme de que no me estáis mintiendo. —Miró a Thomas con lo que pareció una mirada de simpatía—. No quiero haceros daño, Thomas. Sólo quiero la verdad. Así que, decidme, ¿quién es Hacalías?

Thomas tragó saliva.

—No lo sé —y lo repitió alzando la voz—. ¡No lo sé!

—Yo creo que sí —dijo De Taillebourg, y con eso empezó el dolor.

»En el nombre del Padre —rezó De Taillebourg mientras aplicaba el hierro candente contra la carne desnuda de la piel de Thomas—, del Hijo y del Espíritu Santo. —Los dos sirvientes aguantaron a Thomas y el dolor era mucho peor de lo que había creído, se retorció e intentó apartarse, pero no se podía mover y la nariz se le llenó con el olor a carne quemada, y siguió sin responder porque pensó que si revelaba sus mentiras se expondría a más castigos. En algún lugar de su cabeza, ahora sumida en un alarido, creía que si seguía insistiendo en la mentira, De Taillebourg acabaría por creerle y dejaría de usar el fuego, pero en un concurso de paciencia entre torturador y prisionero, el prisionero no tiene oportunidad. Calentaron un segundo atizador y la punta buscó las costillas de Thomas.

—¿Quién es Hacalías? —preguntó De Taillebourg una vez más.

—Ya os lo he dicho…

El hierro candente empezó en su pecho y dibujó una línea hasta el vientre en carne viva, arrugada y ardiendo, la herida se cauterizó al instante y no derramó sangre, y el grito de Thomas resonó en el alto techo. El tercer atizador estaba esperando y el primero empezaba a calentarse de nuevo para no tener que hacer esperar al dolor, entonces volvieron a Thomas sobre su estómago quemado y le colocaron sobre uno de los nudillos de la mano izquierda el curioso artilugio que Thomas no había sabido reconocer sobre la mesa: supo entonces que era un gato de hierro que se apretaba mediante un tornillo, De Taillebourg apretó y el dolor hizo que Thomas se retorciera y volviera a gritar. Perdió el conocimiento, pero el padre Cailloux lo hizo volver en sí con la toalla y el agua fría.

—¿Quién es Hacalías? —preguntó De Taillebourg.

Qué pregunta tan estúpida, pensó Thomas. ¡Como si la respuesta fuera importante!

—¡No lo sé! —gemía las palabras y rezaba para que el dominico le creyera, pero el dolor llegó de nuevo y los mejores momentos, más que la inconsciencia total, eran cuando Thomas salía y entraba del sopor y le parecía que el dolor sólo era un sueño (un mal sueño, pero aun así sólo un sueño), y los peores cuando reparaba en que no era un sueño y su mundo se reducía a la agonía, la agonía pura, y entonces De Taillebourg aplicaba más dolor, apretando el tornillo para hacerle estallar un dedo o colocándole un hierro candente sobre la carne.

—Decidme, Thomas —preguntó con amabilidad el dominico—, decídmelo y terminará el dolor. Terminará en cuanto me lo digáis. Por favor, Thomas, ¿creéis que disfruto con esto? En el nombre de Dios, ¡lo detesto!, así que decídmelo, por favor, decídmelo.

Así que Thomas se lo dijo. Hacalías era el padre del Tirsata, y el Tirsata, el padre de Nehemías.

—¿Y Nehemías —preguntó De Taillebourg—, qué era?

—Era el copero del rey —lloraba Thomas.

—¿Por qué los hombres mienten a Dios? —preguntó De Taillebourg. Había devuelto el gato para dedos a la mesa y los tres atizadores al fuego—. ¿Por qué? La verdad siempre se descubre, Dios se asegura de ello. Así que Thomas, después de todo, sabíais más de lo que decíais saber, y descubriremos vuestras otras mentiras, pero primero hablaremos de Hacalías. ¿Creéis que esa cita del libro de Esdras era la manera que tuvo vuestro padre de proclamar la posesión del Grial?

—Sí —contestó Thomas—, sí, sí, sí. —Estaba agachado contra la pared, con las manos rotas engrilletadas a su espalda, con el cuerpo como una masa de dolor, pero a lo mejor el dolor terminaría si lo confesaba todo.

—Pero el hermano Germain me cuenta que la entrada de Hacalías en el libro de vuestro padre —prosiguió De Taillebourg— estaba escrita en hebreo. ¿Sabéis hebreo, Thomas?

—No.

—Así que alguien os tradujo el pasaje.

—El hermano Germain.

—¿Y el hermano Germain os dijo quién era Hacalías? —preguntó De Taillebourg.

—No —sollozó Thomas. No tenía sentido mentir porque el dominico sin duda lo comprobaría con el anciano monje, pero la respuesta daba pie a otra pregunta que, a su vez, revelaría otras mentiras de Thomas. Thomas lo sabía, pero ahora ya era demasiado tarde para resistirse.

—Entonces, ¿y quién os lo dijo? —volvió De Taillebourg a la carga.

—Un doctor —repuso Thomas en voz baja.

—Un doctor —repitió De Taillebourg—. Eso no me ayuda, Thomas. ¿Queréis que vuelva a emplear el fuego? ¿Qué doctor? ¿Un doctor en teología? ¿Un médico? Y ¿si le preguntasteis a este misterioso doctor el significado del pasaje, no se mostró curioso?

Así que Thomas le confesó que había sido Mordecai, y admitió que Mordecai había leído algunos pasajes del libro y De Taillebourg golpeó la mesa y mostró el primer ataque de ira que había tenido durante todo el interrogatorio.

—¿Le habéis enseñado el libro a un judío? —En lugar de hablar, silbaba, como sin poder creerse lo que le estaba diciendo—. ¿A un judío? En el nombre de Dios y de todos los santos, ¿en qué estabais pensando? ¡A un judío! ¡A un hombre de la raza que mató a nuestro querido Salvador! ¡Si los judíos encuentran el Grial, insensato, invocarán al Anticristo! ¡Sufrirás por esa traición! ¡Debes sufrir! —Cruzó la habitación, agarró un atizador del fuego y lo llevó hasta donde estaba Thomas agachado contra la pared—. ¡A un judío! —gritó De Taillebourg e hincó la punta al rojo del atizador en la pierna de Thomas—. ¡Marrano! —aullaba entre los gritos de Thomas—. ¡Eres un traidor a Dios, un traidor a Cristo, un traidor a la Iglesia! ¡No eres mejor que Judas Iscariote!

El dolor prosiguió. Pasaron las horas. A Thomas le pareció que no quedaba nada más que dolor. Había mentido antes de que llegara y ahora todas sus respuestas estaban siendo verificadas según la medida de la agonía que podía soportar sin perder la conciencia.

—Así que, ¿dónde está el Grial? —exigió De Taillebourg.

—No lo sé —dijo y después gritó más alto—. ¡No lo sé! —Veía el atizador acercarse a su piel y ahora ya se estremecía antes de que la tocara.

Los gritos no lo favorecieron en nada porque la tortura prosiguió. Y prosiguió. Y Thomas habló y contó todo lo que sabía, incluso se sintió tentado de hacer lo que le había sugerido Guy Vexille y pedirle a De Taillebourg que le permitiera jurar fidelidad a su primo, pero entonces, en algún lugar del rojo horror de su tormento, pensó en Eleanor y no dijo nada.

Al cuarto día, cuando estaba temblando, cuando un solo movimiento de la mano del dominico le hacía suplicar misericordia, el señor de Roncelets entró en la sala. Era un hombre alto con el pelo corto, la nariz rota y dos incisivos mellados. Vestía su librea de avispa, los dos cabrios negros sobre fondo amarillo, y miró con desdén al cuerpo roto y marcado de Thomas.

—No habéis subido el potro, padre —parecía un poco decepcionado.

—No ha sido necesario —repuso De Taillebourg.

El señor de Roncelets le dio un puntapié a Thomas con un pie enfundado en malla.

—¿Decís que este cabrón es un arquero inglés?

—Así es.

—Pues cortadle los dedos con los que tensa el arco —contestó salvaje el de Roncelets.

—No puedo derramar sangre —dijo De Taillebourg.

—Por Dios que yo sí puedo —y sacó un cuchillo que llevaba en el cinto.

—¡Está a mi cargo! —espetó De Taillebourg—. Está en las manos de Dios y no lo tocaréis. ¡No derramaréis su sangre!

—Éste es mi castillo, cura —gruñó Roncelets.

—Y vuestra alma está en mis manos —replicó De Taillebourg.

—¡Es un arquero inglés! ¡Un arquero inglés! ¡Ha venido a llevarse al niño Chenier! ¡Eso es de mi incumbencia!

—El gato le ha roto los dedos —repuso De Taillebourg—, así que ya no es un arquero.

Roncelets quedó aplacado con esa información. Volvió a darle una patada a Thomas.

—Es orina, cura, eso es lo que es. Orina purulenta y asquerosa. —Escupió a Thomas, no porque lo detestara particularmente, sino porque detestaba a todos los arqueros que habían destronado al caballero de su justo lugar como rey de la batalla—. ¿Qué haréis con él? —le preguntó.

—Rezar por su alma —contestó De Taillebourg sin más, y cuando el señor de Roncelets se hubo ido, fue exactamente lo que hizo. Era evidente que había terminado su interrogatorio porque sacó una pequeña ampolla de aceite sagrado y le dio la extremaunción, tocó con el aceite su frente, su pecho quemado y dijo la oración por los muertos—. Sana me, Domine —entonaba De Taillebourg, su dedos delicados sobre la frente de Thomas—, quoniam contúrbala sunt ossa mea. —Sáname, Señor, porque mis huesos se estremecen. Y cuando esto estuvo hecho, Thomas fue transportado por las escaleras hasta una mazmorra metida en un pozo en la roca sobre la que el Guêpier había sido construido. El suelo era de piedra desnuda, tan húmedo como frío. Le quitaron los grilletes cuando lo encerraron en la celda y pensó que se volvería loco, pues su cuerpo era todo dolor, tenía los dedos rotos y ya no era un arquero; ¿cómo tensaría el arco con las manos deformes? Entonces llegó la fiebre y lloró, tembló y sudó toda la noche; cuando estaba medio dormido, farfullaba en medio de sus pesadillas; y volvía a llorar cuando se despertaba, porque no había resistido la tortura y le había contado a De Taillebourg todo lo que sabía. Era un fracaso, perdido en la oscuridad, y moribundo.

Días después, no sabía cuántos días habían pasado desde que lo llevaron a las mazmorras, los dos sirvientes de De Taillebourg llegaron y se lo llevaron. Le pusieron encima una camisa de lana, unos calzones manchados encima de las piernas que él mismo se había ensuciado, lo llevaron al patio del castillo y lo lanzaron a un carro de estiércol vacío. La puerta de la torre se abrió y, acompañado por una veintena de hombres de armas con la librea del señor de Roncelets y deslumbrado por la luz del sol, Thomas abandonó elGuêpier. Apenas era consciente de lo que estaba sucediendo, sólo estaba tendido encima de los asquerosos tablones, se retorcía de dolor, el hedor de la carga habitual del carro se le metía en la nariz y deseaba morir. La fiebre había desaparecido y se convulsionaba por la debilidad.

—¿Adonde me lleváis? —había preguntado, pero nadie respondió; a lo mejor nadie le oía, por lo débil que era su voz. Llovía. El carro traqueteaba hacia el norte, los campesinos se santiguaban a su paso y Thomas salía y entraba del sopor. Pensó que estaba muriendo y supuso que lo llevaban a una fosa, intentó gritarle al conductor del carro que aún estaba vivo, pero quien contestó era el hermano Germain, con su voz quejumbrosa.

—La culpa es tuya —dijo el viejo monje, y Thomas decidió que estaba soñando.

Se despertó al sonido de una trompeta. El carro se había detenido, oyó agitarse una bandera, miró hacia arriba y vio que uno de los jinetes levantaba un estandarte blanco. Thomas se preguntó si sería su mortaja. Envolvían a los niños cuando llegaban al mundo y envolvían los cadáveres cuando los enterraban; entonces oyó voces inglesas y supo que estaba soñando mientras manos fuertes lo levantaban de los restos de estiércol. Quería gritar, pero estaba demasiado débil, y entonces los sentidos lo abandonaron y quedó inconsciente.

Cuando despertó era de noche y estaba en otro carro, uno limpio, le habían puesto mantas encima y un colchón de paja debajo. El carro iba cubierto con una piel para resguardarlo de la lluvia y el sol.

—¿Me lleváis a la tumba? —preguntó Thomas.

—Estás diciendo tonterías —dijo un hombre, y Thomas reconoció la voz de Robbie.

—¿Robbie?

—Sí, soy yo.

—¿Robbie?

—Pobre desgraciado —dijo Robbie y le pasó una mano por la frente—. Pobre, pobre desgraciado.

—¿Dónde estoy?

—Regresas a casa Thomas —repuso Robbie—, regresas a casa.

Volvía a La Roche-Derrien.