Los ingleses habían capturado Caen el año anterior, y la habían ocupado el tiempo suficiente para violar a sus mujeres y saquear sus riquezas. Habían dejado Caen maltrecha, sangrando y horrorizada, pero Thomas se había quedado cuando se fue el ejército. Había estado enfermo y el doctor Mordecai lo había tratado en la casa de sir Guillaume y, después, cuando Thomas estuvo lo suficientemente bien para caminar, sir Guillaume lo llevó a la Abbaye aux Hommes para presentarle al hermano Germain, el jefe del scriptorium del monasterio y el hombre más sabio que Thomas había conocido. El hermano Germain debía saber seguro cuándo era san Clemente, pero ése no era el único motivo por el que se dirigía a la abadía. Había caído en la cuenta de que si alguien podía entender los extraños textos del libro de su padre, ese alguien era el anciano monje, y la posibilidad de que esa mañana encontrase respuesta al misterio del Grial le producía excitación. Un sentimiento que le sorprendió. A menudo dudaba de la existencia del Grial y cada vez con más frecuencia deseaba que la copa no le afectara pero, de repente, sintió la emoción de la caza. Más aún, de pronto se vio inundado por la solemnidad de su búsqueda, tanto que dejó de caminar y miró la luz brillante que se reflejaba en el río e intentó recuperar la visión de fuego y oro que había tenido aquella noche en el norte de Inglaterra. Qué estúpido había sido por dudar. ¡Claro que el Grial existía! Sólo esperaba a que lo encontraran para traer la felicidad a un mundo roto.
—¡Cuidado! —Thomas salió de su ensoñación cuando un hombre con una carretilla llena de ostras lo empujó. Llevaba un perrillo atado a la carretilla que pretendía atacar a Thomas, intentó morderle los tobillos sin éxito antes de que la cuerda con la que estaba atado le tirara del cuello y el perro emitiera un gemido de frustración. Thomas apenas reparó en el hombre o el perro. En lugar de eso estaba pensando en que el Grial se escondía de los que no eran dignos provocándoles dudas. Para encontrarlo, entonces, tendría que creer en él y, sin duda alguna, para ello debía pedirle ayuda al hermano Germain.
Al llegar a la puerta de la abadía se le acercó un portero, inmediatamente, tuvo un ataque de tos. El hombre se dobló en dos, intentó coger aire y se incorporó lentamente mientras se sonaba los mocos con la mano.
—Lo que he cogido es mi muerte —resolló—, eso es lo que es, mi muerte. —Carraspeó una flema y la escupió hacia donde estaban los pedigüeños de la puerta—. El scriptorium está por ahí —le dijo después de que Thomas le preguntara por el padre Germain—. Cruzando el claustro.
Thomas llegó hasta la sala soleada en la que una veintena de monjes trabajaban en escribanías altas e inclinadas. Un pequeño fuego ardía en el hogar central, que se mantenía encendido para que la tinta no se congelara, pero la alta sala estaba lo suficientemente fría para que los monjes exhalaran nubes de vaho por encima de sus pergaminos. Todos estaban copiando libros, y la cámara de piedra resonaba con los chasquiditos y el roce de las plumillas. Dos novicios molían polvo para pinturas en una mesa lateral, un tercero estaba curtiendo una piel de oveja y un cuarto afilando los cañamones de ganso, todos nerviosos y pendientes del hermano Germain, sentado sobre una tarima con su propio manuscrito. Germain era viejo y pequeño, frágil y encorvado, con pelo blanco y crespo, unos ojos lechosos y miopes y expresión de mal humor. Su rostro no estaba a más de tres pulgadas de su trabajo cuando oyó los pasos de Thomas; entonces, abruptamente, levantó la mirada y, aunque no veía muy bien, observó por lo menos que el visitante sin anunciar llevaba una espada colgando.
—¿Qué viene a hacer un soldado a la casa de Dios? —gruñó el hermano Germain—. ¿Habéis venido a terminar lo que empezaron los ingleses el verano pasado?
—He venido a veros, hermano —dijo Thomas. El rasgar de las plumas cesó de repente cuando los monjes intentaron escuchar la conversación.
—¡Al trabajo! —espetó el hermano Germain a los monjes—. ¡Al trabajo! ¡Que aún no estáis en el cielo! ¡Tenéis obligaciones, atendedlas! —Las plumas guitarrearon contra los tinteros y los rasgueos, golpecitos y chirridos se reanudaron. El hermano Germain miró alarmado a Thomas cuando éste subió a la tarima—. ¿Os conozco? —le gruñó.
—El verano pasado sir Guillaume me acompañó para que os conociera.
—¡Sir Guillaume! —El hermano Germain, sorprendido, dejó la pluma encima del escritorio—. ¿Sir Guillaume? ¡Dudo que lo volvamos a ver! ¡Ja! Coutances lo tiene enjaulado, eso es lo que he oído, y buena cosa es. ¿Sabéis qué hizo?
—¿Coutances?
—¡Sir Guillaume, idiota! ¡Se volvió contra el rey en Picardía! ¡Se volvió contra el rey!, y eso lo convirtió en un traidor. Siempre fue un insensato, siempre jugándose el cuello, pero ahora se puede considerar afortunado si conserva la cabeza. ¿Qué es eso?
Thomas había desenvuelto el libro y lo había colocado encima del escritorio.
—Esperaba, hermano —dijo con humildad—, que le encontrarais algún sentido a…
—Quieres que lo lea, ¿eh? Nunca aprendiste lo suficiente y ahora crees que yo no tengo nada mejor que hacer que leerme tonterías para que tú puedas determinar su valor. —La gente que no sabía leer y que, por cualquier razón, acababa poseyendo algún libro, los llevaba al monasterio para que se los tasaran, con la esperanza de que una recopilación de consejos piadosos fuera algún raro tratado de teología, astrología o filosofía—. ¿Cómo has dicho que te llamas? —exigió el hermano Germain.
—No lo he dicho —repuso Thomas—. Me llamo Thomas.
El nombre no parecía evocarle nada al monje, pero tampoco le importaba porque ahora estaba inmerso en el libro, leyendo en voz baja, pasando páginas con largos dedos blancos, perdido en las maravillas que relataban sus páginas, y entonces volvió a la primera de ellas y leyó las palabras latinas en voz alta.
—«Calix meus inebrians». —Expulsó las palabras como si fueran sagradas, después se persignó y volvió la siguiente página, en la que estaba la extraña escritura hebrea y se emocionó aún más—. «A mi hijo», leyó en voz alta, evidentemente traduciendo, «el hijo del Tirsata y nieto de Hacalías» —volvió la miope mirada a Thomas—. ¿Eres tú?
—¿Yo?
—¿Eres tú el nieto de Hacalías? —preguntó Germain y, a pesar de ver tan mal, debió de detectar el asombro en el rostro de Thomas—. ¡Oh, no importa! —añadió con impaciencia—. ¿Sabes qué es esto?
—Cuentos —contestó Thomas—. Cuentos del Grial.
—¡Cuentos! ¡Cuentos! Los soldados sois como niños. Tontos, incultos y codiciosos. ¿Sabes qué es esta escritura? —Señalaba con un dedo largo las extrañas letras puntuadas con símbolos como ojos—. ¿Sabes qué es?
—Es hebreo, ¿no?
—«Es hebreo, ¿no?» —imitó con sorna el hermano Germain a Thomas—. ¡Claro que es hebreo!, hasta un burro educado en la Universidad de París sabe eso, pero es su escritura mágica. Es el alfabeto que los judíos usan para escribir sus encantamientos, su magia negra. —Miró de cerca una de las páginas—. Ahí, ¿lo ves? El nombre del diablo. ¡Abracadabra! —Frunció el entrecejo durante unos instantes—. El escritor dice que Abracadabra puede ser traído a este mundo si se invoca su nombre encima del Grial. Eso parece probable. —El hermano Germain volvió a persignarse para alejar el Mal, después miró a Thomas—. ¿De dónde has sacado esto? —le preguntó con dureza, pero no esperó la respuesta—. ¿Eres él, verdad?
—¿Él?
—El Vexille que me trajo sir Guillaume —le dijo en tono acusador el hermano Germain y se volvió a persignar—. ¡Eres inglés! —hizo sonar eso aún peor—. ¿A quién le vas a llevar este libro?
—Quiero entenderlo antes —le dijo Thomas confuso por la pregunta.
—¡Entenderlo! ¿Tú? —se burló el hermano Germain—. No, no. Tienes que dejarlo aquí conmigo, joven, yo podré hacer una copia y el libro tiene que ir a París, se lo enviaremos a los dominicos. Enviaron un hombre a preguntar por ti.
—¿Por mí? —Thomas estaba ahora aún más confundido.
—Sobre la familia Vexille. Parece que uno de tu sucia estirpe luchó con el rey el verano pasado, ahora se ha sometido a la Iglesia. La Inquisición mantuvo… —el hermano Germain se detuvo, buscando evidentemente la palabra adecuada—… conversaciones con él.
—¿Con Guy? —preguntó Thomas. Sabía que Guy era su primo, sabía que Guy había luchado junto a los franceses en Picardía y sabía que Guy había matado a su padre en busca del Grial, pero poco más.
—¿Quién si no? Y ahora, según dicen, Guy Vexille se ha reconciliado con la Iglesia —iba diciendo el hermano Germain mientras hojeaba el libro—. ¡Que se ha reconciliado con la Iglesia! ¿Puede un lobo dormir con las ovejas? ¿Quién ha escrito esto?
—Mi padre.
—Así que tú eres el nieto de Hacalías —dijo el hermano Germain con reverencia, después cerró sus pequeñas manos sobre el libro—. Gracias por traérmelo.
—¿Podéis decirme qué significan los pasajes en hebreo? —preguntó Thomas desconcertado por las últimas palabras del hermano Germain.
—¿Decírtelo? Claro que te lo puedo decir, pero no significará nada para ti. ¿Sabes quién era Hacalías? ¿Estás familiarizado con el Tirsata? Claro que no. ¡Las respuestas serían en ti tiempo desperdiciado! Pero gracias por traer el libro. —Sacó un trozo de pergamino, cogió la pluma y la sumergió—. Si le llevas esta nota al sacristán te dará una recompensa. Ahora tengo trabajo. —Firmó la nota y se la tendió a Thomas.
Thomas alargó el brazo para coger el libro.
—No lo puedo dejar aquí —le dijo.
—¡«No lo puedo dejar aquí»! ¡Claro que puedes! Algo así pertenece a la Iglesia. Además, tengo que copiarlo. —El hermano Germain abrazó el libro y se inclinó sobre él—. Y lo dejarás —silbó entre dientes.
Thomas había pensado en el hermano Germain como en un amigo, o por lo menos no había pensado en él como en un enemigo, y ni siquiera las duras palabras del hombre sobre la traición de sir Guillaume le habían hecho cambiar de opinión, pero Germain había dicho que el libro debía ir a París, que debía ser entregado a los dominicos, y Thomas entendía ahora que estaba aliado con esos hombres de la Inquisición que, además, tenían a Guy Vexille de su lado. Y entendía también que esos temibles hombres buscaban el Grial con una avidez que no había apreciado hasta ese momento, y que el camino hacia el Grial pasaba por él y por el libro. Esos hombres eran sus enemigos, lo que quería decir que el hermano Germain también lo era y que había sido un error lamentable llevar el libro a la abadía. Sintió un miedo repentino e intentó coger el libro.
—Tengo que irme —insistió.
El hermano Germain intentó agarrarse al libro, pero sus bracitos como ramas no podían competir con los brazos de arquero de Thomas. Aun así se agarró a él, obstinado, amenazando con romper la débil cubierta de cuero.
—¿Adonde irás? —le exigió el hermano Germain, y después intentó engañarlo con una falsa promesa—. Si lo dejas —le dijo—, te haré una copia y te la enviaré cuando esté terminada.
Thomas iba al norte, a Dunkerque, así que nombró un lugar en la dirección contraria.
—Voy a La Roche-Derrien —mintió.
—¿Una guarnición inglesa? —El hermano Germain aún tiraba del libro y después gritó cuando Thomas le dio un manotazo en las manos—. ¡No puedes llevárselo a los ingleses!
—Lo voy a llevar a La Roche-Derrien —dijo, recuperando por fin el preciado objeto. Alisó la suave cubierta y medio sacó la espada porque varios de los monjes más jóvenes habían abandonado sus escribanías y tenían aspecto de querer detenerlo pero, al verlo sacar la hoja, quedaron disuadidos de cualquier intento de violencia. Se quedaron mirándolo mientras se iba.
El portero seguía tosiendo, al tiempo que se apoyaba contra el arco e intentaba coger aire mientras le caían lágrimas de los ojos.
—¡Por lo menos no es lepra! —consiguió decirle a Thomas—. Sé que no es lepra. Mi hermano murió de lepra y no tosía. Eso ya es algo.
—¿Cuándo es san Clemente? —se acordó de preguntar.
—Pasado mañana, y Dios quiera que viva para verlo.
Nadie siguió a Thomas, pero esa tarde, mientras él y Robbie estaban metidos en el agua helada del río hasta la ingle y embutían musgo espeso entre los tablones del Pentecostés, una patrulla de soldados con librea amarilla y roja le preguntaron a Pierre Villeroy si había visto a un inglés vestido con cota de malla y una capa negra.
—Es ése de ahí abajo —dijo Villeroy señalando a Thomas bromeando, y después se rió—. Si viese a un inglés —prosiguió—, me mearía en su boca hasta que ese maldito cabrón se ahogase.
Villeroy se esperó hasta que los soldados estuvieran lo suficientemente lejos para no oírlo.
—Por mentir —le dijo a Thomas—, me debes dos junturas más de brea y musgo.
—¡Cristo bendito! —blasfemó Thomas.
—Bueno, es verdad que era muy buen carpintero —observó mientras masticaba el pastel de manzana de Wette—, pero también era el Hijo de Dios, ¿verdad? Seguro que no tuvo nunca que hacer trabajitos de poca importancia como calafatear, así que no te va a servir de nada pedirle ayuda. Pues hala, chico, tú mete bien el musgo, mételo bien.
* * *
Sir Guillaume había resistido durante casi tres meses a sus atacantes y no dudaba de que pudiera aguantar indefinidamente mientras el conde de Coutances siguiera sin pólvora, pero también era consciente de que su tiempo en Normandía se había terminado. El conde de Coutances era su señor, sir Guillaume poseía sus tierras del mismo modo que el conde poseía las del rey, y un hombre declarado traidor por su señor feudal, especialmente si el rey apoyaba esa declaración, era un hombre sin futuro, a menos que jurara fidelidad a otro señor, a un rey distinto. Sir Guillaume había escrito al rey y había apelado a amigos que tenían influencia en la corte, pero no había obtenido respuesta. El sitio proseguía y sir Guillaume no tenía más remedio que abandonar el castillo. Eso lo entristecía, pues Evecque era su hogar. Conocía cada palmo de sus pastos, sabía dónde encontrar las mudas de los cuernos, dónde se escondían las liebres temblorosas entre la hierba alta y dónde los lucios criaban como demonios en los arroyos más profundos. Era su hogar, pero un hombre declarado traidor ya no tenía hogar así que, la víspera de san Clemente, cuando los sitiadores estaban sumergidos en la oscuridad empapada del invierno, emprendió la huida.
Nunca había dudado de su capacidad para escaparse. El conde de Coutances era un hombre de mediana edad, torpe y poco imaginativo, cuya experiencia en la guerra siempre había tenido lugar al servicio de señores más grandes. El conde sentía aversión por el riesgo y era dado a ataques de ira cuando el mundo escapaba a su entendimiento, cosa que sucedía con frecuencia. Desde luego, era incapaz de entender por qué los grandes hombres de París lo animaban a sitiar Evecque, pero había visto la oportunidad de enriquecerse y les había obedecido, aunque temía a sir Guillaume. Sir Guillaume andaba por la treintena y había pasado media vida peleando, normalmente por su cuenta, y en Normandía era conocido como el señor del mar y la tierra porque en ambos medios batallaba con entusiasmo y éxito. Había sido atractivo, de facciones duras y pelo dorado, pero Guy Vexille, conde de Astarac, le había sacado un ojo y le había dejado cicatrices que volvieron el rostro de sir Guillaume aún más duro. Era un hombre temible, un guerrero, pero en la jerarquía de reyes, príncipes, duques y condes era un ser menor, y sus tierras eran lo suficientemente tentadoras como para declararlo traidor.
Había doce hombres, tres mujeres y ocho caballos dentro del castillo, lo que quería decir que todos los caballos excepto uno deberían llevar a dos personas. Después del anochecer, cuando la lluvia caía levemente sobre los campos embarrados de Evecque, sir Guillaume ordenó que colocaran unos tablones en el espacio donde tendría que haber estado el puente levadizo y entonces, uno a uno, guiaron a los caballos con los ojos tapados por el peligroso puente. Los sitiadores, resguardados del frío y la lluvia, no vieron ni oyeron nada, aunque habían colocado centinelas en las máquinas de asedio más cercanas para evitar una huida de ese tipo.
Les quitaron la venda a los caballos, y los fugitivos montaron y cabalgaron hacia el norte. Sólo un centinela les dio el alto.
—¿Quién demonios crees que somos? —replicó sir Guillaume, y la brutalidad del tono de voz convenció al centinela de no hacer más preguntas. Al alba estaban en Caen y el conde de Coutances seguía sin enterarse de nada. Hasta que uno de los centinelas vio las tablas cubriendo el foso, no se dieron cuenta de que el enemigo se había marchado, y aún entonces perdió tiempo el conde registrando el castillo. Encontró muebles, paja y cacharros de cocina, pero ningún rastro de tesoro.
Una hora más tarde, cien hombres más con capas negras llegaron a Evecque. Su cabecilla no llevaba estandarte y en los escudos no había blasón. Parecían endurecidos por la batalla, hombres que se habían ganado la vida poniendo sus espadas y lanzas al servicio de quien mejor pagara, frenaron los caballos frente al puente provisional sobre el foso de Evecque y dos de ellos, uno sacerdote, cruzaron hasta el patio.
—¿Qué habéis obtenido? —exigió el cura sin más.
El conde de Coutances se volvió furioso hacia el altivo dominico.
—¿Quién sois vos?
—¿Qué habéis saqueado en este lugar? —volvió a preguntar el cura, adusto y enfadado.
—Nada —le aseguró el conde.
—¿Y dónde está la guarnición?
—La guarnición ha escapado.
Bernard de Taillebourg escupió de rabia. Guy Vexille, junto a él, miró la torre de la que pendía ahora el estandarte del conde.
—¿Cuándo han escapado? —preguntó—. ¿Y adonde se han dirigido?
Al conde le molestó el tono.
—¿Quién sois vos? —exigió, pues el Vexille no llevaba escudo en su sobreveste negra.
—Vuestro igual —respondió Vexille con frialdad—, y mi señor el rey quiere saber dónde han ido los hombres de sir Guillaume.
Nadie lo sabía, aunque unas cuantas preguntas acabaron por descubrir que algunos sitiadores habían oído unos cuantos jinetes en la noche dirigirse hacia el norte, lo que significaba, con casi total seguridad, que sir Guillaume y sus hombres se habían dirigido a Caen. Y si el Grial estaba escondido en Evecque, también se habría dirigido al norte, así que De Taillebourg ordenó a sus hombres que volvieran a montar los extenuados caballos.
Llegaron a Caen al principio de la tarde, pero para entonces el Pentecostés ya había recorrido medio río de camino al mar, en dirección al norte, empujados por un viento intermitente que apenas podía abrirse paso contra la marea alta, aunque sir Guillaume insistió en que esperaba que sus enemigos aparecieran en cualquier momento. Sólo tenía con él a dos de sus hombres de armas, pues el resto no deseaba seguir a su señor a jurar lealtad a otro rey.
—¿Crees que quiero luchar por Eduardo de Inglaterra? —refunfuñaba mientras hablaba con Thomas—. Pero ¿qué otra opción tengo? Mi propio señor se ha vuelto contra mí. Así que juraré fidelidad a tu Eduardo y por lo menos seguiré viviendo. —Ése era el motivo por el que se dirigía a Dunkerque, para hacer después el breve viaje hasta la línea de sitio inglesa junto a Calais y jurar obediencia al rey Eduardo.
Tuvieron que abandonar los caballos en el muelle, así que todo lo que sir Guillaume llevó a bordo del Pentecostés fue su armadura, algunas ropas y tres bolsas de cuero cargadas de monedas que tiró en el puente antes de abrazar a Thomas. Y después Thomas se volvió a su viejo amigo, Will Skeat, que lo miró sin reconocerlo y apartó la mirada. Thomas, a punto de hablar, se frenó. Skeat llevaba un morrión y su pelo, ahora blanco como la nieve, colgaba largo bajo el borde de metal abollado. Tenía la cara más delgada que nunca, muy marcada, y una mirada vaga como si se acabara de despertar y no supiera dónde estaba. También parecía más viejo. No podía tener más de cuarenta y cinco años, pero parecía como si tuviera sesenta, aunque por lo menos seguía vivo. La última vez que Thomas lo había visto, estaba terriblemente herido por un tajo de espada que le había abierto el cráneo y dejado el cerebro al aire libre, y había sido un milagro que sobreviviera lo suficiente para llegar a Normandía y recibir los expertos cuidados de Mordecai, el médico judío al que en ese momento ayudaban a subir por la plataforma.
Thomas dio otro paso hacia su antiguo amigo que de nuevo lo miró sin reconocerlo.
—¿Will? —dijo Thomas, aturdido—. ¿Eres Will?
Y al sonido de su voz, la luz llegó a los ojos de Skeat.
—¡Thomas! —exclamó—. ¡Por Dios, si eres tú! —se le acercó, tambaleándose un poco, y los dos hombres se abrazaron—. Por Dios, Thomas, que alegría escuchar una voz inglesa. Llevo todo el invierno escuchando esta jerigonza extranjera. Dios santo, muchacho, si pareces mayor.
—Soy mayor —respondió Thomas—. Pero ¿cómo estás tú, Will?
—Estoy vivo, Tom, estoy vivo, aunque a veces me pregunto si no habría sido mejor morir. Débil como un gatito, estoy. —Hablaba trabándose un poco, como si hubiera bebido demasiado, pero estaba totalmente sobrio.
—Bueno, no tendría que llamarte sólo Will, ¿eh? —le dijo Thomas—, ahora eres sir William.
—¡Sir William! ¿Yo? —Skeat lanzó una carcajada—. Siempre soltando embustes, muchacho, como de costumbre. Demasiado listillo para tu propio bien, ¿eh, Tom? —Skeat no recordaba la batalla de Picardía, no recordaba que el rey lo había armado caballero antes de la primera carga francesa. Thomas se había preguntado algunas veces si aquello habría sido un acto de pura desesperación para animar a los arqueros, pues el rey seguro que había visto cómo el enemigo superaba con creces a su pequeño y enfermo ejército, y dudaba que sus hombres sobrevivieran. Pero sobrevivieron, y ganaron, aunque a Skeat le había salido muy caro. Se quitó el morrión para rascarse la calva y reveló a un costado una horrible cicatriz llena de bultos, blanca y rosada—. Débil como un gatito —volvió a decir Skeat—, y hace semanas que no uso el arco.
Mordecai insistió en que Skeat tenía que descansar. Después saludó a Thomas mientras Villeroy soltaba las amarras y utilizaba un palo para empujar el Pentecostés hasta la corriente del río. Mordecai se quejó del frío, de las privaciones del sitio y de los horrores de embarcarse, después sonrió con esa sonrisa sabia suya.
—Tienes buen aspecto, Thomas. Para un hombre al que han ahorcado, tienes un aspecto indecentemente bueno. ¿Qué tal tu orina?
—Clara y dulce.
—Pues la de tu amigo sir William, ay, ay. —Mordecai sacudió la cabeza hacia la cabina de proa, donde habían acostado a Skeat sobre un montón de pieles de cabra—, muy turbia. Me temo que no me hiciste ningún favor enviándomelo.
—Está vivo.
—Pero no sé por qué.
—Sabes que te lo envié porque eres el mejor.
—Me halagas. —Mordecai se tambaleaba levemente porque el barco se mecía con una ola que nadie más parecía haber notado, aun así, él parecía preocupado; si hubiera sido cristiano, sin duda se habría persignado para alejar el peligro inminente. En cambio, lo que hizo fue mirar con preocupación la ajada vela como si temiera que se fuera a derrumbar y caérsele encima—. Cómo odio los barcos —dijo en tono lastimero—. Son cosas antinaturales… Pobre Skeat. Parece recuperarse, lo admito, pero no puedo jactarme de hacer nada más que lavarle la herida e impedir que le hagan hechizos de pan mohoso y agua bendita en la cabeza. Encuentro que la religión y la medicina se combinan con dificultad. Skeat vive, creo, porque la pobre Eleanor hizo lo que había que hacer cuando lo hirieron. —Eleanor le había vuelto a colocar el trozo de cráneo roto encima del cerebro, había hecho un emplasto de musgo y tela de araña, y le había vendado la herida—. Lo sentí mucho por vosotros cuando supe que había muerto.
—Yo también —contestó Thomas—. Estaba embarazada. Íbamos a casarnos.
—Era encantadora, y la apreciaba mucho.
—Sir Guillaume debió de enfurecerse…
Mordecai movió la cabeza de lado a lado.
—¿Cuándo recibió tu carta? Eso fue antes del asedio, claro. —Frunció el entrecejo, intentando acordarse—. No. No se enfureció. Gruñó, eso fue todo. La quería mucho, claro, pero era hija de una sirvienta, no… —se detuvo—. Bueno, es triste. Pero, como tú dices, tu amigo sir William sobrevivió. El cerebro es una cosa muy extraña, Thomas. Entiende, creo, aunque no recuerda. Trastabilla un poco al hablar, y eso podía esperarse, pero lo más extraño de todo es que no reconoce a nadie mirándolo. Entro en una habitación y me ignora, y si hablo me reconoce. Todos nos hemos acostumbrado a hablarle en cuanto nos acercamos a él. Tú también te acostumbrarás. —Mordecai sonrió—. Pero me alegro de verte.
—¿Viajarás hasta Calais con nosotros? —le preguntó Thomas ansioso.
—¡Madre mía, no! ¿Qué puedo hacer yo en Calais? —se encogió de hombros—. Pero tampoco me podía quedar en Normandía. Sospecho que el conde de Coutances, tras el engaño de sir Guillaume, estaría encantado de dar ejemplo con un judío, así que desde Dunkerque viajaré de nuevo al sur. Primero a Montpellier, creo. Mi hijo estudia medicina allí. ¿Y desde Montpellier? —puede que vaya a Aviñón.
—¿A Aviñón?
—El Papa es muy hospitalario con los judíos —dijo Mordecai y se agarró a la borda cuando el Pentecostés se estremeció con un pequeño golpe de viento—, y los judíos necesitamos hospitalidad.
Mordecai había sugerido que la reacción de sir Guillaume a la muerte de Eleanor había sido insensible, pero Thomas no tuvo esa sensación cuando sir Guillaume habló con él de su hija perdida mientras el Pentecostés salvaba la desembocadura del río y las frías olas se extendían por el gris horizonte. El noble caballero, con su duro rostro desfigurado y sombrío, casi parecía a punto de llorar cuando escuchó cómo había muerto Eleanor.
—¿Qué más sabes de los hombres que la mataron? —preguntó cuando el arquero hubo terminado su relato. Thomas sólo le podía repetir lo que le había dicho lord Outhwaite después de la batalla sobre el sacerdote francés llamado De Taillebourg y su extraño sirviente—. De Taillebourg —dijo sin más sir Guillaume—, otro hombre al que hay que matar, ¿eh? —Se persignó—. Era ilegítima —hablaba de Eleanor, pero no a Thomas, sino al viento—, pero era una muchacha muy dulce. Ahora todos mis hijos están muertos. —Contemplaba el océano y su pelo amarillo y sucio ondeaba en la brisa—. Tenemos que matar a muchos, tú y yo —ahora sí hablaba con Thomas—, y hay que encontrar el Grial.
—Lo buscan otros también —le dijo Thomas.
—Por eso estamos obligados a encontrarlo antes que ellos —gruñó sir Guillaume—. Pero primero iremos a Calais, juraré fidelidad a Eduardo y después pelearemos. Por Dios, Thomas, que vamos a pelear. —Se volvió y frunció el ceño a sus dos hombres de armas, como dando a entender cuánto había hundido el destino sus suertes, después vio a Robbie y sonrió—. Me gusta tu escocés.
—Pelea bien —dijo Thomas.
—Por eso me gusta. ¿Y también quiere matar a De Taillebourg?
—Los tres queremos matarlo.
—Pues que Dios ayude a ese cabrón porque vamos a echar sus tripas a los perros —gruñó sir Guillaume—. Pero alguien tendrá que decirle que estás en la línea de asedio de Calais, ¿no? Si queremos que venga a buscarnos, tendrá que saber dónde estás.
Para llegar a Calais, el Pentecostés tenía que ir al este y al norte, aunque una vez perdieron de vista la costa, en lugar de navegar, se limitó a bambolearse. Un leve vientecillo del sudeste lo había sacado de la desembocadura del río, pero justo entonces, mucho antes de que se perdiera de vista desde la orilla normanda, la brisa se desvaneció y la enorme y ajada vela empezó a flamear y a dar golpes contra la verga. El barco se bamboleaba, como si fuera un barril, en un tedioso oleaje que venía del oeste, donde se amontonaban nubes negras como si fueran una cordillera. La luz invernal desapareció pronto, el último rayo de apagada claridad se esfumó entre las nubes. Pequeños puntos de fuego señalaban la tierra que se oscurecía.
—La marea nos subirá por el canal —dijo Villeroy sombrío—, y después nos volverá a bajar hasta que Dios o san Nicolás nos envíen viento.
La marea los subió por el canal de la Mancha, como Villeroy había anunciado, y los volvió a bajar. Thomas, Robbie y los dos hombres de armas de sir Guillaume se turnaban para bajar a la sentina cargada de piedras a achicar cubos de agua.
—Claro que entra agua —le dijo Villeroy a un preocupadísimo Mordecai—, a todos los barcos les entra agua. Y le entraría agua como a un colador si no lo calafateara cada pocos meses. Lo atiborro de musgo y le rezo a san Nico. Nos protege de irnos al fondo.
La noche era negra. Las pocas luces de la orilla parpadeaban en una neblina húmeda. El mar rompía débilmente contra el casco, y la vela colgaba, inútil. Durante un rato tuvieron cerca un bote de pesca, llevaba una linterna encendida en el puente, y Thomas escuchaba el canto amortiguado de los hombres mientras recogían la red; después soltaron los remos y se dirigieron hacia el este, hasta que la pequeña luz se desvaneció en la neblina.
—Pronto llegará un viento del oeste —dijo Villeroy—, siempre lo hace. Un viento del oeste desde las Tierras Perdidas.
—¿Las Tierras Perdidas? —preguntó Thomas.
—Por allí —dijo Villeroy señalando el negro oeste—, si vas tan lejos como pueda navegar un hombre, encontrarás las Tierras Perdidas y verás una montaña más alta que el cielo en la que duerme Arturo con sus caballeros. —Villeroy se persignó—. Y en la cima de los acantilados, bajo la montaña, se ven las almas de los marineros ahogados que llaman a sus mujeres. Allí hace frío, siempre hace frío y está todo cubierto de niebla.
—Mi padre vio una vez esas tierras —intervino Yvette.
—Dijo que las vio —comentó Villeroy—, pero menudo borracho estaba hecho.
—Dijo que el mar estaba lleno de peces —prosiguió Wette como si su marido no hubiera hablado—, y que los árboles eran muy pequeños.
—A sidra, se hinchaba a sidra —añadió Villeroy—. Huertos enteros de manzanas se debió de meter aquel hombre por el gaznate, pero sabía navegar, menudo era tu padre. Borracho o sobrio era desde luego un buen marinero.
Thomas contemplaba la oscuridad del oeste e imaginaba un viaje a la tierra en la que el rey Arturo y sus caballeros dormían bajo la niebla y donde las almas de los ahogados llamaban a sus amantes perdidas.
—Hora de achicar —le dijo Villeroy, y Thomas bajó a la sentina y llenó cubos de agua hasta que le dolieron los brazos de cansancio; después subió a proa y durmió en un capullo de pieles de cabra que Villeroy guardaba allí porque, decía, en el mar hacía más frío que en tierra y, si había que ahogarse, mejor hacerlo calentito.
El alba llegó lentamente, colándose por el este como una mancha gris. El timón crujía bajo las cuerdas en las que estaba atado, sin servir para nada mientras el barco se balanceara en el oleaje sin viento. Aún tenían a la vista la costa normanda, una franja verdigris al sur, y mientras se iba levantando la luz invernal, Thomas vio tres pequeños barcos que avanzaban a remo desde la costa. Los tres subían por el Canal hasta que quedaron al este del Pentecostés; Thomas supuso que serían pescadores, y deseó que el barco de Villeroy tuviera remos y pudiera avanzar en aquella calma frustrante. Había un par de palas largas en el puente, pero Yvette le dijo que sólo servían en el puerto.
—Es demasiado pesado para remar durante mucho tiempo —explicó—, sobre todo si va lleno.
—¿Lleno?
—Llevamos cargamento —repuso Wette. Su marido estaba durmiendo en la cabina de popa, sus ronquidos parecían hacer vibrar todo el barco—. Recorremos toda la costa con lana, vino, bronce, hierro, material de construcción y pieles.
—¿Te gusta esto?
—Me encanta. —Le sonrió y su joven rostro, que era extrañamente alargado, se volvió más bonito al hacerlo—. Aunque mi madre —prosiguió— quería meterme al servicio de un obispo. Limpiar y lavar, cocinar y lavar otra vez, hasta que se me gastaran las manos de tanto trabajo, pero Pierre me dijo que podría vivir libre como un pajarito en su barco, y así lo hago, así lo hago.
—¿Sólo vosotros dos? —El Pentecostés parecía un barco muy grande para dos tripulantes, aunque uno de ellos fuera un gigante.
—Nadie más navegaría con nosotros —dijo Wette—. Trae mala suerte llevar una mujer a bordo. Mi buen padre siempre decía eso.
—¿Era pescador?
—Y muy bueno —dijo Wette—, pero aun así acabó ahogándose. Quedó atrapado en las Casquets una noche de tormenta. —Miró a Thomas con sinceridad—. Es verdad que vio las Tierras Perdidas.
—Te creo.
—Navegó muy al norte y después al oeste, y contó que los hombres de las tierras del norte conocen bien los bancos de pesca de las Tierras Perdidas y que hay peces en todo lo que alcanza la vista. Dijo que se podía caminar por el mar de lo lleno de peces que estaba, y que un día que se abría paso entre la niebla vio la tierra y los árboles como si fueran arbustos, y también las almas muertas en la orilla. Eran oscuras, como si las hubieran chamuscado los fuegos del infierno; entonces se asustó y dio media vuelta. Le costó dos meses llegar y un mes y medio volver, y se le estropeó todo el pescado porque no quiso tomar tierra y ahumarlo.
—Te creo —le volvió a decir Thomas, aunque no estaba muy convencido.
—Y yo creo que si me ahogo —prosiguió Wette—. Pierre y yo iremos juntos a las Tierras Perdidas y así él no tendrá que sentarse en los acantilados y llamarme a gritos. —Hablaba como dándolo todo por sentado, y después se levantó para prepararle el desayuno a su marido, que acababa de dejar de roncar.
Sir Guillaume salió de la cabina de proa. Parpadeó ante la luz del invierno, caminó hacia la popa y meó por encima de la barandilla mientras observaba los tres barcos que remaban desde el río y que ahora estarían a una milla de distancia del Pentecostés.
—¿Así que fuiste a ver al hermano Germain? —le preguntó a Thomas.
—Ojalá no hubiera ido.
—Es un estudioso —dijo sir Guillaume mientras se subía los pantalones y se ataba el cordel de la cintura—, lo que significa que no tiene pelotas. No las necesita. Es listo, ¿eh?; aunque ten por seguro que nunca estuvo de nuestro lado, Thomas.
—Pensaba que era amigo tuyo.
—Cuando tenía influencia y dinero —seguía diciendo sir Guillaume— tenía muchos amigos, pero el hermano Germain nunca fue uno de ellos. Siempre ha sido un buen hijo de la Iglesia y yo jamás tendría que habértelo presentado.
—¿Por qué no?
—En cuanto supo que eras un Vexille, informó ele nuestra conversación al obispo, y el obispo al arzobispo, y el arzobispo al cardenal, y el cardenal habló con quienquiera que sea el que le deja a él sus migajas, y de repente la Iglesia se emocionó con el asunto de los Vexille y con el hecho de que tu familia había poseído una vez el Grial. Y justo entonces fue cuando volvió a aparecer Guy Vexille y la Inquisición le puso las zarpas encima. —Se detuvo, contemplando el horizonte y entonces se persignó—. Eso es tu De Taillebourg: un inquisidor, me apostaría la vida en ello. Es un dominico y la mayoría de los inquisidores son perros de Dios. —Se volvió para mirar a Thomas—. ¿Por qué les llaman los perros de Dios?
—Es un chiste —le contestó Thomas—, del latín. Domini canis: el perro de Dios.
—A mí no me hace gracia —dijo sir Guillaume con aire sombrío—. Si uno de esos cabrones te atrapa en sus garras, lo que viene después son atizadores al rojo en los ojos y gritos en la noche. Y tengo entendido que atraparon a Guy Vexille, y espero que lo torturaran a conciencia.
—¿Así que Guy Vexille está preso? —Thomas estaba sorprendido. El hermano Germain le había dicho que su primo se había reconciliado con la Iglesia.
—Eso es lo que he oído. Decían que cantaba los salmos en el potro de la Inquisición. Y sin duda les ha contado que tu padre poseía el Grial, que él fue hasta Hookton a encontrarlo y cómo fracasó. ¿Pero quién más fue a Hookton? Yo, mira tú por dónde; así que creo que le dijeron a Coutances que me encontrara, me arrestara y me llevara a París. Y mientras tanto enviaron hombres a Inglaterra para averiguar lo que pudieran.
—Ya matar a Eleanor —dijo Thomas con voz débil.
—Eso es algo por lo que pagarán —repuso sir Guillaume.
—Y ahora —indicó Thomas—, han enviado hombres aquí.
—¿Qué? —preguntó sir Guillaume sobresaltado.
Thomas señaló a los tres botes pesqueros que ahora remaban directamente hacia el Pentecostés. Estaban demasiado lejos para que pudiera ver quién iba a bordo, pero algo en su acercamiento deliberado lo alarmó. Yvette, que venía de popa con pan, jamón y queso, vio a Thomas y a sir Guillaume mirando y se les unió, y entonces soltó una maldición que sólo la hija de un pescador podía haber aprendido, y corrió a la cabina de popa y le gritó a su marido que subiera al puente.
Los ojos de Yvette estaban acostumbrados al mar y sabía que aquéllos no tenía nada de botes pesqueros. Llevaban demasiados hombres a bordo, eso para empezar, y después de un rato también Thomas pudo ver a esos hombres, y sus ojos, más acostumbrados a buscar enemigos entre las hojas verdes, vieron que algunos de los hombres llevaban cotas de malla. Sabía que nadie se hacía a la mar vestido de malla a menos que tuviera la intención de matar.
—Llevan ballestas. —Villeroy ya estaba en el puente, atándose el cuello de una capa de cuero y mirando a los barcos que se acercaban y a las nubes, como si pudiera ver el viento llegar desde los cielos. La marea seguía tirando de ellos con fuerza, pero el agua estaba tranquila como una plancha de acero y no parecía que el viento los empujara—. Ballestas —repitió con tono sombrío Villeroy.
—¿Quieres que me rinda? —le preguntó sir Guillaume a Villeroy. Su voz era amarga y sugería que la pregunta era sarcástica.
—No es mi cometido decirle a su señoría lo que tiene que hacer. —Villeroy sonaba igual de sarcàstico—, pero vuestros hombres podrían subir algunas de las piedras más grandes de la sentina.
—¿Para qué servirá eso? —preguntó sir Guillaume.
—Se las voy a tirar a esos cabrones cuando intenten abordarnos. ¿Con esos barcuchos de nada? Una piedra los va a enviar directos al fondo, y nos vamos a reír viéndolos nadar con las cotas. —Villeroy sonrió—. Es difícil nadar envuelto en hierro.
Subieron las piedras, y Thomas preparó las flechas y el arco. Robbie se había encasquetado la cota de malla y llevaba la espada de su tío a un costado. Los dos hombres de armas de sir Guillaume estaban con él en la parte central del barco, el lugar por el que abordarían, pues era el sitio donde la borda estaba más cerca del mar. Thomas subió a la parte más alta de la popa, donde se le unió Will Skeat que, aunque no reconoció a Thomas, sí vio el arco y alargó un brazo.
—Soy yo, Will —le dijo Thomas.
—Ya sé que eres tú —contestó Skeat. Había dicho una mentira y se sentía avergonzado—. Déjame probar el arco, muchacho.
Thomas le tendió la enorme vara negra y miró con tristeza cómo Skeat no tenía fuerzas ni para tensarlo a medidas. Skeat se la devolvió con cara de vergüenza.
—Ya no soy lo que era —murmuró.
—Pero volverás, Will.
Skeat escupió por la borda.
—¿Es verdad que el rey me ha hecho caballero?
—Es verdad.
—A veces creo que me acuerdo de la batalla, Tom, después se desvanece. Como si fuera niebla. —Skeat contempló los tres botes que se acercaban, que se habían desplegado en una línea. Los remeros iban a todo trapo y Thomas veía a los ballesteros de pie en las proas y popas de cada barco—. ¿Has disparado alguna vez desde un barco? —le preguntó Skeat.
—Nunca.
—Pues ellos se mueven y tú también te estás moviendo. Es difícil, pero tú tómatelo con calma, chico, con calma.
Un hombre gritó desde el bote más cercano, pero los perseguidores aún estaban demasiado lejos y fuera lo que fuera lo que gritó se perdió en el viento.
—San Nicolás, santa Úrsula —rezó Villeroy—, enviadnos viento y que sea mucho.
—Está apuntándonos —dijo Skeat al ver que un ballestero en la proa del barco central había levantado el arma. Pareció levantarla alta, disparó y el dardo rebotó con una fuerza sorprendente en la popa del Pentecostés, bastante abajo. Sir Guillaume, ignorando la amenaza, se subió a la borda y se agarró a los obenques para mantener el equilibrio.
—Son los hombres de Coutances —le dijo a Thomas, y Thomas vio que algunos de los hombres en el bote más cercano llevaban el uniforme verde y negro de los sitiadores de Evecque. Sonaron más ballestas, y dos de los dardos se clavaron en la proa y otros dos pasaron silbando al lado de sir Guillaume y fueron a parar a la impotente vela, pero la mayoría acabaron en el agua con un chapoteo. Estaría calmo, pero los ballesteros seguían teniéndolo difícil para apuntar desde aquellos botes tan pequeños.
Y desde luego, eran pequeños. Cada uno llevaba unos ocho o diez remeros y aproximadamente el mismo número de ballesteros u hombres de armas. Las tres embarcaciones habían sido escogidas claramente por lo rápidas que eran a remo, pero eran muy pequeñas al lado del Pentecostés, lo que convertía cualquier intento de abordar la nave más grande en algo muy arriesgado, aunque uno de los tres botes parecía decidido a acercarse al barco de Villeroy.
—Lo que van a intentar —dijo sir Guillaume— es que, mientras esos dos nos inundan de flechas, ese hijo de puta —y señalaba al que se estaba acercando— nos abordará.
Los dardos seguían chocando contra el casco. Un par más perforaron la vela y un tercero se clavó en el mástil justo encima del gastado crucifijo clavado a la madera embetunada. La figura de Cristo, blanca como el hueso, había perdido el brazo izquierdo y Thomas se preguntó si eso sería un mal presagio; después intentó olvidarlo, tensó el enorme arco y disparó. Sólo le quedaban treinta flechas, pero no era el momento de escatimarlas así que, mientras volaba la primera, disparó la segunda; los ballesteros aún no habían terminado de recargar las ballestas cuando la primera flecha le dio a un remero en el brazo y la segunda arrancó una astilla de la proa del bote, una tercera voló por encima de las cabezas de los remeros y se hundió en mar. Los remeros se agacharon; entonces uno de ellos abrió la boca y cayó hacia atrás con una flecha en la espalda; un instante más tarde, uno de los hombres de armas fue alcanzado en el muslo y cayó sobre dos remeros. Hubo un momento de caos a bordo y la embarcación viró de golpe con los remos dándose unos contra otros. Thomas bajó el enorme arco.
—Así aprenderéis —dijo Will Skeat con fervor—. Ah, Tom, siempre has sido un cabroncete letal.
El bote se retiró. Las flechas de Thomas habían sido mucho más certeras que los dardos de ballesta porque él disparaba desde un barco mucho más grande y más estable que los pequeños y sobrecargados botes a remos. Sólo había matado a uno de los hombres, pero la frecuencia de las primeras flechas de Thomas había metido el miedo divino en los cuerpos de los remeros, que no podían ver de dónde llegaban los proyectiles, pero sí oír el silbido de las plumas y los gritos de los heridos. Ahora los otros dos botes adelantaban al tercero y los ballesteros apuntaban sus armas.
Thomas sacó una flecha de la bolsa y se preocupó por lo que pasaría cuando no le quedaran más, pero justo entonces empezó a rizarse el mar, lo que quería decir que llegaba el viento. Un viento del este, de todos los vientos el más improbable, pero aún así seguía llegando del este y la enorme vela marrón del Pentecostés se hinchó y se deshinchó, y luego se volvió a hinchar y, de repente, el barco empezó a alejarse de sus perseguidores y el agua borboteaba en sus costados. Los hombres de Coutances remaban tan deprisa como podían.
—¡Abajo! —gritó sir Guillaume y Thomas se agachó tras la barandilla mientras una nueva andanada de dardos se clavaba en el casco del Pentecostés o volaba alto para rasgar la cochambrosa vela. Villeroy le gritó a Wette que se encargara del timón, y él se agachó bajo la vela mayor antes de meterse en la cabina de proa y sacar una enorme y evidentemente antigua ballesta, que montó con un largo armatoste de hierro. Colocó en el canal un dardo oxidado y la disparó al bote más cercano.
—¡Cabrones! ¡Vuestras madres eran cabras! ¡Eran cabras putas! ¡Cabras putas con viruelas! ¡Cabrones! —Volvió a armar la ballesta con otro proyectil oxidado y la disparó, pero el dardo cayó al mar. El Pentecostés estaba cogiendo velocidad y ya había salido del alcance de las ballestas.
El viento hinchaba la vela y el Pentecostés se alejó aún más de sus perseguidores. Los tres botes de remos habían subido por el Canal con la esperanza de que la marea alta o un posible viento del oeste arrastrara de vuelta al Pentecostés, pero con el viento del este los remeros no pudieron mantener el ritmo y los tres botes quedaron atrás, hasta que abandonaron la persecución. Pero en cuanto la abandonaron, aparecieron otros dos perseguidores por la desembocadura del río Orne. Dos embarcaciones, ambas grandes y equipadas con enormes velas cuadradas como la vela mayor del Pentecostés, se estaban haciendo a la mar.
—El que abre la marcha es el Saint-Esprit —dijo Villeroy, que incluso a esa distancia era capaz de distinguir los barcos—, y el otro es el Marie. El Marie navega como una cerda preñada, pero el Saint-Esprit nos alcanzará.
—¿El Saint-Esprit? —Sir Guillaume parecía consternado—. ¿Jean Lapoulier?
—¿Quién si no?
—¡Pensaba que éramos amigos!
—Y era vuestro amigo —prosiguió Villeroy—, mientras teníais tierras y dinero, pero ¿qué tenéis ahora?
Sir Guillaume rumió sobre la verdad de aquella pregunta durante unos instantes.
—¿Y por qué me ayudas tú?
—Porque yo soy un insensato —dijo Villeroy con alegría—, y porque me vais a pagar estupendamente.
Sir Guillaume gruñó ante esa perogrullada.
—No te voy a pagar si vamos en la dirección equivocada —añadió al cabo de poco.
—La dirección correcta —señaló Villeroy—, es la que nos aleja del Saint-Esprit, la dirección del viento, así que seguiremos hacia el oeste.
Siguieron hacia el oeste todo el día. Iban a buena velocidad pero, aun así, el enorme Saint-Esprit ganaba terreno. Por la mañana no era sino un borrón en el horizonte; a mediodía Thomas ya veía la pequeña plataforma en el mástil donde, le dijo Villeroy, habría ballesteros apostados; y a media tarde ya veía los ojos blancos y negros pintados en la proa. El viento del este había aumentado durante todo el día hasta que sopló fuerte y frío batiendo las olas levantando espuma blanca en sus crestas. Sir Guillaume sugirió dirigirse al norte, casi hasta llegar a la costa inglesa, pero Villeroy argumentó que no conocía la costa y que no estaba seguro de poder encontrar refugio si hacía temporal.
—Yen esta época del año el tiempo puede cambiar tan rápido como el carácter de una mujer —añadió, y como para darle la razón, se desató un chubasco violento de aguanieve que silbó en el mar, zarandeó el barco y redujo la visibilidad a unas cuantas yardas. Sir Guillaume volvió a insistir en dirigirse hacia el norte y le sugirió que giraran mientras el barco seguía escondido por la tormenta, pero Villeroy se negó obstinadamente, y Thomas supuso que el gigante temía que se le acercaran barcos ingleses, a los que nada les gustaba más que capturar navíos franceses.
Los alcanzó otro embate, la lluvia rebotaba a un palmo del puente y el aguanieve se estaba acumulando en una capa blanca en el lado este, junto a todas las drizas. Villeroy temía que se le rompiera la vela, pero no se atrevía a izarla porque cada vez que pasaba una ráfaga, dejando el mar blanco y revuelto, veían siempre al Saint-Esprit, que cada vez estaba más cerca.
—Es un barco rápido —admitió Villeroy a regañadientes—, y Lapoullier sabe manejarlo.
Con todo, el corto día de invierno estaba tocando a su fin, y la noche ofrecería al Pentecostés una oportunidad para escapar. Los perseguidores lo sabían y debían de estar rezando para que el barco recibiera un poco más de impulso; mientras caía la noche, seguía avanzando pulgada a pulgada, aunque el Pentecostés aún llevaba la delantera. Ya no veían tierra, dos barcos en un océano embravecido y oscuro, y entonces, cuando la noche era casi cerrada, llegó la primera flecha en llamas desde la proa del Saint-Esprit.
Había sido disparada desde una ballesta. Las llamas rasgaban la noche, dibujaban una parábola y se hundían en la estela del Pentecostés.
—Devuélveles otra flecha —gruñó sir Guillaume.
—Están demasiado lejos —dijo Thomas. Una buena ballesta siempre tenía más alcance que un arco de tejo, aunque, en el tiempo que se tardaba en recargarla, un arquero inglés habría podido correr, acercarse a la distancia adecuada y disparar media docena de flechas. Pero Thomas no podía hacer nada de eso en aquella oscuridad, ni quería arriesgarse a malgastar flechas. Sólo podía esperar y mirar, hasta que dispararon un segundo dardo en llamas que también quedó detrás.
—No vuelan tan bien —dijo Will Skeat.
—¿Qué pasa, Will? —Thomas no lo había oído bien.
—Envuelven el astil en tela y eso las vuelve más lentas. ¿Has disparado alguna flecha en llamas, Tom?
—Nunca.
—Le quitan al alcance cincuenta pasos —dijo Skeat mientras observaba la tercera flecha hundirse en el mar—, y hace que sea endemoniadamente difícil dar en el blanco.
—Esa ha estado cerca —observó sir Guillaume.
Villeroy había puesto un barril en el puente y estaba llenándolo con agua del mar. Wette, mientras tanto, había subido por las jarcias para agarrarse a la cruceta de donde colgaba la única verga del mástil y ahora subía cubos de lienzo llenos de agua para empapar la vela.
—¿Podemos usar nosotros flechas incendiarias? —preguntó sir Guillaume—. Esa cosa debe de cubrir la distancia. —Movió la cabeza hacia la ballesta monstruosa de Villeroy. Thomas le tradujo la pregunta a Will Skeat, cuyo francés aún era rudimentario.
—¿Flechas incendiarias? —El rostro de Skeat se arrugó mientras pensaba—. Necesitarás brea, Tom —dijo dudando todavía que fuera una buena idea—, hay que empaparla en lana y después atar la lana a la flecha muy fuerte, pero hay que deshilacharla un poco para que arda bien. El fuego tiene que prender bien en la tela, no sólo en los bordes, porque si no, no dura, y cuando esté ardiendo como Dios manda hay que disparar antes de que se consuma el astil.
—No —tradujo Thomas a sir Guillaume—, no podemos.
Sir Guillaume lanzó una maldición, entonces se volvió cuando la primera flecha incendiaria dio en el Pentecostés, pero el dardo se había clavado muy abajo en la popa, tan abajo que la siguiente ola extinguió las llamas con un silbido.
—¡Tenemos que poder hacer algo! —Sir Guillaume estaba rabioso.
—Podemos esperar —repuso Villeroy. Estaba sentado junto al timón de popa.
—¿Puedo yo usar tu ballesta? —le preguntó sir Guillaume al enorme marinero y, cuando Villeroy asintió, sir Guillaume armó el enorme artefacto y devolvió otro dardo hacia el Saint-Esprit. Gruñó mientras accionaba el armatoste para volver a dejar el arma lista, sorprendido por la fuerza necesaria. Una ballesta que se tensaba con un armatoste era normalmente mucho menos potente que las que se armaban con gafa y cranequín, pero la de Villeroy era inmensa. Los dardos de sir Guillaume debían de haber dado en el blanco, pero estaba demasiado oscuro para apreciar si habían hecho daño. Thomas lo dudaba, porque la proa del Saint-Esprit era alta y la borda recia. Sir Guillaume debía de estar solamente clavando hierro en madera, pero los peligrosos proyectiles del Saint-Esprit empezaban a amenazar al Pentecostés. Ahora disparaban tres o cuatro ballestas enemigas, y Thomas y Robbie estaban atareados apagando con agua los dardos ardiendo; entonces un dardo en llamas alcanzó la vela y el fuego empezó a brillar en el lienzo, aunque Yvette consiguió extinguirlo en el mismo momento que Villeroy hacía virar el timón. Thomas oyó el crujido del timón al soportar tanta tensión y sintió cómo el barco escoraba al tomar rumbo hacia el sur.
—El Saint-Esprit nunca ha sido muy rápido en contra del viento —dijo Villeroy—, y bambolea en el mar embravecido.
—¿Y nosotros somos más rápidos? —preguntó Thomas.
—Ahora lo veremos —repuso Villeroy.
—¿Y por qué no lo hemos hecho antes? —gruñó sir Guillaume.
—Porque no teníamos suficiente mar para comprobarlo —contestó Villeroy tranquilamente, mientras un dardo en llamas pasaba por encima de la cubierta de popa como un meteoro—. Pero ahora ya estamos lejos del cabo. —Quería decir que ya estaban suficientemente al oeste de la península normanda, y que ahora quedaban al sur los tramos llenos de escollos entre Normandía y Bretaña. El viraje al sur suponía que la distancia entre el Saint-Esprit y el Pentecostés se reduciría, pues el primero seguía hacia el oeste, así que Thomas pudo disparar unas cuantas flechas a las tenues figuras de hombres armados en el centro del barco. Wette había bajado de nuevo al puente y jalaba de unos cabos. Cuando estuvo satisfecha con la nueva disposición de la vela, volvió a trepar a su nido, justo en el momento en que dos dardos más dieron contra la tela y Thomas vio trepar las llamas mientras Yvette las apagaba con cubos. Thomas envió otra flecha en la noche para que llegara hasta la cubierta enemiga, y sir Guillaume disparaba la pesada ballesta tan rápido como podía, pero ninguno de los dos hombres fue recompensado con un grito de dolor. Poco a poco volvieron a ganar distancia, y Thomas volvió a quitarle la cuerda al arco. El Saint-Esprit estaba virando para seguir al Pentecostés hacia el sur y, durante unos instantes, pareció desaparecer en la noche, pero entonces del puente salió otra flecha incendiaria y Thomas vio que había girado y estaba otra vez en la estela del Pentecostés. La vela de Villeroy seguía ardiendo, proporcionándole al Saint-Esprit una señal que no podía perder, y los perseguidores enviaron tres flechas juntas, las llamas parpadeaban hambrientas en la noche, e Wette tiraba de los cubos desesperada, pero la vela ya estaba ardiendo y el barco iba cada vez más lento a medida que la vela perdía fuerza, y entonces, como una bendición, llegó otro chaparrón desde el este.
La lluvia cayó con una violencia extraordinaria, repicaba en la vela chamuscada y tamborileaba en el puente, y Thomas pensó que duraría para siempre, pero se detuvo tan pronto como había empezado. Toda la tripulación del Pentecostés miraba desde la popa, esperando la llegada del siguiente dardo incendiario enviado desde el puente del Saint-Esprit, pero cuando por fin se alzó en los cielos estaba muy lejos, demasiado para que la luz iluminara el Pentecostés, y Villeroy gruñó.
—Han pensado que volveríamos a virar hacia el oeste con este temporal —dijo divertido—, pero se han hecho los listos. —El Saint-Esprit había intentado adelantar al Pentecostés, convencido de que Villeroy volvería a poner el barco a favor del viento, pero los perseguidores no habían acertado y ahora estaban demasiado al norte y hacia el oeste de su presa.
Siguieron lanzando flechas incendiarias en la oscuridad, pero ahora iban en todas direcciones, a la espera de que las pequeñas luces se reflejaran en el casco del Pentecostés y les indicaran su dirección. Sólo que el barco de Villeroy estaba cada vez más lejos, empujado por los restos de su chamuscada vela. Si no hubiera sido por la tormenta, pensó Thomas, probablemente los habrían alcanzado y capturado, y se preguntaba si la mano de Dios lo protegía porque poseía el libro del Grial. Después le asaltó la culpa; la culpa por dudar de la existencia del Grial; por gastar el dinero de lord Outhwaite en lugar de invertirlo en su búsqueda; y una culpa y pena aún mayor por las vidas desperdiciadas de Eleanor y el padre Hobbe, así que se hincó de rodillas encima del puente y dirigió su mirada hacia el crucifijo manco. «Perdóname, Señor —rezó—, perdóname».
—Las velas cuestan dinero —dijo Villeroy.
—Tendrás una vela nueva, Pierre —le prometió sir Guillaume.
—Y recemos para que lo que queda de ésta nos lleve a alguna parte —prosiguió con amargura. Lejos, en el norte, una última flecha rasgó la oscuridad con un brillo rojo y ya no hubo más luz, sólo la negrura sin fin de un mar roto en el que el Pentecostés sobrevivió bajo su vela hecha jirones.
El alba llegó, y los encontró envueltos en niebla y empujados por una brisa intermitente que hacía flamear la vela, de manera que Villeroy e Wette tuvieron que doblarla sobre sí misma para que el viento tuviera algo más que agujeros en los que soplar y, cuando estuvo lista, el Pentecostés prosiguió hacia el suroeste cabeceando, y todos los que estaban a bordo dieron gracias a Dios por la niebla que los ocultaba de los piratas que acechaban en el golfo entre Normandía y Bretaña. Villeroy no estaba seguro de dónde se encontraban, aunque sí sabía que la costa normanda estaba al este y que toda aquella tierra era el feudo del conde de Coutances, así que siguieron hacia suroeste con Wette encaramada en la proa oteando el horizonte atentamente, en busca de los frecuentes arrecifes.
—Estas aguas crían rocas —refunfuñó Villeroy.
—Pues busca aguas más profundas —sugirió sir Guillaume.
El gigante escupió por la borda.
—Las aguas más profundas crían piratas ingleses fuera de sus islas.
Prosiguieron hacia el sur, el viento empezó a amainar y el mar a calmarse. Aún hacía frío, pero ya no traía tormentas y, cuando un débil sol empezó a disipar las nieblas, Thomas se sentó al lado de Mordecai en la proa.
—Tengo una pregunta que hacerte —le dijo.
—Mi padre me dijo que nunca me subiera a un barco —respondió Mordecai. Estaba muy pálido y tenía la barba, que normalmente se peinaba cuidadosamente, enmarañada. Temblaba como un bebé, a pesar de que se había protegido con unas cuantas pieles de cabra—. ¿Sabías que los marineros flamencos aseguran que una tormenta se calma si tiran a un judío por la borda?
—¿De verdad?
—Eso me han contado —repuso Mordecai—, y si estuviera embarcado en un barco flamenco, es posible que recibiera con agrado la idea de ahogarme como alternativa a esta existencia. ¿Qué es eso?
Thomas había desenvuelto el libro que le había dejado su padre.
—Mi pregunta —dijo ignorando la anécdota de Mordecai— tiene que ver con Hacalías
—¿Hacalías? —Mordecai repitió el nombre y después sacudió la cabeza—. ¿Crees que los flamencos llevan judíos a bordo como precaución? Me parece razonable, aunque cruel. ¿Por qué morir cuando lo puede hacer un judío?
Thomas abrió el libro por la primera página escrita en hebreo en la que el hermano Germain le había descifrado el nombre de Hacalías.
—Aquí —dijo pasándole el libro al médico—. Hacalías.
Mordecai miró la página.
—Nieto de Hacalías —tradujo en voz alta—, e hijo del Tirsata. ¡Claro! Es una confusión por Jonás y la ballena.
—¿Hacalías? —preguntó Thomas mirando la página con la extraña escritura.
—¡No, mi querido muchacho! —repuso Mordecai—. La superstición de los judíos y las tormentas es una confusión por Jonás, una confusión de ignorantes. —Volvió a mirar la página—. ¿Acaso eres tú el hijo del Tirsata?
—Soy el hijo bastardo de un cura.
—¿Y escribió tu padre esto?
—Sí.
—¿Para ti?
Thomas asintió.
—Eso creo.
—Entonces eres el hijo del Tirsata y el nieto de Hacalías —dijo Mordecai y sonrió—. ¡Claro que sí! Nehemías. Mi memoria es tan mala casi como la del pobre Skeat. ¿Tú qué crees? Mira que olvidarme de que Hacalías era el padre de Nehemías.
Thomas seguía igual.
—¿Nehemías?
—Y él era el Tirsata, claro que sí. Extraordinario, ¿eh? Hasta qué punto los judíos prosperamos en países extraños para que después se cansen de nosotros y nos culpen de cualquier pequeño accidente. Luego pasa el tiempo y nos devuelven los cargos. El Tirsata, Thomas, era el gobernador de Judea bajo los persas. Nehemías era el Tirsata, no el rey, claro, sólo el gobernador durante un tiempo bajo el mandato de Artajerjes. —La erudición de Mordecai era impresionante, pero muy poco iluminadora. ¿Por qué iba el padre Ralph a identificarse con Nehemías, que debió de vivir cientos de años antes de Cristo, antes del Grial? La única respuesta que se le ocurría a Thomas era la habitual, que su padre estaba loco. Mordecai estaba hojeando el libro y se estremeció cuando una de las páginas crujió—. Cuánto desea la gente los milagros —iba diciendo. Se detuvo en una página con un dedo manchado por las medicinas que molía y mezclaba—. «Una copa de oro en manos del Señor que sirvió para embriagar a toda la tierra». ¡Canastos! ¿Qué querrá decir esto?
—Habla del Grial —respondió Thomas.
—Eso lo he entendido, Thomas —lo reprendió Mordecai con dulzura—, pero esas palabras no fueron escritas sobre el Grial. Se refieren a Babilonia. Es parte de las lamentaciones de Jeremías —volvió otra página—. A la gente le gustan los misterios. No quieren que les expliquen nada, porque cuando las cosas obtienen explicación, desaparece la esperanza. He visto hombres morir y he sabido que no se podía hacer nada, y aun así se me pide que vaya porque pronto llegará el cura con un plato cubierto con un paño y todo el mundo espera un milagro. Nunca sucede. Y la gente muere y me culpan a mí, no a Dios o al cura, ¡sino a mí! —Dejó caer el libro en su regazo y el viento pasó las páginas—. Esto son sólo cuentos sobre el Grial, y algunos escritos extraños que podían referirse a él. Realmente, un libro de meditaciones. —Frunció el ceño—. ¿Creía tu padre que el Grial existía de verdad?
Thomas estaba a punto de responder con un sí rotundo, pero se detuvo y se puso a recordar. Durante la mayor parte del tiempo su padre había sido un hombre irónico, divertido e inteligente, pero había habido otras épocas en las que era una criatura salvaje e imprevisible que luchaba con Dios y se desesperaba por comprender los misterios sagrados.
—Me parece —dijo Thomas con cautela— que sí creía en el Grial.
—Claro que creía —repuso Mordecai de repente—, ¡pero qué tonto soy! ¡Creía en el Grial porque estaba convencido de que lo poseía!
—¿Sí? —preguntó Thomas. Ahora sí que estaba confuso de verdad.
—Nehemías era algo más que el Tirsata de Judea —prosiguió el médico—, era el copero de Artajerjes. Lo dice al principio de sus escritos. «Servía yo entonces de copero del rey». Aquí —señaló una línea de escritura hebrea—. «Servía yo entonces de copero del rey». Ésas son las palabras de tu padre, Thomas, sacadas del relato de Nehemías.
Thomas miró el escrito y supo que Mordecai tenía razón. Ése era el testimonio de su padre. Había sido el copero del mayor rey de todos, Dios mismo, Cristo, y la frase confirmaba los sueños de Thomas. El padre Ralph había sido el copero. Había poseído el Grial. Existía. Thomas se estremeció.
—Creo —hablaba con ternura— que tu padre creía que poseía el Grial, pero eso me parece improbable.
—¡Improbable! —protestó Thomas.
—Yo no soy más que un judío, así que, ¿qué voy yo a saber de la salvación de la humanidad? Y hay quien piensa que ni siquiera tengo derecho a hablar de esas cosas pero, por lo que yo entiendo, Jesús no era rico, ¿estoy en lo cierto?
—Era pobre —dijo Thomas.
—Así que estoy en lo cierto, no era rico y, al final de su vida, ¿asistió a una seder?
—¿A una seder?
—La fiesta de Pascua, Thomas. Y en la seder se come pan y se bebe vino, y el Grial, corrígeme si me equivoco, podía ser el plato del pan o la copa de vino, ¿sí?
—Sí.
—Sí —repitió Mordecai y miró hacia la izquierda, donde un pequeño bote de pesca había aparecido tras la tormenta. No habían visto señales del Saint-Esprit en toda la mañana, y ninguna de las embarcaciones más pequeñas que habían pasado había mostrado interés alguno en el Pentecostés—. Pues si Jesús era pobre —prosiguió el judío—, ¿qué tipo de plato para seder usaría? ¿Uno de oro? ¿Uno adornado con piedras preciosas? ¿O un simple cuenco de arcilla?
—Usara lo que usara —contestó Thomas—. Dios pudo transformarlo.
—Ah, claro, se me olvidaba —repuso Mordecai. Parecía decepcionado, pero sonrió y le devolvió el libro a Thomas—. Cuando lleguemos a dondequiera que vayamos —le dijo—, te traduciré el trozo en hebreo; espero que eso te ayude.
—¡Thomas! —le gritó sir Guillaume desde popa—. ¡Necesitamos brazos frescos para achicar!
No les había dado tiempo a terminar de calafatear y al Pentecostés le entraba agua a un ritmo alarmante, así que Thomas bajó a la sentina y le fue pasando cubos a Robbie que la tiraba al mar. Sir Guillaume había estado presionando a Villeroy para que se dirigiera al norte y al este e intentara pasar Caen y llegar hasta Dunkerque, pero a Villeroy no le hacía ninguna gracia el estado de la vela, y menos gracia aún el casco lleno de agua.
—Tengo que atracar donde sea y rápido —gruñó—, y vos tenéis que comprarme una vela nueva.
No se atrevían a acercarse a Normandía. La noticia de que sir Guillaume había sido declarado traidor se había extendido por toda la provincia y, si estaban buscando al Pentecostés, era muy probable que en esa costa de contrabandistas hubiera muchos dispuestos a denunciar a sir Guillaume. Lo único que quedaba era Bretaña y sir Guillaume estaba ansioso por llegar a Saint-Malo o Saint-Brieuc, pero Thomas protestó desde la sentina porque allí él y Will Skeat serían considerados enemigos por las autoridades bretonas que, en aquellas ciudades, habían jurado fidelidad al duque Carlos. El duque estaba siempre guerreando con los rebeldes que consideraban al duque Juan el auténtico gobernante de Bretaña, y éstos eran apoyados por los ingleses.
—¿Y dónde quieres ir? —le preguntó sir Guillaume—. ¿A Inglaterra?
—No llegaríamos nunca, a Inglaterra —dijo Villeroy mirando con tristeza la vela.
—¿A las islas? —sugirió Thomas pensando en Guernsey o Jersey.
—¡A las islas! —A sir Guillaume le gustó la idea.
Esta vez fue Villeroy quien se opuso.
—No puede ser —dijo sin rodeos, y le explicó que el Pentecostés había sido un barco de Guernsey y que él había sido uno de los hombres que colaboró en capturarlo—. Si lo llevo a las islas, me lo quitarán y yo desapareceré con él.
—¡Por el amor de Dios! —gruñó sir Guillaume—. ¿Entonces dónde vamos?
—¿Puedes llegar a Tréguier? —preguntó Will Skeat, y todo el mundo se quedó tan sorprendido de que hubiera abierto la boca que por unos instantes nadie respondió.
—¿A Tréguier? —dijo al final Villeroy—. ¿Por qué no?
—¿Por qué Tréguier? —quiso saber sir Guillaume.
—Lo último que oí es que estaba en manos inglesas —respondió Skeat.
—Sigue estándolo —intervino Villeroy.
—Y allí tenemos amigos —prosiguió Skeat.
Y enemigos, pensó Thomas. Tréguier no era sólo el puerto bretón más cercano en manos inglesas, también era la bahía más cercana a La Roche-Derrien, donde sir Geoffrey Carr, el Espantapájaros, había ido. Y Thomas también le había dicho al hermano Germain que se dirigía a la misma ciudad, lo que significaba con total seguridad que De Taillebourg acabaría sabiéndolo y lo seguiría. Pero era muy probable que también Jeanette estuviera allí y, de repente, aunque Thomas llevaba semanas diciendo que no volvería, quiso llegar a La Roche-Derrien desesperadamente.
Pues era en Bretaña donde había amigos, antiguos amores y enemigos a quienes quería matar.