Un único retumbar atronador sonó cuando Thomas y Robbie se aproximaron a Evecque. No sabían si estaban muy cerca, pero cabalgaban por un terreno en el que todas las granjas y casas de los alrededores habían sido destruidas, lo que le indicó a Thomas que ya debían de estar cerca de las tierras de sir Guillaume. Robbie, al oír el estruendo, miró sorprendido a Thomas porque el cielo que tenían encima de sus cabezas estaba despejado, aunque se veían nubes oscuras hacia el sur.

—Hace demasiado frío para que truene —dijo.

—A lo mejor en Francia es diferente.

Abandonaron la carretera y siguieron el camino de la granja que se metía por entre los bosques y se perdía junto a un edificio quemado que aún humeaba levemente. Tenía poco sentido hacer quemar unas dependencias como aquéllas, y Thomas dudaba de que el conde de Coutances hubiera ordenado en principio su destrucción, pero el prolongado desafío de sir Guillaume y el escaso sentido común de la mayoría de los soldados se habrían encargado de que el saqueo y la quema acabaran por tener lugar igualmente. Thomas había hecho lo mismo en Bretaña. Inmune a los gritos y protestas de las familias que se veían obligadas a presenciar cómo se quemaban sus casas, había prendido fuego a la paja de sus techumbres sin consideración alguna. Era la guerra.

Los escoceses se lo hacían a los ingleses, los ingleses a los escoceses, y aquí el conde de Coutances se lo estaba haciendo a su vasallo.

Se oyó un segundo ruido atronador y, justo cuando murió el eco, Thomas vio un enorme velo de humo en el cielo del este. Se lo señaló a su compañero, y Robbie, al reconocer la mancha de las hogueras de los campamentos y reparar en la necesidad de no hacer ruido, se limitó a asentir. Dejaron los caballos en un bosquecillo de castaños jóvenes y subieron por la larga y boscosa colina. Tras ellos, la puesta de sol arrojaba sus largas sombras sobre las hojas muertas. Un pájaro carpintero, de cabeza roja y las alas a franjas blancas, revoloteó por encima de sus cabezas mientras cruzaban la línea de la loma para ver, al otro lado, el pueblo y la hacienda de Evecque bajo sus pies.

Thomas nunca había visto la propiedad de sir Guillaume. Se había imaginado que sería algo así como la residencia de sir Giles Marriott, una estancia grande con forma de granero y algunos edificios adjuntos de techos de paja, pero Evecque era más bien parecido a un castillo pequeño. En la esquina más cercana a Thomas tenía incluso una torre: una torre cuadrada y no demasiado alta, pero convenientemente almenada, y en ella ondeaba el pendón con los tres halcones de alas extendidas que indicaban que sir Guillaume aún no había sido derrotado. Lo que había salvado al castillo, de todos modos, era su foso, amplio y con una espesa capa de porquería verde que parecía estar viva. Las altas murallas de la propiedad se alzaban justo desde el agua, tenían pocas ventanas y las que tenían no eran sino troneras. El techo estaba cubierto de paja e inclinado hacia dentro, donde había un pequeño patio. Los sitiadores, cuyas tiendas y refugios se encontraban en la población situada al norte del castillo, habían conseguido prender fuego a los techos en algún momento, pero los escasos defensores de sir Guillaume sin duda consiguieron extinguir las llamas, pues sólo faltaba o se veía ennegrecida una pequeña porción de la paja. Ninguno de esos defensores estaba a la vista en ese momento, aunque algunos debían de estar vigilando por las troneras, que parecían manchitas blancas sobre la piedra gris. El único daño visible a la propiedad eran unas cuantas piedras rotas en una esquina de la torre, que parecían el mordisco de alguna bestia gigante, aunque eran obra probablemente de la balista que el padre Pascal había mencionado, pero, evidentemente, la enorme ballesta se había vuelto a romper y Thomas no pudo sino reparar en ella: dos enormes piezas que descansaban en el campo junto a la pequeña iglesia de piedra. Había hecho muy poco daño antes de que se rompiera la viga mayor, y Thomas se preguntó si la parte este del edificio, oculta a ellos, habría sufrido más. La entrada del castillo debía de estar al otro lado y sospechaba que las mayores máquinas de asedio también estarían allí.

Sólo podían verse una veintena de sitiadores, la mayoría de ellos en la poco amenazante actitud de estar sentados fuera de las casas del pueblo, aunque una media docena se habían reunido alrededor de lo que parecía una pequeña mesa en el patio de la iglesia. Ninguno de los hombres del conde estaba a menos de ciento cincuenta pasos, lo que sugería que los defensores habían conseguido matar a unos cuantos enemigos con las ballestas y que el resto había aprendido a mantenerse a una distancia prudencial.

El pueblo mismo era pequeño, no mucho mayor que Down Mapperley y, como la villa del Dorset, tenía un molino de agua. Había una docena de tiendas al sur de las casas y el doble de pequeños refugios construidos con ramas y hierbas. Thomas intentó calcular cuántos hombres podían refugiarse en el pueblo, en las tiendas y en las pequeñas cabañas de hierba y decidió que el conde debía de contar con unos ciento veinte.

—¿Qué hacemos? —preguntó Robbie.

—De momento, nada. Sólo observar.

Era una vigilancia tediosa porque debajo de ellos se desarrollaba poca actividad. Algunas mujeres llevaban cubos de agua desde el canal del molino, otras cocinaban en hogueras o recogían la ropa puesta a secar sobre algunos arbustos al borde de los campos. El estandarte del conde de Coutances, con el jabalí negro sobre fondo blanco decorado con flores azules, ondeaba en un asta improvisada sobre la casa más grande del pueblo. Otros seis estandartes estaban colgados de los techos de paja, lo que indicaba que otros tantos señores se le habían unido para repartirse el botín. Media docena de escuderos o pajes entrenaban a los caballos de guerra en el prado junto al campamento, pero, por lo demás, los atacantes de Evecque hacían poco más que esperar. Los sitios siempre eran aburridos. Thomas recordó los días ociosos fuera de La Roche-Derrien, aunque aquellas largas horas se veían rotas por el terror y la emoción de algún asalto de vez en cuando. Aquellos hombres, incapaces de asaltar los muros de Evecque a causa del foso, sólo podían confiar en que la guarnición se muriera de hambre y se rindiera, o intentar hacerlos salir quemando granjas. O quizá sólo esperaran que llegara un trozo grande de buena madera para reparar la balista.

Entonces, justo cuando Thomas acababa de decidir que ya había visto suficiente, el grupo de hombres que estaba reunido junto a lo que él había creído una mesa baja, cercana al seto del patio de la iglesia, se retiró corriendo hacia la iglesia.

—¿Qué demonios es eso? —le preguntó Robbie, y Thomas vio que no se trataba de una mesa, sino de una enorme olla apoyada en una estructura de madera.

—Es un cañón —elijo Thomas, incapaz de ocultar su asombro, y entonces el arma disparó y el enorme ollón de metal y la igualmente enorme estructura de madera desaparecieron en una nube de humo negra y, con el rabillo del ojo, pudo ver cómo un trozo de piedra volaba por los aires en la esquina dañada del castillo. Mil pájaros salieron volando de entre los setos, la paja y los árboles cuando el trueno que emitió el proyectil subió la colina y le pasó por encima. Eso era lo que habían oído antes. El conde de Coutances se las había apañado para encontrar un arma de fuego y la estaba utilizando para minar la fortaleza. Los ingleses también las habían usado en Caen el verano anterior, aunque ni todas las armas del ejército ni los mejores esfuerzos de los artilleros italianos habían hecho daño alguno al castillo. De hecho, mientras el humo se iba dispersando, Thomas vio que ese disparo tampoco había tenido un gran impacto en la mansión. El ruido parecía más violento que el proyectil mismo, aunque supuso que, si los artilleros del conde disparaban suficientes piedras, al final la mampostería cedería, la torre se derrumbaría en el foso y los escombros servirían de puente para cruzar el agua. Piedra a piedra, fragmento a fragmento, a lo mejor con tres o cuatro disparos al día, los sitiadores tumbarían la torre y se abrirían camino hasta el interior de la fortaleza.

Un hombre sacó un pequeño barril rodando de la iglesia, pero otro le hizo una señal y el barril volvió adentro. La iglesia debía de ser el polvorín, pensó Thomas, y el hombre habría vuelto con el barril porque los artilleros debían de haber disparado el último proyectil del día y no recargarían hasta el día siguiente. Aquello le sugirió una idea, pero la apartó de su mente por impráctica y por estúpida.

—¿Ya has visto suficiente? —le preguntó a Robbie.

—No había visto nunca una pieza de artillería —le contestó Robbie mientras seguía mirando la lejana olla como si esperara que la volvieran a disparar, pero Thomas sabía que era improbable que así fuera. Llevaba mucho tiempo cargar un cañón y, una vez le colocaran la negra pólvora en el vientre y el proyectil por el cuello, debía ser sellado con marga fresca. La marga aislaría la explosión que despedía el proyectil y necesitaba tiempo para secarse antes de disparar el cañón, así que era improbable que lo volvieran a utilizar—. Suena a demasiado trabajo para lo que se obtiene —le dijo Robbie cuando Thomas hubo terminado su explicación—. ¿Así que no crees que lo vuelvan a disparar?

—Esperarán hasta mañana.

—Pues ya he visto suficiente —repuso Robbie y se escurrieron entre las hayas que tenían detrás hasta que pasaron la colina, después volvieron hasta la cerca donde habían metido a los caballos y cabalgaron en la noche. La luna estaba mediada, fría y alta, y la noche era amarga, tan amarga que decidieron arriesgarse a hacer una hoguera, aunque la ocultaron como mejor pudieron en un barranco profundo con paredes de roca, donde se construyeron un rudimentario techo de ramas cubiertas de trozos de tierra y hierba. El fuego se reflejaba a través de los agujeros del tejadillo en los muros de roca y los enrojecía intermitentemente, pero Thomas dudaba que los sitiadores patrullaran los bosques de noche. Nadie se metía por voluntad propia entre los árboles frondosos de noche, porque todo tipo de animales, monstruos y fantasmas acechaban en los bosques, y ese pensamiento le recordó a Thomas el viaje estival que había hecho con Jeannette en el que habían dormido noche tras noche en medio de la naturaleza. Había sido una época feliz y, al recordarlo, se compadeció de sí mismo hasta que, como de costumbre, se sintió culpable por Eleanor y tendió las manos para calentarse en la pequeña hoguera.

—¿Sabes si hay hombres verdes en Escocia? —le preguntó a Robbie.

—¿En los bosques, quieres decir? Lo que hay son trasgos, y son unos cabrones, ésos. —Robbie se persignó y, por si no había sido suficiente, se agachó y tocó el mango de hierro de la espada de su tío.

Thomas estaba pensando en trasgos y otras criaturas, los seres que esperaban en los bosques por la noche. ¿Quería en realidad volver a Evecque aquella noche?

—¿Te has dado cuenta de que nadie en el campamento de Coutances parecía muy preocupado porque no hubieran vuelto cuatro jinetes? No hemos visto a nadie que saliera en su busca, ¿verdad?

Robbie se paró a pensarlo un poco y después se encogió de hombros.

—A lo mejor no eran del campamento.

—Sí que lo eran —dijo Thomas con una confianza que no sentía del todo, y al instante se sintió culpable por si los cuatro jinetes no tenían nada que ver con Evecque. Entonces se acordó de que habían sido ellos los que empezaron la pelea—. Tenían que venir de Evecque y ahora ya estarán preocupados. —¿Y?

—Que pondrán más centinelas en el campamento por la noche.

Robbie volvió a encogerse de hombros.

—¿Y eso importa?

—Estoy pensando que le tengo que decir a sir Guillaume que estamos aquí fuera, y no se me ocurre cómo si no es haciendo mucho ruido.

—¿Y no le puedes escribir un mensaje —sugirió Robbie—, y enviárselo con una flecha?

Thomas lo miró.

—No tengo pergamino —le dijo con paciencia—, ni tinta: además, ¿has intentado alguna vez disparar una flecha envuelta en un pergamino? Probablemente volará como un pájaro muerto. Y para que fuera más fácil, tendría que ponerme al lado del foso.

Robbie se encogió de hombros.

—¿Pues qué hacemos?

—Ruido. Nos anunciaremos. —Thomas se detuvo—. Y estoy pensando que el cañón acabará por tumbar la torre si no hacemos algo.

—¿El cañón? —preguntó Robbie, y después se quedó mirando a Thomas—. ¡Cristo bendito! —dijo al cabo de un rato, tras considerar las dificultades—. ¿Esta noche?

—En cuanto Coutances y sus hombres sepan que estamos aquí, doblarán la guardia, pero te apuesto algo a que esos cabrones están hoy medio dormidos.

—Ajá, y si les queda medio seso, envueltos en mantas y bien calentitos —añadió Robbie. Frunció el entrecejo—. Pero ese cañón parecía una olla muy grande. ¿Cómo demonios piensas romperlo?

—Yo estaba pensando en la pólvora de la iglesia —repuso Thomas.

—¿Prenderle fuego?

—Hay hogueras de sobra en el pueblo —prosiguió Thomas, y se preguntó qué sucedería si eran capturados en el campamento enemigo, pero no tenía sentido preocuparse por eso. Si tenían que inutilizar el cañón, era mejor atacar antes de que el conde de Coutances supiera que había llegado un enemigo para hostigarlo, y eso convertía esa misma noche en una oportunidad ideal—. No hace falta que vengas —le dijo a Robbie—. No son tus amigos los que están dentro del castillo.

—Ahórrate saliva —replicó Robbie con sorna. Volvió a fruncir el ceño—. ¿Y después qué pasará?

—¿Después? —pensó Thomas—. Pues depende de sir Guillaume. Si no recibe respuesta del rey, tendrá que escaparse. También tendrá que saber que estamos aquí.

—¿Por qué?

—Por si necesita nuestra ayuda. Nos envió a buscar, ¿no? Por lo menos a mí. Así que seguiremos haciendo ruido. Nos convertiremos en un incordio. Vamos a darle unas cuantas pesadillas al conde de Coutances.

—¿Nosotros dos?

—Tú y yo —le dijo Thomas, y al decirlo cayó en la cuenta de que Robbie se había convertido en un amigo—. A mí me parece que entre tú y yo les podemos dar un buen trabajo —añadió con una sonrisa. Y empezarían esa misma noche. Esa noche amarga y fría, bajo aquella nítida luna, invocarían la primera de sus pesadillas.

* * *

Iban a pie y, a pesar de la brillante media luna, la oscuridad reinaba bajo los árboles y Thomas empezó a preocuparse por los demonios, trasgos y espectros que pudieran acechar en los bosques normandos. Jeannette le había dicho que en Bretaña había nains y gorics que vagaban por la noche, mientras que en Dorset lo que había era el Hombre Verde que hacía retumbar la tierra a su paso y gruñía en los árboles por detrás de la colina Lipp, y los pescadores hablaban de las almas de los ahogados que a veces llegaban hasta la orilla y gemían por las mujeres que habían dejado atrás. En la víspera de todos los santos, el demonio y los muertos bailaban en el Castillo de las Doncellas, y otras noches había fantasmas menores que rondaban el pueblo y la colina, la torre de la iglesia o cualquier sitio por el que un hombre pudiera pasar, motivo por el cual nadie abandonaba su hogar por la noche sin un trocito de hierro, una ramita de muérdago o, como mínimo, un pedacito de tela que hubiera sido empapado en agua bendita. El padre de Thomas odiaba todas aquellas supersticiones, pero cuando sus gentes levantaban las manos para recibir el sacramento y él veía el pedacito de tela atado en las palmas, no decía nada.

Y Thomas tenía sus propias supersticiones. Sólo cogía el arco con la mano izquierda; daba tres golpecitos en la madera a la primera flecha que disparaba con un arco recién tensado, uno por el Padre, otro por el Hijo, y un tercero por el Espíritu Santo; no llevaba nunca ropa blanca y se ponía la bota izquierda siempre antes que la derecha. Durante mucho tiempo había llevado una pata de perro disecada colgada del cuello, después la había tirado convencido de que le traía mala suerte, pero ahora, tras la muerte de Eleanor, se preguntaba si tendría que haberla conservado. Al pensar en Eleanor, su mente volvió a deslizarse hacia la belleza oscura de Jeanette. ¿Se acordaría de él? Después intentó dejar de pensar en ella, porque pensar en un antiguo amor podía traer mala suerte, así que tocó el tronco de un árbol mientras pasaba para limpiar su pensamiento.

Thomas buscaba el brillo rojo de las hogueras por entre los árboles, algo que le indicara la proximidad de Evecque, pero la única luz visible provenía de la plateada luna que las ramas dejaban entrever. Nains y gorics: ¿qué serían? Jeanette no se lo había dicho nunca, sólo le había explicado que eran los espíritus que acechaban por aquella tierra. Allí en Normandía tendrían que tener algo parecido. ¿O serían brujas? Tocó otro árbol. Su madre creía firmemente en las brujas, y su padre le había enseñado a decir un padrenuestro si se perdía alguna vez. Las brujas, creía el padre Ralph, se alimentaban de niños perdidos y más tarde, mucho más tarde, le había contado que las brujas comenzaban la invocación del diablo diciendo el padrenuestro al revés. Thomas, evidentemente, lo había intentado, pero nunca se había atrevido a terminar la oración. Olam a son arebil des, empezaba el padrenuestro del revés, y todavía podía pronunciarlo, incluso las difíciles temptationem y supersubstantialem, aunque siempre tenía cuidado de no terminarla por si empezaba a oler a azufre, se encendía una llama y se le aparecía el demonio descendiendo con alas negras y ojos de fuego.

—¿Qué murmuras? —le preguntó Robbie.

—Estoy intentando decir supersubstantialem al revés —le contestó Thomas.

Robbie se rió.

—Pues no eres raro, Thomas…

Melait nats bus repus —dijo Thomas.

—¿Eso es francés? —preguntó Robbie—. Porque tengo que aprender.

—Aprenderás —le prometió Thomas, y entonces vio por fin las hogueras entre los árboles y ambos se callaron mientras subían la larga ladera hasta la cima, entre las hayas que dominaban Evecque.

No se veían luces en el castillo. Una limpia y fría luz de luna se reflejaba en el foso lleno de porquería verde que parecía tan suave como hielo: ¿sería hielo? Y la blanca luna arrojó una sombra negra en la esquina dañada de la torre, mientras que la reverberación de las hogueras iluminaba el extremo opuesto del castillo, lo que confirmó las sospechas de Thomas de que había una máquina de asedio justo enfrente de la entrada del edificio. Supuso que los hombres del conde habrían cavado trincheras desde las que poder defender con ballestas a los hombres que intentaran cruzar el foso por donde habría tenido que estar el puente levadizo. Thomas recordó los dardos de ballesta que escupían las murallas de La Roche-Derrien y se estremeció. Hacía un frío que calaba hasta los huesos. Pronto, pensó Thomas, el rocío se volvería escarcha y argentaría el mundo. Como Robbie, llevaba una camisa de lana bajo el jubón de cuero y una cota de malla sobre la que se había puesto una capa; aun así, seguía temblando y deseó estar todavía en el refugio del barranco, junto al fuego.

—No veo a nadie —le dijo Robbie.

Thomas tampoco, pero siguió buscando a los centinelas. ¿Sería posible que estuvieran todos bajo techo por el frío? Buscó en las sombras junto a las parpadeantes hogueras, escudriñaba cualquier movimiento en la oscuridad junto a la iglesia, pero no vio a nadie. Sin duda, habría centinelas junto a las máquinas de asedio enfrente de la puerta del castillo, pero ¿no tendrían a nadie para vigilar a un posible intruso que quisiera escabullirse por detrás? Aunque, ¿quién se iba a poner a cruzar a nado un foso con este frío? Además, los sitiadores seguro que a estas alturas estarían aburridos, de modo que la vigilancia sería descuidada. Vio una nube bordeada de plata navegando hacia la luna.

—Cuando la nube cubra la luna —le repuso a Robbie—, bajamos.

—Y que Dios nos bendiga a los dos —añadió Robbie con fervor, y se persignó. La nube parecía desplazarse lentamente, por fin veló la luna y el reluciente paisaje se difuminó en grises y negros. Aún había algo de luz, pero Thomas dudaba de que la noche pudiera volverse más oscura, así que se puso en pie, se sacudió las ramitas de la capa y se encaminó hacia el pueblo por un sendero de tierra batida que había en la ladera este de la colina. Supuso que el camino sería obra de los cerdos que engordarían en el hayal, y recordó cómo los de Hookton recorrían la playa de guijarros mientras comían cabezas de pescado, y cómo su madre siempre decía que se notaba en el sabor del beicon. Beicon marinero, lo llamaba, y lo comparaba, muy poco favorablemente, con el beicon que se confeccionaba en el Weald de Kent, de donde procedía. Aquello, decía, sí era beicon como Dios manda, alimentados con hayucos y bellotas, lo mejor de todo. Thomas tropezó con un matorral de hierba. Era difícil seguir el sendero porque la noche se había vuelto mucho más oscura de repente, quizá porque estuvieran en terreno más bajo.

Pensaba en beicon y se acercaban cada vez más al poblado, y Thomas se asustó de repente. No había visto centinelas pero ¿y los perros? Una sola perra que ladrara en la noche, y él y Robbie serían hombres muertos. No se había traído el arco, pero de repente deseó haberlo hecho, aunque, ¿qué haría con él? ¿Disparar a un perro? Por lo menos el camino se hizo visible, iluminado ahora por las hogueras, y ambos caminaron con confianza como si fueran del pueblo.

—Tú debes de hacer cosas así muy a menudo —le dijo Thomas a Robbie en voz baja.

—¿Cosas así?

—Cuando cruzáis la frontera.

—Pero qué dices, nos quedamos en campo abierto. Nosotros vamos detrás de ganado y caballos.

Ya estaban entre las casas y dejaron de hablar. Les llegó un ronquido profundo de una de las pequeñas cabañas de hierba y un perro que no habían visto gimió, pero no ladró. Había un hombre sentado en una silla fuera de una tienda, en teoría vigilando a quien durmiera dentro, pero el guardia también estaba dormido. Una leve brisa sacudió las ramas en el huerto junto a la iglesia, y en el riachuelo se oía el chapoteo que despedía el agua al deslizarse hasta el pequeño estanque junto al molino. Se oyó una risita de mujer en una de las casas, y unos cuantos hombres empezaron a cantar. La melodía era nueva para Thomas y las voces profundas ahogaron el sonido de la puerta del patio de la iglesia, que chirrió cuando él la abrió. La iglesia tenía un pequeño campanario de madera y Thomas oía al viento suspirar en la campana.

—¿Eres tú, Georges? —gritó un hombre desde el porche.

—Non —Thomas habló con más sequedad de la que pretendía, y el tono sacó al hombre de debajo de las sombras negras de la arcada del porche y, al presentir que habían empezado los problemas, se colocó la mano detrás de la espalda para agarrar el mango de la daga.

—Perdón, señor. —El hombre había tomado a Thomas por un oficial, quizás incluso por un señor—. Estaba esperando el relevo, señor.

—Probablemente sigue durmiendo —respondió Thomas.

El hombre se desperezó y bostezó con ganas.

—A ese cabrón le cuesta levantarse. —El centinela era poco más que una sombra en la oscuridad, pero Thomas presintió que era un hombre grande—. Y aquí hace un frío que pela —prosiguió el hombre—. Dios, qué frío hace. ¿Han vuelto Guy y sus hombres?

—Uno de los caballos había perdido una herradura —contestó Thomas.

—¡Así que era eso! Y yo que pensaba que habían parado en la cervecería ésa de Saint-Germain. ¡Cristo y sus ángeles! ¿Habéis visto a la chica tuerta que hay allí?

—Aún no —repuso Thomas. Aún sostenía la daga, una de las armas que los arqueros llamaban misericordia porque se utilizaba con los hombres que habían caído del caballo y con los heridos para darles mejor vida. La hoja era fina y lo suficientemente flexible como para meterla entre las articulaciones de una armadura y sacar la vida por ahí, pero se mostraba reacio a desenvainarla. El centinela no sospechaba nada y su único delito era desear conversación.

—¿Está la iglesia abierta? —le preguntó Thomas al centinela.

—Claro. ¿Por qué no iba a estarlo?

—Tenemos que rezar —contestó Thomas.

—Mala conciencia ha de tener si hace rezar a los hombres por la noche, ¿eh?

—Demasiadas muchachas tuertas —repuso Thomas. Robbie, que no hablaba francés, se quedó a un lado y observó la enorme sombra negra del cañón.

—Un pecado del que hay que arrepentirse, vaya que sí —rió entre dientes el hombre; después se levantó—. ¿Podéis esperar aquí mientras despierto a Georges? No tardaré ni un minuto.

—Tómate el tiempo que quieras —dijo Thomas magnánimo—, nos vamos a quedar aquí hasta el alba. Deja a Georges durmiendo si quieres. Ya vigilaremos nosotros dos.

—Sois un santo viviente —contestó el hombre, y entonces recogió su manta del porche antes de irse deseando alegremente las buenas noches. Thomas, cuando el hombre se hubo marchado, se metió en el porche y tropezó con un barril que salió rodando y acabó dando en algo que armó bastante ruido. Echó por la boca sapos y culebras, pero desde el pueblo no llegó ninguna voz exigiendo una explicación por el ruido.

Robbie se agachó a su lado. La oscuridad era impenetrable en el porche, pero palparon el suelo y descubrieron una media docena de barriles vacíos. Apestaban a huevos podridos y Thomas supuso que habían contenido pólvora. Entre susurros, le resumió a Robbie la conversación que había tenido con el centinela.

—Lo que no sabemos es si despertará a Georges o no. No lo creo, pero tampoco podría jurarlo.

—¿Quién cree que somos?

—Dos hombres de armas, probablemente —repuso Thomas. Apartó los barriles vacíos y buscó a tientas la cuerda que levantaba el pestillo de la puerta de la iglesia. Seguía sin ver nada, pero la iglesia tenía el mismo olor acre de los barriles vacíos—. Necesitamos un poco de luz —susurró. Sus ojos se fueron acostumbrando poco a poco a la oscuridad y vio un reflejo tenue de luz que entraba por la enorme vidriera del lado este, por encima del altar. No había una sola vela, ni siquiera en el sagrario donde se guardaban las hostias, probablemente porque era demasiado peligroso con toda aquella pólvora almacenada en la nave. Thomas encontró lo que buscaban fácilmente, porque tropezó con la reserva de barriles, que estaba justo al lado de la puerta. Habría al menos dos veintenas del tamaño aproximado de un cubo para el agua, y Thomas supuso que el cañón debía de necesitar al menos uno o dos para cada disparo. ¿Qué dispararían, tres o cuatro veces al día? Pues allí había pólvora como para dos semanas—. Necesitamos un poco de luz —volvió a decir, pero Robbie no contestó—. ¿Dónde estás? —Thomas susurró la pregunta, pero seguía sin haber respuesta y después oyó el golpe sordo de una bota contra uno de los barriles vacíos en el porche y vio la silueta de Robbie por un instante iluminada por la espectral luz de la luna del cementerio.

Thomas esperó. Había una hoguera del campamento no muy lejos del seto de espinos que separaba al ganado de las tumbas de la villa, y vio una sombra inclinarse sobre las brasas y una llamarada que prendía de forma repentina, como un rayo estival. Robbie volvió y entonces Thomas, deslumbrado y alarmado por la luz, ya no vio nada. Se había acercado hasta la puerta de la iglesia y esperaba oír el grito de alguno de los hombres del pueblo, pero lo único que llegó fue el chirrido de la puerta y las pisadas del escocés.

—He cogido un barril vacío —dijo Robbie—, sólo que no estaba tan vacío como pensaba, eso o es que la pólvora penetra la madera. —Estaba de pie en el porche con el barril en las manos; lo había usado para recoger algunas brasas, pero el residuo de la pólvora había prendido y le había quemado las cejas, y ahora el fuego brincaba alegremente dentro del barril—. ¿Qué hago con él?

—¡Cristo! —Thomas se imaginó la iglesia al explotar—. Dámelo a mí —le dijo, tomó el barril, que quemaba al tacto, corrió con él hacia el interior de la iglesia, iluminándolo todo a su paso, y lo metió entre dos pilas de barriles—. Ahora salgamos de aquí pitando —le dijo a Robbie.

—¿Has buscado el cepillo? —le preguntó Robbie—. Ya que vamos a hacer volar la iglesia, nos podemos llevar el cepillo.

—¡Venga! —Thomas agarró a Robbie por un brazo y lo arrastró hasta el porche.

—Pero es una pena dejarlo —protestó Robbie.

—Que no hay cepillo, idiota. ¡El pueblo está lleno de soldados!

Corrieron, agachándose entre las cruces, y tumbaron a su paso el cañón, que estaba apoyado en la estructura de madera. Treparon por una valla que tapaba un agujero del seto de espinos, y corrieron hasta la balista rota y las cabañas de tierra y hierba, sin preocuparse por hacer ruido. Dos perros empezaron a ladrar, y un tercero a aullar desesperadamente; entonces un hombre salió de una de las grandes tiendas y gritó:

—Qui va là?—y empezó a armar la ballesta, pero Thomas y Robbie ya lo habían superado y corrían campo a través tropezando con las irregularidades del terreno. La luna apareció por detrás de la nube y Thomas vio su aliento como una neblina.

—Halte! —gritó el hombre.

Thomas y Robbie se detuvieron. No por la orden del hombre, sino porque una luz roja iluminaba el mundo. Se dieron la vuelta y se quedaron mirando, y el centinela que les había dado el aviso se olvidó de ellos cuando la noche se volvió escarlata.

Thomas no estaba seguro de lo que tenía que esperar. ¿Una lanza de llama que perforara los cielos? ¿Un enorme estrépito como el trueno? El ruido era más bien amortiguado, como una inspiración gigantesca, y de los ventanales de la iglesia salían llamas tenues pero incesantes, como si se acabaran de abrir las puertas del infierno y el fuego de la muerte llenara la nave, aunque ese enorme resplandor rojo sólo duró un instante, antes de que el techo de la iglesia saltara por los aires y Thomas viera claramente las vigas negras romperse como costillas en una carnicería.

—¡Cristo bendito! —gritó.

—¡Dios santísimo en los cielos! —exclamó Robbie con los ojos como platos.

Ahora las llamas, el humo y el aire ardían por encima del caldero en que se había convertido la iglesia sin techo, los barriles seguían explotando, uno detrás de otro, y cada uno de ellos expulsaba una nueva oleada de llamas y humo al cielo. Ni Thomas ni Robbie lo sabían, pero la pólvora tenía que sacudirse porque el salitre, más pesado que el carbón, acababa en el fondo de los barriles, y eso significaba que a la pólvora le costaba más prenderse, pero las explosiones estaban sirviendo para mezclar la pólvora restante que empezaba a latir, brillante y escarlata, para escupir la nube roja por encima del pueblo.

Todos los perros de Evec que estaban ladrando o aullando y los hombres, mujeres y niños salían de sus camas para contemplar aquel resplandor demoníaco. El ruido de las explosiones reverberaba por los prados, rebotaba en las paredes del castillo y asustó a cientos de pájaros en el bosque. Los escombros se hundieron en el foso y, al caer, despidieron afiladas astillas de fuego que reflejaban el fuego, de manera que parecía que el castillo estuviera rodeado por un lago de llamas chispeantes.

—¡Cristo! —volvió a exclamar Robbie sobrecogido; después ambos corrieron hacia el hayal en la colina que había al este de los pastos.

Thomas empezó a reírse mientras subía a trompicones por el camino hacia los árboles.

—Voy a ir al infierno por esto —dijo tras detenerse entre las hayas para santiguarse.

—¿Por quemar una iglesia? —Robbie estaba sonriendo, en sus ojos se reflejaba el brillo del fuego—. ¡Tendrías que haber visto lo que les hicimos a los canónigos negros de Hexham! Cristo, media Escocia irá al infierno por aquello.

Contemplaron el fuego durante un rato, después volvieron a la oscuridad de los bosques. El alba no estaba lejos. En el este, un gris débil, pálido como la muerte, marcaba el horizonte.

—Tenemos que meternos en lo más profundo del bosque —dijo Thomas—. Tenemos que escondernos.

Era un sabio consejo, porque la caza de los saboteadores estaba a punto de empezar y con la primera luz, mientras el humo aún era una enorme cortina por encima de Evecque, el conde de Coutances envió a veinte jinetes y a una jauría de perros a buscar a los hombres que habían destruido su polvorín; pero hacía frío, el suelo estaba helado, y el débil rastro de la presa se desvaneció pronto. Al día siguiente, el conde, de muy mal humor, ordenó a sus fuerzas que realizaran otro ataque. Habían estado preparando unos jaulones de sauce que rellenaron de piedras y tierra. El plan era llenar el foso con ellos y después pasar en tropel por encima del improvisado puente para asaltar la puerta. A la puerta le faltaba el puente levadizo, que habían quitado al principio del asedio, y dejaba al descubierto un invitante arco sólo bloqueado por una barricada baja de piedra.

Los consejeros del conde le habían asegurado que no había suficientes jaulones, que el foso era mucho más profundo de lo que pensaba, que no era el momento propicio, que Venus estaba en su ascendente y Marte en su declive, y que, resumiendo, debería esperar a que las estrellas le sonrieran y a que la guarnición estuviera más hambrienta y desesperada, pero la reputación del conde estaba por los suelos en ese momento y ordenó que atacaran igualmente, así que sus hombres hicieron lo que pudieron. Estarían protegidos mientras sostuvieran los jaulones, pues los cestos llenos de tierra eran escudo suficiente para contener los dardos de ballesta, pero una vez estuvieron en el foso, los asaltantes quedaron expuestos a los seis ballesteros de sir Guillaume, que se refugiaban bajo el murete bajo de piedra construido a la entrada del castillo. El conde también tenía ballesteros, protegidos con paveses, escudos de cuerpo completo que transportaba un segundo hombre para proteger al ballestero mientras tensaba laboriosamente la cuerda del arma, pero los hombres que lanzaban los jaulones quedaron sin protección una vez hubiera soltado la carga y ocho de ellos murieron antes de que el resto se diera cuenta de que el foso era realmente demasiado profundo y de que no tenían suficientes jaulones. Dos de los hombres que sostenían los paveses y un ballestero quedaron también gravemente heridos antes de que el conde aceptara que estaba perdiendo el tiempo y ordenara a los atacantes que se retiraran. Después maldijo a sir Guillaume por los catorce demonios jorobados de san Candace y se emborrachó.

Thomas y Robbie sobrevivían. Al día siguiente de quemarle la pólvora al conde, Thomas cazó un ciervo, y al otro, Robbie descubrió una liebre podrida en un matorral y cuando la sacó, vio que estaba atrapada en un cepo que debía de haber puesto alguno de los vasallos de sir Guillaume, que habría sido asesinado o habría huido al llegar los hombres del conde. Robbie limpió el cepo en un riachuelo y lo colocó en otro seto. A la mañana siguiente, encontró otra liebre, esta vez asfixiándose en el dogal de la trampa.

No se atrevían a dormir en el mismo lugar dos noches seguidas, pero había suficientes refugios en las granjas abandonadas o quemadas. Pasaron la mayoría de las siguientes semanas en las selvas del sur de Evecque, donde los valles eran más profundos, las colinas más empinadas y los bosques más espesos. En aquel lugar había más sitios para esconderse y fue en ese enmarañado paisaje donde hicieron empeorar las pesadillas del conde. En el campamento de sitiadores empezaron a contarse historias a propósito de un hombre alto vestido de negro sobre un caballo bayo, y cada vez que aparecía el hombre del caballo bayo, alguien moría. La muerte era provocada por una flecha larga, una flecha inglesa, aunque el hombre del caballo no llevaba arco, sólo una vara coronada con un cráneo de ciervo, y todos sabían lo que significaba que una criatura cabalgara sobre un caballo bayo con una calavera sobre una vara. Los hombres que habían visto la aparición se lo contaron a sus mujeres en el campamento del conde, y las mujeres al capellán del conde, y el conde dijo que tenían alucinaciones aunque los cadáveres eran lo suficientemente reales. Cuatro hermanos, que habían venido de la distante Lión para ganar dinero sirviendo en el sitio, recogieron sus cosas y se marcharon. Otros amenazaron con seguirles. La Muerte acechaba Evecque.

El capellán del conde dijo que la gente estaba tocada por la luna, y cabalgó hacia el peligroso territorio del sur, mientras salmodiaba en voz alta y lo rociaba todo con agua bendita, y cuando el capellán volvió ileso, el conde le dijo a sus hombres que habían sido unos insensatos, que no había ninguna Muerte cabalgando un caballo bayo, y al día siguiente murieron otros dos, aunque esta vez fue en el este. Las historias eran cada vez más increíbles. El jinete iba ahora acompañado de perrazos gigantes a los que les brillaban los ojos, y ya no tenía ni que aparecer para dar explicación a cualquier desgracia. Si un caballo tropezaba, si un hombre se rompía un hueso, si a una mujer se le caía comida, si se rompía la cuerda de una ballesta, la culpa la tenía siempre el misterioso hombre del caballo bayo.

La confianza de los sitiadores se fue hundiendo poco a poco. Había rumores de maldición, y seis hombres de armas se fueron al sur a buscar trabajo en Gascuña. Los que se quedaron se quejaban de que hacían el trabajo del diablo, y nada que el conde de Coutances hiciera parecía devolver el ánimo a sus hombres. Intentó talar árboles para impedir que el misterioso arquero disparara al campamento, pero había demasiados árboles e insuficientes hachas y las flechas siguieron llegando. Envió un mensaje al obispo de Caen, que escribió una bendición en un trozo de vitela y la trajeron de vuelta, pero no tuvo ningún efecto en el jinete de la capa negra cuya presencia presagiaba muerte, así que el conde, que creía fervientemente que hacía la obra del Señor y temía fracasar si incurría en la ira de Dios, apeló a Dios para recibir su ayuda.

Y escribió a París.

* * *

Louis Bessières, el cardenal arzobispo de Livorno, una ciudad que sólo había visto una vez cuando viajó a Roma (a la vuelta dio un rodeo para no tener que pasar por allí una segunda vez), paseaba despacio por el Quai des Orfévres, en la lie de la Cité de París. Dos sirvientes iban por delante de él con un par de varas para abrirle paso al cardenal, que no parecía prestar atención al enjuto sacerdote de mejillas chupadas que le hablaba con tanta urgencia. El cardenal, en cambio, examinaba los productos expuestos en las orfebrerías del quai que recibía su nombre de dichos comercios: muelle de los orfebres. Admiró un collar de rubíes e incluso se planteó adquirirlo, pero entonces descubrió una mácula en una de las piedras.

—Qué pena —murmuró, y se dirigió a la siguiente tienda—. ¡Exquisito! —exclamó a propósito de un salero hecho de plata y decorado con cuatro paneles que reflejaban la vida en el campo de esmalte azul, rojo, amarillo y negro. En uno de los paneles un hombre araba y en el siguiente sembraba el campo, en el tercero una mujer recogía la cosecha y en el cuarto ambos estaban sentados a la mesa admirando una hermosa rebanada de pan—. Exquisito. —El cardenal estaba entusiasmado—. ¿No te parece hermoso?

Bernard de Taillebourg apenas miró el salero.

—El demonio maquina contra nosotros, eminencia —repuso enfadado.

—El demonio siempre maquina contra nosotros, Bernard —dijo el cardenal en tono reprobatorio—. Ése es precisamente su trabajo. Algo faltaría en el mundo si el demonio no maquinara contra nosotros. —Acarició el salero, pasando los dedos por las delicadas curvas de los paneles, después decidió que la forma de la base no era perfecta. Había algo basto en ella, pensó, un diseño torpe, y, con una sonrisa al vendedor, lo volvió a colocar encima de la mesa y siguió caminando. Brillaba el sol; hacía incluso algo de calorcito en aquella mañana de invierno, y el Sena centelleaba. Un hombre sin piernas con unos bloques de madera en los muñones se acercó con unas muletas cortas y tendió una mano sucia hacia el cardenal, cuyos sirvientes lo apartaron con las varas.

—¡No, no! —gritó el cardenal, y buscó en la bolsa unas monedas—. Que Dios te bendiga, hijo mío —le dijo. Al cardenal Bessières le gustaba dar limosna, le encantaba ver los rostros de los pobres derretirse por la gratitud, y sobre todo le encantaba ver el alivio en sus caras cuando avisaba a sus sirvientes un segundo antes de que usaran las varas. A veces el cardenal tardaba sólo una milésima de segundo más, y eso también le gustaba. Pero hoy hacía calorcito, era un día de sol robado al gris invierno, así que se sentía bondadoso.

Una vez pasada la Sabot d’Or, una taberna de escribanos, el pequeño grupo giró alejándose del río por unas callejas enmarañadas que recorrían los laberínticos edificios del palacio real. El Parlamento, tal cual era, se reunía en ese lugar, y los abogados se escabullían por los oscuros pasajes como ratas. Con todo, aquí y allí, perforando las sombras, preciosos edificios se alzaban al sol. El cardenal adoraba esos callejones y le gustaba imaginar que las tiendas desaparecían por las noches como por arte de magia y eran reemplazadas por otras. ¿Siempre había estado allí esa lavandería? ¿Y por qué nunca había reparado en el horno de pan? ¿Seguro que esos fabricantes de instrumentos siempre habían estado junto a los aseos públicos? De la tienda de un peletero colgaban abrigos de oso y el cardenal se detuvo para apreciar la calidad. De Taillebourg aún seguía parloteando sin parar, pero él apenas le escuchaba.

Justo después del peletero, había un arco guardado por hombres con librea azul y dorada. Llevaban corazas bruñidas, penachos en los cascos y picas relucientes. Pocos hombres podían atravesar ese arco, pero los guardias se apresuraron a abrir el paso e inclinarse con una reverencia cuando cruzó el cardenal. Él les hizo un gesto benevolente que sugería una bendición, después atravesó el húmedo pasaje hasta un patio. Estaban dentro de las posesiones del rey y todos los cortesanos se inclinaban respetuosamente ante el cardenal, pues era más que un simple cardenal, era también el legado papal ante el trono de Francia. Era el embajador de Dios, y Bessières tenía planta para cumplir la función, pues era un hombre alto, robusto y lo suficientemente corpulento para amilanar a la mayoría de los hombres sin su hábito escarlata. Era guapo y lo sabía, vanidoso, aunque eso pretendía no saberlo, y era muy ambicioso, algo que ocultaba al mundo pero no a sí mismo. Después de todo, a un cardenal arzobispo sólo le quedaba un paso que recorrer antes de subir los escalones de cristal del mayor trono de todos, y Bernard de Taillebourg parecía ser un inusitado instrumento para que Louis Bessières obtuviera la triple corona que tanto ansiaba.

Así que el cardenal dirigió con aire cansino su atención hacia el dominico, mientras ambos abandonaban el patio y subían por las escaleras que llevaban a la Sainte-Chapelle.

—Dime —interrumpió Bessières lo que fuera que estaba diciendo De Taillebourg—, cuéntame cosas sobre tu sirviente. ¿Te obedece?

De Taillebourg, interrumpido de una manera tan irrespetuosa, necesitó algunos segundos para reordenar sus pensamientos; después asintió.

—Me ha obedecido en todo.

—¿Se muestra humilde?

—Hace lo que puede para mostrarse humilde.

—¡Ah! ¿Así que todavía tiene orgullo?

—Está arraigado en él —repuso el dominico—, pero lo combate.

—¿Y no te ha abandonado?

—En ningún momento, eminencia.

—¿Así que está aquí, en París?

—Por supuesto —repuso De Taillebourg de manera cortante. Después reparó en el tono que había utilizado—. Está en el monasterio, eminencia —añadió con humildad.

—No sé si tendríamos que volver a mostrarle las criptas de nuevo —sugirió el cardenal mientras caminaba pausadamente hacia el altar. Adoraba la Sainte-Chapelle, amaba la luz que entraba por los altos y esbeltos pilares. Era, pensaba, lo más cerca del cielo que podía estar un hombre en la tierra: un lugar de delicada belleza, de luz abrumadora y de gracia hechizante. Deseó haber dispuesto un coro, pues el sonido de las voces de los eunucos perforando el artesonado policromado de la bóveda de la capilla llevaba a cualquiera muy cerca del éxtasis. Los sacerdotes se apresuraron hasta el altar mayor, conscientes de lo que el cardenal había venido a ver—. Encuentro —prosiguió—, que unos minutos en la cripta empujan al hombre a buscar la gracia de Dios.

De Taillebourg hizo un gesto con la cabeza.

—Ya ha estado allí, eminencia.

—Vuélvelo a llevar. —El tono del cardenal ahora era duro—. Muéstrale los instrumentos. Muéstrale un alma en el potro o bajo el fuego. Hazle saber que el infierno no está sólo en el reino de Satán. Pero hazlo hoy. Es posible que tengamos que soltarnos de nuevo.

—¿Soltarnos, eminencia? —De Taillebourg parecía sorprendido.

El cardenal no lo iluminó. Lo que hizo fue arrodillarse ante el altar mayor y quitarse el capelo. Rara vez, y sólo con reticencias, se quitaba el sombrero en público, pues era consciente de que se estaba quedando calvo, pero ahora era necesario. Necesario e inspirador, pues uno de los sacerdotes había abierto el relicario bajo el altar mayor y había sacado el cojín morado con su borde de encaje y borlas doradas, que ahora mostraba ante el cardenal. En el cojín descansaba la corona. Era tan vieja, tan frágil, tan negra y tan quebradiza que el cardenal aguantó la respiración para tocarla. La misma tierra pareció detenerse, se hizo el silencio, hasta el cielo se quedó quieto mientras alargaba la mano, tocaba la corona y la levantaba de manera que parecía no pesar nada.

Era la corona de espinas.

Era la misma corona que habían clavado en la frente de Cristo y que quedó impregnada de su sudor y sangre, y los ojos del cardenal se llenaron de lágrimas mientras la levantaba y la besaba. Las ramitas que formaban el círculo puntiagudo eran largas y frágiles como los huesos de las patas de un carrizo y, aun así, las espinas aún pinchaban, estaban tan afiladas como el día en que fueron colocadas en la cabeza del Salvador para que la sangre manara por Su precioso rostro, y el cardenal levantó la corona bien arriba, con las dos manos, y se maravilló de su liviandad mientras la depositaba sobre su cabeza rala y la dejaba allí. Después, con las manos cerradas, levantó la vista hacia la gran cruz dorada del altar.

Sabía que al clérigo de la Sainte-Chapelle le disgustaba que viniera y se pusiera la corona de espinas. Se habían quejado al arzobispo de París y el arzobispo le había lloriqueado al rey, pero Bessières seguía viniendo porque tenía el poder para hacerlo. Tenía el poder que le había delegado el Papa y Francia necesitaba el apoyo del Papa. Inglaterra estaba asaltando Calais, Flandes había declarado la guerra por el norte, Gascuña había jurado vasallaje a Eduardo de Inglaterra y Bretaña se revolvía ahora contra el legítimo duque francés y estaba infestada de arqueros ingleses. Francia estaba siendo atacada y sólo el Papa podía convencer a los poderes de la cristiandad para que vinieran en su ayuda.

Y el Papa probablemente lo haría, porque el Santo Padre era, de hecho, francés. Clemente había nacido en el Limoges y había sido canciller de Francia antes de ser elegido para ocupar el trono de san Pedro e instalarse en el inmenso palacio papal de Aviñón. Y allí, en Aviñón, escuchaba Clemente a los romanos que intentaban convencerlo de que devolviera el papado a su ciudad eterna. Cuchicheaban y maquinaban argucias, hacían sobornos y volvían a cuchichear, y Bessières temía que un día Clemente pudiera ceder a aquellas voces aduladoras.

Pero si Louis Bessières se convirtiera en papa, ya no se volvería a hablar de Roma. Roma era una ruina, una cloaca pestilente rodeada de pequeños estados en guerra continua los unos contra los otros, y el vicario de Dios en la tierra nunca podría estar seguro allí. Pero aunque Aviñón era un buen refugio para el papado, no era perfecto porque la ciudad y el condado de Venaissin, donde estaba, pertenecían ambos al reino de Nápoles, y el Papa, en opinión de Louis de Bessières, no debía ser un feudatario.

Ni debía tampoco el Papa vivir en una ciudad de provincias. Roma había dominado una vez el mundo y al Papa le correspondía Roma, ¿pero Aviñón? El cardenal, con las espinas aún descansando sobre su frente, levantó la mirada hacia la vidriera azul y escarlata de la pasión, encima del altar; él sabía qué ciudad merecía el papado. Sólo una. Y Louis de Bessières estaba seguro de que, una vez fuera papa, podría convencer al rey de Francia para que cediera la lie de la Cité al Santo Padre, de modo que el cardenal Bessières pudiera trasladar el papado al norte y dotarlo de un nuevo y glorioso refugio. El palacio sería su hogar, la catedral de Notre Dame sería la nueva San Pedro, y su gloriosa Sainte-Chapelle, su santuario privado, en el que la corona de espinas se convertiría en su propia reliquia. Incluso, pensó, podría incorporar las espinas a la tiara papal. Le gustó la idea y se imaginó rezando allí, en su isla privada. Los orfebres y los mendigos, los abogados y las prostitutas, las lavanderías y los fabricantes de instrumentos serían enviados al otro lado de los puentes, al resto de París, y la lie de la Cité se convertiría en un lugar sagrado. Y entonces el vicario de Cristo tendría el poder de Francia siempre de su lado, el Reino de Dios se extendería, el infiel sería masacrado y habría paz en la tierra.

¿Pero cómo convertirse en papa? Había una docena de hombres que deseaban suceder a Clemente, pero sólo Bessières, de todos ellos, conocía la existencia de los Vexille, y sólo él sabía que una vez habían poseído el Santo Grial y que, probablemente, seguía en su poder.

Ése era el motivo por el que Bessières había enviado a De Taillebourg a Escocia. El dominico había vuelto con las manos vacías, pero había obtenido alguna información.

—¿Así que no crees que el Grial esté en Inglaterra? —le preguntó ahora al dominico en voz baja, para que los sacerdotes de la Sainte-Chapelle no oyeran la conversación.

—Quizás esté escondido allí. —De Taillebourg tenía un tono sombrío—, pero no está en Hookton. Guy Vexille registró el lugar cuando lo asaltó. Volvimos para buscarlo, pero sólo encontramos escombros.

—¿Aún sigues pensando que sir Guillaume se lo llevó a Evecque?

—Lo considero posible, eminencia —contestó De Taillebourg—, pero no probable. Sólo posible.

—El sitio va muy mal. Me equivoqué con Coutances. Le ofrecí mil años menos en el purgatorio si capturaba Evecque para san Timoteo, pero no tiene el vigor necesario para forzar el sitio. Háblame del hijo bastardo ése.

De Taillebourg hizo un gesto de desdén.

—No es nadie. Incluso duda de que el Grial exista. Quiere ser soldado.

—¿Un arquero, dices?

—Un arquero —confirmó De Taillebourg.

—Creo que te equivocas sobre él. Coutances cuenta en su carta que su tarea se ve obstaculizada por un arquero. Un arquero que dispara flechas largas como las de los ingleses.

De Taillebourg no dijo nada.

—Un arquero —prosiguió el cardenal—, que probablemente destruyó todas las reservas de pólvora de Coutances. ¡Y era el único polvorín en toda Normandía! Si queremos más habrá que enviarla desde París.

El cardenal se quitó la corona y la colocó sobre el cojín. Después, lentamente, con reverencia, apretó el índice contra una de las espinas y los sacerdotes que lo observaban se inclinaron hacia delante. Temían que intentara robar una de las espinas, pero el cardenal sólo quería sangrar. Se estremeció cuando la espina le rompió la piel, después se metió el dedo en la boca y chupó su propia sangre. Llevaba un enorme anillo de oro en el dedo y, escondida detrás del rubí, donde había un pequeño compartimento secreto, descansaba una espina que había robado ocho meses antes. A veces, escondido en sus aposentos, se rasgaba la frente con la espina y se imaginaba el enviado de Dios en la tierra. Y Guy Vexille era la clave para esa ambición.

—Lo que harás —le ordenó a De Taillebourg cuando el sabor de la sangre hubo desaparecido— es enseñarle a Guy Vexille la cripta otra vez para recordarle lo que le espera si fracasa. Después os iréis a Evecque.

—¿Vais a enviar a Vexille a Evecque? —De Taillebourg no podía ocultar su sorpresa.

—Es despiadado y cruel —dijo el cardenal mientras se levantaba y se volvía a poner el sombrero—, y me dices que está a nuestro servicio. Así que gastaremos dinero y le daremos suficiente pólvora y hombres para aplastar Evecque. Debe traernos a sir Guillaume a la cripta. —Se quedó observando cómo devolvían la corona de espinas a su relicario. Y pronto, pensó, en esta capilla, en este lugar de luz y gloria, haría traer un objeto aún más precioso. Tendría un tesoro que atraería a toda la cristiandad y sus riquezas a su trono dorado. Tendría el Grial.

* * *

Thomas y Robbie estaban ambos mugrientos, con sus ropas embadurnadas de suciedad, sus cotas de malla llenas de ramitas, hojas muertas y tierra, y el pelo largo, enmarañado y grasiento. Por la noche temblaban, el frío se les metía hasta la médula del alma, pero de día nunca se habían sentido tan vivos, pues jugaban a un juego de vida y muerte en los pequeños valles y espesos bosques de los alrededores de Evecque. Robbie, vestido con una capa negra que lo envolvía completamente y con la calavera en la vara, iba montado en el caballo bayo que atraía a los hombres de Coutances a las emboscadas en las que Thomas los mataba. A veces Thomas sólo los hería, pero rara vez fallaba porque, debido al espesor del bosque, podía disparar a corta distancia; aquel juego le recordaba las canciones que a los arqueros les gustaba cantar y los cuentos de sus mujeres alrededor de las hogueras de los campamentos. Eran las canciones y cuentos de la gente corriente, canciones que nunca cantaban los trovadores, y que hablaban de un fugitivo llamado Robin Hood. Era Hood o Hude, Thomas no estaba seguro porque nunca lo había visto escrito, pero sabía que Hood era un héroe inglés que había vivido un par de siglos antes y que sus enemigos habían sido la nobleza inglesa que hablaba francés. Hood se había enfrentado a ellos con el arma inglesa, el arco de guerra. La nobleza de aquellos días seguro que consideraba subversivas aquellas historias, y por ello ningún trovador las cantaba en los grandes salones. Thomas pensaba a veces que podría escribirla, pero el problema es que nadie escribía en inglés. Todos los libros que había visto estaban en francés o en latín. Aunque, ¿por qué no habrían de tener las canciones de Hood cubiertas de piel? Algunas noches le contaba los cuentos de Hood a Robbie, mientras los dos se morían de frío en el precario refugio de esa noche, pero al escocés le parecían aburridas.

—Yo prefiero los relatos del rey Arturo —le dijo.

—¿También se cuentan en Escocia? —preguntó Thomas sorprendido.

—¡Pues claro! ¡Arturo era escocés!

—¡No seas zopenco! —contestó Thomas ofendido.

—Era escocés —insistió Robbie—, y mató a los jodidos ingleses.

—Era inglés —le dijo Thomas—, y probablemente no oyó hablar de los putos escoceses en su vida.

—Vete al infierno —gruñó Robbie.

—Tú llegarás antes —escupió Thomas y pensó que si alguna vez escribía los relatos de Robin Hood, haría que el legendario arquero se paseara por el norte para ensartar a unos cuantos escoceses con honradas flechas inglesas.

Al día siguiente, los dos se sentían avergonzados por su temperamento.

—Es porque tengo hambre —le dijo Robbie—. Tengo la correa muy corta cuando tengo hambre.

—Tú tienes hambre siempre —le contestó Thomas.

Robbie se rió, después colocó la silla en el caballo bayo. El animal se estremeció. Tampoco los caballos habían comido bien y ambos estaban débiles, así que Thomas y Robbie tenían cuidado de no quedarse atrapados en campo abierto, donde los mejores caballos del conde podrían alcanzar a las pobres y cansadas bestias. Por lo menos el frío se había hecho menos intenso, pero entonces llegaron del océano occidental grandes nubes cargadas de lluvia que cayó durante una semana. Ningún arco inglés podía funcionar en aquellas condiciones. Sin duda, el conde de Coutances empezaría a pensar que el agua bendita de su capellán había expulsado al caballo bayo de Evecque y que les perdonaba la vida a sus hombres, aunque también se la perdonaba a sus enemigos, pues no había llegado más pólvora para el cañón y los prados que rodeaban al castillo con foso estaban tan empapados que se habían inundado las trincheras, y los sitiadores se movían entre barrizales. A los caballos se les pudrían las pezuñas y los hombres se quedaban en los refugios temblando de fiebre.

A la salida del sol, Thomas y Robbie salían hacia los bosques al sur de Evecque y allí, en el lado del castillo en el que el conde no tenía más que un puesto de vigía, se erguían junto al límite del bosque y hacían señas. Habían recibido una señal la tercera mañana que intentaron comunicarse con la guarnición, pero no supieron nada más hasta la semana después de la lluvia. Ese día, a la mañana siguiente de su discusión a propósito del rey Arturo, Thomas y Robbie levantaron los brazos hacia el castillo y esta vez vieron aparecer un hombre en el tejado. Levantó una ballesta y la disparó al cielo. El dardo no iba destinado al puesto de vigía y si los hombres de guardia lo vieron, no hicieron nada, pero Thomas lo observó caer en los pastos, donde patinó sobre la hierba húmeda levantando agua a su paso.

Aquel día no hicieron ninguna incursión. Esperaron haber estado horas buscándolo hasta la tarde y, cuando cayó la noche, Thomas y Robbie se deslizaron por los pastos de rodillas y, buscaron entre la hierba húmeda y las antiguas plastas de vaca. Les pareció haber estado horas buscándolo, pero al final Robbie encontró el dardo y descubrió que llevaba un paquetito encerado alrededor del corto astil.

—¿Lo ves? —le dijo Robbie cuando volvieron al refugio y mientras temblaban junto al débil fuego—. ¿Ves como se puede hacer?

Señalaba el mensaje envuelto alrededor del dardo. Para que se pudiera disparar, lo habían enrollado con cordel de algodón que había encogido, y Thomas tuvo que cortarlo. Después desenrolló el pergamino encerado y lo acercó al fuego para poderlo leer. Estaba escrito con carbón.

—Es de sir Guillaume —dijo Thomas—. Quiere que vayamos a Caen.

—¿A Caen?

—Y allí tenemos que encontrar a un tal… —Thomas frunció el entrecejo y acercó la carta, de difícil caligrafía, aún más a las llamas—, a un tal Pierre Villeroy, capitán de un barco.

—¿No será Peter el Feo? —preguntó Robbie.

—No —le contestó Thomas, mientras examinaba con más detenimiento el pergamino—. El barco de éste se llama el Pentecostés, y si no lo encontramos tenemos que buscar a Jean Lapoullier o a Guy Vergon. —Thomas tenía el mensaje tan cerca del fuego que empezó a volverse marrón y a arrugarse cuando leyó en voz alta las últimas palabras—. «Dile a Villeroy que quiero el Pentecostés listo para san Clemente, y que debe aprovisionarlo para diez pasajeros con destino a Dunkerque. Esperadnos con él y nos encontraremos en Caen. Prendedle fuego al bosque esta noche para que sepamos que habéis recibido el mensaje».

Desde luego que le prendieron fuego. Las llamas brillaron con fuerza por poco tiempo, después llegó la lluvia y apagó el incendio, pero Thomas estaba seguro de que la guarnición habría visto las llamas.

Y al alba, mojados, cansados y mugrientos, estaban de nuevo en Caen.

* * *

Thomas y Robbie buscaron en los muelles de la ciudad, pero no había ni rastro de Pierre Villeroy o de su barco, el Pentecostés, aunque un tabernero creía que tampoco debía de andar muy lejos.

—Transportaba un cargamento de piedra a Cabourg —le elijo el hombre a Thomas—, y decía que volvería hoy o mañana, y el tiempo no debe de haberlo entretenido demasiado. —Miró con recelo la madera del arco—. ¿Eso es un jodido arco? —Quería decir un arco inglés.

—Un arco de caza de Argentan —dijo Thomas despreocupadamente, y la mentira satisfizo al tabernero porque en todas las comunidades francesas había unos cuantos hombres que sabían cómo manejar un arco largo de caza, pero eran muy pocos y nunca los suficientes para unirse al tipo de ejércitos que volvía las colinas rojas con sangre noble.

—Si Villeroy vuelve hoy —le dijo el hombre—, pasará esta noche por mi taberna para echar un trago.

—¿Me lo señalaréis? —le preguntó Thomas.

—Es imposible no reconocer a Pierre —rió el hombre—, ¡es un gigante! Un gigante calvo, con una barba en la que se pueden criar ratones y la piel comida por la viruela. Reconoceréis a Pierre sin mi ayuda.

Thomas pensaba que sir Guillaume tendría prisa cuando llegara a Caen y que seguro que no querría perder tiempo intentando meter los caballos en el Pentecostés, así que pasó un día entero regateando por los dos caballos de guerra y esa noche, con dinero en la bolsa, él y Robbie volvieron a la taberna. No había señal alguna de un gigante calvo con barba, pero llovía, los dos estaban helados y pensaban que bien se podrían quedar a esperar, así que pidieron estofado de anguila, pan y vino aguado. Un ciego tocaba el arpa en una esquina de la taberna, después empezó a cantar sobre marineros, focas y las extrañas bestias del mar que se alzaban para aullar a la luna nueva. Entonces llegó la comida, y justo cuando Thomas estaba a punto de probarla, apareció un hombre robusto con la nariz rota y cruzó la taberna para plantarse con actitud beligerante delante de Thomas.

—Eso es un arco inglés —dijo el hombre sin más.

—Es un arco de caza de Argentan —replicó Thomas. Sabía que era peligroso ir con un arma tan reconocible y el verano anterior, cuando él y Jeanette fueron caminando desde Bretaña a Normandía, había camuflado el arco como una vara de peregrino, pero era evidente que en esta ocasión había sido más descuidado—. Es un arco de caza —repitió como quien no quiere la cosa, y se estremeció porque el estofado de anguila estaba demasiado caliente.

—¿Qué quiere este cabrón? —preguntó Robbie.

El hombre lo oyó.

—Eres inglés.

—¿Sueno a inglés? —le preguntó Thomas.

—Es posible que tú no, pero él sí suena a inglés. —El hombre señalaba a Robbie—. ¿O es que ahora se ha tragado su maldita lengua?

—Es escocés.

—Sí, claro, por supuesto, y yo soy el maldito duque de Normandía.

—Lo que eres —repuso Thomas con suavidad—, es un maldito incordio —y le tiró el cuenco de comida a la cara e hizo que la mesa le diera en la ingle—. ¡Lárgate! —le dijo a Robbie.

—¡Cristo, si me encantan las peleas! —contestó Robbie. Media docena de los amigos del escaldado cargaban desde la otra parte de la taberna, Thomas les tiró un banco a las piernas, dos tropezaron y Robbie le sacó su larga espada a un tercero.

—¡Son ingleses! —gritaba el escaldado desde el suelo—. ¡Son demonios! —En Caen odiaban a los ingleses.

—Te está llamando inglés —le dijo Thomas a Robbie.

—Me voy a mear en su garganta —gruñó Robbie, y le dio una patada en la cabeza al escaldado; después le atizó a otro con el mango de la espada y empezó a aullar el grito de guerra escocés mientras avanzaba contra los que quedaban.

Thomas agarró el equipaje y el arco y abrió una puerta.

—¡Vamos! —gritó.

—¡Volvedme a llamar inglés, panda de borrachos! —los desafió Robbie. Mantenía a raya a los atacantes con la espada, pero Thomas sabía que reunirían todo su valor y cargarían otra vez, y que Robbie casi seguro que tendría que matar a alguien para poder escapar, y entonces sí que se liaría una buena y tendrían suerte de no acabar colgando de una cuerda de las murallas del castillo, así que agarró a Robbie por detrás y salieron de la taberna.

—¡Corre!

—Me lo estaba pasando bien —insistió Robbie intentando entrar de nuevo en la refriega, pero Thomas lo sacó de allí y cargó con el hombro contra un hombre que salía al callejón.

—¡Corre! —volvió a gritar Thomas, y empujó a Robbie hacia el centro de la lie. Se metieron por una callejuela, cruzaron corriendo una placita cuadrada y acabaron en el suelo en las sombras del porche de la iglesia de San Juan. Sus perseguidores los buscaron unos cuantos minutos, pero la noche era fría y la paciencia de los perseguidores limitada.

—Eran seis —dijo Thomas.

—¡Estábamos ganando! —repuso Robbie de mal humor y en tono agresivo.

—Y mañana —prosiguió Thomas—, cuando tendríamos que estar encontrando a Pierre Villeroy o a cualquiera de los otros, pasaríamos el día en la cárcel de Caen.

—No había repartido puñetazos desde la batalla de Durham —prosiguió Robbie—, por lo menos no como Dios manda —añadió sonriente.

—¿Y la pelea con aquellos campesinos de Dorchester?

—Estábamos demasiado borrachos. Ésa no cuenta —y empezó a reírse—. En cualquier caso, empezaste tú.

—¿Sí?

—Ajá. ¡Le has tirado el estofado de anguila a la cara! Todo entero.

—Sólo intentaba salvarte la vida —señaló Thomas—. ¡Cristo! ¡Pero si te has puesto a hablar inglés en Caen! ¡Odian a los ingleses!

—Y es lo que tienen que hacer —contestó Robbie—. Es lo que tienen que hacer, pero ¿qué tengo que hacer yo? ¿Tener todo el día la boca cerrada? ¡Demonios! También es mi lengua. Dios sabe por qué se llamará inglés.

—Porque es inglesa —repuso Thomas—, y el rey Arturo la hablaba.

—¡Cristo bendito! —dijo entonces Robbie, y volvió a reírse—. Demonios, le he dado tan fuerte a aquél que cuando se despierte no sabrá ni qué día es.

Encontraron refugio en una de las muchas casas que todavía estaban abandonadas tras el encarnizado asalto inglés del verano anterior. Los propietarios de las casas estaban o muy lejos o, más probablemente, sus huesos debían yacer en la enorme fosa común del patio de la iglesia o entre el barro del lecho del río.

A la mañana siguiente, volvieron a bajar a los muelles. Thomas se recordó metido en la fuerte corriente, cuando los ballesteros dispararon desde los barcos amarrados. Los dardos habían abierto pequeñas vías de agua, y como no quería arriesgarse a que se le mojara la cuerda, no fue capaz de devolver las salvas. En esa ocasión, él y Robbie bajaron a los muelles para descubrir que el Pentecostés había aparecido como por arte de magia aquella noche. Era un barco tan grande como el resto de los que remontaban el río, un barco capaz de cruzar hasta Inglaterra con una veintena de hombres y caballos a bordo, pero ahora que la marea bajaba y lo dejaba atrapado en el barro, el barco parecía mucho más alto y estaba seco. Thomas y Robbie cruzaron con cautela una pasarela y oyeron un ronquido monstruoso que provenía de la pequeña y fétida cabina de popa. A Thomas le pareció que todo el puente vibraba con cada ronquido, y se preguntó cómo reaccionaría una criatura capaz de hacer aquel ruido cuando la despertasen, pero, justo entonces, una muchacha que parecía una vagabunda, pálida como la niebla del alba y delgada como una flecha, subió desde el techo de paja de la cabina, colocó unas ropas en el puente y se llevó un dedo a los labios. Parecía muy frágil y, mientras se levantaba la falda para subirse las medias, enseñó unas piernas como ramitas. Thomas dudaba de que tuviera más de trece años.

—Está durmiendo —susurró.

—Ya lo oigo —repuso Thomas.

—¡Shh! —volvió a llevarse el dedo a los labios y se colocó una densa camisa de lana por encima del camisón, metió los piececitos en enormes botas y se enfundó en un enorme abrigo de cuero. Se colocó un grasiento sombrero de lana sobre el pelo rubio y recogió una saca grasienta que parecía hecha de sebo de velas viejas—. Me voy a comprar comida —dijo en voz baja—, y hay que encender el fuego en la bodega. Encontrarás yesca y pedernal en la estantería. ¡No le despiertes!

Y con ese aviso salió de puntillas del barco, envuelta en el enorme abrigo y caminando con sus pesadas botas; Thomas, acobardado por la profundidad y potencia del ronquido, decidió que la discreción era el mejor camino. Fue a la bodega donde encontró un brasero de hierro sobre una losa de piedra. El brasero estaba listo para ser encendido y, después de abrir la paja para que hiciera de chimenea, hizo algunas chispas con el pedernal. Las astillas estaban húmedas, pero después de un rato el fuego prendió y él empezó a añadirle madera, de manera que para cuando volvió la chica ya había una llama respetable.

—Soy Wette —se presentó, aparentemente nada interesada por quiénes pudieran ser Thomas y Robbie—, la mujer de Pierre —les aclaró, y después cogió una enorme sartén ennegrecida en la que rompió doce huevos—. ¿Queréis comer también? —le preguntó a Thomas.

—Nos gustaría.

—Me podéis comprar algunos huevos —le dijo mientras señalaba la saca—, y también tengo jamón y pan. A él le gustan con jamón.

Thomas miró los huevos que se iban volviendo blancos al fuego.

—¿Son todos para Pierre?

—Por las mañanas se levanta con hambre —le explicó—, así que, ¿por qué no cortas el jamón? Le gusta grueso. —El barco crujió de repente y se hundió un poco en el barro—. Ya se ha despertado —dijo Wette y cogió un plato de peltre de la estantería. Se oyó un gruñido en el puente, pasos, y Thomas se dio la vuelta para encontrarse con el hombre más grande que había visto nunca.

Pierre Villeroy era un pie más alto que el arco de Thomas. El pecho tan grande como la cabeza de un cerdo, una calva pelada y reluciente, la cara terriblemente marcada por la viruela y una barba en la que se hubiera perdido una liebre. Al ver a Thomas, parpadeó.

—¿Has venido a trabajar? —gruñó.

—No, he venido a traeros un mensaje.

—Lo malo es que tenemos que empezar pronto —dijo Villeroy con una voz que parecía retumbar en una caverna profunda.

—Se trata de un mensaje de sir Guillaume d’Evecque —aclaró Thomas.

—Tenemos que aprovechar la marea baja, ¿sabes? —prosiguió Villeroy—. Tengo tres cubas de musgo en la bodega. Yo siempre he usado musgo. Como mi padre. Otros usan cáñamo a tiras, pero a mí no me gusta, no me gusta nada de nada. Nada va tan bien como el musgo fresco. Aguanta más, ¿sabes? Y se mezcla mejor con la brea. —El feroz rostro se abrió de repente en una sonrisa a la que le faltaban algunos dientes—. Mon caneton! —exclamó cuando Yvette le llevó un plato lleno de comida.

Yvette, su patito, les sirvió un par de huevos a Robbie y a Thomas y después sacó dos martillos y un par de extraños instrumentos de metal que parecían cinceles romos.

—Estamos calafateando las juntas —les explicó Villeroy—, así que yo calentaré la brea y vosotros dos podéis ir colocando el musgo entre las tablas. —Se metió en la boca un revoltijo de yema y jamón con los dedos—. Hay que hacerlo mientras el barco está alto y seco, entre las mareas.

—Pero yo os traigo un mensaje —insistió Thomas.

—Ya lo sé. De sir Guillaume. Lo que significa que quiere el Pentecostés a punto para hacer un viaje, y lo que sir Guillaume quiere, lo obtiene, porque ha sido bueno conmigo, vaya que sí, pero el Pentecostés no le servirá de nada si se hunde, ¿verdad que no? Hay que calafatearlo. Mi mujercita y yo casi nos ahogamos ayer, ¿verdad, patito mío?

—Entraba mucha agua —refrendó Wette.

—A borbotones, entraba —declaró Villeroy en voz alta—, todo el camino desde Cabourg hasta aquí, ¡así que, si sir Guillaume quiere ir a algún sitio, mejor que os pongáis a trabajar cuanto antes! —Les sonrió desde aquella enorme barba, ahora manchada de yema de huevo.

—Quiere ir a Dunkerque —dijo Thomas.

—Así que está planeando huir, ¿eh? —caviló Villeroy en voz alta—. Cruzará ese foso con los caballos antes de que el conde de Coutances sepa en qué año está.

—¿Por qué a Dunkerque? —preguntó Wette.

—Pues está claro que piensa unirse a los ingleses —dijo Villeroy sin expresar censura alguna, aunque eso suponía que sir Guillaume era un traidor—. Su señor se ha vuelto contra él, los obispos se le están meando en la boca y hasta dicen que el rey tiene un pie metido en el asunto, así que lo mejor que puede hacer es cambiar de bando. ¿Dunkerque? Se unirá al asedio de Calais. —Se metió aún más huevos y jamón en la boca—. ¿Y cuándo quiere salir sir Guillaume?

—Para san Clemente —contestó Thomas.

—¿Cuándo es eso?

Ninguno de ellos lo sabía. Thomas sabía qué día del mes era san Clemente, pero no sabía cuántos faltaban, y ese desconocimiento le dio una excusa para evitar lo que estaba seguro sería un trabajo asquerosamente sucio, frío y húmedo.

—Voy a averiguarlo —dijo—, y volveré para ayudaros.

—Yo voy contigo —se ofreció Robbie.

—No, tú quédate —ordenó Thomas con severidad—. Monsieur Villeroy tiene un trabajo para ti.

—¿Un trabajo? —Robbie no había entendido la conversación anterior.

—Una cosita de nada —le aseguró Thomas—. ¡Ya verás cómo disfrutas!

Robbie parecía receloso.

—¿Y tú dónde vas?

—A la iglesia, Robbie Douglas —contestó Thomas—. Voy a la iglesia.