Thomas, el padre Hobbe y Eleanor siguieron al prior y a sus monjes, que seguían cantando aunque sus voces desfallecían ahora por el esfuerzo de la carrera. El corporal de san Cutberto ondeaba en la lanza del prior, y el estandarte atrajo a una procesión de mujeres y niños que, como no querían separarse de sus hombres, cargaban con haces de flechas colina arriba. Thomas quería ir más rápido, adelantar a los monjes y reunirse con los hombres de lord Outhwaite, pero Eleanor se colgó de él deliberadamente hasta que se volvió hacia ella enfadado.
—Puedes caminar más deprisa —protestó en francés.
—¡Yo puedo caminar más deprisa —le dijo ella—, y tú puedes ignorar una batalla! —El padre Hobbe, que llevaba el caballo, entendió el tono aunque no las palabras. Suspiró y se ganó una mirada furibunda de Eleanor—. ¡No tiene por qué pelear!
—Soy un arquero inglés —insistió obstinado Thomas—, y hay un enemigo ahí delante que nos supera en número.
—¡Tu rey te ha enviado a buscar el Grial! —prosiguió Eleanor—. ¡No la muerte! ¡No me dejes sola! ¡Ni a mí ni al niño! —Se había detenido con las manos sobre el vientre y lágrimas en los ojos—. ¿Voy a quedarme sola aquí, en medio de Inglaterra?
—No voy a morir hoy —añadió él, cáustico.
—¿Cómo lo sabes? —Eleanor era todavía más cáustica—. ¿Qué pasa, habla Dios contigo? ¿Sabes tú lo que otros hombres desconocen? ¿Te ha sido revelado el día de tu muerte?
Thomas se quedó desconcertado por el berrinche. Eleanor era una mujer fuerte, no dada a las rabietas, pero ahora estaba destrozada, y hecha un mar de lágrimas.
—Esos hombres —le dijo Thomas—, el Espantapájaros y Beggar, no te tocarán un pelo. Estaré a tu lado.
—¡No son ellos! —Eleanor aullaba—. Anoche tuve un sueño. Un sueño.
Thomas le puso las manos sobre los hombros. Tenía unas manos grandes y fuertes de tensar el arco.
—Anoche yo soñé con el Grial —le dijo, aunque era consciente de que no era del todo cierto. No había soñado con el Grial, más bien se había despertado con una visión que resultó ser un engaño, pero no le podía decir eso a Eleanor—. Era precioso y dorado, como una copa de fuego.
—En mi sueño —repuso Eleanor—, tú estabas muerto y tu cuerpo hinchado y negro.
—¿Qué dice? —le preguntó el padre Hobbe.
—Anoche tuvo una pesadilla —le contestó Thomas.
—El demonio nos envía íncubos —afirmó el padre—. Lo sabe todo el mundo. Díselo.
Thomas se lo tradujo y después le metió un mechón de pelo dorado que se le había escapado de la frente dentro del gorrito de lana que llevaba. Adoraba su rostro, tan sincero y fino como el de una gata, pero con unos ojos enormes y una boca muy expresiva.
—Sólo fue una pesadilla —la tranquilizó—, un cauchemar.
—El Espantapájaros —repuso Eleanor con un estremecimiento—. Él es un cauchemar.
Thomas la abrazó.
—No se te acercará —le prometió. Oía cantos lejanos, pero no eran las solemnes oraciones de los monjes. Eran abucheos, gritos insistentes, que cogían fuerza a medida que aumentaba el ritmo de los tambores. No entendía las palabras, pero tampoco lo necesitaba.
—El enemigo nos espera —le dijo a Eleanor.
—No son mi enemigo —respondió ella con ira.
—Si entran en Durham —replicó Thomas—, eso les dará igual. Se te llevarán igualmente.
—Todo el mundo odia a los ingleses. ¿Lo sabes? Os odian los franceses, os odian los bretones, os odian los escoceses, ¡os odia toda la cristiandad! ¿Y sabes por qué? ¡Porque os gusta pelear! ¡Es lo que más os gusta! Todo el mundo sabe eso de los ingleses. ¿Y tú? No tienes ninguna necesidad de luchar. No es tu guerra, pero no soportas esperar, ¡no puedes esperar a matar otra vez!
Thomas no supo qué decir, porque había verdad en las palabras de Eleanor. Se encogió de hombros y tomó su arco.
—Yo lucho por mi rey y ahí arriba hay un ejército de enemigos. Nos superan en número. ¿Sabes lo que sucederá si entran en Durham?
—Lo sé —dijo con firmeza, y era cierto que lo sabía porque había estado en Caen cuando los arqueros ingleses, desobedeciendo a su rey, habían cruzado el puente y arrasado la ciudad.
—Si no peleamos y los detenemos aquí, sus caballeros acabarán con nosotros. Nos perseguirán uno a uno.
—Me habías dicho que te casarías conmigo —le dijo Eleanor, con lágrimas en los ojos de nuevo—. No quiero un niño sin padre, no quiero que sea como yo. —Quería decir ilegítimo.
—Me casaré contigo, te lo prometo. Cuando termine la batalla nos casaremos en Durham. En la catedral, ¿vale? —le sonrió—. Nos casaremos en la catedral.
A Eleanor le encantó la promesa, pero estaba demasiado enfadada para demostrárselo.
—Tendríamos que ir a la catedral ahora —le espetó—. Allí estaremos seguros. Rezaremos en el altar mayor.
—Ve a la ciudad —le dijo Thomas—. Deja que yo luche contra los enemigos de mi rey y vosotros id a la ciudad; padre Hobbe, encontrad al anciano monje y hablad los dos con él, después id a la catedral y esperadme allí. —Abrió uno de los enormes sacos colgados de la mula y sacó su lorigón, que se colocó por la cabeza. El cuero acolchado de dentro estaba rígido y frío, y olía a moho. Metió las manos por las mangas y se abrochó el cinto de la espada colocándose el arma a la derecha—. Ve a la ciudad —le dijo a Eleanor—, y habla con el monje.
Eleanor lloraba.
—Vas a morir —le dijo—. Lo he soñado.
—Pero yo no puedo ir a la ciudad —protestó el padre Hobbe.
—Sois un sacerdote —le espetó Thomas—, ¡no un soldado! Llevad a Eleanor a Durham. Encontrad al hermano Collimore y hablad con él. —El prior había insistido en que Thomas esperara y, de repente, le pareció muy sensato que el padre Hobbe hablara con el monje antes de que el prior envenenara sus recuerdos—. Debéis hablar los dos con el hermano Collimore. Vos sabéis qué preguntarle. Os veré allí esta noche, en la catedral. —Se puso el morrión, de borde amplio para amortiguar los golpes desde arriba, y se lo anudó a la cabeza.
* * *
Estaba enfadado con Eleanor porque sentía que tenía razón. La batalla inminente no era cosa suya excepto porque él era soldado e Inglaterra su país.
—No voy a morir —le dijo a Eleanor con una irracionalidad obstinada—, y me verás esta noche. —Le tendió las riendas de su caballo al padre Hobbe—. Mantened a Eleanor a salvo. El Espantapájaros no se arriesgará a nada dentro del monasterio o la catedral.
Hubiera querido darle un beso a Eleanor, pero ella estaba enfadada con él y él con ella, así que cogió el arco y la bolsa de flechas y se fue. Ella no dijo nada porque, como Thomas, era demasiado orgullosa para echarse atrás. Además, sabía que tenía razón. Este enfrentamiento con los escoceses no era la lucha de Thomas, mientras que el Grial sí era su obligación. El padre Hobbe, en medio de tanta obstinación, caminaba en silencio, aunque reparó en que Eleanor se volvió más de una vez con la esperanza evidente de descubrir a Thomas mirando atrás, pero lo único que vio fue a su amante subir por el camino con el enorme arco colgado al hombro.
Era un arco enorme, más alto que la mayoría de los hombres y tan ancho en su panza como la muñeca de un arquero. Estaba hecho de tejo; Thomas estaba casi seguro de que era tejo italiano, pero no podía jurarlo porque la madera procedía de un barco que había naufragado. Le había dado forma a la vara dejando el centro grueso, y había calentado los extremos para que se curvaran en dirección contraria a la que se curvaba el arco cuando se tensaba. Lo había pintado de negro con cera, aceite y hollín, y enganchado dos piezas de asta para sujetar la cuerda. La vara había sido cortada de manera que la cara interior del arco fuera de duramen, que se comprimía cuando flechaba el arma, y la panza exterior de elástica albura, de manera que cuando desflechaba, el duramen liberaba la tensión, y la albura tiraba para que recuperara su forma y, entre uno y otra, despedían la flecha silbando con una fuerza brutal. La panza del arco, por donde agarraba la madera con la mano izquierda, estaba envuelta de cáñamo endurecido con cola de pezuña, y encima le había clavado la placa aplastada de un cáliz de plata que su padre utilizaba en la iglesia de Hookton para la misa. Esa pieza de plata representaba la centicora que sostenía el Grial entre sus garras. La centicora. El escudo de armas de su familia. Aunque él no lo supo hasta mucho más tarde porque su padre nunca se lo había contado. Nunca le había dicho que era un Vexille, ni que procedía de una familia noble de herejes cátaros, una familia a la que habían quemado todas sus posesiones en el sur de Francia y que había huido para esconderse en los rincones más oscuros de la Cristiandad.
Thomas sabía poco de la herejía cátara. Sabía mucho de su arco, y sabía escoger una flecha de flexible fresno, abedul o carpe; sabía emplumar el astil con plumas de ganso y colocarle casquillos de hierro. Sabía todo eso, pero no cómo conseguía que esa flecha perforara escudo, malla y carne. Eso era instinto, algo que había practicado desde su infancia; que había practicado hasta que le sangraban los dedos, hasta que ya no pensaba cómo tensaba la cuerda hasta su oreja; que había practicado, como todos los arqueros, hasta que su pecho se volvió ancho y sus brazos de acero. No necesitaba saber cómo usar un arco, era un instinto, como respirar, despertarse o pelear.
Se volvió cuando llegó a un seto de carpes que bordeaban el camino como una muralla. Eleanor se alejaba caminando con obstinación, y Thomas sintió la necesidad de gritarle, pero sabía que ya estaba demasiado lejos y que no le oiría. Ya se había peleado antes con ella; los hombres y las mujeres, le parecía a Thomas, pasaban la mitad de sus vidas peleándose y la otra mitad queriéndose, y la intensidad de lo primero alimentaba la pasión de lo segundo. Esbozó una sonrisa mientras la contemplaba, porque podía percibir la cabezonería de Eleanor incluso en su modo de andar y, además, le gustaba; después se dio la vuelta y se abrió paso entre las hojas caídas de carpe hasta el camino que cruzaba los pastos rodeados de muros, donde cientos de sementales ensillados pastoreaban. Eran los caballos de guerra de los caballeros y hombres de armas ingleses, y su presencia en los pastos le dio a entender que los ingleses esperaban a que atacasen los escoceses, porque un caballero se defendía mucho mejor a pie. Los caballos estaban ensillados para que los hombres con armaduras pesadas pudieran retirarse rápidamente o perseguir al enemigo vencido.
Thomas aún no veía al ejército escocés, pero oía sus cantos de guerra, que ganaban fuerza con el infernal retumbar de los tambores. El ruido ponía nerviosos a algunos de los caballos y tres de ellos, perseguidos por escuderos, galoparon hasta el muro de piedra con los ojos en blanco. Había más pajes de armas practicando con los caballos tras la línea inglesa, dividida en tres batallones. Cada uno de ellos contaba con un grupo de jinetes en el centro de la última fila. Los caballeros eran los comandantes, con sus estandartes chillones, y enfrente tenían cuatro o cinco filas de hombres de armas con espadas, hachas, lanzas y escudos; delante de los hombres de armas, y apiñados en los espacios entre los batallones, estaban los arqueros.
Los escoceses, a dos tiros de flecha de distancia, estaban en un terreno algo más elevado, organizados también en tres divisiones que, como los batallones ingleses, estaban dispuestos alrededor del grupo de estandartes de sus comandantes. La bandera más alta, el pendón real amarillo y rojo, estaba en el centro. Los caballeros y hombres de armas escoceses, como los ingleses, iban a pie, pero cada uno de sus testudos era mucho mayor que los batallones ingleses, como tres o cuatro veces mayor; aunque Thomas, lo suficientemente alto para vislumbrar el otro lado de la línea inglesa, vio que sus arqueros eran muchos menos. Aquí y allí, a lo largo de la línea escocesa, descubrió unos cuantos arcos y se apreciaban, entre el amasijo de picas, otras cuantas ballestas, pero no había, ni mucho menos, tantos arqueros como habían desplegado los ingleses, aunque, a su vez, los primeros superaban con creces al ejército de los segundos. Así que la batalla, si empezaba en algún momento, la librarían las flechas inglesas y las picas y hombres de armas escoceses, y, si no había suficientes flechas, la cresta se convertiría en un cementerio inglés.
El estandarte de lord Outhwaite, el de la cruz con la concha venera, estaba en el batallón de la izquierda, y Thomas se dirigió hacia allí. El prior, que había desmontado, estaba en el espacio que había entre las divisiones central e izquierda, donde uno de sus monjes paseaba un incensario y otro blandía el corporal con el asta pintada. El propio prior estaba gritando, aunque Thomas no sabría decir si insultaba al enemigo o rezaba al Señor, pues los alaridos escoceses no le permitían oír nada más. Thomas tampoco podía distinguir las palabras del enemigo, pero el sentimiento que expresaban estaba suficientemente claro y se aceleraba con el ritmo de los tambores.
Thomas veía ahora los enormes tambores y observaba la pasión con la que los tamborileros golpeaban las pieles para que el sonido se volviera tan fuerte como el chasquido de un hueso al romperse. Se oían altos y rítmicos, y reverberaban como un trueno que perforara los oídos. Frente a los tambores, en el centro de la línea enemiga, algunos hombres barbudos giraban en una danza salvaje. Llegaban como dardos desde el final de la línea escocesa y no vestían ni malla ni metal, sólo iban envueltos en pieles y paños gruesos, y blandían espadas largas tan altas como ellos mismos y escudos de cuero redondos y pequeños no más grandes que una bandeja de servir, que llevaban anudados en el antebrazo. Situados tras los hombres de armas escoceses, sacudían sus espadas contra los escudos, mientras los piqueros golpeaban el suelo con los extremos de sus larguísimas armas, para acompañar el estruendo de los tambores. El sonido era tan abrumador que los monjes del prior habían dejado de cantar y ahora contemplaban al enemigo.
—Lo que están haciendo —lord Outhwaite, que iba a pie como sus hombres, tenía que alzar la voz para que sus hombres le oyeran— es intentar asustarnos con ruido antes de intentar matarnos. —Su señoría cojeaba, Thomas no quería preguntar si por la edad o por alguna herida antigua; estaba claro que lo que quería era un sitio por el que pudiera pasear, así que se había ido a hablar con los monjes, aunque ahora volvía su amistoso rostro hacia Thomas—. Y más te vale andarte con ojo con esas sabandijas —le dijo, señalando a los bailarines—, porque son más salvajes que gatos endemoniados. Se dice que desuellan vivos a sus prisioneros. —Lord Outhwaite se persignó—. No se les ve muy a menudo tan al sur.
—¿Se les ve? —preguntó Thomas.
—Son hombres de las tribus del norte —le explicó uno de los monjes. Era un hombre alto con flequillo cano, la cara marcada y un solo ojo—. Sabandijas es lo que son —prosiguió el monje—. ¡Sabandijas! ¡Adoradores de ídolos! —Sacudió la cabeza con tristeza—. Nunca he viajado tan al norte, pero he oído que su tierra esta envuelta en nieblas perpetuas y que si un hombre muere de una herida en la espalda, su mujer se come a sus hijos y se arroja después por un acantilado para evitar la vergüenza.
—¿De veras? —preguntó Thomas.
—Eso es lo que se cuenta —repuso el monje persignándose otra vez.
—Viven de los nidos de pájaros, de las algas y el pescado crudo —siguió contando lord Outhwaite; después sonrió—. Bueno, algunas de mis gentes en Witcar también lo hacen, pero por lo menos le rezan al Señor. O eso creo.
—Pero vuestras gentes no tienen pezuñas de cabra —dijo el monje mirando al enemigo.
—¿Y los escoceses sí? —preguntó muerto de ansiedad un monje mucho más joven y con la cara picada de viruela.
—Los hombres de los clanes sí —repuso lord Outhwaite—. ¡Apenas son humanos! —Sacudió la cabeza y le tendió una mano al monje mayor—. El hermano Michael, ¿verdad?
—Su señoría me halaga recordando mi nombre —contestó el monje complacido.
—Una vez fue hombre de armas para mi señor Percy —le aclaró a Thomas—, ¡y uno muy bueno!
—Antes de que los escoceses me quitaran esto —dijo el hermano Michael levantando el brazo derecho y revelando, bajo la manga de su hábito, un muñón en la muñeca—, y esto —y levantó el parche que llevaba en el ojo izquierdo para mostrar una cuenca vacía—, así que ahora rezo en vez de luchar. —Se volvió para observar la línea escocesa—. Pues sí que están ruidosos hoy —farfulló.
—Están muy seguros de sí mismos —contestó lord Outhwaite con placidez—, y es normal. ¿Cuándo fue la última vez que nos superaban en número?
—Puede que sean más que nosotros —prosiguió el hermano Michael—, pero han escogido un lugar extraño para la batalla. Tendrían que haber ido hasta el extremo sur de la cresta.
—Y lo harán, hermano —concordó lord Outhwaite—, pero mientras, demos gracias por nuestra pequeña fortuna.
A lo que se refería el hermano Michael era a que los escoceses estaban sacrificando su ventaja numérica al pelear en la estrecha cima de la cresta donde la línea inglesa, aunque mucho menos densa y con bastantes menos hombres, no podía ser rodeada. Si los escoceses hubieran avanzado un poco más al sur, donde la cresta se ensanchaba a medida que descendía hasta la vega del río, habrían podido flanquear a su enemigo. La elección del terreno bien pudiera ser un error que proporcionara ventaja a los ingleses, pero le fue de poco consuelo a Thomas cuando intentó calcular el tamaño del ejército enemigo. Había más hombres haciendo lo mismo, y sus estimaciones iban entre los seis y los dieciséis mil, aunque lord Outhwaite creía que no había más de ocho mil escoceses.
—Sólo tres o cuatro veces más que nosotros —dijo alegremente—, y además no tienen suficientes arqueros. Que Dios bendiga a los arqueros ingleses.
—Amén —repuso el hermano Michael.
El monje de las viruelas contemplaba fascinado la gruesa línea escocesa.
—He oído decir que los escoceses se pintan la cara de azul. Pero yo no veo ninguno.
Lord Outhwaite lo miraba atónito.
—¿Que has oído qué?
—Que se pintan la cara de azul, mi señor —contestó el monje, aunque ahora algo avergonzado—. O sólo media cara. Para asustarnos.
—¿Para asustarnos? —Su señoría parecía divertido—. Para que nos partamos de risa, más bien. Yo no lo he visto nunca.
—Ni yo —añadió el hermano Michael.
—Es sólo lo que oído —concluyó el joven monje.
—Ya asustan bastante sin pintura. —Lord Outhwaite señaló un pendón en el otro extremo de la línea—. Veo que sir William está aquí.
—¿Sir William? —preguntó Thomas.
—Willie Douglas —le dijo lord Outhwaite—. Yo fui prisionero suyo durante dos años y aún estoy pagando a los banqueros. —Quería decir que su familia había pedido dinero prestado para pagar el rescate—. Pero me gusta. ¡Menudo granuja está hecho! ¿Y pelea con Moray?
—¿Moray? —preguntó el hermano Michael.
—John Randolph, conde de Moray. —Lord Outhwaite señaló con la cabeza otro estandarte cercano al corazón rojo de Douglas—. Se odian a muerte. Dios sabe por qué están juntos en el mismo batallón. —Volvió a mirar a los tamborileros escoceses que se inclinaban hacia atrás para equilibrar el peso de los enormes instrumentos que se apoyaban en sus barrigas—. Detesto esos tambores —comentó—. ¡Que se pintan la cara de azul! ¡Menuda tontería! —dijo con una risita.
El prior arengaba ahora a las tropas que tenía más cerca, les estaba contando que los escoceses habían destruido una gran casa religiosa en Hexham.
—¡Profanaron la sagrada iglesia del Señor! ¡Asesinaron a toda la hermandad! ¡Le han robado al mismísimo Cristo y han hecho llorar a Dios! ¡Sembrad Su venganza! ¡No tengáis piedad! —Los arqueros más cercanos estiraban los dedos, se relamían los labios y miraban al enemigo, que no parecía tener intención de avanzar—. ¡Los mataréis! —se desgañitaba el prior—. ¡Y Dios os bendecirá por ello! ¡Os enviará una lluvia de bendiciones!
—Quieren que les ataquemos nosotros —señaló el hermano Michael con sequedad. Parecía algo avergonzado por la pasión de su prior.
—Eso parece —repuso lord Outhwaite—. Y creen que les vamos a atacar a caballo. ¿Veis las picas?
—También son efectivas contra la infantería, mi señor —dijo el hermano Michael.
—Vaya si lo son, vaya, vaya —coincidió lord Outhwaite—. Mala cosa, las picas. —Jugueteó con algunos de los anillos sueltos de su cota y pareció sorprendido cuando uno se le quedó entre los dedos—. A mí, Willie Douglas, desde luego, me gusta. Cuando fui prisionero suyo, nos íbamos juntos de caza. Menudos jabalíes tienen en Liddesdale, si la memoria no me falla. —Frunció el entrecejo—. Qué tambores más ruidosos…
—¿Les atacaremos, entonces? —el joven monje reunió lodo su valor para volver a preguntar.
—Madre mía, ¡no! Espero que no, al menos —repuso lord Outhwaite—. ¡Nos superan en número! Es mucho mejor aguantar donde estamos y dejar que vengan ellos.
—¿Y si no vienen? —preguntó Thomas.
—Pues se volverán a casa con los bolsillos vacíos —contestó lord Outhwaite—, y eso no les va a gustar. No les va a gustar nada de nada. ¡Pero si sólo han venido a saquear! Por eso les gustamos tan poco.
—¿Que les gustamos poco? ¿Porque vienen a saquear? —Thomas no había entendido el razonamiento de su señoría.
—¡Son unos envidiosos, muchacho! Pura envidia es lo que tienen. Nosotros tenemos riquezas y ellos no, y pocas cosas provocan odio con tanta precisión como un desequilibrio de ese tipo. Yo tenía un vecino en Witcar que parecía un hombre razonable, pero él y sus hombres intentaron sacar provecho de mi ausencia cuando fui prisionero de Douglas. ¡No te lo vas a creer! Intentaron tender una emboscada a la partida que escoltaba los cofres de monedas con mi rescate. Y sólo fue por envidia, me parece a mí, y por el deseo de poseer lo que él no tenía.
—¿Y ahora está muerto, mi señor? —preguntó Thomas divertido.
—Madre mía, no —dijo su señoría en tono reprobatorio—. Está en el fondo de un hoyo hondísimo que hay en mi propiedad. Bien en el fondo, con las ratas. Le tiro moneditas de vez en cuando para que se acuerde de por qué está ahí metido. —Se puso de puntillas y miró hacia el oeste, donde las colinas eran más altas. Esperaba que los hombres de armas escoceses atacaran por el sur, pero no veía a nadie—. Su padre —y se refería a Robert Bruce— no se quedaría ahí esperando. Ya habría enviado a la caballería para que se acercara por los flancos a ver si nos cagábamos de miedo, pero este pollo no tiene ni idea de qué debe hacer, ¿no creéis? ¡Si hasta se ha puesto en mal sitio!
—Confía en su superioridad numérica —contestó el hermano Michael.
—Es posible que con eso le baste —añadió sombrío lord Outhwaite mientras se persignaba.
Thomas, ahora que tenía delante el terreno entre los dos ejércitos, entendía por qué lord Outhwaite hablaba con ese desdén del rey escocés, que había colocado a su ejército justo al sur de los rescoldos de las granjas donde habían derribado la cruz del dragón. No era sólo que la estrechez de la cresta recluía a los escoceses, negándoles la posibilidad de atacar por los flancos a los mucho menos numerosos ingleses; además, el campo de batalla tan mal escogido estaba obstruido por setos de endrino y por lo menos un muro de piedra. Ningún ejército podía avanzar por allí y mantener la línea de ataque intacta, pero el rey escocés parecía convenido de que los ingleses atacarían, porque no se movió. Sus hombres los insultaban, con la esperanza de provocarlos, pero los ingleses permanecían impertérritos donde estaban.
Los escoceses aún abuchearon más cuando un hombre alto montado en un enorme caballo cabalgó hasta el centro de la línea inglesa. Su semental llevaba la crin trenzada con cintas moradas y una gualdrapa también morada bordada con llaves doradas, tan larga que la arrastraba por el suelo tras las pezuñas del caballo. Éste llevaba la cabeza protegida con una pieza de cuero en la que habían montado un cuerno de plata enroscado, como el arma de un unicornio. El jinete, alto y bizarro, llevaba armadura de placas reluciente y sobreveste púrpura y dorada, los mismos colores que lucían su paje, el portaestandartes y la docena de caballeros que lo seguían. No llevaba espada, pero iba armado con un mangual enorme como el que llevaba Beggar. Los tambores escoceses redoblaron, los escoceses insultaron y los ingleses lanzaron vítores hasta que el jinete levantó una mano guarnecida de malla para que se callaran.
—Estamos a punto de tragarnos una homilía de su gracia —explicó lord Outhwaite con tono pesimista—. Le encanta oírse a sí mismo.
El bizarro jinete era evidentemente el arzobispo de York y, cuando las filas inglesas se callaron, volvió a levantar la mano enguantada por encima de su penacho púrpura e hizo una extravagante señal de la cruz.
—Dominus Vobiscum —gritó—. Dominus Vobiscum —Cabalgó por toda la línea repitiendo la invocación—. En el día de hoy, vais a matar al enemigo de Dios —vociferaba cada vez que prometía que el Señor estaría con los ingleses. Tenía que gritar para hacerse oír por encima del barullo que armaba el enemigo—. El Señor está con vosotros, y Su trabajo en este día será dejar muchas viudas y huérfanos. Llenaréis Escocia de pena como justo castigo por su impiedad. El Señor de las Huestes está con vosotros; ¡vuestra tarea es la venganza divina! —El caballo del arzobispo caminaba erguido, cabeceando hacia arriba y abajo mientras su gracia transmitía valor a los flancos del ejército. Los últimos jirones de niebla hacía tiempo que se habían desvanecido y, aunque el aire aún era frío, el sol calentaba y su luz refulgía en las miles de armas escocesas. Un par de carros tirados por sendos caballos habían llegado de la ciudad, y una docena de mujeres distribuía arenque seco, pan y odres de cerveza.
El escudero de lord Outhwaite trajo un barril de arenques para que se sentara su señor. Un hombre tocaba una flauta de caña por allí cerca, el hermano Michael cantó una antigua canción popular sobre el tejón y el perdón, lord Outhwaite se rió con la letra y después hizo una señal con la cabeza hacia el campo de batalla, donde dos jinetes, uno de cada ejército, se acababan de reunir.
—Veo que estamos hoy muy corteses —señaló. Un heraldo inglés con tabardo chillón se había acercado hacia los escoceses, y éstos habían nombrado a toda prisa a un sacerdote como emisario, que se había acercado a recibirlo. Ambos hombres inclinaron la cabeza erguidos en sus monturas, conversaron un rato y volvieron hacia sus respectivos ejércitos. El inglés, mientras se acercaba a su ejército, abrió las manos en señal de que los escoceses seguían en sus trece.
—¿Han llegado hasta aquí abajo y no piensan pelear? —preguntó el prior, enojado.
—Quieren que empecemos nosotros —contestó lord Outhwaite sin más—, y nosotros queremos que hagan lo mismo. —Los heraldos se habían reunido para discutir cómo se desarrollaría la batalla, cada uno había exigido claramente que la facción contraria empezara el asalto, y ambas habían declinado la invitación, así que los escoceses intentaban provocar otra vez a los ingleses mediante el insulto. Algunos de los enemigos avanzaron hasta ponerse a tiro de arco y gritaron que los ingleses eran unos cerdos y sus madres unas puercas, y cuando un arquero levantó su arma para responder a los insultos, su capitán le ordenó que no malgastara flechas en palabras.
—¡Cobardes! —gritaba un escocés que se había adelantado más que nadie, hasta llegar, a la mitad del alcance de un arco largo—. ¡Cabrones cobardes! ¡Vuestras madres eran putas que os amamantaron con pis de cabra! ¡Vuestras mujeres son cerdas! ¡Putas y cerdas! ¿Me oís? ¡Cabrones! ¡Cabrones ingleses! ¡Sois cagarros del demonio! —La virulencia de su odio hacía que temblara todo su cuerpo. Era de barba abundante, llevaba un jubón harapiento y su cota de malla tenía un roto considerable en la espalda, de manera que cuando se dio la vuelta, les enseñó el culo a los ingleses. Pretendía ser un insulto, pero fue recibido con carcajadas.
—Tendrán que atacarnos antes o después —declaró lord Outhwaite—. Eso o volver a casa sin nada, y no me los imagino haciendo eso. No se convoca a un ejército de ese tamaño para no sacar nada.
—Ya han saqueado Hexham —observó el prior con pesar.
—Y no han sacado más que chucherías —repuso lord Outhwaite con desdén—. Los auténticos tesoros de Hexham ya hace tiempo que están a buen recaudo. He oído que Carlisle les pagó bien para que no atacaran la ciudad, pero ¿suficientemente bien para hacer ricos a ocho o nueve mil hombres? —Sacudió la cabeza—. A esos soldados no les pagan —le explicó a Thomas—, no son como nuestros hombres. El rey de Escocia no tiene suficiente dinero para pagar a su ejército. No, lo que quieren es hacer unos cuantos prisioneros ricos y después saquear Durham y York, y si no quieren volver a casa pobres y con las manos vacías, mejor será que vayan levantando los escudos y se nos vayan acercando.
Pero los escoceses seguían sin moverse y los ingleses no contaban con el número de efectivos suficientes para atacar, aunque seguían llegando grupos de rezagados para unirse al ejército del arzobispo. En su mayoría eran lugareños y pocos tenían armadura o armas, aparte de las herramientas de sus granjas, como hachas o azadones. Ya era casi mediodía y el sol había absorbido el frío de la tierra, así que Thomas estaba sudando por debajo del cuero y la malla. Dos de los sirvientes legos del prior habían llegado en un carro cargado de cerveza de mala calidad, sacos de pan, una caja de manzanas y un queso enorme, y una docena de monjes jóvenes los estaban distribuyendo entre la línea inglesa. La mayoría de los hombres estaban sentados, algunos hasta dormían, y muchos de los escoceses hacían lo mismo. Incluso los tambores habían dejado de sonar y los enormes instrumentos descansaban ahora en el prado. Una docena de cuervos pasó volando en círculo, y Thomas, que consideraba que su presencia presagiaba muerte, se persignó, aunque sintió alivio cuando las negras aves se dirigieron hacia el norte para sobrevolar las tropas escocesas.
Había llegado un grupo de arqueros de la ciudad y estaban embutiendo flechas en sus carcajs, señal de que nunca habían luchado con un arco, pues un carcaj era un utensilio inútil para la batalla. Era muy probable que las flechas se cayeran de él si un hombre echaba a correr, y pocos tenían capacidad para más de veinte. Los arqueros como Thomas preferían una bolsa grande de tela con una estructura flexible de sauce en la que las flechas se mantenían rectas, las plumas no se aplastaban gracias a la estructura, y las puntas sobresalían por el cuello de la bolsa, que se ataba con una cuerda. Thomas había escogido sus flechas con cuidado y rechazado las que tenían el asta torcida o las plumas crespas. En Francia, donde muchos de los caballeros enemigos poseían armaduras de placas costosas, los ingleses usaban flechas afiladas, con puntas estrechas, pesadas y sin engorras, de modo que pudieran perforar con facilidad las armaduras o los cascos, pero aquí seguían utilizando las flechas de caza con lengüetas que las hacían imposibles de extraer de una herida. Las llamaban flechas de carne, pero hasta una flecha de carne podía atravesar malla a doscientos pasos.
Thomas echó una cabezadita por la tarde, y sólo se despertó cuando el caballo de lord Outhwaite casi lo pisa. Su señoría, junto a los otros comandantes ingleses, había sido convocado por el arzobispo, así que hizo traer su caballo y, acompañado de su escudero, se acercó hacia el centro del ejército. Uno de los capellanes del arzobispo portaba un crucifijo de plata y lo mostraba a la primera línea de soldados. El crucifijo llevaba colgando de los pies del Cristo una bolsa de cuero, y en la bolsa, clamaba el capellán, iban los huesos de los nudillos del mártir san Osvaldo.
—Besad la bolsa y Dios velará por vosotros —prometía el capellán, y los arqueros y los hombres de armas se empujaban para obedecer. Thomas no se pudo acercar lo suficiente para besar la bolsa, pero sí consiguió tocarla. Muchos hombres llevaban amuletos o pedazos de tela que les habían dado sus esposas, amantes o hijas cuando habían abandonado sus hogares o granjas para marchar contra el invasor. Tocaban ahora sus talismanes mientras los escoceses, que presentían que algo iba a suceder por fin, se ponían en pie. Uno de sus enormes tambores empezó a retumbar armando un estruendo espantoso.
Thomas miró a su derecha para observar la parte superior de las torres gemelas de la catedral y el estandarte que ondeaba desde las murallas del castillo. Eleanor y el padre Hobbe debían de estar ya en la ciudad y Thomas sintió una punzada de remordimiento cuando recordó cómo se habían separado, y agarró su arco para que el contacto con la madera le alejara de todo mal. Se consoló al pensar que Eleanor estaría segura en la ciudad y sabía que, esa noche, cuando ganaran la batalla, podrían retomar la discusión donde la habían dejado. Se casarían en Durham. No estaba muy seguro de querer casarse, le parecía demasiado pronto para tener esposa, aunque fuera Eleanor, a quien tenía la certeza de amar, pero estaba igualmente convencido de que ella deseaba que abandonara el arco de tejo y estableciera un hogar, y eso era lo último que Thomas quería. Lo que él quería era estar al mando de una cuadrilla de arqueros, ser un hombre como Will Skeat. Quería su propia partida de arqueros que pondría al servicio, previo pago de una generosa suma, de los grandes señores. Y no había escasez de oportunidades. Corrían rumores de que los estados italianos pagarían una fortuna por disponer de arqueros ingleses, y Thomas quería una parte de ese pastel, pero también deseaba cuidar de Eleanor y no quería que su hijo fuera un bastardo. Ya había suficientes bastardos en el mundo para traer a otro.
Los señores ingleses pasaron un rato hablando. Eran una docena y miraban constantemente al enemigo. Thomas estaba lo suficientemente cerca para percibir la ansiedad en sus rostros. ¿Estaban preocupados porque el enemigo era demasiado numeroso? ¿O porque los escoceses se negaban a presentar batalla y durante la niebla matutina del siguiente día podrían desaparecer hacia el norte?
El hermano Michael se le acercó para descansar sus viejos huesos sobre el barril de arenques que había servido de asiento para lord Outhwaite.
—Os ordenarán formar en las primeras filas. Al menos eso es lo que yo haría. Enviar a los arqueros delante para provocar a esos cabrones. O para ahuyentarlos, aunque los escoceses no se espantan fácilmente. Son unos cabrones muy valientes.
—¿Valientes? ¿Y por qué no atacan?
—Porque no son idiotas. Han visto que disponemos de muchos como éste —el hermano Michael tocó el arco de Thomas—. Saben de lo que sois capaces los arqueros. ¿Has oído hablar de Halidon Hill? —Levantó las cejas sorprendido cuando Thomas negó con la cabeza—. Claro, tú eres del sur. Cristo podría volver a nacer aquí en el norte y vosotros los sureños ni oiríais hablar de él, o no os lo creeríais si lo oyerais. Aunque lo de Halidon Hill ocurrió hace trece años. Nos atacaron por Berwick y acabamos con ellos en manadas. Bueno, nuestros arqueros acabaron con ellos, y no creo que les entusiasme la idea de que les vuelva a suceder lo mismo aquí. —El hermano Michael frunció ceño al oír un pequeño clic—. ¿Qué ha sido eso?
Algo había tocado el casco de Thomas y, cuando se volvió, vio al Espantapájaros, sir Geoffrey Carr, que había hecho estallar su látigo para que la punta diera en la cresta del morrión de Thomas. Sir Geoffrey enrolló el látigo y sonrió Thomas.
—¿Qué, ya estamos escondiéndonos entre los faldones de los monjes?
El hermano Michael contuvo a Thomas.
—Marchaos, sir Geoffrey —le ordenó el monje—, antes de que eche una maldición sobre vuestra negra alma.
Sir Geoffrey se metió un dedo en una de sus fosas nasales y sacó algo viscoso que le tiró al monje.
—¿Te crees que me asustas, tuerto cabrón? ¿Tú que perdiste las pelotas con la mano? —lanzó una carcajada, después se volvió hacia Thomas—. Has empezado una pelea conmigo, chico, y no me has dado oportunidad de terminarla.
—No será ahora —espetó el hermano Michael.
Sir Geoffrey ignoró al monje.
—¿Te peleas con tus superiores? Te pueden ahorcar por eso. No —y se detuvo de golpe apuntando a Thomas con un dedo huesudo—, ¡te ahorcarán por eso! ¿Me oyes? Te ahorcarán. —Escupió a Thomas e hizo dar la vuelta a su penco para volver a la línea.
—¿Cómo es que conoces al Espantapájaros? —le preguntó el hermano Michael.
—Cosas que pasan.
—Es un mal bicho —prosiguió el hermano Michael al tiempo que se persignaba—; un bicho nacido bajo la luna menguante en una noche de tormenta. —Seguía mirando al Espantapájaros—. Se dice que le debe dinero hasta al demonio. Le tuvo que pagar un rescate a Douglas de Liddesdale y pidió unos créditos enormes para ello. Su castillo, sus campos, todo lo que posee está en peligro si no puede pagar, y aunque haga hoy una fortuna, la perderá jugando a los dados. El Espantapájaros es un insensato, pero es un insensato peligroso. —Dirigió su único ojo hacia Thomas—. ¿De verdad te has peleado con él?
—Quería violar a mi mujer.
—Ya veo. Ése es nuestro Espantapájaros. Pues ten cuidado, muchacho, porque no olvida las afrentas y nunca las perdona.
Los señores ingleses debieron de llegar a algún acuerdo porque alargaron los brazos y entrechocaron los nudillos enguantados en metal; entonces lord Outhwaite dirigió el caballo hacia sus hombres.
—¡John! ¡John! —llamaba al capitán de los arqueros—. No vamos a esperar a que se decidan —dijo mientras desmontaban—, iréis a provocarlos.
Parecía, pues, que finalmente el hermano Michael había acertado; enviarían delante a los arqueros para molestar a los escoceses. El plan era enfurecerlos con las flechas y espolearlos para que se precipitaran al ataque.
Un escudero llevó el caballo de lord Outhwaite de vuelta a los pastos mientras el arzobispo de York conducía al suyo frente al ejército.
—¡Dios os ayudará! —les gritó a los hombres de la división central que él comandaba—. ¡Los escoceses nos tienen miedo! ¡Saben que con la ayuda de Dios llenaremos de huérfanos su apestosa tierra! Se levantan a mirar porque nos tienen miedo. Así que: ¡a por ellos! —Esa expresión levantó gritos de júbilo. El arzobispo alzó una mano para hacer callar a los hombres—. Quiero que se adelanten los arqueros —vociferó—. ¡Sólo los arqueros! ¡Ensartadlos! ¡Matadlos! Y que Dios os bendiga a todos. ¡Que Dios os bendiga con todo su poder!
Así que los arqueros empezarían la batalla. Los escoceses seguían empecinados en no moverse con la esperanza de que los ingleses atacaran, pues era mucho más sencillo defender una posición que asaltar a un enemigo en formación, pero ahora los arqueros ingleses se adelantarían para aguijonear, pinchar y hostigar al enemigo, hasta que huyera o, más probablemente, avanzara para vengarse.
Thomas ya había seleccionado la mejor flecha. Era nueva, tan nueva que la cola teñida de verde alrededor de la cuerda que mantenía las plumas en su sitio aún estaba pegajosa, pero el astil era oblongo, algo más ancho en la punta que en las plumas. Una Hecha como ésa se clavaría con fuerza, y era una hermosa pieza de fresno, un tercio más larga que el brazo de Thomas, y Thomas no pensaba malgastarla, aunque dispararía el primer tiro desde muy lejos.
Y tendría que ser un tiro muy largo, pues el rey escocés estaba al final del testudo central de su ejército, pero no era un tiro imposible, pues el arco negro era grande y Thomas, joven, fuerte y preciso.
—Que el Señor os acompañe —dijo el hermano Michael.
—¡Sed certeros! —aulló lord Outhwaite.
—¡Que Dios acelere vuestras flechas! —clamó el arzobispo de York.
Los tambores sonaron con más fuerza, los insultos escoceses se oyeron de nuevo, y los arqueros de Inglaterra empezaron su avance.
* * *
Bernard de Taillebourg ya sabía la mayoría de las cosas que el anciano monje le había contado, pero ahora que por fin fluía la historia, no lo interrumpió. Era la historia de una familia que había sido señora de un oscuro condado en el sur de Francia. El condado se llamaba Astarac, estaba cerca de las tierras cátaras y, con el tiempo, se infectó con la herejía.
—Las falsas enseñanzas se extendieron —había relatado el hermano Collimore— como la peste. Desde el mar interior hasta el océano, y hacia el norte, hacia Borgoña. —El padre De Taillebourg sabía todo esto, pero no dijo nada, sencillamente dejó que el anciano siguiera describiendo cómo quemaron a los cátaros para hacerlos desaparecer de la tierra y las hogueras de sus muertes enviaron columnas de humo al cielo para decirle a Dios y a Sus ángeles que la auténtica religión había sido restaurada en los dominios entre Francia y Aragón, y cómo los Vexille, de entre los últimos nobles contaminados con el mal cátaro, huyeron a los confines más lejanos de la Cristiandad—. Pero antes de escapar —prosiguió el hermano Collimore mirando el arco pintado de blanco del techo—, se llevaron los tesoros de los herejes para ponerlos a buen recaudo.
—¿Y el Grial estaba entre ellos?
—Eso decían, pero ¿quién sabe? —El hermano Collimore volvió la cabeza y miró al dominico con desaprobación—. Si poseían el Grial, ¿por qué no les sirvió de nada? Nunca entendí eso. —Cerró los ojos. A veces, cuando el anciano se detenía para coger aire y casi parecía dormirse, De Taillebourg miraba por la ventana para observar a los dos ejércitos en la colina más lejana. No se movían, aunque el ruido que hacían era como el crepitar y el rugir de una hoguera inmensa. El rugir era la algarabía de las voces de los hombres y el crepitar, los tambores, y los sonidos gemelos subían y bajaban con el ir y venir del viento, que se colaba por el desfiladero rocoso por encima del río Wear. El sirviente del padre De Taillebourg aún seguía en el umbral de la puerta, medio escondido por una de las muchas pilas de piedra que había amontonadas entre el espacio abierto que separaba el castillo y la catedral. Unos andamios cubrían la torre más cercana de la catedral, y los niños, ansiosos por ver la batalla, estaban subiendo por las cuerdas. Los albañiles habían abandonado su trabajo para observar a los dos ejércitos.
Ahora, tras preguntarse por qué el Grial no había ayudado a los Vexille, el hermano Collimore se había quedado realmente dormido y De Taillebourg cruzó la estancia hasta donde se encontraba su sirviente.
—¿Le crees?
El sirviente se encogió de hombros y no dijo nada.
—¿Te ha sorprendido algo? —le preguntó De Taillebourg.
—Que el padre Ralph tuviera un hijo —respondió el sirviente—. Eso es nuevo para mí.
—Tenemos que hablar con ese hijo —dijo el dominico con gravedad; después se volvió porque el anciano monje se había vuelto a despertar.
—¿Dónde estaba? —preguntó el hermano Collimore. Un hilillo de baba caía de la comisura de sus labios.
—Os preguntabais por qué el Grial no había sido de ayuda para los Vexille —le recordó Bernard de Taillebourg.
—Debería —contestó el anciano—. Si poseían el Grial, ¿por qué no se volvieron poderosos?
El padre De Taillebourg sonrió.
—Suponed que los musulmanes infieles obtuvieran el Grial, ¿creéis que Dios les entregaría su poder? El Grial es un gran tesoro, hermano, el mayor de todos los tesoros sobre la tierra, pero no es más grande que Dios.
—No —coincidió el hermano Collimore.
—Y si Dios no aprueba al guardián del Grial, el Grial no tendrá ningún poder.
—Sí —asintió el hermano Collimore.
—¿Habéis dicho que los Vexille huyeron?
—Huyeron de la Inquisición —contestó el hermano Collimore dirigiendo una mirada de censura a De Taillebourg—, y una rama de la familia vino a Inglaterra, y aquí hicieron algunos servicios al rey. No a nuestro rey, claro —aclaró el monje—, sino a su abuelo, el último Enrique.
—¿Qué servicios? —preguntó De Taillebourg.
—Le entregaron al rey una pezuña del caballo de san Jorge. —El monje hablaba como si ese tipo de cosas sucediera cada día—. Una pezuña encastrada en oro que hacía milagros. O al menos así lo creyó el rey, porque su hijo se curó de fiebre al ser tocado con la pezuña. Creo, aunque no podría asegurarlo, que la pezuña se guarda aún en la abadía de Westminster.
»La familia fue recompensada con unas tierras en el Cheshire —prosiguió Collimore—, y si eran herejes, desde luego no lo parecían. Vivían como cualquier otra familia noble. Su caída —dijo—, llegó al principio del presente reinado cuando la madre del joven rey, respaldada por la familia Mortimer, intentó evitar que su hijo asumiera el poder. Los Vexille apoyaron a la reina y cuando perdió, volvieron al continente.
—Todos menos un hijo —dijo el hermano Collimore—, el mayor, y ése era Ralph, claro. El pobre Ralph.
—Pero si la familia había vuelto a Francia, ¿por qué lo tratasteis vos? —preguntó De Taillebourg, y el desconcierto estropeó aún más aquel rostro lleno de costras por las lesiones que se había hecho aquella mañana contra una piedra—. ¿Por qué no ejecutarlo sin más como a un traidor?
—Había hecho los votos —protestó Collimore—. ¡No podía ser ejecutado! Además, se sabía que odiaba a su padre y se había declarado a favor del rey.
—Así que tampoco estaba tan loco —intervino De Taillebourg con sequedad.
—También tenía dinero —prosiguió Collimore—, era noble y declaraba conocer el secreto de los Vexille.
—¿Los tesoros cátaros?
—¡Pero el demonio ya lo había poseído entonces! Se declaró obispo y daba sermones incendiarios en las calles de Londres. Decía que conduciría una nueva cruzada para expulsar a los infieles de Jerusalén y prometía que el Grial aseguraría su éxito.
—¿Así que lo encerrasteis?
—Me fue enviado —dijo en tono reprobatorio el hermano Collimore—, porque sabían que yo podía derrotar a los demonios. —Se detuvo, recordando—. ¡En mi época exorcicé a cientos de ellos! ¡A cientos!
—¿Pero no curasteis completamente a Ralph Vexille?
El monje sacudió la cabeza.
—Era un hombre acicateado y azotado por Dios de tal manera que lloraba, gritaba y se golpeaba hasta que brotaba la sangre. —El hermano Collimore, sin reparar en que bien podría haber estado definiendo a De Taillebourg, se estremeció—. Y también estaba embrujado por las mujeres. Creo que de eso nunca llegamos a curarlo, pero si no le sacamos todos los demonios, desde luego conseguimos esconderlos tan adentro que raras veces se atrevían a mostrarse.
—¿Era el Grial un sueño de los demonios? —preguntó el dominico.
—Eso era lo que queríamos creer —repuso el hermano Collimore.
—¿Y qué respuesta encontrasteis vos?
—Les dije a mis señores que el padre Ralph mentía. Que se había inventado esa historia del Grial. No había verdad en su locura. Y entonces, cuando sus demonios dejaron de ser una molestia, fue enviado a una parroquia, al sur, donde podía predicar a las gaviotas y a las focas. Ya no se llamaba a sí mismo señor, no era más que el padre Ralph, y lo enviamos allí para que fuera olvidado.
—¿Para que fuera olvidado? —repitió De Taillebourg—. Aun así obtuvisteis noticias suyas. Descubristeis que tenía un hijo.
El anciano monje asintió.
—Teníamos una hermandad cerca de Dorchester y ellos me enviaban noticias. Me contaron que el padre Ralph había encontrado una mujer, su ama, pero ¿qué cura del campo no tiene una? Que tenía un hijo y que había colgado una vieja lanza en su iglesia que decía era la de san Jorge.
De Taillebourg observó la colina oeste porque el ruido se había convertido en estruendo. Parecía que los ingleses, que eran con mucho el ejército más reducido, estaban avanzando, lo que significaba que perderían la batalla y lo que significaba también que debía salir del monasterio, de hecho de la ciudad, antes de que sir William Douglas llegara buscando venganza.
—Les dijisteis a vuestros señores que el padre Ralph había mentido. ¿Mintió?
El anciano se detuvo y a De Taillebourg le pareció que el firmamento mismo contenía la respiración.
—No creo que mintiera —susurró Collimore.
—¿Y por qué dijisteis que sí lo había hecho?
—Porque me gustaba —respondió el hermano Collimore—, y no creía que pudiéramos sacarle la verdad a latigazos, o matándolo de hambre o intentando ahogarlo en agua helada. Pensé que era inofensivo y que debíamos dejarlo en las manos de Dios.
De Taillebourg miró por la ventana. El Grial, pensó, el Cirial. Los perros de Dios ya iban tras su rastro. ¡Lo encontraría!
—Uno de los miembros de su familia volvió de Francia —dijo el dominico—, robó la lanza y mató al padre Ralph.
—Lo sé.
—Pero no encontró el Grial.
—Alabado sea Dios por eso —repuso débilmente el hermano Collimore.
De Taillebourg escuchó un movimiento y vio que su criado, que había estado escuchando con atención, miraba ahora al patio. El sirviente debía de haber oído a alguien acercándose, y De Taillebourg se acercó más al hermano Collimore y bajó la voz para que no le oyeran.
—¿Cuánta gente sabe del padre Ralph y del Grial?
El hermano Collimore pensó durante unos instantes.
—Nadie ha hablado de él en años —elijo—, hasta que llego este nuevo obispo. Debía de haber oído rumores porque me preguntó sobre él. Le dije que Ralph Vexille estaba loco.
—¿Os creyó?
—Estaba decepcionado. Quería que el Grial tuviera su sitio en la catedral.
Claro que lo quería, pensó De Taillebourg, cualquier catedral que poseyera el Grial se convertiría en la iglesia más rica de toda la Cristiandad. Hasta Génova, con ese pedazo de cristal chillón que llamaban Grial, sacaba dinero de miles de peregrinos. Pero guarda el auténtico Grial en una iglesia y la gente llegará a cientos de miles y traerán con ellos monedas y joyas a carretadas. Reyes, reinas, príncipes y duques se apiñarían en la nave central y competirían para ofrecer su riqueza.
El sirviente había desaparecido, se había metido sin hacer ruido detrás de uno de los montones de piedras de la construcción, y De Taillebourg esperó, mirando la puerta y preguntándose qué problema aparecería por allí. Entonces, en vez de un problema, apareció un joven sacerdote. Llevaba una sotana basta, tenía la cara ancha y quemada por el sol y el pelo hirsuto. Le acompañaba una mujer joven, pálida y delicada. Ella parecía nerviosa, pero el sacerdote saludó a De Taillebourg con alegría.
—Buenos días, padre.
—Ya vos, padre —contestó De Taillebourg con educación. El sirviente volvió a aparecer tras los extraños, para evitar que se marcharan sin el permiso de su señor—. Estoy oyendo la confesión del hermano Collimore —dijo De Taillebourg.
—Espero que sea buena —respondió el padre Hobbe y después sonrió—. No parecéis inglés, padre.
—Soy francés —repuso De Taillebourg.
—Como yo —dijo Eleanor en ese idioma—, hemos venido para hablar con el hermano Collimore.
—¿Para hablar con él? —preguntó con dulzura De Taillebourg.
—Nos ha enviado el obispo —contestó con orgullo Eleanor—. Y también el rey.
—¿Qué rey, niña?
—Edouard d’Anglaterre —alardeó Eleanor. El padre Hobbe, que no hablaba francés, miraba ora Eleanor ora al dominico.
—¿Por qué os ha enviado Eduardo? —preguntó De Taillebourg y, cuando Eleanor se aturulló, repitió la pregunta—. ¿Por qué os ha enviado Eduardo?
—No lo sé, padre —contestó Eleanor.
—Creo que sí lo sabes, niña, yo creo que sí. —Se puso en pie y el padre Hobbe, al presentir problemas, cogió a Eleanor por la muñeca e intentó sacarla de la habitación, pero De Taillebourg hizo un gesto con la cabeza y su sirviente hizo un ademán hacia el padre Hobbe, que aún intentaba entender por qué era sospechoso para el dominico cuando el cuchillo se le clavó entre las costillas. Lanzó un sonido agónico, tosió y la respiración vibró en su garganta mientras caía en las losas del suelo. Eleanor intentó huir, pero no fue lo bastante rápida y De Taillebourg la cogió por la muñeca y la arrastró hacia dentro otra vez. Gritó y el dominico la silenció colocándole una mano sobre la boca.
—¿Qué sucede? —preguntó el hermano Collimore.
—Hacemos la obra de Dios —le dijo De Taillebourg en tono tranquilizador—, la obra de Dios.
Y en la cresta, silbaron las flechas.
* * *
Thomas se había unido a los arqueros del batallón izquierdo. Avanzaron unas veinte yardas y, justo después de una acequia, un terraplén y algunos endrinos recién plantados, se vieron obligados a torcer a la derecha porque del flanco de la cresta habían sacado un montón de tierra para dejar una hondonada con los lados demasiado empinados para pasar el arado. La hondonada estaba llena de helechos amarillentos y al otro extremo había un muro de piedra cubierto de liquen. La bolsa de las flechas de Thomas se enganchó y se rompió al intentar saltarlo. Aunque sólo cayó una flecha, lo hizo en lo que llamaban un anillo de hadas lleno de setas, un círculo de hierba de diferente color, y cuando aún estaba elucubrando sobre si era un buen o mal presagio, el ruido de los tambores escoceses le alertó. Recogió la flecha y se apresuró. En ese momento sonaban todos los tambores enemigos, haciendo vibrar sus pieles en un frenesí tal que el aire mismo parecía estremecerse. Vio cómo los hombres de armas escoceses levantaban los escudos, asegurándose de proteger a los piqueros, y a un ballestero que se ayudaba del armatoste para tensar la cuerda del arma en la nuez. El hombre miraba hacia arriba para poder ver el avance de los arqueros ingleses ansioso, después se deshizo del armatoste y cargó un dardo en el canal. El enemigo había empezado a gritar, y Thomas era ahora capaz de distinguir algunas palabras.
—Si odiáis a los ingleses… —oyó, y un dardo pasó silbando a su lado y él olvidó el canto enemigo. Cientos de arqueros ingleses avanzaban entre los campos, la mayor parte de ellos corriendo.
Los escoceses sólo tenían unas cuantas ballestas, pero eran armas de más alcance que los enormes arcos de guerra de los ingleses, que se apresuraban para tenerlos a tiro. Una flecha se clavó en la hierba frente a Thomas. No era un dardo de ballesta, sino una flecha de los pocos arcos de tejo escoceses, y esa flecha le indicó que estaba a la altura indicada. Los primeros arqueros ingleses ya se habían detenido y tensaban las cuerdas, las flechas volaban por el cielo. Uno de ellos, protegido con un coselete acolchado, cayó hacia atrás con un dardo en la frente. La sangre brotaba hacia el cielo donde su última flecha, lanzada casi verticalmente, subía inútil.
—¡Apuntad a los arqueros! —gritaba un hombre con una coraza oxidada—. ¡Matad primero a los arqueros!
Thomas se detuvo y buscó el estandarte real. Estaba lejos, a su derecha, bastante lejos, pero ya había disparado a objetivos más alejados, así que se volvió, se preparó y, en el nombre de Dios y de san Jorge, flechó su saeta escogida y tensó la cuerda hasta que las plumas le rozaron la oreja. Miraba al rey David II de Escocia, vio cómo refulgía el sol en el casco real; vio también que el visor del rey estaba abierto y apuntó al pecho, giró un poco el arco a la derecha para compensar el viento y disparó. La flecha salió recta, no vibró como lo hubiera hecho una mal construida, y Thomas la vio ascender y caer y vio cómo el rey caía hacia atrás y sus cortesanos lo rodeaban; cogió una segunda flecha con la mano izquierda y buscó un segundo objetivo. Un arquero escocés salía de la fila cojeando con una flecha clavada en la pierna. Los hombres de armas se cerraron alrededor del herido, sellando la línea con grandes escudos. Thomas oía perros aullar entre la formación enemiga, o puede que fuera el rugido de guerra de los hombres de las tribus. El rey se había apartado y sus hombres se inclinaban sobre él. El cielo se llenó con el silbido de las flechas, y el ruido que hacían los arcos era como una melodía constante y profunda. Los franceses lo habían llamado el arpa del diablo. Thomas no vio que quedaran arqueros escoceses. Habían sido los primeros objetivos de los ingleses y las flechas habían reducido a los arqueros enemigos a una miseria ensangrentada, así que ahora dirigían sus flechas a los hombres con picas, espadas, hachas y lanzas. Los hombres de las tribus, todo pelos, barbas e ira, estaban detrás de los hombres de armas, que estaban dispuestos en columnas de seis u ocho hombres de profundidad, así que las flechas repicaban y chocaban contra armaduras y escudos. Los caballeros, hombres de armas y piqueros escoceses se protegían como mejor podían, agachados bajo la amarga lluvia de acero, pero siempre había alguna flecha capaz de encontrar los resquicios que dejaban los escudos, mientras la mayoría se clavaba limpiamente en los tableros de sauce forrado de cuero. Los golpes de las flechas contra los escudos empezaban a rivalizar con el sonido más agudo de los tambores.
—¡Adelante, muchachos! ¡Adelante! —Uno de los cabecillas de los arqueros animaba a sus hombres a que se acercaran veinte pasos para que las flechas cundieran más entre las filas escocesas—. ¡Matadlos, chicos, matadlos!
Dos de sus hombres estaban tendidos sobre la hierba, señal de que los arqueros escoceses habían tenido tiempo de hacer daño antes de que los superaran las flechas inglesas. Otro inglés se tambaleaba como si estuviera borracho, y se retiraba zigzagueando mientras se apretaba el estómago, desde donde le caía sangre por los calzones. Una cuerda se rompió y lanzó la flecha desviada mientras el arquero maldecía y se buscaba otra bajo la túnica.
Los escoceses, en ese momento, no estaban haciendo otra cosa que protegerse. No les quedaban arqueros y los ingleses se les acercaban más y más hasta que las flechas empezaron a ir en una trayectoria plana y penetraban entre los escudos, haciendo estragos en las cabezas de metal, los escudos, la malla y hasta en las escasas armaduras de placas. Thomas se encontraba a menos de setenta yardas de la línea enemiga y escogía sus objetivos con fría deliberación. Vio una pierna bajo un escudo y le clavó una flecha en el muslo. Los tamborileros habían huido y dos de sus instrumentos, con la piel abierta como la de una fruta podrida, habían quedado tirados en la hierba. El caballo de un noble estaba cerca de las filas a pie y Thomas envió un proyectil directo al pecho del animal. Cuando volvió a mirar, el bicho se había desplomado y había un alboroto de hombres que intentaban huir en medio del pánico de los cascos. Todos esos hombres, al descentrar sus escudos, se expusieron a las flechas y cayeron perforados y, un instante después, una docena de perros de caza, de pelo largo y colmillos amarillos, salieron aullando de las filas encogidas y quedaron también asaetados en el suelo.
—¿Siempre es así de fácil? —preguntó un chico que evidentemente vivía su primera batalla como arquero.
—Si el enemigo no tiene arqueros —respondió el hombre que estaba a su lado—, y mientras tengamos flechas, es siempre así de fácil. Después, es para cagarse.
Thomas tensaba y desflechaba, disparaba desde un ángulo oblicuo a la línea escocesa para darle a un asta enorme tras un escudo y a la cara de un hombre con barba. El rey escocés seguía en su caballo, pero protegido ahora por cuatro escudos emplumados por las flechas y Thomas recordó a los caballos franceses cuando intentaban subir la ladera en Picardía con los astiles emplumados sobresaliendo de sus cuellos, patas y cuerpos. Buscó en su bolsa rota, encontró otra flecha y le disparó al caballo del rey. El enemigo estaba ahora en el peor momento y, o bien huiría de la tormenta de flechas o, enfurecido, cargaría contra el pequeño ejército inglés; a juzgar por los gritos que llegaban de los hombres tras los escudos emplumados, Thomas sospechaba que atacarían.
Tenía razón. Tuvo tiempo para disparar una última flecha y, de repente, un rugido terrorífico hizo que toda la colina temblara: la línea escocesa al completo, al parecer sin que nadie diera la orden, había iniciado la carga. Corrían aullando y gritando, acicateados por la lluvia de flechas que habían recibido, y los arqueros ingleses se evaporaron. Miles de escoceses furibundos estaban cargando y los arqueros, aunque dispararan todas las flechas que tenían a la horda que avanzaba, serían barridos en un abrir y cerrar de ojos, así que corrieron para resguardarse tras sus propios hombres de armas. Thomas tropezó mientras subía el muro, pero se levantó otra vez y siguió corriendo; entonces vio que los demás arqueros se habían detenido y disparaban a sus perseguidores. El muro de piedra contenía a los escoceses, se volvió y disparó un par de flechas a hombres indefensos antes de que el enemigo cruzara la barrera y lo pusiera en fuga otra vez. Corría hacia el pequeño espacio entre la fila inglesa en el que ondeaba el sudario de san Cutberto, pero el hueco se llenó de arqueros que intentaban pasar al otro lado de la línea armada, así que Thomas se dirigió a la derecha, hacia el resquicio de terreno abierto que quedaba entre el flanco del ejército y la inclinada pendiente de la cresta.
—¡Arriba los escudos! —gritó un guerrero de pelo gris con el visor abierto a los hombres de armas, y subió su escudo—. ¡Apuntalaos! ¡Apuntalaos! —La línea inglesa, de sólo cuatro o cinco filas de hombres de profundidad, se estabilizó para aguantar el salvaje ataque con los escudos hacia delante y las piernas derechas hacia atrás.
—¡Por san Jorge! ¡Por san Jorge! —aullaba otro hombre—. ¡Aguantad con fuerza! ¡Aguantad con fuerza y empujad con fuerza!
Thomas estaba ahora en el flanco del ejército y se volvió para ver que los escoceses, en su carga precipitada, habían ensanchado la línea. En la formación original estaban dispuestos hombro con hombro, pero ahora, mientras corrían, se habían separado y eso significaba que el testudo situado más hacia el oeste había sido empujado por la ladera de la cresta hacia la profunda hondonada que tan inesperadamente estrechaba el campo de batalla. Estaban en el fondo de la hondonada, mirando al cielo, y esa posición les condenaba.
—¡Arqueros! —gritó Thomas creyendo que se encontraba otra vez en Francia y que estaba al cargo de una de las tropas de arqueros de Will Skeat—. ¡Arqueros! —voceó avanzando hasta el borde de la hondonada—. ¡Ahora, matadlos! —Los hombres se le acercaron, empezaron a lanzar aullidos triunfales y tensaron las cuerdas.
Era la hora de la matanza, la hora de los arqueros. El ala derecha escocesa estaba en el terreno hundido y, los arqueros, situados encima de ellos, no podían fallar. Dos monjes les llevaban haces de flechas que habían sobrado, y cada uno de esos haces disponía de veinticuatro flechas, separadas a la misma distancia por dos discos de cuero, de modo que las plumas quedaban protegidas y no se aplastaban. Los monjes cortaron la cuerda que las mantenía unidas y clavaron los proyectiles en el suelo junto a los arqueros, que flechaban y mataban y flechaban y mataban cada vez que una saeta caía en aquel hoyo de muerte. Thomas oía el ruido ensordecedor que hacían los hombres de armas al chocar en el centro del campo, pero allí, en el flanco izquierdo inglés, los escoceses nunca llegarían hasta los escudos de su enemigo porque yacían desparramados en los helechos amarillos del reino de la muerte.
Thomas había pasado la infancia en Hookton, un pueblo en la costa sur de Inglaterra en la que un riachuelo, en su salida al mar, había labrado un profundo canal en la playa de guijarros. El canal se curvaba para dejar una lengua de tierra que servía como caladero a las barcas pesqueras y, una vez al año, cuando las ratas se volvían demasiado gordas en las bodegas y sentinas de las embarcaciones, los pescadores las ponían al final del riachuelo, llenaban las sentinas de piedras y dejaban que la marea inundara los apestosos cascos. Era un día de fiesta para los niños del pueblo que, de pie encima del Hook, esperaban que las ratas abandonaran los barcos y, entre gritos de felicidad y regocijo, apedreaban a los bichos. Las ratas corrían presas del pánico y eso sólo aumentaba la alegría de los críos, mientras los adultos reían, aplaudían y los animaban a su lado.
Ahora era igual. Los escoceses estaban en terreno bajo, los arqueros estaban en el borde de la colina y la muerte salía de sus manos. Las flechas bajaban rectas por la ladera, casi sin parábola, y daban de lleno en aquellos hombres indefensos, produciendo el mismo sonido que hacen los cuchillos de carnicero al cortar la carne. Los escoceses se retorcían y morían en la hondonada, y los helechos amarillos del otoño se volvieron rojos. Algunos de ellos intentaron subir hacia sus torturadores, pero se convirtieron en los objetivos más fáciles. Otros intentaron escapar por el lado contrario y murieron atravesados por la espalda, mientras que otros más huyeron por la colina como pudieron. Sir Thomas Rokeby, sheriff de Yorkshire y comandante del flanco izquierdo inglés, vio que escapaban y ordenó a dos veintenas de sus hombres que montaran y los persiguieran por el valle. Los jinetes vestidos de malla agarraron sus espadas y manguales para terminar la sangrienta tarea de los arqueros.
El fondo de la hondonada era una masa sanguinolenta que se retorcía como un nido de serpientes. Un hombre con armadura de placas y un casco empenachado intentaba salir de la carnicería, hasta que dos flechas le atravesaron el peto y una tercera encontró una hendidura en el visor, y cayó hacia atrás, retorciéndose. Un montón de flechas sobresalían del halcón de su escudo. Las flechas que buscaban nuevos objetivos empezaron a disminuir porque ya no quedaban muchos escoceses que matar, y entonces los primeros arqueros bajaron por la ladera con cuchillos en la mano para saquear a los muertos y acabar con los heridos.
—¿Quién odia a los ingleses ahora? —se burlaba uno de los arqueros—. Venga, cabrones, que se os oiga. ¿Quién odia ahora a los ingleses?
Entonces llegó un grito desde el centro.
—¡Arqueros! ¡A la derecha! ¡A la derecha! —La voz tenía un claro tinte de pánico—. ¡A la derecha! ¡Por el amor de Dios, ahora!
* * *
Los hombres de armas ingleses del flanco izquierdo no estaban excesivamente ocupados con la batalla porque los arqueros estaban masacrando a los escoceses en los helechos. El centro inglés se mantenía firme porque los hombres del arzobispo estaban dispuestos detrás de un muro de piedra que, aunque sólo llegaba a la cintura, como barrera era más que adecuada contra el asalto escocés. Los invasores podían clavar, embestir y cortar por encima del muro, podían intentar saltarlo y hasta podían intentar derribarlo piedra a piedra, pero no podían avanzar, así que les impedía el paso, y los ingleses, aunque eran muchos menos, podían aguantar por mucha pica escocesa que arremetiera contra ellos. Algunos caballeros ingleses hicieron traer sus caballos y, una vez montados y armados con lanzas, se colocaron detrás de sus asediados camaradas y empujaron sus lanzas para hincarlas en los rostros de los escoceses. Otros hombres de armas se metieron debajo de las poco manejables picas y la emprendieron a tajos con espadas y hachas, mientras que las largas flechas seguían llegando por la izquierda. El ruido que provenía del centro era el de los gritos de los hombres de la retaguardia, los gritos de los heridos y el entrechocar de espada contra espada, o contra escudo, y los botes de lanza contra pica, pero el muro también hacía que ni de un lado ni del otro pudieran hacer retroceder al contrario, así que, aplastados contra el muro y obstruidos por los muertos, se limitaban a embestir, cortar, sufrir, sangrar y morir.
Pero en el flanco derecho inglés, que comandaban lord Neville y lord Percy, el muro estaba sin terminar, no era más que un montón de piedras que no ofrecía ninguna resistencia al asalto de la izquierda escocesa, bajo las órdenes del conde de March y del sobrino del rey, lord Robert Stewart. Su testudo, el más cercano a la ciudad, era el mayor de las tres divisiones escocesas y se abalanzó sobre los ingleses como una manada de lobos que no hubiera comido en un mes. Los asaltantes querían sangre y el grupo de arqueros que huía de la carga llegó entre alaridos, como si fueran ovejas asustadas ante los colmillos, así que los escoceses atacaron de lleno el flanco derecho inglés y en el mismo momento del asalto hizo retroceder a los defensores veinte pasos antes de que los hombres de armas, como buenamente pudieron, consiguieran contener a los escoceses que ahora se tambaleaban entre los muertos o heridos. Los ingleses, apiñados hombro con hombro, se agacharon bajo los escudos y retrocedieron a empujones, a tajo limpio con tobillos y caras, entre gruñidos de esfuerzo al intentar contener a la enorme horda escocesa.
Era muy duro pelear en las primeras filas. Los hombres empujaban desde detrás, de manera que ingleses y escoceses estaban tan juntos como amantes, tan juntos que era imposible manejar una espada para hacer algo más que asestar puñaladas rudimentarias. La retaguardia tenía más espacio y un escocés repartía mandobles con una pica que blandía como si fuera un hacha gigante, el acero descendía sobre las cabezas enemigas partiendo cascos, caperuzas, cuero cabelludo y cráneo como si de huevos crudos se tratara. La sangre salió a borbotones y regó a una docena de hombres mientras el soldado muerto caía, otros escoceses se metieron por el hueco que su muerte había dejado, y un hombre de los clanes tropezó con el cadáver y gritó cuando un inglés le rebanó el cuello sin protección con un cuchillo romo. La pica volvió a caer, mató a un segundo hombre, pero esta vez, cuando la levantó, el visor arrugado del muerto se quedó encajado en el arma ensangrentada.
Los tambores, los que aún quedaban enteros, habían empezado a sonar otra vez, y los escoceses se movían a su ritmo. «¡Bruce! ¡Bruce!» cantaban algunos, mientras otros pedían la ayuda de su patrón, «¡san Andrés! ¡San Andrés!». Lord Robert Stewart, con sus vistosos colores azul y amarillo y una tiara dorada que le bordeaba la frente del casco, usaba una espada a dos manos para tajar a los hombres de armas ingleses, que se agachaban bajo los escoceses rampantes. Lord Robert, por fin a salvo de las flechas, se había levantado el visor para ver al enemigo.
—¡Vamos! —gritaba a sus hombres—. ¡Vamos! ¡Duro con ellos! ¡Matadlos! ¡Matadlos! —El rey había prometido que celebrarían la Navidad en Londres y allí parecía que sólo una pequeña pantalla de hombres asustados se interponía entre esa promesa y su realización. Las riquezas de Durham, York y Londres estaban sólo a unos cuantos mandobles; todo el esplendor de Norwich y Oxford, de Bristol y Southampton estaba sólo a unas cuantas muertes de las bolsas escocesas.
—¡Escocia! ¡Escocia! ¡Escocia! —gritó lord Robert—. ¡Escocia! —y el piquero con el arma en forma de hacha, como seguía con el visor encajado en ella, arremetió contra el casco de un hombre con la parte del arma con punta, y no cortó el metal, sino que lo machacó, la emprendió con el yelmo roto contra el cerebro del moribundo de manera que por las rajas del visor salía sangre y una sustancia viscosa. Un inglés gritó cuando otra pica escocesa le atravesó la cota de malla y la ingle. Un muchacho, quizás un paje, retrocedió tambaleándose con los ojos llenos de sangre de un tajo de espada.
—¡Escocia! —Lord Robert ya olía la victoria. ¡Estaban tan cerca! Siguió arremetiendo, sintió que la línea inglesa se tambaleaba y retrocedía, vio lo delgada que era, detuvo una embestida con el escudo, asestó un mandoble para acabar con un enemigo caído y herido, y les gritó a sus escuderos que buscaran nobles ingleses cuyos rescates enriquecieran la casa de los Stewart. Los hombres gruñían entre tajos y mandobles. Un hombre de las tribus salió de la refriega, intentando coger aire al tiempo que se sujetaba las tripas para que no se le cayeran por la panza abierta. El tambor escocés marcaba el avance de su ejército—. ¡Traedme el caballo! —gritó lord Robert a un escudero. Sabía que la línea inglesa, que estaban vapuleando, se tenía que romper de un momento a otro, y entonces él montaría, blandiría su lanza y perseguiría al enemigo derrotado.
—¡Adelante! —gritó—. ¡Adelante! —Y el piquero del arma en forma de hacha, el enorme escocés que había abierto una brecha en la vanguardia inglesa y que parecía estar labrándose él solo un camino de sangre, lanzó de repente un gemido similar a un maullido. Su lanza, erguida en el aire y aún atrapada en el visor, se desplomó. El piquero se detuvo con una sacudida, abrió y cerró la boca, la abrió y volvió a cerrar, pero no podía hablar porque una flecha, con las plumas manchadas de sangre, sobresalía de su cabeza.
«¡Una flecha!», pensó lord Robert, y de repente el cielo se volvió a llenar de ellas, tuvo tiempo de bajar el visor de su yelmo… y el día se tornó oscuridad.
Los malditos arqueros ingleses habían vuelto.