Era octubre, la época del año en que se celebraba la matanza del ganado antes del invierno, cuando los vientos del norte traían su promesa de hielo. Las hojas de los castaños habían adquirido un color dorado, las hayas eran árboles en llamas y los robles parecían de bronce. Thomas de Hookton, su mujer, Eleanor, y su amigo, el padre Hobbe, llegaron a una granja elevada al anochecer. El granjero se negó a abrirles la puerta, pero les gritó del otro lado que los viajeros podían dormir en el establo. La lluvia repiqueteaba en la paja enmohecida. Thomas metió a su único caballo bajo el mismo techo, que compartían con una pila de leña, seis cerdos en un sólido redil de madera y un montón de plumas desperdigadas que habían pertenecido a una gallina. Las plumas le recordaron al padre Hobbe que era el día de san Galo, y le contó a Eleanor cómo el bendito santo, al llegar una noche a casa, se encontró con un oso que le estaba robando la cena.
—¡Y cómo regañó al bicho! —narraba el padre Hobbe—. Menuda reprimenda, vaya que sí, y después lo envió a buscar leña.
—Eso lo he visto en un cuadro —dijo Eleanor—. ¿No se convirtió el oso después en su criado?
—Pero eso es porque Galo era un santo —le explicó el padre Hobbe—. ¡Los osos no van por ahí recogiendo leña para cualquiera! Sólo lo hacen con los santos.
—El santo patrón de las gallinas —intervino Thomas. Thomas lo sabía todo sobre santos, bastante mejor que el padre Hobbe, en realidad—. ¿Para qué quiere una gallina un santo? —preguntó con sarcasmo.
—¿Galo es el patrón de las gallinas? —inquirió a su vez Eleanor, confundida por el tono de Thomas—. ¿No lo era de los osos?
—De las gallinas —confirmó el padre Hobbe—. De hecho, de todas las aves de corral.
—Pero ¿por qué? —Eleanor quería saber más.
—Porque una vez exorcizó a una joven de un malvado demonio. —Al padre Hobbe, con aquella cara anchota, el pelo como espinas en punta, de extracción campesina, recio, joven e impaciente, le gustaba contar historias de los santos—. Un montón de obispos habían intentado ya sacarle el demonio del cuerpo —prosiguió—, y todos fracasaron, pero llegó Galo el santo y le echó una maldición. ¡Una maldición a un demonio! Y el maligno se puso a gritar de terror. —El padre Hobbe daba manotazos al aire imitando al espíritu maligno presa del pánico—. Después, desde luego, abandonó el cuerpo de la muchacha y, cuando salió, era igual que una gallina negra, igual que un pollo. Un pollo negro.
—De eso sí que no he visto ningún cuadro —observó Eleanor con su inglés con acento francés; después, mirando hacia el exterior por la puerta del establo añadió como con nostalgia—, pero me encantaría ver a un oso de verdad llevando leña.
Thomas se sentó a su lado y contempló la noche húmeda, algo neblinosa. Él no estaba tan seguro de que fuera el día de san Galo porque había perdido la noción del tiempo mientras viajaban. ¿No sería ya santa Audrey? Era octubre, eso lo sabía, y también sabía que habían pasado mil trescientos cuarenta y seis años desde el nacimiento de Cristo, pero no estaba seguro del día en que estaban. Era fácil perder la cuenta. Su padre le recitó una vez todos los servicios dominicales en un sábado y él tuvo que repetirlos al día siguiente. Thomas se persignó a escondidas. Era el bastardo de un cura y eso, decían, traía mala suerte. Se estremeció. Había una pesadez en el aire que no se debía a la puesta de sol, ni a las nubes de lluvia, ni a la niebla. «Que el señor nos ayude», pensó; había algo de maligno en aquella noche, así que volvió a persignarse y dedicó una oración a san Galo y a su obediente oso. En Londres había visto un oso bailarín, pero tenía los dientes podridos y romos, y los costados pelados por la vara de su amo. Los perros callejeros gruñían y retrocedían cuando el oso se alzaba ante ellos.
—¿Cuánto queda para Durham? —preguntó Eleanor, esta vez en francés, su lengua materna.
—Creo que llegaremos mañana —respondió Thomas, aún con la mirada hacia el norte, donde la densa oscuridad envolvía la tierra—. Me ha preguntado —se dirigió al padre Hobbe en inglés— cuándo llegaremos a Durham.
—Mañana, si Dios quiere —dijo el cura.
—Mañana podrás descansar —le prometió Thomas a Eleanor en francés.
Estaba embarazada y, con la gracia de Dios, daría a luz en primavera. Thomas no estaba muy seguro de qué sensación le provocaba convertirse en padre. Le parecía demasiado precipitado asumir tan joven esa responsabilidad, pero Eleanor estaba contenta y a él le gustaba hacerla feliz, así que le dijo que a él también le gustaba la idea. Y a veces, hasta era verdad.
—Y mañana —dijo el padre Hobbe—, obtendremos respuestas.
—Mañana —le corrigió Thomas—, haremos preguntas.
—Que Dios no permita que hayamos venido de tan lejos para no obtener nada —insistió el padre Hobbe, y para que Thomas no siguiera discutiendo, sacó su insuficiente cena—. Esto es todo lo que queda de pan —dijo—, pero deberíamos guardar algo del queso y una manzana para el desayuno. —Bendijo la comida con la señal de la cruz y rompió el pan duro en tres pedazos—. Tenemos que comer antes de que caiga del todo la noche.
La oscuridad trajo consigo algo de frío. Cayó una lluvia leve y después se detuvo el viento. Thomas era el que más cerca dormía de la puerta del establo y, poco después de que se hubiesen acostado, cuando ya dormían todos, le sobresaltó una extraña luz en el cielo del norte.
Se levantó sigilosamente y, junto a la puerta del establo, alzó la mirada. En un instante olvidó el frío, el hambre y todas las insignificantes incomodidades de la vida: estaba viendo el Grial. El Santo Grial, el legado más precioso de todos los que Cristo dejó a los hombres, perdido durante más de mil años, estaba ahora ante él. Podía ver cómo refulgía en el cielo como sangre brillante, y cómo a su alrededor, claros cual aura de un santo, rayos de una luminosidad cegadora llenaban el horizonte.
Thomas quería creer. Quería que el Grial existiera. Estaba convencido de que, si encontraban el Grial, toda la maldad del mundo volvería a las profundidades. Quería creer con todas sus fuerzas, y esa noche de octubre vio el Grial como una inmensa copa en llamas en el cielo, y sus ojos se llenaron de lágrimas hasta emborronar la imagen, aunque seguía viéndolo, y le pareció que del recipiente sagrado salía un halo de vapor. Más allá, elevándose en las alturas, podía ver también los coros angélicos con sus alas heridas por las llamas. El cielo del norte era humo, oro y escarlata, brillando en la noche como una señal para el incrédulo Thomas.
—Oh, Señor —dijo en voz alta, se apartó la manta y se arrodilló junto a la fría puerta del establo—, oh, Señor.
—¿Thomas? —Eleanor, que estaba a su lado, se había despertado. Se incorporó y se puso a observar la noche—. Fuego —dijo en francés—, c’est un grand incendie. —Estaba sobrecogida.
—C’est un incendie? —preguntó Thomas; entonces, como si despertara de un sueño, vio que realmente había un enorme incendio en el horizonte cuyas llamas esculpían un abismo en forma de copa entre las nubes.
—Ahí hay un ejército —susurró Eleanor en francés—. ¡Mira! —y señaló otro resplandor más lejano. Ya habían visto esas luces en cielo francés, cuando las llamas se reflejaban en las nubes de los lugares que atravesaba el ejército inglés a su paso por Normandía y Picardía.
Thomas seguía mirando hacia el norte, pero ahora algo abatido. ¿Era un ejército? ¿No se trataba, pues, del Grial?
—¿Thomas? —Eleanor estaba preocupada.
—Es sólo el rumor —dijo.
Era el bastardo de un cura, lo habían criado en las sagradas escrituras y el evangelio de san Mateo prometía que en el fin de los tiempos habría guerras y rumores de guerras. Las escrituras prometían que el mundo llegaría a su fin en un mar de sangre y batallas… Sí, rumores… En el último pueblo la gente los había mirado con desconfianza y un sacerdote huraño los había acusado de ser espías escoceses. El padre Hobbe se había molestado y había amenazado a su colega en el sacerdocio con ponerle buenas las orejas, pero Thomas había conseguido tranquilizarlos a los dos, y habló después con un pastor que le contó que había visto humo en las colinas al norte. Los escoceses, le había informado el pastor, marchaban hacia el sur, aunque la mujer del cura dijo que eso no eran más que paparruchas, y arguyó que las tropas escocesas no eran más que un hatajo de ladrones de ganado.
—Cierra la puerta por la noche —le había aconsejado—, y te dejarán en paz.
La lejana luz empezó a apagarse. No había visto el Grial.
—¿Thomas? —Eleanor fruncía el ceño.
—He tenido un sueño, sólo un sueño.
—He notado que el niño se movía —le dijo poniéndole una mano en el hombro—. ¿Nos vamos a casar?
—En Durham —le prometió. Él era un bastardo y no quería que su hijo cargara con la misma lacra—. Llegaremos mañana a la ciudad —le aseguró a Eleanor—, y tú y yo nos casaremos en una iglesia y después iremos a hacer las preguntas que hemos venido a hacer —y suplicó íntimamente que una de las respuestas indicara que el Grial no existía. Que fuera un sueño, sólo un truco del fuego y las nubes en un cielo nocturno, pues Thomas temía que cualquier otra posibilidad lo condujera a la locura. Quería abandonar la búsqueda; quería olvidarse del Grial y volver a ser lo que era y lo que quería ser: arquero del ejército inglés.
* * *
Bernard de Taillebourg, francés, fraile dominico e inquisidor, pasó aquella noche de otoño en una porquera. Cuando el alba se levantó blanca por la densa niebla, se puso de rodillas y le dio a Dios las gracias por haber podido dormir entre paja cochambrosa. Después, consciente de su elevada tarea, dedicó una oración a santo Domingo para suplicarle que intercediera ante Dios, de modo que fructificara su jornada.
—Que la llama de la verdad que nos ilumina en tu boca —dijo en voz alta— ilumine también nuestro camino hacia el éxito. —Se balanceó hacia delante, llevado por la intensidad de sus sentimientos, y se golpeó la cabeza con un sólido pilar de piedra que sostenía una esquina de la pocilga. El dolor parecía atravesarle el cráneo, pero él siguió dándose cabezazos contra la piedra hasta que se hirió la piel y sintió la sangre cayendo por encima de su nariz—. Bendito Domingo —gritó—. ¡Santo Domingo! ¡Bendito sea Dios por tu gloria! ¡Ilumina nuestro camino! —La sangre había llegado hasta los labios, la saboreó y fue para él como el reflejo de todo el dolor que los santos y mártires habían soportado por la Iglesia. Tenía las manos entrelazadas y una sonrisa en su rostro demacrado.
Los soldados que la noche anterior habían reducido a cenizas gran parte de la población, violado a las mujeres que no pudieron escapar y asesinado a los hombres que intentaron proteger a las mujeres, miraban ahora al sacerdote mientras seguía golpeando con la cabeza la piedra manchada de sangre.
—Domingo —gemía Bernard de Taillebourg—. ¡Oh, bendito Domingo! —Algunos de los soldados se santiguaron porque sabían reconocer a un santo cuando lo veían. Uno o dos incluso se arrodillaron, aunque la cota de malla dificultaba su movilidad, pero la mayoría observaba al cura con cautela, o miraban a su sirviente que, sentado fuera de la pocilga, les devolvía la mirada.
El criado, como Bernard de Taillebourg, era francés, pero algo en la apariencia del joven sugería un nacimiento exótico. Tenía la piel oscura, casi tanto como la de un sarraceno, y tenía el pelo largo, negro y brillante lo que, alrededor de aquella cara delgada, le daba un aspecto fiero. Vestía cota y llevaba espada y, aunque no era más que el criado de un cura, paseaba con confianza y dignidad. Iba vestido con elegancia, algo extraño en un ejército tan andrajoso como aquél. Nadie sabía su nombre. Ni siquiera había alguien que quisiera preguntárselo, como no había nadie que quisiera preguntarle por qué nunca comía o hablaba con el resto de los sirvientes. Ahora, el misterioso sirviente observaba a los soldados con un cuchillo muy largo y estrecho en la mano izquierda; cuando consideró que ya lo estaban mirando suficientes hombres, balanceó el cuchillo apoyándolo por la punta en un dedo. La punta estaba afiladísima y no le hería porque llevaba el dedo protegido con la funda de otro dedo que había cortado de un guante de malla. Apartó el dedo con un movimiento y el cuchillo giró sobre sí mismo en el aire, para volver a caer de nuevo, aún de punta, en el mismo sitio. El sirviente no había mirado el cuchillo ni una vez, no había apartado los ojos de los soldados un solo instante. El cura, totalmente ajeno a la exhibición, aullaba oraciones con las mejillas cubiertas de sangre.
—¡Domingo! ¡Domingo! ¡Ilumina nuestro camino!—El cuchillo volvió a girar en el aire, su perverso filo reflejaba la débil luz de la mañana—. ¡Domingo! ¡Guíanos! ¡Guíanos!
—¡A los caballos! ¡Montad! ¡A los caballos! —Un hombre de pelo cano, con un enorme escudo colgado del hombro izquierdo, se abría paso entre los curiosos—. ¡No tenemos todo el día! En el nombre del demonio, ¿qué estáis mirando? ¡Cristo bendito en su cruz!, ¿pero qué es esto? ¿La maldita feria de Eskdale? ¡Por el amor de Dios, empezad a moveros! ¡Venga! —El escudo que llevaba en el hombro representaba un corazón rojo, pero la pintura estaba tan borrada y la piel del escudo tan estriada que era difícil distinguir la insignia—. ¡Oh, Cristo bendito! —El hombre había visto al dominico y a su criado—. ¡Padre! ¡Nos vamos! ¡Ahora! Y no espero a las oraciones. —Se volvió hacia sus hombres—. ¡Venga! ¡Moved los huesos! ¡Tenemos una misión que cumplir, demonios!
—¡Douglas! —espetó de repente el dominico.
El hombre de pelo gris se dio la vuelta al instante.
—Mi nombre, cura, es sir William, y haríais bien en recordarlo.
El sacerdote parpadeó. Parecía sufrir una confusión momentánea, aún estaba en el éxtasis de su dolorosa oración; después hizo ademán de inclinarse, como reconociendo su error al utilizar el apellido de sir William.
—Estaba hablando con santo Domingo —explicó.
—Ya veo, ya. Pues espero que le hayáis pedido que levante esta maldita niebla.
—¡Y él nos guiará en este día! ¡Nos guiará!
—Pues más le vale llevar ya puestas las botas —le gruñó sir William Douglas, caballero de Liddesdale, al cura—, porque nos vamos esté listo vuestro santo o no. —La cota de malla de sir William estaba ajada por las batallas y había sido reparada con nuevos anillos. Estaba oxidada por la orilla y los codos; el escudo despintado, como su rostro marcado por el clima, lleno de cicatrices. Tenía cuarenta y seis años y creía llevar la marca de una espada, flecha o lanza por cada uno de esos años cine habían encanecido tanto su pelo como su barba recortada. En ese momento, estaba abriendo la pesada puerta de la pocilga—. Arriba, padre. Tengo una montura para vos.
—Caminaré —dijo Bernard de Taillebourg mientras cogía una recia vara que llevaba una correa de cuero anudada en la punta—, como caminó nuestro Señor.
—Así no se mojará cuando vadeemos los ríos, ¿eh? —bromeó sir William entre risas—. ¿Caminaréis sobre las aguas, padre? ¿Con vuestro sirviente? —De entre todos sus hombres era el único que no estaba impresionado por el sacerdote francés o atemorizado por su bien armado sirviente, aunque sir William era famoso por no temer a ningún hombre. Era un jefe y señor fronterizo que empleaba el asesinato, el fuego, la espada y la lanza para proteger su tierra, y por muy fiero que fuera el sacerdote parisino era difícil que pudiera impresionarlo. De hecho, a sir William no le entusiasmaban los curas, pero su rey le había ordenado que llevara a Bernard de Taillebourg en la incursión de esa mañana, y sir William no había tenido más remedio que acceder, aunque lo hiciera a regañadientes.
A su alrededor, los soldados estaban montando. Iban armados con el equipo ligero porque no esperaban encontrar enemigos. Unos pocos, como sir William, llevaban escudos, pero la mayoría se conformaba con una espada. Bernard de Taillebourg, con el hábito húmedo y manchado de barro, se apresuró para ponerse al lado de sir William.
—¿Entraréis en la ciudad?
—Pues claro que no entraré en esa condenada ciudad. Hay una tregua, ¿no os acordáis?
—Pero, cuando hay una tregua…
—Cuando hay una tregua los dejamos estar.
El inglés del cura era bueno, pero le costó unos instantes entender qué querían decir las tres últimas palabras de sir William.
—¿No va a haber enfrentamiento?
—Entre nosotros y la ciudad, no. Y como no hay un puto ejército inglés en cien millas a la redonda, no habrá enfrentamiento. Lo único que vamos a hacer es buscar comida y forraje, padre, comida y forraje. Alimentar a los hombres y a los animales es la manera de ganar las guerras —mientras hablaba, sir William montó en su caballo, que sostenía un escudero. Metió las botas en los estribos, se recogió las faldas de la malla por encima de los muslos y agarró las riendas—. Os llevaré cerca de la ciudad, padre, pero después de eso tendréis que espabilaros por vuestra cuenta.
—¿Espabilar? —preguntó Bernard de Taillebourg, pero sir William ya se había dado la vuelta y espoleaba su caballo hacia una llanura embarrada que había entre los bajos muros de piedra. Un reguero de doscientos hombres de armas montados, sombríos y grises en la neblinosa mañana, iba detrás de él y el sacerdote, zarandeados por sus enormes y sucios caballos, esforzándose por mantener el ritmo. El sirviente los siguió sin que pareciera tener interés en todo cuanto hacía. Evidentemente, estaba acostumbrado a pasar tiempo entre soldados y no mostraba temor alguno; de hecho, su actitud sugería que era más bueno con las armas que la mayoría de los hombres que cabalgaban tras sir William.
El dominico y su criado habían viajado hasta Escocia con una docena de mensajeros más, enviados al rey David II por Felipe de Valois, rey de Francia. La embajada era un grito de auxilio. Los ingleses lo habían quemado todo a su paso por Normandía y Picardía, habían masacrado al ejército del rey francés cerca de una población llamada Crécy y los arqueros ingleses poseían ahora una docena de refugios en Bretaña, mientras que sus feroces jinetes llegaban desde las posesiones ancestrales de Eduardo de Inglaterra en Gascuña. Todo eso era malo, pero para acabarlo de empeorar, como para demostrar a toda Europa que Francia sería desmembrada sin impunidad alguna, el rey inglés había puesto sitio a la inmensa bahía fortificada de Calais. Felipe de Valois hacía lo que podía por levantar el sitio, pero se acercaba el invierno, sus nobles murmuraban que el rey no era un guerrero, y no había tenido más remedio que apelar a la ayuda del rey David de Escocia, hijo de Robert Bruce. «Invadid Inglaterra —había suplicado el rey francés— y forzad así a Eduardo a abandonar el sitio de Calais para proteger su tierra». Los escoceses valoraron la invitación, después la embajada del rey francés los convenció de que Inglaterra había quedado indefensa. ¿Cómo podía ser de otro modo? Todo el ejército de Eduardo de Inglaterra estaba en Calais, Bretaña o Gascuña, y no había quedado nadie para defender Inglaterra, lo que significaba que el antiguo enemigo había quedado desvalido, estaba pidiendo a gritos ser expoliado, y todas las riquezas de Inglaterra esperaban caer en manos escocesas.
Así que los escoceses se dirigieron al sur.
Era el ejército más grande que Escocia había enviado al otro lado de la frontera en toda su historia. Todos los grandes señores formaban parte de él, los hijos y nietos de los guerreros que habían doblegado a Inglaterra en la sangrienta matanza de Bannockburn; y todos esos señores iban acompañados de hombres de armas curtidos en las incesantes batallas fronterizas, pero esta vez, empujados por el olor del botín, habían acudido también los jefes de los clanes de las montañas y las islas: jefes que comandaban a grupos de hombres salvajes, hombres de las tribus que hablaban una lengua propia y luchaban como demonios desatados. Habían llegado a miles para hacerse ricos, y los mensajeros franceses, una vez cumplida su misión, volvieron a casa para decirle a Felipe de Valois que Eduardo de Inglaterra seguramente levantaría el sitio de Calais en cuanto supiera que los escoceses estaban saqueando sus tierras del norte.
La embajada francesa había vuelto a casa, pero Bernard de Taillebourg se había quedado. Tenía cosas que hacer en el norte de Inglaterra, aunque en los primeros días de la invasión no había experimentado más que frustración. El ejército escocés contaba con doce mil hombres, era más grande que las fuerzas con las que Eduardo de Inglaterra había vencido a los franceses en Crécy, y aun así, nada más cruzar la frontera, el gran ejército se había detenido para sitiar una solitaria fortaleza que sólo guardaban treinta y ocho hombres, y aunque habían muerto los treinta y ocho, el intento les había llevado cuatro días. Pero habían perdido aún más tiempo negociando con los habitantes de Carlisle, que les habían pagado en oro para que dejaran intacta la ciudad, y después, el joven rey escocés había desperdiciado otros tres días saqueando el enorme priorato de los Cañones Negros, en Hexham. Ahora, diez días después de haber atravesado la frontera, y tras vagar por los páramos ingleses del norte, los escoceses habían llegado por fin a Durham. La ciudad les había ofrecido mil libras de oro si no era atacada, y el rey David les había dado dos días para recaudar la suma. Lo que significaba que Bernard de Taillebourg tenía dos días para encontrar una manera de entrar en la ciudad, y por ese motivo seguía a sir William Douglas hacia el valle, a través de un río y por una empinada colina, medio cegado por la niebla y trastabillando en el barro.
—¿Hacia dónde está la ciudad? —exigió de sir William.
—Cuando se levante la niebla, padre, os lo indicaré.
—¿Respetarán la tregua?
—Los de Durham son hombres píos, padre —repuso con amargura sir William—, pero lo que es mejor aún, son hombres asustados. —Habían sido los monjes de la ciudad los que habían negociado el rescate y sir William había aconsejado que no aceptaran el trato. Si los monjes ofrecían mil libras, era su opinión, lo mejor sería matar a los monjes y conseguir dos mil, pero el rey David había rechazado su propuesta. David Bruce había pasado gran parte de su juventud en Francia y se tenía por un hombre de cultura, y sir William no era tan quisquilloso con los escrúpulos—. Estaréis a salvo si los convencéis de que os dejen pasar —tranquilizó sir William al cura.
Los jinetes habían llegado a la cima de la colina, y sir William giró hacia el sur por la cresta, siguiendo todavía el camino amurallado a ambos lados y que conducía, una milla más allá, aproximadamente, hasta una aldea abandonada en la que cuatro casas, tan bajitas que los techos de paja parecían crecer del suelo, estaban apiñadas junto a un cruce. En el centro del cruce, en un trozo lleno de hierba y ortigas y rodeado de surcos enfangados, había una cruz de piedra inclinada hacia el sur. Sir William hizo frenar al caballo junio al monumento y contempló el dragón esculpido que rodeaba el asta. A la cruz le faltaba un brazo. Una docena de hombres desmontaron y se metieron en las casas, pero no encontraron nada ni a nadie, aunque en una de ellas aún ardían las brasas de un fuego, así que las usaron para prender fuego a los tejados. La paja parecía reacia a arder, estaba tan húmeda que incluso crecían en ella el musgo y las setas.
Sir William sacó el pie del estribo e intentó tumbar la cruz de una patada, pero no se movía. Gruñó por el esfuerzo, vio la expresión desaprobadora en el rostro de Bernard de Taillebourg y frunció el ceño.
—No es suelo sagrado, padre. No es más que la maldita Inglaterra. —Miró otra vez el dragón labrado, con la boca abierta mientras se enroscaba por el asta de piedra—. Qué cabrón más feo, ¿eh?
—Los dragones son criaturas del pecado, cosas del demonio —repuso Bernard de Taillebourg—, lo más lógico es que sea feo.
—Una cosa del demonio, ¿eh? —Sir William le pegó otra patada a la cruz—. Mi madre —comenzó a explicar mientras le daba una tercera e inútil patada— siempre me contaba que los malditos ingleses enterraban el oro robado bajo cruces de dragón.
Dos minutos más tarde, la cruz había sido arrancada y doce hombres miraban dentro del agujero que había dejado con decepción. El humo de los tejados espesó aún más la niebla, se enroscó por el camino y se desvaneció en el gris de la mañana.
—Nada de oro —gruñó sir William, y después convocó a sus hombres y los guió en dirección al sur para escapar del asfixiante humo. Buscaba cualquier tipo de ganado que pudiera llevar al ejército escocés, pero los campos estaban vacíos. Dejaron las granjas ardiendo atrás. El fuego era de un dorado rojizo atenuado por la niebla y se iba amortiguando a medida que avanzaban, hasta que sólo quedó el olor a hoguera. Fue en ese momento, de repente y de manera abrumadora, cuando la tierra pareció llenarse con el ruido de alarma y un repique de campanas inundó el cielo. Sir William, que sospechaba que el sonido venía del este, se metió por una grieta del muro en un pasto, frenó el caballo y se puso de pie sobre los estribos. Oía el sonido, pero en la niebla era imposible saber de dónde provenían las campanas o cuán lejos estaban, y el repicar se detuvo tan de repente como había empezado. La bruma empezaba a desvanecerse, se escondía entre las hojas anaranjadas de un grupo de olmos. El pasto vacío en el que Bernard de Taillebourg se hincó de rodillas y empezó a rezar en voz alta estaba punteado, aquí y allá, de setas blancas.
—¡Cállese, padre! —le espetó sir William.
El sacerdote se persignó como implorando al cielo que perdonara la impiedad de sir William al interrumpir una oración.
—Habéis dicho que no habría enemigos —se quejó.
—No intento oír al enemigo, demonios, sino ovejas y vacas. —Aun así, sir William parecía extrañamente nervioso para ser alguien que sólo buscaba ganado. Seguía inquieto en la silla, contemplaba la niebla y fruncía el entrecejo al oír los pequeños ruiditos que salían del roce de las cotas de malla o de los cascos en el suelo húmedo. Les gritó a los hombres de armas que estaban más cerca de él que se callaran. Él era soldado antes de que algunos de aquellos hombres hubieran nacido y no seguía vivo por haber ignorado sus instintos, y ahora, en esa niebla húmeda, olía peligro. La razón le decía que no había nada que temer, que el ejército inglés estaba lejos, en el mar, pero él seguía oliendo la cercanía de la muerte y, sin ser demasiado consciente de lo que estaba haciendo, se quitó el escudo del hombro y metió el brazo izquierdo en las cinchas. Era un escudo grande, uno de los que se utilizaban antes de que los hombres añadieran placas de metal a la cota, un escudo suficientemente ancho para proteger todo el cuerpo.
Un soldado gritó desde el borde del prado y sir William se llevó el puño a la espada, después comprendió que el hombre sólo avisaba de la aparición repentina de unas torres entre la niebla, que en la cresta montañosa ya no era más que neblina, aunque en la profundidad del valle se veía tan densa como un río blanco. Y al otro lado del río, al este, y aún más al norte, emergía entre la blancura espectral de otra cresta una enorme catedral y un castillo. Se erguían entre las brumas, enormes y oscuros, como edificios de la imaginación malvada de algún mago, y el criado de Bernard de Taillebourg, que sentía que no había visto la civilización en semanas, parecía contemplar en estado de trance los dos edificios. La torre más alta de las dos de la catedral estaba llena de monjes con hábitos negros, y el criado se dio cuenta de que estaban señalando a los jinetes escoceses.
—Durham —gruñó sir William, imaginando que las campanas habían estado llamando a los fieles para las oraciones matutinas.
—¡Tengo que ir allí! —El dominico se puso en pie y, vara en mano, se encaminó hacia la ciudad envuelta en niebla.
Sir William espoleó al caballo hasta que se puso delante del francés.
—¿Qué prisa tenéis, padre? —exigió saber, y De Taillebourg intentó esquivarlo y seguir adelante, pero oyó desenvainar y, de repente, una hoja fría, pesada y gris apareció ante la cara del dominico—. Os he preguntado, padre, qué prisa tenéis. —La voz de sir William era tan fría como su espada; de repente, alertado por uno de sus hombres, miró al criado del cura que había medio sacado su propia arma—. Padre, si ese cabrón vuestro no envaina la espada —sir William hablaba con calma, pero en su voz había una amenaza terrible—, me voy a freír sus huevos para cenar.
De Taillebourg dijo algo en francés y el criado envainó a regañadientes. El sacerdote miró a sir William.
—¿No teméis por vuestra alma mortal? —le preguntó.
Sir William sonrió, se detuvo y miró a su alrededor, pero no vio nada extraño en la niebla y decidió que su nerviosismo anterior era fruto de su imaginación. El resultado, quizá, de demasiada carne de cerdo y demasiado vino en la cena. Los escoceses habían festejado la captura de la casa del prior de Durham, y el prior vivía bien, a juzgar por su despensa y su bodega, pero el buen yantar daba alas a la imaginación de los hombres.
—Mi propio cura se encarga ya de mi alma —dijo sir William, y después levantó la punta de la espada para obligar a De Taillebourg a mirar hacia arriba—. ¿Qué tiene que hacer un francés con nuestros enemigos de Durham? —le preguntó.
—Son asuntos de la Iglesia —respondió De Taillebourg con firmeza.
—Me trae sin cuidado de quién demonios sea el asunto —replicó sir William—, sigo queriendo saberlo.
—Cerradme el camino —repuso De Taillebourg apartando la espada—, y haré que os castigue el rey, que os condene la Iglesia y que el Santo Padre envíe vuestra alma a la eterna perdición. Invocaré…
—¡Cerrad ese maldito agujero que tenéis por boca! —gritó sir William—. ¿Creéis, cura, que me vais a asustar? Nuestro rey es un cachorro y la Iglesia hace lo que dice quien paga. —Volvió a apuntar la espada y esta vez la posó en el cuello del dominico—. Ahora explicadme vuestros asuntos. Decidme por qué un francés se queda con nosotros en vez de volver a casa con sus paisanos. Contadme qué queréis hacer en Durham.
Bernard de Taillebourg se agarró el crucifijo que le colgaba del cuello y se lo entregó a sir William. En otro hombre habría parecido una señal de miedo, pero el dominico parecía amenazar el alma de sir William con los poderes del cielo. Sir William lo miró con ojos llenos de ansiedad, como si tasara su enorme valor, pero la cruz era de madera y la figurita de Cristo, retorcida en la agonía, de hueso amarillento. Si la figura hubiera sido de oro, sir William aún habría cogido la baratija; en lugar de eso, escupió con desdén. Algunos de sus hombres, que temían a Dios más que a su señor, se persignaron, pero a la mayoría no le importó. Observaban de cerca al criado, porque parecía peligroso, pero un clérigo parisino de mediana edad, por muy fiero que fuese o demacrado que estuviera, no les asustaba.
—¿Y qué haréis? ¿Matarme?
—Si no tengo más remedio —dijo sir William implacable. La presencia del sacerdote en la embajada francesa había sido sospechosa, y el hecho de que se quedara cuando los volvieron a Francia sólo acababa de componer el misterio. Pero sir William sabía algo más. Un hombre de armas parlanchín, uno de los franceses que habían traído doscientas armaduras de placas de regalo para los escoceses, le había dicho que el cura iba detrás de un inmenso tesoro, y si el tesoro estaba en Durham, sir William quería saberlo. Quería una parte—. Ya he matado antes a sacerdotes —le dijo a De Taillebourg—, y otro cura me vendió las indulgencias por la matanza, así que no creáis que me dais mucho miedo ni vos ni vuestra Iglesia. No hay pecado que no se pueda comprar, ni perdón que no se pueda adquirir.
El dominico se encogió de hombros. Dos de los hombres de sir William estaban detrás de él, con las espadas desenvainadas, y comprendió que los escoceses no dudarían un segundo si se veían obligados a matarlos. Los hombres que estaban bajo el corazón rojo de Douglas eran rufianes de frontera, criados para combatir igual que los perros se criaban para la caza, y el dominico supo que era inútil seguir amenazando sus almas porque ésa era una cuestión que no les preocupaba lo más mínimo.
—Voy a Durham —acabó por claudicar De Taillebourg—, para ver a un hombre.
—¿A qué hombre? —preguntó sir William aún con la espada en el cuello del cura.
—Es un monje —explicó De Taillebourg con paciencia—. Muy anciano ya, tan viejo que puede que no esté vivo. Es francés, un benedictino, y huyó de París hace muchos años.
—¿Por qué huyó?
—Porque el rey quería su cabeza.
—¿La cabeza de un monje? —Sir William adoptó un tono escéptico.
—No siempre había sido benedictino —prosiguió De Taillebourg—, antes había sido templario.
—Ah. —Sir William empezaba a comprender.
—Y sabe dónde se oculta un gran tesoro.
—¿El tesoro de los templarios?
—Se dice que está escondido en París —empezó a contar De Taillebourg—, y que ha permanecido escondido durante todos estos años, pero hasta hace poco no descubrimos que el francés estaba vivo y en Inglaterra. Veréis, el benedictino fue una vez el sacristán de los templarios. ¿Sabéis qué significa eso?
—No me habléis con condescendencia, padre —repuso sir William fríamente.
De Taillebourg inclinó la cabeza para reconocer la justicia del reproche.
—Si alguien sabe dónde está el tesoro de los templarios —prosiguió con humildad—, ése es el que fue su sacristán, y ahora sabemos que vive en Durham.
Sir William apartó la espada. Todo lo que el cura decía tenía sentido. Los caballeros templarios, una orden de monjes soldados que había prometido proteger las rutas de peregrinación entre Jerusalén y la Cristiandad, se habían enriquecido por encima de los sueños de los reyes, y eso supuso una insensatez, porque puso celosos a los reyes, y los reyes celosos son malos enemigos. El rey de Francia era de ésos precisamente, y ordenó que la orden de los templarios fuera destruida, para lo cual se apañaron unas herejías, los abogados tergiversaron la verdad sin escrúpulos y la orden fue disuelta. Quemaron a sus cabecillas y confiscaron sus tierras, pero sus tesoros, los fabulosos tesoros templarios, nunca fueron encontrados, y el sacristán de la orden, el encargado de mantener esos tesoros a salvo, era quizás el único que conocía su paradero.
—¿Cuánto hace que se disolvió la orden? —preguntó sir William.
—Hace veintinueve años —contestó De Taillebourg.
Así que el sacristán bien podía seguir vivo, pensó sir William. Sería un anciano, pero era muy probable que estuviera vivo. Sir William envainó la espada, totalmente convencido de que la historia que le acababa de contar De Taillebourg era cierta, aunque, en realidad, lo único cierto era que había un viejo monje en Durham, pero no era francés ni había sido templario y, con casi absoluta seguridad, tampoco sabía nada de ningún tesoro de los templarios. El caso es que Bernard de Taillebourg había hablado muy persuasivamente, y los cuentos a propósito de las riquezas desaparecidas reverberaban por toda Europa, algo de lo que se hablaba cada vez que los hombres se reunían para intercambiar relatos fantásticos. Sir William deseaba que la historia fuera cierta y eso, más que nada, lo convenció de que así era.
—Si encontráis a ese hombre —le dijo a De Taillebourg—, si todavía vive y después halláis el tesoro, será porque nosotros lo hicimos posible. Porque os trajimos aquí y os protegimos durante vuestro viaje a Durham.
—Eso es cierto, sir William —repuso el monje.
Sir William se sorprendió de que el cura estuviera tan dispuesto a darle la razón. Frunció el entrecejo, se movió en la silla y le observó como si estuviera evaluando la confianza que podía depositar en él.
—En ese caso, tendréis que darnos una parte —exigió.
—Por supuesto —contestó De Taillebourg al instante.
Sir William no era ningún imbécil. Si el cura se metía en Durham, no volvería a verlo nunca más. Se dio la vuelta sobre la silla y dirigió la mirada al norte, hacia la catedral. Se decía que el tesoro de los templarios era el oro de Jerusalén, más del que un hombre podía concebir, y sir William era lo suficientemente inteligente como para saber que no poseía los recursos para desviar parte de esas enormes riquezas a Liddesdale. Necesitaba al rey. David II podría ser un muchacho débil, al que en Francia no habían sacudido lo suficiente y demasiado refinado, pero los reyes poseían recursos que se les negaban a los caballeros y David de Escocia podía hablar con Felipe de Francia casi de igual a igual, mientras que cualquier mensaje que enviara William Douglas sería desdeñado en París.
—¡Jamie! —avisó a su sobrino, uno de los hombres que vigilaban a De Taillebourg—. Tú y Dougal llevaréis al sacerdote de vuelta hasta el rey.
—¡Pero debéis dejarme marchar! —protestó De Taillebourg.
Sir William se inclinó desde la silla.
—¿Queréis que me haga un monedero con vuestras devotas gónadas? —Sonrió al dominico y volvió a mirar a su sobrino—. Dile al rey que este cura tiene noticias que nos conciernen y que lo mantenga a salvo hasta que vuelva. —Sir William había decidido que, si había un viejo monje francés en Durham, sería interrogado por los siervos del rey de Escocia, y que la información que poseyera el monje, si tenía alguna, podría venderse después al rey de Francia—. Llévatelo, Jamie —le ordenó—, ¡y vigila a ese criado suyo de los cojones! Quítale la espada.
James Douglas sonrió al pensar en la sola idea de que un cura y su criado le fueran a dar problemas, pero, aun así, obedeció a su tío. Obligó al sirviente a que entregara la espada y, cuando el hombre torció el gesto, Jamie medio sacó su propia hoja. De Taillebourg le dio una orden seca para que obedeciera, y el sirviente entregó la espada a regañadientes. Jamie Douglas volvió a sonreír al colgarse la espada del cinto.
—No me darán problemas, tío.
—Venga, largaos —dijo sir William, y observó a su sobrino y a su compañero, ambos montados en estupendos sementales capturados en las tierras de Percy, en Northumberland, mientras se alejaban escoltando al cura y a su criado de vuelta al campamento del rey. Sin duda, el sacerdote se quejaría al rey David y a éste, mucho más débil que su padre, que había sido un par, le preocuparía haber contrariado a Dios y a los franceses, pero le preocuparía mucho más contrariar a sir William. Sir William sonrió al pensarlo, después vio que algunos de sus hombres al otro lado del campo habían desmontado—. ¿Quién demonios os ha dicho que desmontéis? —gritó enfadado, y entonces reparó en que aquellos no eran sus hombres, sino completos desconocidos que acababan de surgir de la niebla, recordó sus instintos y se maldijo por perder tiempo con el cura.
Y mientras maldecía, llegó la primera flecha desde el sur. El sonido que produjo fue un silbido, el de las plumas al cortar el aire, y cuando dio en el blanco sonó como un hacha de guerra al atravesar la carne. Un golpe sordo acompañado del desgarrar del músculo por el metal y, al final, el rascón seco de la punta en el hueso, seguido del gruñido de la víctima y un instante de silencio absoluto.
Después, el grito.
* * *
Thomas de Hookton oyó las campanas, graves y sonoras; no era el sonido de cualquier campana de iglesia de pueblo, sino un tañido con la fuerza del trueno. Durham, pensó, y sintió de golpe el cansancio de un viaje tan largo.
Un viaje que había empezado en Picardía, en un campo que apestaba a cadáveres de hombres y caballos, un lugar lleno de estandartes caídos, armas rotas y flechas perdidas. Había sido una gran victoria, pero Thomas aún se preguntaba por qué tenía esa sensación de tristeza e inquietud. Los ingleses habían marchado hacia el norte para sitiar Calais, y Thomas, al servicio del conde de Northampton, había recibido permiso de éste para llevar hasta Caen a un camarada herido, donde vivía un médico extraordinario. Después, sin embargo, se decretó que ningún hombre podía abandonar el ejército sin el permiso del rey, y el conde intercedió por él ante Eduardo Plantagenet, que escuchó a Thomas de Hookton y la historia de su padre, un cura francés que procedía de una familia de exiliados llamada Vexille, y de la que se rumoreaba que en algún momento tuvieron el Grial en su poder. Sólo era un rumor, por supuesto, un retazo de historia en un mundo duro, pero la historia era la del Santo Grial y ése era el objeto más precioso que había existido nunca, si había existido; de modo que el rey interrogó a Thomas de Hookton y Thomas intentó quitarle importancia a la historia; en ese momento, el obispo de Durham, que había combatido en la barrera de escudos que rompió el asalto francés, le contó al rey que el padre de Thomas había sido prisionero en Durham.
—Estaba loco —le había aclarado el obispo al rey—, ¡se había bebido los sesos! Así que lo encerraron por su propio bien.
—¿Hablaba del Grial? —le preguntó Eduardo Plantagenet, y el obispo le contestó que había un hombre en su diócesis que podría saberlo, un viejo monje llamado Hugh Collimore, que había atendido al enajenado Ralph Vexille, el padre de Thomas. El rey habría tomado aquello por cuentos de curas si Thomas no hubiera recuperado la herencia de su padre, la lanza de san Jorge, en la batalla que tantos muertos había dejado sobre la verde ladera junto a la villa de Crécy. La batalla también había dejado herido al amigo y comandante de Thomas, sir William Skeat, y él quería llevar a Skeat al doctor normando, pero el rey había insistido en que partiera hacia Durham a hablar con el hermano Collimore. Así que fue el padre de Eleanor el que llevó a sir William Skeat a Caen, y Thomas, Eleanor y el padre Hobbe acompañaron al capellán real y a un caballero de la corte del rey Eduardo hasta Inglaterra, pero ambos cayeron enfermos en Londres, víctimas de unas tempranas fiebres invernales, y Thomas y sus compañeros acabaron viajando solos hacia el norte. Ahora estaban por fin cerca de Durham, en una mañana brumosa, escuchando las campanas de la catedral. Eleanor, como el padre Hobbe, estaba emocionada, pues creía que descubrir el Grial traería paz y justicia a un mundo que apestaba a granjas quemadas. Ya no habría más tragedias como las que había presenciado, pensó Eleanor, las guerras tocarían a su fin y el peligro de enfermedades remitiría.
Thomas quería creerlo también. Deseaba que su visión nocturna hubiera sido real, no sólo llamas y humo. Sin embargo, si el Grial existía realmente, Thomas pensaba que sólo podía estar en alguna gran catedral, custodiado por ángeles. O que habría desaparecido de este mundo, y, en ese caso, si sobre la tierra no había grial alguno, Thomas depositaba su fe en un arco de guerra de tejo italiano pintado de negro, con cuerda de cáñamo, flechas de fresno, plumas de ganso y puntas de acero. En la panza, por donde lo asía con la mano izquierda, el arco tenía una placa de plata grabada con una centicora, una bestia mítica con garras, colmillos y cuernos que había sido el blasón de la familia de su padre, los Vexille. La centicora sostenía una copa y a Thomas le habían dicho que se trataba del Grial. Siempre el Grial. Le llamaba, se reía de él, había modificado su vida, lo había cambiado lodo y, aun así, no aparecía si no era en sueños de fuego. Era un misterio, como lo era también la familia de Thomas, pero puede que el hermano Collimore arrojara algo de luz sobre ese último misterio, así que Thomas se había encaminado hacia el norte. Era posible que no sacara nada en claro del Grial, pero esperaba descubrir más de su familia y eso, al menos, daba sentido al viaje.
—¿Por dónde vamos? —preguntó el padre Hobbe.
—Dios sabe —repuso Thomas. La niebla envolvía el terreno.
—Las campanas sonaban por ahí. —El padre Hobbe señalaba al norte y al este. Era un hombre enérgico, lleno de entusiasmo y con una fe ingenua en el sentido de la orientación de Thomas aunque, para ser francos, Thomas no tenía ni idea de dónde estaban. Un poco antes habían llegado a una bifurcación en la carretera y habían tomado al azar el sendero de la izquierda, que ahora no era sino una cicatriz en la hierba de la ladera por la que subían. En los pastos crecían setas y estaban tan húmedos y cargados de rocío que el caballo resbalaba. La bestia, era la yegua de Thomas, cargaba su escaso equipaje y, en uno de los sacos que colgaban de la perilla de la silla de montar, había una carta del obispo de Durham a John Fossor, el prior de Durham.
«Mi querido hermano en Cristo —rezaba la misiva, y proseguía con las instrucciones de que permitiera a Thomas de Hooklon y a sus compañeros interrogar al hermano Collimore, pues deseaban información del padre Ralph Vexille—, a quien probablemente no recordaréis, pues estuvo encerrado en vuestra casa antes de que vos llegarais a Durham, de hecho incluso antes de que yo ascendiera a la sede episcopal, pero puede que baya alguien que sí pueda dar razón de él y el hermano Collimore, si Dios ha tenido a bien que aún siga entre nosotros, podría poseer algún dato sobre él y sobre el grandioso tesoro que ocultaba. Os lo pedimos en el nombre del rey y al servicio de Dios Todopoderoso que ha bendecido nuestros brazos en este empeño».
—Qu’est que c’est?— preguntó Eleanor señalando la colina en la que un brillo rojizo descoloría la niebla.
—¿Qué? —preguntó el padre Hobbe, el único que no hablaba francés.
—Callaos —avisó Thomas con la mano levantada. Le llegaba el olor a quemado y veía las llamas, pero no oía voces. Descolgó el arco de la silla y lo armó, escarzando el recio fuste para ensartar la cuerda en la pieza de hueso del extremo. Sacó una flecha de la bolsa y después, indicándoles a Eleanor y al padre Hobbe que se quedaran donde estaban, subió bordeando el sendero para ocultarse tras un espeso seto de cuyas hojas moribundas salían volando alondras y pinzones. Las hogueras crepitaban con fuerza, lo que sugería que eran recientes. Se acercó más, con el arco a medio tensar, hasta que vio tres o cuatro granjas junto a un cruce con las vigas y los tejados de paja ardiendo y enviando chispas al húmedo gris. El fuego parecía reciente, pero no se veía a nadie: ni enemigos ni hombres con cota de malla, así que avisó a Eleanor y al padre Hobbe para que se acercaran y fue entonces cuando, por encima del ruido del fuego, oyó un grito. Sonaba lejos, aunque pudiera ser que estuviera cerca y que lo amortiguara la niebla, y Thomas miró a través de humo y bruma y vio, más allá de las furiosas llamas, a dos hombres en cota de malla, ambos montados en sementales negros. Los jinetes llevaban sombreros, botas y vainas negras, y escoltaban a otros dos hombres a pie. Uno era un sacerdote, un dominico, a juzgar por el hábito blanco y negro, y tenía la cara manchada de sangre; el otro era un hombre alto, con cota de malla y un rostro estrecho e inteligente. Ambos seguían a los jinetes a través de la niebla y la humareda hasta que se detuvieron en el cruce, y el sacerdote se hincó de rodillas y se persignó.
Al primero de los jinetes no pareció gustarle la plegaria del cura, porque volvió el caballo y empujó al dominico con la espada. El sacerdote miró hacia arriba y, para asombro de Thomas, de repente clavó su vara en la garganta del animal. El caballo se apartó y el cura le dio entonces un fuerte golpe al jinete en el brazo de la espada. El hombre, desequilibrado por los movimientos de la bestia, intentó rebanarlo en dos con la larga espada. El de la cota de malla ya había derribado al segundo jinete, aunque Thomas no lo había visto caer, y estaba sentado a horcajadas encima de él con un cuchillo enorme en la mano. Thomas seguía observando la escena pasmado, pero estaba convencido de que ninguno de los cuatro había emitido el grito, aunque no veía a nadie más. Uno de los dos jinetes había muerto ya y el otro peleaba con el cura en silencio. Thomas tenía la sensación de que aquella pelea no era real, de que estaba soñando, como si la escena fuera una farsa con moralina en la que el jinete negro era el diablo y el sacerdote la voluntad de Dios, y quienquiera que ganara la batalla estuviera a punto de resolver sus dudas sobre el Grial. En ese momento, el padre Hobbe le agarró el gran arco a Thomas.
—¡Tenemos que ayudarles!
El cura poca ayuda necesitaba. Usaba la vara como una espada, paraba los mandobles de su contrincante y le molía a palos las costillas; entonces, el de cabello oscuro le clavó una espada por la espalda, y el jinete se estremeció, se curvó y dejó raer el arma. Miró al sacerdote un momento y después cayó hacia atrás. Se le quedaron enganchados los pies en los estribos y el caballo, muerto de miedo, se lanzó al galope colina arriba. El asesino limpió la hoja de la espada y después cogió la vaina de uno de los muertos.
El cura, que había salido corriendo para atrapar al otro caballo, se dio la vuelta al presentir que alguien lo miraba. A pocos metros de él, pudo ver a dos hombres y una mujer entre la niebla. Uno de los hombres era un sacerdote y llevaba un arco enflechado.
—¡Van a matarme! —gritó Bernard de Taillebourg en francés. El de la melena oscura se volvió deprisa, levantando la espada con gesto amenazante.
—¡Ya está bien! —le dijo Thomas al padre Hobbe; le quitó el arco de las manos y se lo colgó al hombro. Dios había hablado, el sacerdote había ganado la batalla, y Thomas recordó la visión que había tenido la noche anterior, cuando el Grial se le había aparecido entre las nubes como una copa de fuego. Entonces vio que, bajo los moratones y la sangre, la extraña cara del sacerdote era dura y enjuta, el rostro de un mártir, tenía la mirada de quien había anhelado a Dios y había logrado una santidad evidente, y Thomas a punto estuvo de postrarse ante él.
—¿Quién sois? —le preguntó al dominico.
—Soy un mensajero. —Bernard de Taillebourg se agarró a cualquier explicación para ocultar su confusión. Había escapado de los escoceses y ahora se preguntaba cómo escaparía del hombre alto con el arco negro, pero entonces una lluvia de flechas silbó desde el sur y una de ellas se clavó en el tronco de un olmo cercano y otra en la hierba húmeda. Oyeron el relincho de un caballo y los gritos desordenados de los hombres. El padre De Taillebourg le gritó a su sirviente que cogiera el segundo caballo, que trotaba colina arriba y, para cuando lo atrapó, De Taillebourg vio que el extraño del arco se había olvidado de él y miraba en dirección al sur, de donde provenían las flechas. Así que se volvió hacia la ciudad, le gritó a su criado que lo siguiera y espoleó al caballo.
Por Dios, por Francia, por san Denis y por el Grial.
* * *
Sir William Douglas echaba pestes por la boca. Las flechas volaban a su alrededor. Los caballos relinchaban y los hombres caían, muertos o heridos, en la hierba. Por un momento se quedó desconcertado; entonces reparó en que su expedición en busca de alimentos había tropezado con una fuerza inglesa, pero ¿qué clase de fuerza? ¡No había ningún ejército inglés cerca de allí! ¡El ejército inglés al completo estaba en Francia, no en Durham! Lo que quería decir, evidentemente, que los ciudadanos de la villa habían roto la tregua, y esa idea le hizo hervir la sangre. Cristo, pensó, no iba a quedar una piedra sobre otra cuando acabara con la ciudad, así que se cubrió con el enorme escudo y espoleó al caballo hacia el sur, donde estaban los arqueros alineados junto a un seto bajo. Calculó que tampoco podía haber muchos, una cincuentena a lo sumo, y él seguía teniendo doscientos hombres montados, así que ordenó que cargaran con un berrido.
Las espadas se deslizaron de las vainas.
—¡Matad a esos cabrones! —gritó sir William—. ¡Matadlos a todos! —Azuzó al caballo y tropezó con el resto de los jinetes, aún confundidos, en su ansia por llegar al seto. Sabía que la carga llegaría rota, que algunos de sus hombres iban a morir, pero en cuanto llegaran al lugar desde donde disparaban aquellos hijos de perra, acabarían con todos.
Jodidos arqueros, pensó. Odiaba a los arqueros. Odiaba especialmente a los arqueros ingleses, pero, por encima de todos, detestaba a los de Durham, unos traidores que no sabían respetar una tregua.
—¡Vamos! ¡Vamos! —gritó—. ¡Douglas! ¡Douglas! —Le gustaba que sus enemigos supieran quién los estaba matando V quién iba a violar a sus mujeres cuando ellos estuvieran muertos. Si la ciudad había roto la tregua, que Dios tuviera misericordia de Durham, porque sir William Douglas iba a saquear, violar y quemar todo lo que se pusiera a su paso. Prendería fuego a las casas, removería las cenizas y dejaría los huesos de sus ciudadanos a merced del invierno; durante años los hombres verían las piedras desnudas de la catedral en ruinas y contemplarían a los pájaros anidar en las torres vacías del castillo, y así sabrían que el caballero de Liddesdale se había vengado.
—¡Douglas! —gritó—. ¡Douglas! —Sintió los golpes de las flechas contra su escudo y al oír los chillidos del caballo supo que le habían alcanzado en el pecho y notó que la bestia se tambaleaba. Sacó de una patada los pies de los estribos cuando el caballo cayó moribundo hacia un lado. Los hombres cargaban a su lado, desafiando al enemigo entre gritos, sir William se tiró de la silla sobre su escudo, que se deslizó a toda velocidad por la hierba húmeda. Oyó a su caballo relinchar de dolor, pero él no estaba herido, apenas magullado, así que se irguió, encontró la espada que había soltado mientras caía y salió corriendo en la misma dirección que sus jinetes. A uno de ellos le sobresalía una flecha de la rodilla. Un caballo cayó al suelo, con los ojos en blanco y enseñando los dientes, y la sangre manando a chorros de sus heridas. Los primeros jinetes ya habían llegado al seto. Algunos de ellos habían encontrado un hueco por el que se estaban metiendo y sir William vio que los malditos arqueros ingleses huían hacia la bruma. «¡Cabrones— pensó, —jodidos ingleses cabrones, cobardes y podridos hijos de perra!». Entonces escuchó más arcos a su izquierda y vio a un hombre caer del caballo con una flecha que le atravesaba la cabeza. En ese momento la niebla se levantó lo suficiente como para permitirle ver que los arqueros enemigos no habían huido, sino que sencillamente se habían unido a una masa sólida de hombres de armas. Los arcos volvieron a disparar. Un caballo retrocedió de dolor cuando una flecha le atravesó el vientre y desarzonó al jinete, que cayó con un sonido metálico al suelo.
«¡Cristo bendito! —pensó sir William—, ¡pero si había un ejército entero! ¡Un maldito ejército entero!».
—¡Atrás! ¡Atrás! —bramó—. ¡Retirada! ¡Atrás! —gritó hasta quedarse ronco. Se le clavó otra flecha en el escudo, la punta sobresalía por el escudo de sauce forrado de cuero y, en medio de la ira, le dio un golpe que rompió el astil.
—¡Tío! ¡Tío! —le gritó un hombre, y sir William vio que era Robbie Douglas, uno de los ocho sobrinos que tenía en el ejército escocés, que le traía un caballo, pero un par de Hechas inglesas se le clavaron en los cuartos traseros y el animal, enloquecido por el dolor, se le escapó de las manos.
—¡Hacia el norte! —le gritó sir William a su sobrino—. ¡Vete, Robbie!
En lugar de hacerle caso, Robbie llegó hasta donde estaba su tío. Se le clavó una flecha en la silla, y otra rebotó en el casco, pero ya lo había agarrado por un brazo y se lo llevaba arrastrando hacia el norte. Las flechas los seguían, pero la niebla era espesa y los ocultaba. Sir William soltó a su sobrino y caminó a trompicones, torpe como se movía con el escudo acribillado de flechas y la pesada cota de malla. ¡Maldita sea, maldita sea!
—¡Cuidado! ¡A la izquierda! —gritó una voz escocesa, y sir William vio algunos jinetes ingleses que salían por el seto. Uno de ellos divisó a sir William y lo consideró una presa fácil. Los ingleses no estaban más preparados para la batalla de lo que lo habían estado los escoceses. Unos cuantos vestían malla, pero ninguno iba convenientemente protegido ni llevaba lanza. Aunque sir William pensaba que habían detectado su presencia bastante antes de que dispararan las primeras flechas, la ira que le dominó al verse emboscado de esa manera provocó que se adelantara hacia el jinete, que avanzaba blandiendo la espada como si fuera una lanza. Sir William no se molestó ni en esquivar el golpe. Levantó el escudo y golpeó al caballo con él en el morro, oyó el gemido del animal y le atizó en las patas con la espada. El jinete aún intentaba calmar a la bestia y mantener el equilibrio, cuando sir William le atravesó la cota de malla y le clavó la hoja en las tripas.
—¡Cabrón! —gritó sir William mientras el hombre gemía y él retorcía la hoja; entonces Robbie llegó por el otro lado y le rebanó el cuello, de manera que el hombre cayó del caballo con la cabeza colgando. El resto de los jinetes había desaparecido misteriosamente, pero las flechas seguían volando y sir William sabía que la niebla estaba empezando a despejar. Sacó la espada del cadáver, la envainó manchada de sangre y se subió al caballo del muerto.
—¡Vámonos! —le gritó a Robbie, que parecía inclinado a enfrentarse él solo al ejército inglés al completo—. ¡Venga, muchacho! ¡Nos largamos de aquí!
Por Dios, pensó, le dolía huir del enemigo, aunque no hubiera nada de deshonroso en que doscientos hombres escaparan de seiscientos o setecientos. Además, cuando se levantara la niebla tendría lugar una batalla como Dios manda, una masa asesina de hombres y acero, y sir William tendría oportunidad de enseñarles a esos cabrones de ingleses cómo se peleaba. Espoleó al recién adquirido caballo con la intención de llevar noticias al resto del ejército escocés, cuando vio a un arquero escabulléndose entre los setos. Con él iban una mujer y un cura, y sir William echó mano de la espada con la intención de resarcirse de las flechas que habían caído sobre su partida, pero en ese momento oyó a sus espaldas el grito de guerra de los ingleses:
—¡Por san Jorge! ¡Por san Jorge!
De modo que dejó tranquilo al arquero y siguió cabalgando, abandonando tendidos en la hierba de otoño a bravos y buenos hombres. Estaban muertos o moribundos, heridos y asustados. Pero él era un Douglas. Volvería y se cobraría su venganza.
* * *
Un montón de caballos pasaron galopando en desbandada junto al seto en el que se ocultaban Thomas, Eleanor y el padre Hobbe. Media docena de bestias iba sin jinete, y por lo menos una veintena sangraba por las heridas de flechas empenachadas de blanco. Seguían a los jinetes unos treinta o cuarenta hombres a pie, algunos cojeaban, otros tenían flechas clavadas y unos cuantos más cargaban con sillas de montar. Se apresuraron hacia las granjas ardiendo mientras una andanada de flechas perseguía su retirada, hasta que el ruido de cascos les hizo mirar atrás, y algunos de los fugitivos empezaron a correr desesperada y torpemente cuando una veintena de jinetes armados se abrió paso rugiendo entre la niebla. Los cascos levantaban tormos de tierra húmeda.
Los sementales frenaron, obligados a dar pasos cortos cuando los jinetes se acercaron a sus objetivos, pero las espuelas volvieron a la carga para la matanza, y Eleanor lanzó un grito al prever la carnicería que se avecinaba. Las espadas empezaron a desmochar. Uno o dos fugitivos se hincaron de rodillas y levantaron las manos en señal de rendición, pero la mayoría intentó escapar. Uno de ellos dejó atrás a un jinete, vio a Thomas con el arco y se dio la vuelta para meterse de lleno en el camino de otro, que le atizó directamente en la cara. El hombre cayó de rodillas, con la boca abierta, pero no salió ningún grito, sólo sangre de entre los dedos con los que se cubría nariz y ojos. El jinete, que no llevaba ni escudo ni casco, hizo dar la vuelta al caballo y se agachó para rebanarle el cuello a su víctima como si decapitara a una vaca, comparación que se le antojó apropiada a Thomas, pues observó que el matarife montado llevaba una vaca marrón en la insignia de su almilla, una especie de jubón corto que le cubría parte de la túnica de malla. La almilla estaba rasgada y manchada de sangre, y la vaca tan descolorida que Thomas pensó al principio que se trataba de un toro. Entonces el jinete se dirigió hacia Thomas y levantó la espada amenazante, pero justo en ese momento reparó en el arco y frenó al caballo.
—¿Ingleses?
—¡A mucha honra! —repuso el padre Hobbe por Thomas.
Un segundo jinete, éste con tres cuervos negros bordados en un jubón blanco, frenó tras el primero. Por detrás de los caballeros los soldados conducían a tres prisioneros a empujones.
—¿Cómo demonios has llegado hasta aquí delante? —le preguntó el recién llegado a Thomas.
—¿Hasta aquí delante? —inquirió Thomas a su vez.
—Hasta nuestra posición.
—Venimos caminando desde Francia —repuso—, o al menos desde Londres.
—¡Desde Southampton! —le corrigió el padre Hobbe con una pedantería que estaba totalmente fuera de lugar en aquella colina que apestaba a humo y teniendo a un escocés agonizante a su lado.
—¿Desde Francia? —El primer jinete, de pelo enmarañado, tez oscura y un acento del norte tan cerrado que a Thomas le costaba entenderlo, parecía que nunca hubiera oído hablar de Francia—. ¿Estabais en Francia? —preguntó.
—Con el rey.
—Ahora estás con nosotros —le amenazó el segundo; entonces miró a Eleanor de arriba abajo—. ¿Te has traído a la moza de Francia?
—Sí —replicó Thomas sin más.
—Miente, miente —llegó una tercera voz, y un tercer jinete se adelantó. Era un hombre desgarbado, de unos treinta años, con la cara tan roja e irritada como si se hubiera despellejado al afeitarse esas mejillas hundidas. Llevaba el pelo, largo y negro, atado al cuello con un una cinta de cuero. Su caballo era un ruano lleno de cicatrices y tenía unos ojos blancuzcos y nerviosos—. Odio a los mentirosos —dijo mirando a Thomas; entonces se dio la vuelta y dirigió una mirada llena de desprecio a los prisioneros. Uno de ellos llevaba la insignia con un corazón del caballero de Liddesdale en el jubón—. Casi tanto como a los malditos Douglas.
El recién llegado llevaba un gambax en lugar de un jaco o una loriga. Era el tipo de protección que utilizaba un arquero cuando no se podía permitir nada mejor, y aun así, el hombre era, evidentemente, de rango superior, pues llevaba al cuello una cadena de oro, señal de distinción reservada a la nobleza. De la perilla de la silla de montar le colgaba un casto con forma de hocico de cerdo, tan machacado como el caballo; de la cintura, una espada en una vaina corriente junio a la cadera y del brazo izquierdo, un escudo blanco con un hacha negra.
—Los escoceses tienen arqueros —dijo el hombre mirando a Thomas, y después dirigió la vista hacia Eleanor—, y tienen mujeres.
—Soy inglés —insistió Thomas.
—Todos somos ingleses —añadió con firmeza el padre Hobbe, olvidando que Eleanor era normanda.
—Un escocés diría que es inglés si eso le evitara que lo destripasen —replicó cáustico el de la cara en carne viva.
Los otros dos se habían retirado, desconfiaban claramente del más delgado, que en ese momento desenrolló un látigo y lo hizo chasquear a una pulgada de la cara de Eleanor. ¿Es inglesa?
—Es francesa —repuso Thomas.
El jinete no contestó inmediatamente, se quedó mirando a Eleanor. El látigo ondeó cuando le tembló la mano. Lo que veía era vina muchachita guapa, con el pelo dorado y unos enormes y asustados ojos. Aún no se apreciaba que estaba embarazada y había en ella una delicadeza que evocaba lujo y un placer inusual.
—Escocesas, galesas o francesas, ¿qué importa? —preguntó el hombre—. Es una mujer. ¿A vosotros os importa de dónde es un caballo antes de montarlo? —Entonces su caballo escuálido y marcado se asustó porque el viento, que estaba cambiando de dirección, le llevó el hedor acre del fuego al hocico. Dio unos pasos nerviosos a un lado y al otro, hasta que el jinete le hincó tan salvajemente las espuelas que le perforó la gualdrapa acolchada y el animal se detuvo temblando de miedo—. No me importa lo que sea ella —el hombre hablaba con Thomas y señalaba con el mango de su látigo a Eleanor—, pero tú eres escocés.
—Soy inglés —volvió a decir Thomas. Una docena de hombres con la insignia del hacha negra se habían acercado para ver a Thomas y a sus compañeros. Los hombres rodeaban a los prisioneros escoceses, que parecían saber quién era el jinete del látigo y la información no les reconfortaba en absoluto. Otros arqueros y hombres de armas estaban mirando las granjas ardiendo y se reían de las ratas asustadas que salían de lo que quedaba de la paja mohosa de los tejados, que se habían desplomado.
Thomas sacó una flecha de su bolsa e inmediatamente cuatro o cinco arqueros con el hacha negra flecharon sus arcos. El resto de hombres con la misma insignia sonreían expectantes, como si conocieran el juego y disfrutaran de él, pero antes de que empezara la partida, el jinete se distrajo con uno de los prisioneros escoceses, el que llevaba la insignia de sir William Douglas que, aprovechándose del interés de sus captores en Thomas y Eleanor, se había escapado y huía hacia el norte. No había dado ni veinte pasos antes de que lo tumbara uno de los hombres de armas, y el hombre delgado, divertido por el ansia desesperada de libertad del escocés, señaló una de las granjas.
—Calentad a ese cabrón —ordenó—. ¡Dickon, Beggar! —se dirigía a dos hombres de armas desmontados—. Vigilad a estos tres. ¡De cerca!
Dickon, el más joven de los dos, tenía la cara redonda y sonreía, pero Beggar era un hombre enorme, un gigante desgarbado con la cara tan llena de pelo que sólo se le veían los ojos y la nariz bajo el cazo oxidado que le servía de casco. Thomas medía seis pies, lo mismo que un arco, pero parecía enano junto a Beggar, cuyo amplio pecho estaba embutido en un jubón de cuero forrado de placas de metal. A la altura de la cintura, colgados de una cuerda, llevaba una espada y un mangual. La espada iba sin envainar y tenía la punta roma, mientras que algunos de los pinchos de la enorme bola de metal del mangual estaban doblados y manchados de sangre y pelo. El mango de tres pies del arma chocaba contra las piernas desnudas del gigante mientras se encaminaba hacia Eleanor.
—Bonita —dijo—. Bonita.
—¡Beggar! ¡Tranquilo, muchacho! ¡Tranquilo! —le ordenó Dickon al gigante con alegría, y Beggar le obedeció dando un paso atrás, aunque seguía mirándola mientras emitía gruñidos. Entonces un grito le hizo mirar hacia la granja en llamas, donde metían y sacaban del fuego al escocés, al que habían desnudado. La melena del prisionero estaba ardiendo y él intentaba apagarla mientras corría en círculos, para diversión de los ingleses. Los otros dos prisioneros estaban cerca de Thomas, tumbados boca abajo contra el suelo, inmovilizados por espadas desenvainadas.
El jinete delgado observaba el juego mientras un arquero envolvía el pelo del prisionero en un trozo de saco para extinguir las llamas.
—¿Cuántos sois? —preguntó el flaco.
—¡Miles! —repuso el escocés, desafiante.
El jinete se reclinó sobre la silla.
—¿Cuántos miles, alelado?
El escocés, con la barba y el pelo humeantes, y la piel quemada y cortada, hizo todo lo que pudo para mostrarse desafiante.
—Más que de sobra para devolverte a casa en una jaula.
—¡No tendría que haberle dicho eso al Espantapájaros! —dijo Dickon divertido—. ¡Se va a arrepentir!
—¿El Espantapájaros? —preguntó Thomas. Le parecía un apodo apropiado, pues el jinete de la insignia del hacha blanca era flaco, pobre y daba miedo.
—Sir Geoffrey Carr para ti, alelado —repuso Dickon mirando al Espantapájaros con admiración.
—¿Y quién es sir Geoffrey Carr? —insistió Thomas.
—Pues es el Espantapájaros y el señor de Lackby —contestó Dickon en un tono que sugería que todos sabían quién era sir Geoffrey Carr—, ¡y ahora empesará con sus jueguecitos! —Dickon sonrió porque sir Geoffrey, que se había vuelto a enrollar el látigo, había desmontado y, con un cuchillo en la mano, se estaba acercando al prisionero escocés.
—¡Sujetadlo! —ordenó sir Geoffrey a los arqueros—, ¡sujetadlo y abridle las piernas!
—Non! —gritó Eleanor.
—Bonita —dijo Beggar con una voz que retumbaba en su enorme pecho.
El escocés gritó e intentó liberarse, pero le pusieron la zancadilla y tres arqueros lo sujetaron mientras el hombre conocido en todo el norte como el Espantapájaros se arrodillaba entre sus piernas. En algún lugar entre la niebla, graznó un cuervo. Un puñado de arqueros escudriñaba el norte por si volvían los escoceses, pero la mayoría observaba al Espantapájaros y su cuchillo.
—¿Quieres conservar tus esmirriadas pelotas? —le preguntó sir Geoffrey al escocés—. Pues dime cuántos sois.
—¿Quince mil? ¿Dieciséis mil? —Al escocés le habían entrado ganas de hablar de repente.
—Quiere decir diez mil u once mil —anunció sir Geoffrey a su público de arqueros—, más que de sobra para nuestras pocas flechas. ¿Y está ese rey bastardo con vosotros?
El escocés se estremeció al oír aquello, pero el roce del cuchillo con su entrepierna le recordó el aprieto en que se encontraba.
—Sí, David Bruce está aquí.
—¿Y quién más?
El desesperado escocés empezó a nombrar a los otros cabecillas del ejército. El medio hermano del rey y heredero del trono, lord Robert Stewart, estaba con el ejército invasor, y los condes de Moray, March y Wigtown, Fife y Menteith. Dio más nombres, jefes de clanes y de las tribus salvajes de los eriales del norte, pero Carr estaba más interesado en los condes.
—¿Los de Fife y Menteith? ¿También están aquí?
—Sí, señor, han venido.
—¡Pero si son vasallos del rey Eduardo! —dijo sir Geoffrey poniendo evidentemente en duda lo que le estaba diciendo el hombre.
—Ahora marchan con nosotros —insistió el escocés—, como lo hace Douglas de Liddesdale.
—¡Ese hijo de la grandísima puta! —repuso sir Geoffrey—, ¡esa cagada del demonio!
Miró hacia el norte a través de la niebla que se disipaba por la cresta, que ahora se revelaba como una meseta estrecha y rocosa que iba de norte a sur. Los pastos de la meseta eran escasos y la piedra sobresalía de la hierba como las costillas de un hombre delgado. Hacia el noreste, más allá del valle de niebla, se levantaban la catedral y el castillo de Durham sobre un peñasco bordeado por el río, y hacia el oeste se veían colinas, bosques y campos amurallados surcados por pequeños riachuelos. Dos águilas sobrevolaban la cordillera en dirección al ejército escocés que aún ocultaba la niebla, pero Thomas pensaba que no tardarían en llegar tropas buscando a los hombres que habían hecho huir a sus compañeros por el cruce.
Sir Geoffrey se irguió, e iba a volver a envainar el cuchillo cuando pareció acordarse de algo y sonrió al prisionero.
—¿No me ibas a llevar a Escocia metido en una jaula?
—¡No!
—¡Claro que sí! Y, ¿por qué querría yo ver Escocia? Si lerdos hay de sobra por aquí. —Escupió al prisionero e hizo una señal a los arqueros—. Sujetadlo.
—¡No! —gritó el escocés, y entonces el grito se volvió un alarido horrible cuando sir Geoffrey se volvió a agachar con el cuchillo en la mano. El prisionero se retorcía entre convulsiones, mientras el Espantapájaros se erguía, con el gambax manchado ahora de sangre. El prisionero seguía gritando, sujetándose la ingle con las manos, y la visión arrancó una sonrisa al Espantapájaros.
—Tirad el resto al fuego —dijo entonces, y se dirigió a los otros dos prisioneros escoceses—. ¿Quién es vuestro señor? —les exigió.
Dudaron, uno de ellos se humedeció los labios.
—Servimos a Douglas —dijo con orgullo.
—Yo odio a Douglas. Odio a todos los Douglas que el demonio ha cagado sobre la tierra. —Sir Geoffrey se encogió de hombros y se volvió hacia su caballo—. Quemad a estos dos también.
Thomas, que había apartado la mirada de la sangre, fijó sus ojos en la cruz de piedra caída en el centro del cruce. La estaba mirando, pero no veía el dragón labrado, sólo escuchaba los ecos del ruido y los nuevos gritos de los prisioneros al ser lanzados al fuego. Eleanor corrió a su lado y se agarró fuertemente a su brazo.
—Bonita —dijo Beggar.
—¡Aquí, Beggar, ven! —le llamó sir Geoffrey—. ¡Súbeme! —El gigante unió las manos para que sir Geoffrey apoyara el pie, y éste subió al caballo, después se dirigió hacia Thomas y Eleanor—. Siempre me entra hambre, después de una castración. —Se volvió para contemplar la hoguera, donde uno de los escoceses, con el pelo en llamas, intentaba escapar; doce arcos lo devolvieron al infierno. El alarido del hombre se apagó al instante al desplomarse—. Hoy me apetece castrar y quemar escoceses —prosiguió—, y tú me pareces escocés, chico.
—No soy ningún chico —repuso Thomas mientras la ira se apoderaba de él.
—Pues no me pareces más que un maldito chico, chico. Un chico escocés, ¿eh? —Sir Geoffrey, claramente divertido con el enfado de Thomas, sonrió a su nueva víctima que, de hecho, parecía joven, aunque Thomas había cumplido veintidós veranos y pasado los últimos cuatro sirviendo en Bretaña, Normandía y Picardía—. Pareces escocés, chico —repitió el Espantapájaros, animando a Thomas a que lo desafiara—. ¡Todos los escoceses son negros! —y apeló al grupo de soldados para que juzgaran la complexión de Thomas, y era cierto que tenía la piel tostada por el sol y era moreno, pero una veintena de los arqueros del Espantapájaros tenían el mismo aspecto. Y aunque Thomas parecía joven, también parecía duro. Llevaba el pelo casi rapado y cuatro años de guerra le habían hundido las mejillas, pero su aspecto seguía teniendo algo característico, y es que era muy atractivo, algo que sólo servía para acicatear los celos de sir Geoffrey Carr—. ¿Qué llevas en el caballo? —Sir Geoffrey volvió la cabeza hacia la yegua de Thomas.
—Nada tuyo —repuso Thomas.
—Lo que es mío, es mío, chico, y lo que es tuyo es mío si yo lo quiero. Mío es dar y mío tomar. ¡Beggar! ¿Quieres a la chica?
Beggar sonrió por detrás de aquella barba y sacudió la cabeza hacia arriba y abajo.
—A Beggar gusta bonita.
—Pues cuando acabe yo con ella te la puedes quedar. —Sir Geoffrey dijo esto con una sonrisa y se sacó el látigo y lo chasqueó en el aire. Thomas vio que la correa de cuero tenía al final una punta de hierro. Sir Geoffrey volvió a sonreír a Thomas y levantó otra vez el látigo como amenaza—. Desnúdala, Beggar, que los muchachos disfruten un poco —y seguía sonriendo cuando Thomas le atizó a su caballo en los dientes y el animal retrocedió del modo en que Thomas sabía que haría, con un relincho. El Espantapájaros, que no estaba preparado para ese movimiento, se cayó hacia atrás, sin poder mantener el equilibrio, y sus hombres, que deberían haberlo protegido, estaban tan ocupados quemando escoceses que ninguno sacó arco o espada antes de que Thomas lo tirara del caballo y le pusiera un cuchillo en el cuello.
—Llevo cuatro años matando hombres —dijo Thomas—, y no todos eran franceses.
—¡Thomas! —gritó Eleanor.
—¡Cógela, Beggar! ¡Cógela! —le gritó sir Geoffrey al gigante. Intentó levantarse, pero Thomas era un arquero y los años pasados tensando su enorme arco negro lo habían dotado de una fuerza extraordinaria en los brazos y el pecho, y sir Geoffrey no pudo moverse, así que le escupió—. ¡Cógela, Beggar! —volvió a gritar.
Los hombres del Espantapájaros corrieron hacia donde estaba su señor, pero se detuvieron al ver que el arquero apretaba el cuchillo en su cuello.
—¡Desnúdala, Beggar! ¡Desnuda a la bonita! —aullaba sir Geoffrey, aparentemente ajeno a la hoja en su gaznate.
—¿Quién sabe leer? ¿Quién sabe leer? —gritó el padre Hobbe. La extraña pregunta sorprendió a todo el mundo, incluso a Beggar, que ya le había quitado el gorro a Eleanor, la había agarrado por el cuello con el brazo izquierdo y estaba a punto de rasgarle el vestido—. ¿Quién sabe leer en esta compañía? —volvió a gritar el padre Hobbe mientras mostraba el pergamino que había sacado de uno de los sacos del caballo de Thomas—. Ésta es una carta de mi señor el obispo de Durham, que está con nuestro señor el rey Eduardo, dirigida a John Fossor, prior de Durham. Sólo los ingleses que han luchado con nuestro rey pueden llevar una carta como ésta. La hemos traído de Francia.
—¡Eso no demuestra nada! —gritó sir Geoffrey, escupió otra vez a Thomas, y éste le apretó más el cuchillo.
—¿Y en qué idioma está escrita? —Un nuevo jinete había aparecido entre los hombres del Espantapájaros. No llevaba sobreveste o jubón, pero la insignia de su maltrecho escudo era una concha venera sobre una cruz, lo que indicaba que no era de los de sir Geoffrey—. ¿En qué idioma? —volvió a preguntar.
—En latín —repuso Thomas con el cuchillo aún en el cuello de sir Geoffrey.
—Levanta a sir Geoffrey —ordenó el recién llegado—, y yo leeré la carta.
—Decidle al gigante que suelte a mi mujer —le espetó Thomas.
El jinete pareció sorprenderse de que un simple arquero le diera órdenes, pero no protestó. Lo que hizo fue dirigir su caballo hasta Beggar.
—Déjala —le dijo, y cuando el gigante no obedeció, medio desenfundó la espada—. ¿Quieres que te rebane las orejas, Beggar? ¿Eso es lo que quieres? ¿Las dos? Después seguiré con la nariz y con la verga, ¿eso es lo que quieres, Beggar? ¿Quieres que te esquile como a una oveja en verano? ¿Que te recorte hasta que parezcas un enano?
—Suéltala, Beggar —le ordenó sir Geoffrey con resentimiento.
Beggar obedeció y se apartó, y el jinete se inclinó para coger la carta que le tendía el padre Hobbe.
—Aparta ese cuchillo de sir Geoffrey —le ordenó el recién llegado a Thomas—, pues hoy habrá paz entre ingleses, al menos durante un día.
El jinete era un hombre mayor, de por lo menos cincuenta años, con una gran mata de pelo blanco que parecía que nunca se había acercado a un peine o un cepillo. Era un hombre grande, alto y con una enorme panza, que montaba un caballo recio sin protección, sólo cubierto por una gualdrapa ajada. El lorigón del hombre estaba tristemente oxidado en algunas partes y roto en otras, y por encima llevaba un peto con dos tiras partidas. Le colgaba del muslo derecho una enorme espada. A Thomas le parecía un granjero que hubiera ido a la guerra con el equipo que le habían podido prestar sus vecinos, pero los arqueros de sir Geoffrey que lo habían reconocido se quitaban los sombreros y cascos y lo trataban con respeto. Incluso sir Geoffrey parecía encogerse frente al hombre de pelo cano, que fruncía el entrecejo mientras leía la carta.
—¿Así que Thesaurus? ¿eh? —hablaba para sí—. ¡Menudo brete! ¡Desde luego un thesaurus!—Thesaurus era latín, pero el resto de palabras llegaban en francés normando y era evidente que estaba convencido de que ningún arquero le entendería.
—La mención de un tesoro. —Thomas se dirigió a él en el mismo idioma que le había enseñado su padre— excita a los hombres. Los sobrexcita.
—¡Dios santísimo en el cielo, madre mía, pero si hablas francés! Los milagros nunca terminan. Thesaurus, significa «tesoro», ¿no? Mi latín ya no es lo que era. Me lo metió a golpes un cura y parece que se me ha ido escurriendo desde entonces. Un tesoro, ¿eh? ¡Y tú hablas francés! —El jinete parecía agradablemente sorprendido de que Thomas hablara la lengua de los aristócratas, aunque sir Geoffrey, que no hablaba francés, lo miraba horrorizado porque eso sugería que Thomas era bastante mejor de lo que se había imaginado que era. El jinete devolvió la carta al padre Hobbe y se dirigió a sir Geoffrey—. Os estabais peleando con un inglés, sir Geoffrey, un mensajero, nada más y nada menos, del rey nuestro señor. ¿Cómo explicáis eso?
—No tengo nada que explicar —dijo sir Geoffrey—, mi señor —añadió las dos últimas palabras con cierta reticencia.
—Debería destriparos —replicó con un tono irónico su señoría—, rellenaros y plantaros en medio de un campo para espantar a los pájaros. Podría pasearos por la feria de Skipton, sir Geoffrey, como ejemplo para otros pecadores. —Pareció reconsiderar la idea por unos instantes, después sacudió la cabeza—. Venga, al caballo —añadió—, y luchad contra los escoceses en lugar de molestar a vuestros compatriotas —se volvió en la silla y levantó la voz para que todos los arqueros y los hombres de armas le oyeran bien—. ¡Venga, todos vosotros, volved a la cresta! ¡Y rápido, antes de que vuelvan los escoceses y os apañen el cuerpo! ¿Queréis hacerles compañía a los del fuego? —Señaló a los tres escoceses que ahora no eran sino bultos negros entre las llamas. Después, le hizo una señal a Thomas y cambió de nuevo al francés—. ¿Habéis venido de verdad desde Francia?
—Sí, mi señor.
—En ese caso, hacedme el favor, querido amigo, de contarme cómo están allí las cosas.
Se encaminaron hacia el sur, dejando una cruz de piedra rota, hombres carbonizados y cuerpos ensartados con flechas envueltos en la ya débil niebla, por donde el ejército de Escocia había llegado a Durham.
* * *
Bernard de Taillebourg cogió el crucifijo de su cuello y besó la figura retorcida del Cristo clavado en la pequeña cruz de madera.
—Que el señor esté contigo, hermano —murmuró al anciano que descansaba en el banco de piedra cubierto con un jergón de paja. Una manta delgada cubría al anciano, de pelo blanco y ralo.
—Hace frío —dijo débilmente el hermano Hugh Collimore—, tanto frío… —hablaba en francés, pero para Bernard de Taillebourg el acento del viejo monje era bárbaro, pues era el francés de Normandía y el de los gobernantes normandos de Inglaterra.
—Está llegando el invierno —le dijo De Taillebourg—. Se huele en el viento.
—Estoy muriendo. —El hermano Collimore volvió la mirada hacia su visitante—. Y ya no huelo nada. ¿Quién sois vos?
—Tomad esto —dijo De Taillebourg tendiéndole su crucifijo al monje; después atizó la lumbre, echó un par de troncos más en la llama reavivada y olió una jarra de vino caliente que descansaba en el hogar. No olía muy mal y se sirvió una copa de cuerno—. Al menos tenéis fuego —dijo y se encorvó para mirar por la estrecha ventana, no más grande que una aspillera, que daba al oeste, al río Wear que circundaba la ciudad. El hospital de los monjes estaba en la ladera de la colina de Durham, detrás de la catedral, y De Taillebourg veía desde allí a los hombres de armas escoceses portando lanzas por entre los retazos de niebla en el paisaje. Reparó en que pocos de los hombres vestidos con malla llevaban caballos, lo que sugería que los escoceses tenían intención de pelear a pie.
El hermano Collimore, con la piel pálida y la voz frágil, agarró la pequeña cruz.
—A los moribundos se les permite tener chimenea —dijo como si se sintiera acusado de permitirse lujos—. ¿Quién sois vos?
—Vengo de parte del cardenal Bessières —repuso De Taillebourg—, de París, y os envía sus saludos. Bebed esto, os calentará —le tendió el vino caliente al anciano.
Collimore rechazó el vino. Tenía una mirada cautelosa.
—¿El cardenal Bessières? —preguntó con un tono que implicaba que el nombre era nuevo para él.
—El legado papal en Francia. —A De Taillebourg le sorprendió que el monje no reconociera el nombre, pero pensó que la ignorancia del moribundo podía serle útil—. Y el cardenal es un hombre —prosiguió el dominico— que ama a la Iglesia tanto como ama a Dios.
—Si tanto ama a la Iglesia —le contestó Collimore con una vehemencia inesperada—, podría utilizar su influencia para convencer al Santo Padre de que devuelva el papado a Roma. —La frase lo había agotado y cerró los ojos. Nunca había sido un hombre de gran complexión, pero ahora, bajo la manta plagada de chinches, parecía haberse encogido hasta el tamaño de un niño de diez años y tenía el pelo fino como el de una criatura aún más pequeña—. Que traslade la sede papal a Roma —dijo otra vez, aunque débilmente—, porque todos nuestros problemas han empeorado desde que está en Aviñón.
—Nada desea más el cardenal Bessières: que el Santo Padre regrese a Roma —mintió De Taillebourg—, y puede que vos, hermano, podáis ayudarnos a conseguirlo.
El hermano Collimore no parecía haber oído esas últimas palabras. Había vuelto a abrir los ojos, pero sólo miraba las piedras encaladas del techo. La habitación era baja, fría y blanca. A veces, cuando el sol estival estaba alto, veía el reflejo del agua en las piedras blancas. En el cielo, pensó, estaría siempre entre ríos de cristal al calor del sol.
—Una vez estuve en Roma —añadió nostálgico—. Recuerdo haber bajado por una iglesia en la que cantaba un coro. Qué bonito era.
—El cardenal requiere vuestra ayuda —dijo De Taillebourg.
—Allí había una santa. —Collimore había fruncido el ceño, intentando acordarse—. Sus huesos eran amarillos.
—Y por ese motivo me ha enviado a veros, hermano —añadió con suavidad De Taillebourg. Su criado, de ojos negros y porte elegante, vigilaba desde la puerta.
—El cardenal Bessières… —contestó Collimore en un susurro.
—Os envía sus saludos en Cristo, hermano.
—Lo que Bessières quiere —prosiguió Collimore aún en un susurro—, lo consigue con látigos y escorpiones.
De Taillebourg medio sonrió. De modo que Collimore conocía al cardenal, después de todo, y eso tampoco era de extrañar, pero quizás el miedo a Bessières sería suficiente para obtener la verdad. El monje había vuelto a cerrar los ojos y sus labios murmuraban algo en silencio, como si estuviera rezando. De Taillebourg no interrumpió sus oraciones, se limitó a mirar a través de la pequeña ventana hacia donde los escoceses estaban montando la línea de batalla. Los invasores estaban encarados hacia el sur, de manera que el extremo izquierdo de la línea estaba más cerca de la ciudad y De Taillebourg podía ver a los hombres dándose empujones para colocarse en las posiciones de honor junto a sus señores. Los escoceses habían decidido definitivamente luchar a pie para que los arqueros ingleses no frenaran a los hombres de armas derrumbando a los caballos. Aún no había señal de aquellos ingleses, aunque, por lo que De Taillebourg había oído, no podían haber reunido una fuerza demasiado grande. Su ejército estaba en Francia, rodeando Calais, no aquí, así que, como mucho, habría algún señor local con sus criados. Aun así, estaba claro que había suficientes hombres para convencer a los ingleses de que formaran una línea de batalla, y De Taillebourg no creía que el ejército de David se retrasara mucho más. Lo que significaba que si quería sonsacar al anciano e irse antes de que los escoceses entraran en Durham, tendría que darse prisa. Volvió a mirar al monje.
—El cardenal Bessières sólo desea la gloria de la Iglesia y de Dios. Y también desea información sobre el padre Ralph Vexille.
—Santo Dios —repuso Collimore, y acarició con los dedos la figura de hueso mientras abría los ojos y miraba al cura. La expresión del monje sugería que era la primera vez que reparaba en De Taillebourg y se estremeció, pues reconoció en su visitante a un hombre que creía que el sufrimiento otorgaba mérito. Un hombre, reflexionó Collimore, que sería tan implacable como su señor en París.
—¡Vexille! —exclamó Collimore, como si casi hubiera olvidado el nombre, y entonces suspiró—. Es una larga historia —dijo cansino.
—En ese caso, yo os contaré lo que sé de ella —le contestó De Taillebourg. El demacrado dominico caminaba por la habitación, dando vueltas y más vueltas en el pequeño espacio bajo la parte más alta del arco del techo—. ¿Habéis oído que hubo una batalla en Picardía este verano? Eduardo de Inglaterra se enfrentó a su primo francés y llegó un hombre del sur para luchar por Francia cuyo estandarte representaba una centicora sosteniendo una copa. —Collimore parpadeó pero no dijo nada. Tenía los ojos fijos en De Taillebourg que, a su vez, se detuvo para observar al monje—. Una centicora sosteniendo una copa —repitió.
—Conozco el animal —repuso Collimore con tristeza. Una centicora era una bestia heráldica, que no existía en la naturaleza, con garras de león, cuernos de cabra y escamas de dragón.
—Llegó del sur —dijo De Taillebourg—, y creía que luchando por Francia podría lavar las manchas de la traición y la herejía del emblema de su familia. —El hermano Collimore estaba demasiado enfermo para ver que el criado del sacerdote escuchaba ahora atentamente, casi con fiereza, o para darse cuenta de que el dominico había levantado ligeramente el tono de voz para que su sirviente lo oyera mejor—. Ese hombre llegó del sur, cabalgando con orgullo, creyendo que nada se le reprocharía a su alma, pero ningún hombre puede escapar de Dios. Creía que cabalgaría hacia el aprecio del rey con la victoria, pero lo único que consiguió fue compartir la derrota con Francia. La voluntad de Dios en ocasiones nos humilla, hermano, antes de alzarnos hasta la gloria. —De Taillebourg hablaba con el viejo monje, pero sus palabras estaban dirigidas a su sirviente—. Y tras la batalla, hermano, mientras Francia se lamentaba, encontré a ese hombre y me habló de vos.
El hermano Collimore parecía sorprendido, pero no dijo nada.
—Me habló de vos —dijo el padre De Taillebourg—, a mí. Y yo soy un inquisidor.
El hermano Collimore movió los dedos como intentando hacer la señal de la cruz.
—La Inquisición —dijo débilmente— no tiene autoridad en Inglaterra.
—La Inquisición tiene autoridad en el cielo y en el infierno, ¿acaso creéis que la insignificante Inglaterra puede enfrentarse a nosotros? —La furia en la voz de De Taillebourg resonaba en la celda del hospital—. Para extirpar la herejía, hermano, llegaremos hasta los confines del mundo.
La Inquisición, como la orden de frailes dominicos, estaba dedicada a la erradicación de la herejía, y para ello empleaban fuego y dolor. No podían derramar sangre, porque iba contra la ley de la Iglesia, pero el dolor que no producía hemorragias sí estaba permitido, y la Inquisición sabía perfectamente que el fuego cauteriza, que el potro no perfora la piel y que no se revientan venas aplastando el pecho de un hereje con un peso enorme. En mazmorras que apestaban a fuego, miedo, orina y humo, en una oscuridad rasgada por el brillo de las antorchas y los gritos de los herejes, la Inquisición luchaba contra los enemigos de Dios y, por medio del dolor incruento, conducía sus almas a la bendita unión con Cristo.
—Llegó un hombre del sur —le volvió a decir De Taillebourg a Collimore—, y en lo alto de su escudo tina centicora sostenía una copa.
—Un Vexille —repuso Collimore.
—Un Vexille —repitió De Taillebourg— que conocía vuestro nombre. Ahora bien, hermano, ¿por qué un hereje de las tierras del sur habría de conocer el nombre de un monje inglés de Durham?.
El hermano Collimore suspiró.
—Lo conocen todos —dijo cansino—. Toda la familia lo conocía. Y lo conocen porque me enviaron a Ralph Vexille. El obispo creía que yo podía curarlo de su locura, pero su familia temía que me contara sus secretos. Lo querían muerto, pero lo encerramos en una celda en la que nadie, excepto yo, podía visitarlo.
—¿Y qué secretos os contó? —preguntó De Taillebourg.
—Locuras, nada más que locuras. —El criado, de pie en el umbral, lo observaba.
—Contadme las locuras —le ordenó el dominico.
—Los locos hablan de un millar de cosas —contestó el hermano Collimore—, hablan de espíritus y de fantasmas, de nieve en verano y oscuridad durante el día.
—Pero el padre Ralph os habló a vos del Grial —espetó sin más De Taillebourg.
—Me habló del Grial —le confirmó Collimore.
El dominico suspiró con alivio.
—¿Qué os contó sobre el Grial?
Hugh Collimore se quedó callado un tiempo. Su pecho subía y bajaba tan sutilmente que el movimiento apenas era perceptible, después sacudió la cabeza.
—¡Me dijo que su familia lo había tenido en su poder, y que él lo había robado y escondido! Pero habló de cientos de cosas como ésa. Cientos.
—¿Y dónde lo habría escondido? —inquirió De Taillebourg.
—Estaba loco. Loco. Mi trabajo era cuidar de los locos, ¿lo sabíais? Les teníamos sin comer o les golpeábamos para expulsar los demonios fuera, pero no siempre funcionaba. En invierno, los sumergíamos en el río helado, eso sí que funcionaba. Los demonios odian el frío. Funcionó con Ralph Vexille, o casi funcionó. Le soltamos después de un tiempo. Los demonios lo habían abandonado.
—¿Dónde escondió el Grial? —De Taillebourg había subido el tono de voz.
El hermano Collimore contempló el reflejo del agua en el techo.
—Estaba loco —susurró—, pero era inofensivo. Inofensivo. Y cuando dejó Durham fue enviado a una parroquia al sur. Bien al sur.
—¿A Hookton, en el Dorset?
—A Hookton, en el Dorset, donde tenía un hijo. Veréis, era un gran pecador, siendo sacerdote y todo. Tenía un hijo.
El padre De Taillebourg miró al monje que, por fin, le había dado algo de información. ¿Un hijo?
—¿Qué sabéis del hijo?
—Nada. —El hermano Collimore parecía sorprendido de que le hiciera esa pregunta.
—¿Y qué sabéis del Grial? —insistió De Taillebourg.
—Sé que Ralph Vexille estaba loco —susurró.
De Taillebourg se sentó en el duro lecho.
—¿Hasta qué punto?
La voz de Collimore se volvió más débil.
—Dijo que aunque alguien encontrara el Grial no lo reconocería, no a menos que fuera digno. —Se quedó callado, con una mirada aturdida, casi maravillada, en su rostro—. Había que ser digno, dijo, para poder reconocer la sagrada copa, pero si un hombre digno se postrase ante él, el Grial brillaría como el mismo sol. Deslumbraría.
De Taillebourg se le acercó.
—¿Le creísteis?
—Lo que creo es que Ralph Vexille estaba loco —repuso Collimore.
—Los locos a veces dicen la verdad.
—Yo creo —prosiguió el hermano Collimore como si el inquisidor no hubiera hablado— que Dios puso una carga demasiado pesada sobre las espaldas de Ralph Vexille.
—¿El Grial? —preguntó De Taillebourg.
—¿Podríais vos con ella? Sin duda, yo no.
—¿Y dónde está? —insistió De Taillebourg—. ¿Dónde está?
El hermano Collimore seguía pareciendo todavía sorprendido.
—¿Y cómo lo voy a saber yo?
—No estaba en Hookton —repuso De Taillebourg—. Guy Vexille lo buscó allí.
—¿Guy Vexille? —preguntó el hermano Collimore.
—El que llegó del sur para luchar por Francia y terminó bajo mi custodia, hermano.
—Pobre hombre —repuso el monje.
El padre De Taillebourg sacudió la cabeza.
—No hice más que mostrarle el potro, que sintiera las tenazas y oliera el humo. Después le ofrecí la vida y él me dijo que el Cirial no estaba en Hookton.
La cara del monje se retorció en una sonrisa.
—No me habéis escuchado, padre. Si un hombre es indigno, el Grial no se revelará. Guy Vexille no podía ser digno de él.
—¿Pero lo poseía el padre Ralph? —De Taillebourg buscaba una confirmación—. ¿Creéis que lo poseía?
—Yo no diría tanto.
—Pero ¿lo creéis? —Cuando el hermano Collimore no contestó, asintió para sí—. Creéis que estaba en su poder. —Bajó de la cama, se puso de rodillas y una expresión de éxtasis le iluminó el rostro cuando sus dedos se entrelazaron—. El Grial —y lo decía con un tono de auténtica iluminación.
—Estaba loco —le advirtió el hermano Collimore.
Pero De Taillebourg no le estaba escuchando.
—El Grial —repitió de nuevo—. Le Graal! —Ahora se agarraba y se balanceaba hacia delante y hacia atrás en éxtasis—. Le Graal!
—Los locos dicen cosas —insistió el hermano Collimore—, y no saben lo que dicen.
—O Dios habla a través de ellos —repuso con fiereza De Taillebourg.
—En ese caso, Dios habla a veces con una lengua terrible —contestó el monje.
—Tenéis que contarme —insistió De Taillebourg— todo lo que os dijo el padre Ralph.
—¡Pero eso fue hace mucho tiempo!
—¡Se trata de le Graal!— gritó De Taillebourg y, en su frustración, sacudió al anciano—. ¡Es le Graal! No me digáis que lo habéis olvidado. —Miró por la ventana y vio, en la cresta de más allá, el sotuer rojo sobre fondo amarillo que pertenecía al estandarte del rey escocés y, debajo de él, la enorme masa de malla y lanzas, alabardas y angones. No se veían enemigos ingleses, pero a De Taillebourg no le importaba si todos los ejércitos de la cristiandad habían venido a Durham, porque había tenido una visión, era el Grial, y aunque el mundo temblara bajo los pasos de los soldados, él iría en su busca.
Y un anciano monje habló.
* * *
El jinete de la cota de malla oxidada, el peto roto y el escudo con la concha venera se presentó como lord Outhwaite de Witcar.
—¿Conoces el lugar? —le preguntó a Thomas.
—¿Witcar, mi señor? Nunca he oído hablar de él.
—¡Que no has oído hablar de Witcar! Válgame Dios. Pero si es un lugar encantador, muy agradable. Buena tierra, agua dulce, una caza magnífica. ¡Ah, aquí estás! —Esto último iba dirigido a un niño pequeño montado en un enorme caballo y que llevaba un segundo bruto por las riendas. El muchacho vestía un jubón con la cruz y la venera en amarillo y rojo y, sin soltar al caballo de guerra, se dirigió hacia su señor.
—Perdón, mi señor, pero Haciaquí tira de mí más de lo que yo tiro de él, vaya que sí. —Haciaquí era, evidentemente, el caballo del que tiraba—, ¡y me ha enviado a la otra punta!
—Dáselo a este joven de aquí —dijo lord Outhwaite—. ¿Sabes montar? —añadió para Thomas con seriedad.
—Sí, mi señor.
—Sólo que Haciaquí es un poco difícil, un caballo difícil pero poco común. Trátalo con dureza para que sepa quién es el amo.
Aparecieron una veintena de hombres con el blasón de lord Outhwaite, todos montados y todos con una armadura en mejor estado que la de su señor. Lord Outhwaite los condujo hacia el sur.
—Íbamos de camino a Durham —le dijo a Thomas—, ocupados en nuestros asuntos como hacen los buenos cristianos, ¡cuando aparecieron los malditos escoceses! Ahora ya no iremos a Durham. Yo me casé allí, ¿sabes? En la catedral. Hace treinta y dos años, ¿te lo puedes creer? —Sonreía feliz—. Y mi querida Margaret aún vive, alabado sea Dios. Le encantaría escuchar tu historia. ¿Estuviste realmente en Wadicourt?
—Sí, mi señor.
—¡Qué afortunado! ¡Pero qué afortunado! —repuso lord Outhwaite mientras seguía llamando a sus hombres para indicarles que dieran la vuelta antes de que se dieran de bruces con los escoceses.
Thomas estaba empezando a darse cuenta de que lord Outhwaite, a pesar de la cota de malla lamentable y su aspecto desaliñado, era un gran señor, uno de los pares de las tierras del norte, y su señoría acabó por confirmárselo cuando le explicó que el rey le había prohibido ir a Francia porque él y sus hombres podrían ser necesarios para rechazar una invasión escocesa.
—¡Y vaya si tenía razón! —Lord Outhwaite parecía sorprendido—. ¡Los muy sinvergüenzas han cercado Durham! ¿Te he contado que mi hijo mayor estaba en Picardía? Por eso llevo esto. —Estiró de un rasgón de la vieja cota de malla—. ¡Le di la mejor armadura porque no pensé que la fuera a necesitar aquí! El joven David de Escocia siempre me pareció un muchacho tranquilo, pero ha llenado Inglaterra de sus paisanos. ¿Es cierto que la matanza en Wadicourt fue enorme?
—Era un campo de muertos, mi señor.
—Suyos, no nuestros, gracias a Dios y a Sus santos. —Su señoría dirigió la mirada hacia unos cuantos arqueros que se dirigían desperdigados hacia el sur—. ¡No os entretengáis! —gritó en inglés—. Los escoceses vendrán a buscaros dentro de nada. —Se volvió hacia Thomas y sonrió—. ¿Qué habrías hecho si no llego a aparecer? —le preguntó aún en inglés—. ¿Rebanarle el cuello al Espantapájaros?
—De haber sido necesario.
—Y sus hombres te habrían cortado a ti el tuyo —observó lord Outhwaite con alegría—. Menudo borracho venenoso está hecho. Sólo Dios sabe por qué su madre no lo ahogó al nacer, aunque desde luego era una bruja con un cagarro por corazón como la copa de un pino. —Como muchos de los señores que habían sido criados en francés, lord Outhwaite había aprendido inglés con los criados de sus padres y lo hablaba de forma bastante soez—. Ya te digo que lo menos que se merece es que le rajen el cuello, pero el Espantapájaros es un mal enemigo. Ningún hombre vivo se guarda las afrentas mejor que él, pero tiene tantas que a lo mejor ya no le queda sitio para una más. Aunque a quien más odia de todos es a sir William Douglas.
—¿Por qué?
—Porque Willie lo hizo prisionero. A ver, no te creas, quien más y quien menos ha sido prisionero de Willie Douglas, y uno o dos de nosotros lo hicimos prisionero a él a nuestra vez, pero el rescate exigido casi acaba con sir Geoffrey. Le deben de quedar una veintena de criados y me extrañaría mucho que guardara más de tres monedas en un bote. El Espantapájaros es pobre, muy pobre, pero es orgulloso y eso lo convierte en un mal enemigo. —Lord Outhwaite se detuvo para levantar una mano jovial a un grupo de arqueros con su insignia—. Unos chicos estupendos, estupendos. Bueno, cuéntame cosas de la batalla de Wadicourt. ¿Es verdad que los franceses embistieron a sus propios arqueros?
—Pues sí, mi señor. Eran ballesteros genoveses.
—Me tienes que contar todo lo que pasó.
Lord Outhwaite había recibido una carta de su hijo mayor que le hablaba de la batalla en Picardía, pero estaba desesperado por oír el relato de la refriega en boca de alguien que hubiera estado en la verde ladera entre las poblaciones de Wadicourt y Crécy, y Thomas le contó cómo el enemigo había atacado por la tarde y cómo las flechas volaron por la colina para convertir al enorme ejército del rey de Francia en un montón de hombres y caballos desperdigados que no paraban de gritar; le contó también el modo en que algunos enemigos consiguieron pasar la barrera de hoyos y las flechas hasta llegar a los hombres de armas ingleses, y cómo hacia el final de la batalla ya no quedaban flechas, sólo arqueros con los dedos ensangrentados y una enorme colina llena de bestias y hombres moribundos. Parecía que el mismo cielo se hubiera teñido de sangre.
Mientras narraba su historia, Thomas descendió por la cresta y perdió de vista Durham. Eleanor y el padre Hobbe caminaban detrás, llevaban la yegua y de vez en cuando añadían sus propios comentarios, mientras una veintena de los vasallos de lord Outhwaite cabalgaban a su lado para escuchar el relato. Thomas le contó detalladamente la batalla, y estaba claro que a lord Outhwaite le caía bien; Thomas de Hookton siempre había poseído un encanto que despertaba el interés de quienes le conocían por primera vez, un encanto que a menudo le había deparado la recomendación y protección de los poderosos, aunque a veces despertara la envidia de hombres como sir Geoffrey Carr. Sir Geoffrey cabalgaba más adelantado y, cuando Thomas llegó a la vega donde se reunía el ejército inglés, el caballero lo estaba señalando como si lanzara una maldición, a lo que Thomas respondió persignándose. Sir Geoffrey escupió.
Lord Outhwaite frunció el entrecejo al ver al Espantapájaros.
—No he olvidado la carta que me ha mostrado tu sacerdote —ahora le hablaba en francés—, pero confío en que no nos abandonarás para entregarla en Durham en persona. No mientras tengamos al enemigo delante, ¿verdad?
—¿Puedo unirme a los arqueros de su señoría? —preguntó Thomas.
Eleanor emitió un silbido de desaprobación, pero ambos hombres la ignoraron. Lord Outhwaite asintió con la cabeza al ofrecimiento de Thomas y le indicó que desmontara.
—Aunque hay una cosa que me intriga, ¿cómo es posible que nuestro rey haya encomendado una tarea de tal envergadura a alguien tan joven…?
—¿Y de tan baja cuna? —repuso Thomas con una sonrisa, consciente de que ésa era la pregunta que lord Outhwaite había tenido demasiado reparo en formular.
Su señoría estalló en carcajadas al ser descubierto.
—Hablas francés, muchacho, pero cargas con un arco. ¿Qué eres? ¿De alta o baja cuna?
—Bastante alta, mi señor, pero alejada del tálamo.
—¡Ah!
—Y la respuesta a vuestra pregunta, mi señor, es que nuestro rey me envió con uno de sus capellanes y uno de sus caballeros, pero ambos se pusieron enfermos en Londres y allí se han quedado. Yo vine con mis compañeros.
—¿Porque estabas realmente ansioso por hablar con ese viejo monje?
—Si aún vive, sí… Si aún vive. El puede hablarme de la familia de mi padre. Mi familia.
—¿Y te puede hablar también de ese tesoro, el thesaurus? ¿Sabes algo de él?
—Algo sé, mi señor —repuso Thomas con cautela.
—Y por eso te ha enviado el rey, ¿eh? —dejó caer la pregunta, pero no esperaba respuesta porque, al mismo tiempo, cogió las riendas y añadió—: Pelea con mis arqueros, muchacho, pero anda con ojo y mantente con vida, ¿eh? Quiero saber más de tu thesaurus. ¿Es el tesoro tan grande como dice la carta?
Thomas desmontó y observó la cresta, donde no había nada que ver aparte de los árboles de hojas brillantes y un hilillo de humo que despedían las granjas quemadas.
—Si existe, mi señor —hablaba en francés—, es el tipo de tesoro guardado por ángeles y buscado por demonios.
—¿Y tú lo buscas? —le preguntó lord Outhwaite con una sonrisa.
Thomas le devolvió la sonrisa.
—Yo sólo busco al prior de Durham, mi señor, para entregarle la carta del obispo.
—Buscas a John Fossor, ¿eh? —Lord Outhwaite asintió hacia un grupo de monjes—. El prior es aquél de allí. El que va montado —e indicó a un monje alto y de pelo cano que se erguía a horcajadas sobre una yegua gris y estaba rodeado de otros veinte monjes, todos a pie. Uno de ellos llevaba un extraño estandarte del que sólo colgaba un pedazo de tela blanco de un asta pintada—. Habla con él —le dijo lord Outhwaite—, después busca mi bandera. ¡Que Dios te acompañe! —Las últimas cuatro palabras eran en inglés.
—Y a su señoría —respondieron Thomas y el padre Hobbe al unísono.
Thomas se encaminó hacia donde estaba el prior, abriéndose paso entre arqueros que se apiñaban alrededor de tres carros para recoger los haces de flechas. El pequeño ejército inglés había marchado hacia Durham por dos carreteras separadas y ahora los hombres se reunían en los campos para defenderse en bloque en caso de que los escoceses decidieran atacar. Los hombres de armas se estaban enfundando las cotas de malla y los más ricos se abrochaban los petos y las piezas de armadura que poseían. Los jefes del ejército debían de haberse reunido rápidamente, pues los primeros estandartes empezaban a dirigirse hacia el norte, lo que indicaba que los ingleses preferían enfrentarse a los escoceses en lo alto de la cresta en lugar de en la vega en la que se encontraban, o intentar alcanzar Durham por un camino más largo. Thomas se había acostumbrado a los estandartes ingleses de Bretaña, Normandía y Picardía, pero estas insignias le resultaban extrañas: una medialuna plateada, una vaca marrón, un león azul, el hacha negra del Espantapájaros, la cabeza de un oso rojo, la concha sobre una cruz de lord Outhwaite y, la más chillona de todas, una enorme bandera roja con un par de llaves cruzadas bordadas en hilo plata y oro. La bandera del prior parecía andrajosa y barata en comparación con el resto, pues no era más que un cuadrado de tejido deshilachado. Debajo, el prior parecía estar al borde del paroxismo.
—Id y haced la obra de Dios —les gritaba a unos arqueros allí cerca—, ¡pues los escoceses son unos animales! ¡Animales! ¡Rebanadlos! ¡Matadlos a todos! ¡Dios recompensará todas y cada una de las muertes! ¡Masacradlos! —Vio a Thomas acercarse—. ¿Quieres vina bendición, hijo? ¡Que Dios dé fuerza a tu arco y dientes a tus flechas! Que no se canse tu brazo ni te falle el ojo. ¡Que Dios y los santos te bendigan mientras los apiolas!
Thomas se persignó y le tendió la carta.
—He venido para entregaros esto, señor —dijo.
El prior parecía sorprendido de que un arquero se dirigiera a él con tanta familiaridad, y no digamos de que tuviera una carta para él; al principio no cogió el pergamino, pero uno de sus monjes se lo arrancó a Thomas de las manos y, al ver el sello roto, levantó las cejas.
—Mi señor, el obispo os escribe —le informó.
—¡Unos animales, eso es lo que son! —seguía el prior con su invectiva, pero entonces reparó en lo que le acababa de anunciar el monje—. ¿Mi señor el obispo me escribe?
—Para vos, hermano —contestó el monje.
El prior agarró el asta pintada y se la acercó a Thomas a la cara.
—Puedes besarlo —le ofreció el trapo con generosidad.
—¿Besarlo? —Thomas parecía reacio. El lienzo andrajoso, que ahora tenía al lado de la nariz, olía a moho.
—Es el corporal de san Cutberto —le explicó el prior excitado—, ¡sacado de su tumba, hijo! ¡El bendito san Cutberto peleará por nosotros! ¡Los mismos ángeles del cielo lo seguirán en la batalla!
Thomas, con la reliquia enfrente de los morros, se arrodilló y se llevó el tejido a los labios. Era de lino, pensó, pues ahora veía que estaba bordado en los extremos con un intrincado motivo de hilo azul descolorido. En el centro de la tela, que se usaba en la misa para sostener los sacramentos, había una elaborada cruz de hilos de plata que apenas se apreciaba.
—¿Es realmente el corporal de san Cutberto? —preguntó con recelo.
—¡El suyo mismo! —exclamó el prior—. ¡Hemos abierto esta mañana la tumba en la catedral y hemos rezado para que luche con nosotros! —El prior levantó la bandera y la agitó hacia unos hombres de armas que azuzaban a sus caballos hacia el norte—. ¡Obrad la tarea del Señor! ¡Matadlos a todos! ¡Abonad la tierra con su perniciosa carne! ¡Regadla con su sangre traidora!
—El obispo desea que este joven hable con el hermano Hugh Collimore —le iba diciendo el monje al prior—. Y el rey también lo desea. Su señoría dice que hay que encontrar un tesoro.
—¿El rey lo desea? —el prior miraba asombrado a Thomas—. ¿El rey lo desea? —volvió a preguntar y entonces recobró el juicio y reparó en que había muchas ventajas en el patronazgo real, así que cogió la carta y la leyó él mismo, sólo para encontrar aún más ventajas de las que había previsto—. ¿Venís en busca de un enorme thesaurus? —le preguntó a Thomas, incrédulo.
—Eso cree el obispo, señor —respondió Thomas.
—¿Qué tesoro? —espetó el prior, y todos los monjes se quedaron con la boca abierta al asimilar la idea del tesoro, cosa que les hizo olvidar momentáneamente la proximidad del ejército escocés.
—El tesoro, señor. —Thomas evitó responder abiertamente— es conocido por el hermano Collimore.
—¿Y por qué te han enviado a ti? —preguntó el prior, y era una pregunta razonable porque Thomas era joven y no parecía ostentar rango alguno.
—Porque también poseo cierta información —repuso Thomas preguntándose si no habría dicho demasiado.
El prior dobló la carta y, al hacerlo, rompió el sello sin darse cuenta y se la metió en una bolsa que llevaba colgando de su cinto de cuerda.
—Hablaremos después de la batalla —le dijo—. Entonces, y sólo entonces, decidiré si puedes ver al hermano Collimore. Está enfermo, ¿lo sabes? Sufre, pobre alma. Puede que esté muriendo. A lo mejor no es conveniente que lo molestes. Ya veremos, ya veremos. —Estaba claro que quería hablar con el viejo monje él primero y ser el único poseedor de la información que Collimore pudiera tener—. Que Dios te bendiga, hijo mío. —El prior despidió a Thomas, agarró su sagrado estandarte y se dirigió hacia el norte a toda prisa. La mayoría del ejército inglés estaba ya subiendo la colina, y sólo quedaban rezagados los carros y una multitud de mujeres, niños y hombres tan enfermos que no podían caminar. Los monjes, en procesión tras su sudario, empezaron a cantar mientras seguían a los soldados.
Thomas se dirigió a un carro y cogió un haz de flechas, que se colgó del cinturón. Podía ver a los hombres de lord Outhwaite subiendo cresta arriba seguidos de un gran número de arqueros.
—Lo mejor será que los dos os quedéis aquí —le dijo al padre Hobbe.
—¡No! —repuso Eleanor—. Y tú no deberías pelear.
—¿Que no pelee? —preguntó Thomas.
—¡No es tu batalla! —insistió Eleanor—. ¡Tenemos que ir a la ciudad! Tenemos que encontrar al monje.
Thomas se detuvo. Estaba pensando en el sacerdote que, entre la niebla y el humo, había matado al escocés y le había hablado en francés. Soy un mensajero, le había dicho el cura. «Je suis un avant-coureur», habían sido sus palabras exactas y un avant-coureur era algo más que un simple mensajero. ¿Un heraldo, quizá? ¿Incluso un ángel? Thomas no podía olvidar la imagen de la lucha silenciosa, los hombres tan desigualados, un soldado contra un sacerdote y aun así, el cura había ganado y había vuelto su rostro consumido y ensangrentado y le había anunciado: «Je suis un avant-coureur». Era una señal, pensó Thomas, y no quería creer en señales ni visiones, quería creer en su arco. Pensó que quizás Eleanor tenía razón y que aquella pelea con victoria inesperada había sido una señal del cielo que le indicaba seguir al avant-coureur a la ciudad, pero también había enemigos encima de la colina y él era un arquero. Y los arqueros no rehuían la batalla.
—Iremos a la ciudad —le dijo— después de la batalla.
—¿Por qué? —le exigió ella enfadada.
Pero Thomas no dio explicación alguna. Se limitó a echarse a andar, subiendo la colina por la que alondras y pinzones saltaban entre setos y huertos. La niebla se había desvanecido, y un viento seco soplaba por el Wear.
Y entonces, desde la zona donde estaban los escoceses, empezaron a sonar los tambores.
* * *
Sir William Douglas, caballero de Liddesdale, se estaba preparando para la batalla. Se puso unos calzones de cuero lo suficientemente gruesos para detener el tajo de una espada y, por encima de la camisa de tela, se colgó un crucifijo que había sido bendecido en Santiago de Compostela, donde estaba enterrado el santo. Sir William Douglas no era un hombre especialmente religioso, pero le había pagado a un cura para que velara por su alma y el sacerdote le había asegurado que con el crucifijo de Santiago, el hijo del trueno, se cercioraría de recibir la extremaunción en su lecho. Alrededor de la cintura se ató una cinta de seda roja que había arrancado a uno de los estandartes capturados a los ingleses en Bannockburn. La seda había sido sumergida en la fuente de agua bendita de la capilla del castillo que tenía en Hermitage, y sir William se había convencido de que el retal de seda le aseguraría la victoria sobre el tan antiguo y odiado enemigo.
Llevaba un lorigón que le había arrebatado a un inglés muerto en una de las muchas escaramuzas que sir William acometía al sur de la frontera. Recordaba bien aquella matanza. Había apreciado la calidad del lorigón del inglés ya al principio de la batalla, y les había gritado a sus hombres que dejaran al hombre solo, después lo tumbó asestándole un golpe en los tobillos, y el inglés, de rodillas, lanzó un maullido que hizo reír a todos sus hombres. El hombre se había rendido, pero sir William no dejó de rebanarle el cuello porque era de la opinión que ningún hombre que maullara podía ser un guerrero auténtico. A los sirvientes que tenía en Hermitage les llevó más de dos semanas limpiar la sangre de la fina urdimbre de malla. La mayoría de los jefes escoceses llevaban plaquines completos, que los cubrían desde el cuello hasta las pantorrillas, pero su cota era mucho más corta y dejaba las piernas desprotegidas. En cualquier caso, sir William tenía intención de combatir a pie, sabía que el peso de las túnicas largas cansaba mucho y que los hombres cansados son fáciles de matar. Sobre el lorigón, se puso la sobreveste completa con su insignia, el corazón rojo. Se cubría la cabeza con una celada sin visera que le dejaba la cara desprotegida, pero en la batalla a sir William le gustaba ver qué hacían sus enemigos a derecha e izquierda. El casco completo o uno de esos yelmos en forma de hocico de cerdo tan de moda no permitían ver más que por las hendiduras que tenían enfrente de los ojos, motivo por el que los hombres que usaban cascos con visor siempre movían la cabeza continuamente a derecha e izquierda, que usaban como gallinas entre zorros, continuamente hasta que se desollaban el cuello y, encima, en raras ocasiones veían el golpe que les aplastaba el cráneo. Sir William, durante la batalla, siempre buscaba a los hombres que movían la cabeza como gallinas, a un lado y al otro, porque sabía que eran hombres en desventaja que se podían permitir un casco mejor y pagar un mejor rescate. Llevaba su enorme escudo. En realidad, era un escudo demasiado pesado para un hombre que iba a pie, pero esperaba que los ingleses lanzaran su habitual tormenta de flechas y el escudo era lo suficientemente recio como para resistir el impacto de una flecha con casquillo de hierro disparada desde tantas yardas de distancia. Podía descansar el pie del escudo en el suelo y agacharse detrás de él, esperar a que a los ingleses se les acabaran las flechas, y tirarlo luego para luchar cuerpo a cuerpo. Llevaba una lanza por si cargaba la caballería inglesa, y una espada, que era su arma favorita, para deshacerse de los hombres a pie. En el mango, un pequeño compartimiento guardaba un mechón de pelo del cadáver de san Andrés, o al menos eso le había dicho el monje al que sir William se lo había comprado.
Robbie Douglas, el sobrino de sir William, también vestía malla y celada, y llevaba espada y escudo. Había sido Robbie el que le había dado la noticia de que Jamie Douglas, su hermano mayor y sobrino de sir William, había muerto, probablemente asesinado por el criado del dominico. ¿O habría sido el mismo padre De Taillebourg? Sin duda, él habría dado la orden. Robbie Douglas, de veinte años, había llorado por su hermano.
—¿Cómo ha podido matarlo un cura? —le preguntó el muchacho a su tío.
—Tienes una idea equivocada de los curas, Robbie —le había explicado sir William—. La mayoría de sacerdotes son hombres débiles con autoridad divina, lo que les convierte en peligrosos. Doy gracias a Dios de que ningún Douglas haya vestido nunca un hábito. Somos demasiado honestos.
—Cuando termine este día, tío —le dijo entonces Robbie Douglas—, me permitirás ir en busca de ese cura.
Sir William sonrió. No sería el hombre más religioso del mundo, pero se mantenía fiel a un credo y ése era que todos los miembros de la familia asesinados debían ser vengados, y Robbie, estaba convencido, vengaría a su hermano en cuanto pudiera. Era un muchachote bueno, duro y atractivo, alto y noble, y sir William se sentía muy orgulloso del hijo menor de su hermana.
—Hablaremos cuando termine el día —le prometió sir William—, pero hasta entonces, Robbie, no te separes de mí.
—Así lo haré, tío.
—Con la voluntad de Dios, hoy mataremos algunos ingleses —añadió sir William, y se llevó a su sobrino a conocer al rey y a que recibiera la bendición de los capellanes reales.
Sir William, como la mayoría de los caballeros y jefes escoceses, llevaba cota de malla, pero el rey vestía armadura de placas francesa, una cosa tan extraña al norte de la frontera que los hombres de las tribus salvajes no dejaban de mirar a la criatura de metal que reflejaba los rayos del sol cuando se movía. El joven rey parecía igual de impresionado, pues se había quitado la sobreveste y dirigía a su caballo arriba y abajo, admirándose a sí mismo y siendo admirado, mientras sus vasallos iban llegando para recibir una bendición y ofrecer consejo. El conde de Moray, que sir William consideraba un insensato, quería luchar a caballo y el rey estaba tentado de acceder. Su padre, el gran Robert Bruce, había derrotado a los ingleses en Bannockburn montado, y no sólo los había vencido: los había humillado. La flor de Escocia había hecho morder el polvo a la nobleza de Inglaterra, y David, rey ahora del país de su padre, quería hacer lo mismo. Deseaba sangre bajo sus cascos y gloria unida a su nombre; quería que su reputación se extendiera por toda la cristiandad, así que se volvió y observó durante largo rato su lanza amarilla y roja apoyada en la rama de un olmo.
Sir William Douglas vio qué miraba el rey.
—Arqueros —le dijo lacónicamente.
—También había arqueros en Bannockburn —insistió el conde de Moray.
—Sí, y los muy idiotas no supieron cómo usarlos —repuso sir William—, pero no podemos confiar en que sean idiotas siempre.
—¿Y cuántos arqueros pueden tener? —preguntó el conde—. Dicen que hay miles en Francia, y tantos cientos en Bretaña como en Gascuña, así que, ¿cuántos pueden tener aquí?
—Tienen suficientes —gruñó sin más sir William, sin preocuparse por ocultar el desdén que sentía hacia John Randolph, tercer conde de Moray. El conde tenía tanta experiencia en la guerra como sir William, pero había pasado demasiado tiempo prisionero de los ingleses y, consecuentemente, su odio lo volvía impetuoso.
El rey, joven e inexperto, quería alinearse con su amigo el conde, pero vio que el resto de señores estaba de acuerdo con sir William, quien, aunque no tenía título ni posición de Estado, estaba más curtido por las batallas que ningún otro hombre en Escocia. El conde de Moray intuyó que perdía terreno e intentó meter prisa.
—Cargad ahora, señor —sugirió—, antes de que formen la línea de batalla. —Señaló al sur hacia donde empezaban a congregarse las tropas británicas en los pastos—. Rebanemos a esos cabrones antes de que estén listos.
—Eso —indicó discretamente el conde de Menteith— fue el consejo que le dieron a Felipe de Valois en Picardía. No sirvió allí, y no servirá tampoco aquí.
—Además de eso —añadió sir William Douglas cáustico—, nos las hemos de ver con muros de piedra —y señaló los muros que rodeaban los pastos donde empezaban a formar los ingleses—. A lo mejor Moray puede decirnos cómo atravesarán los muros nuestros caballeros completamente armados.
El conde de Moray torció el gesto.
—¿Me tomáis por imbécil, Douglas?
—Os tomo por lo que parecéis, John Randolph —contestó sir William.
—¡Caballeros! —espetó el rey.
Él no había reparado en los muros de piedra cuando formó su línea junto a las granjas quemadas y la cruz caída. Sólo había visto los pastos verdes, la ancha carretera y su sueño de gloria aún más ancho. Ahora contemplaba al enemigo extenderse por entre los lejanos árboles. Llegaban arqueros a montones y había oído hablar de la capacidad de esos arqueros para llenar el cielo de flechas, de cómo los casquillos se hundían en los caballos, que reaccionaban como locos por el dolor. Y no estaba dispuesto a arriesgarse a perder la batalla. Le había prometido a sus nobles que celebrarían la Navidad en el salón del trono de Londres y si perdía, con la derrota se iría su respeto, y eso podría dar pie a una rebelión. Tenía que ganar y, hombre impaciente, quería ganar rápido.
—Si cargamos lo suficientemente rápido —sugirió tanteando el terreno—, antes de que los ingleses alcancen nuestras líneas…
—Vuestro caballo se romperá las patas en los muros de piedra —dijo sir William con escaso respeto por su real señor—. Eso en el caso de que la montura de su majestad llegue tan lejos. No se puede proteger a un caballo de las flechas, majestad, pero se puede aguantar el temporal a pie. Poned las picas al frente, pero mezcladlas con hombres de armas que puedan proteger a los lanceros con sus escudos. Los escudos arriba, las cabezas abajo y a aguantar. Así ganaremos la batalla.
El rey se colocó en el sitio la espaldera que le cubría el hombro derecho y que tenía la molesta manía de subírsele por encima del peto. La defensa tradicional del ejército escocés estaba en manos de los piqueros, que utilizaban sus monstruosamente grandes armas para mantener a raya a los caballeros enemigos, pero los piqueros necesitaban ambas manos para llevar el arma, y eran por ello objetivos fáciles para los arqueros, que tenían por costumbre alardear de que llevaban las vidas de los piqueros escoceses en sus carcajs. Así que la solución era proteger a los piqueros con los escudos de los hombres de armas hasta que el enemigo agotara las flechas. Tenía sentido, pero a David Bruce seguía molestándole no poder cargar con sus jinetes en un asalto que hiciera temblar la tierra mientras las trompetas aullaban al cielo.
Sir William vio la duda en su rey y siguió con su argumentación.
—Tenemos que aguantar, señor, y tenemos que esperar. Los escudos se comerán las flechas, y al final, señor, se cansarán de desperdiciarlas y nos atacarán. Ahí será cuando los trocearemos como perros.
La sugerencia fue recibida con gruñidos de asentimiento. Los señores escoceses, todos hombres duros, completamente armados, barbudos y sombríos, estaban convencidos de que ganarían la batalla porque superaban con creces el número de enemigos, pero también sabían que la victoria no sería fácil, no cuando los arqueros estaban de por medio, así que harían lo que decía sir William: aguantarían el temporal de flechas, empujarían al enemigo, y les darían degollina.
El rey escuchó cómo sus señores coincidían con sir William y, aunque a regañadientes, abandonó su sueño de romper las filas enemigas con la caballería. Era una decepción, pero miró a sus vasallos y pensó que, con hombres como ésos a su lado, no podía perder.
—Pelearemos a pie —decretó—, y los rebanaremos como a perros. ¡Los masacraremos hasta que giman como cachorros! —Y después, pensó, cuando los supervivientes huyeran al sur, la caballería terminaría el trabajo.
Pero por el momento sería infantería contra infantería, así que los estandartes de Escocia se adelantaron y quedaron plantados a lo largo de la cresta. Las granjas que antes habían ardido no eran ahora sino ascuas con tres cuerpos carbonizados y pequeños como los de un niño, y el rey plantó sus banderas junto a los cadáveres. Su propio estandarte, un sotuer rojo sobre fondo amarillo, y el del santo de Escocia, sotuer blanco sobre fondo azul, estaban en el centro de la fila y, a izquierda y derecha, ondeaban los de los señores menores. El león de Stewart blandía la espada, el halcón de Randolph extendía las alas mientras que, a este y oeste, flameaban estrellas, hachas y cruces. El ejército estaba dispuesto en tres divisiones, llamadas testudos, porque disponían de adargas para protegerse, y los testudos eran tan numerosos que los hombres de los extremos se apiñaban hacia el centro para mantenerse en el terreno firme de la cima de la cresta.
Las últimas filas estaban compuestas por hombres de las tribus procedentes de las islas y del norte, hombres que peleaban con las piernas desnudas y sin armaduras de metal, que blandían espadas tan enormes que podían partir en dos a un hombre. Eran guerreros temibles, pero no llevar armadura los volvía también horriblemente vulnerables a las flechas, de modo que les ordenaron colocarse al final, y las primeras filas las ocuparon los hombres de armas y los piqueros. Los soldados iban armados con espadas, hachas, mazas o martillos de guerra, pero sobre todo, con los escudos que protegerían a los piqueros, cuyas armas estaban rematadas en punta, en forma de gancho o de hacha. Las puntas contenían al enemigo, el gancho los desmontaba o desequilibraba y el hacha les perforaba la armadura. En la fila destellaban las picas y formaban un seto de acero que recibiría a los ingleses, y los sacerdotes recorrían ese seto consagrando las armas y a los hombres que las sostenían. Los soldados se arrodillaban para recibir las bendiciones. Algunos de los señores, como el propio rey, iban a caballo, pero sólo para observar por encima de las cabezas de su ejército. Todos miraban hacia el sur, donde aparecían por fin las últimas tropas inglesas en formación. ¡Qué pocos! ¡Qué ejército tan pequeño que vencer! A la izquierda de los escoceses estaba Durham, con sus torres y almenas cargadas de gente que se había congregado para observar la batalla, y enfrente, el ridículo ejército de ingleses sin suficiente juicio para retirarse hasta York. Lucharían en la cresta y los escoceses tenían la ventaja de la posición y el número.
—¡Si los odiáis —le gritó sir William Douglas a sus hombres, en el extremo derecho de la línea—, que os oigan!
Los escoceses vocearon su odio. Hicieron sonar espadas y lanzas contra los escudos, aullaron al cielo y, en el centro de la fila, donde el testudo del rey esperaba bajo los estandartes del aspa de san Andrés, una tropa de tambores empezó a golpear los enormes instrumentos de piel de cabra. Cada tambor estaba formado por un enorme anillo de roble sobre el que dos pieles de cabra habían sido tensadas con cuerdas hasta que una bellota, lanzada sobre la piel, rebotara tan alto como la mano que la había lanzado; producían un sonido agudo, casi metálico, que llenaba el ambiente cuando se golpeaban con varas de sauce. Fue un asalto de sonido puro.
—¡Si odiáis a los ingleses, que lo sepan! —gritó el conde de March desde el lado izquierdo de la fila, el más cercano a la ciudad—. ¡Si odiáis a los ingleses, que lo sepan! —y el alarido se hizo mayor, el entrechocar de lanzas contra escudos mucho más fuerte, y el ruido que armaba el odio de Escocia se extendió por la cresta hasta que los nueve mil hombres gritaron a los otros tres mil, hombres éstos suficientemente insensatos para enfrentárseles.
—Los vamos a segar como si fueran cebada —prometió un sacerdote—, empaparemos los campos con su sangre apestosa y llenaremos el infierno de almas inglesas.
—¡Sus mujeres son vuestras! —les gritó sir William a sus hombres—. ¡Esta noche podréis disponer de sus esposas e hijas como si fueran vuestros juguetes! —Sonrió a su sobrino Robbie—. Tú también tendrás tu ración de mozas de Durham, Robbie.
—Y de Londres —le contestó Robbie—. Antes de Navidad.
—También ésas —le prometió sir William.
—¡En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo! —gritó el capellán real—. ¡Enviadlos al infierno! ¡A todos y cada uno de los que forman esa escoria! ¡Cada inglés que matéis hoy os librará de mil semanas en el purgatorio!
—¡Si odiáis a los ingleses —gritó lord Robert Stewart, senescal de Escocia y heredero al trono—, que lo oigan! —Y el ruido que armaba aquel odio era como un trueno que llenara el valle del Wear, y el trueno reverberó en el risco en el que se alzaba Durham y se hizo mayor para anunciar a todo el norte del país que los escoceses habían cruzado la frontera.
Y David, rey de los escoceses, se alegró de estar en el lugar en el que había caído la cruz del dragón, donde humeaban las granjas y los ingleses esperaban para ser masacrados. Pues ese día llevaría gloria a san Andrés, a la gran casa de los Bruce y a Escocia.