Verdad o acción

CONCORD, MASSACHUSETTS, SEPTIEMBRE DE 1897

Están sentados en el roble al sol de la tarde, los cinco: Caroline en la rama más alta, porque ella es la que siempre trepa más arriba; su mejor amiga, Millie, encaramada justo debajo; y los hermanos Mackenzie, que se dedican a lanzar bellotas a las ardillas, están algo más abajo, pero no lo bastante como para que no pueda afirmarse que siguen estando muy alto. Él siempre está en las ramas más bajas, y no porque tenga miedo a las alturas, sino debido a la posición que ocupa en el grupo… eso si es que le dejan formar parte de él. En ese sentido, ser el hermano pequeño de Caroline es a la vez una bendición y una maldición, pues aunque a Bailey le permiten acompañarlos de vez en cuando, siempre debe ocupar su sitio.

—¡Verdad o acción! —exclama Caroline, desde las ramas más altas. No recibe respuesta, así que deja caer una bellota justo sobre la cabeza de su hermano—. ¡Verdad-o-acción-Bailey! —repite.

El niño se frota la cabeza por encima del sombrero. Tal vez sea la bellota lo que le hace tomar esa decisión. «Verdad» es una respuesta resignada, una forma de sucumbir a un juego que su hermana, mediante el lanzamiento de bellotas, convierte en algo agresivo e insultante. «Acción» es una opción ligeramente más provocadora. Puede que esté siguiéndole la corriente a su hermana, pero al menos no es un cobarde.

Parece que ha dicho lo correcto e incluso se siente bastante orgulloso de sí mismo cuando Caroline tarda unos instantes en responder. Está sentada en su rama, más de cuatro metros por encima de él, balanceando una pierna y mirando a lo lejos, hacia el campo, mientras piensa en la acción. Los hermanos Mackenzie siguen torturando a las ardillas. Y entonces, Caroline sonríe y se aclara la garganta para pronunciar su sentencia.

—La acción de Bailey —pronuncia, convirtiéndolo así en algo única y exclusivamente de él, algo a lo que su hermano está obligado. El chico empieza a ponerse nervioso, aunque Caroline ni siquiera ha aclarado aún en qué consiste realmente la acción. Antes de proseguir, la muchacha hace una pausa para aumentar el efecto dramático—. La acción de Bailey será colarse en el circo de la noche.

Millie contiene una exclamación. Los hermanos Mackenzie dejan de lanzar bellotas, se olvidan de golpe de las ardillas y levantan la vista hacia su amiga. Una enorme sonrisa aparece en la expresión de Caroline cuando mira a su hermano.

—Y tiene que traer alguna prueba —añade, incapaz de disimular el tono triunfal de su voz.

Es una acción imposible, y todos los saben.

Bailey mira a los lejos, hacia el lugar en el que las carpas del circo se alzan como montañas en mitad de un valle. Durante el día, el circo permanece muy tranquilo: no hay luces, ni música, ni aglomeraciones de gente, sólo un puñado de carpas a rayas que, por efecto del sol de la tarde, parecen amarillas y grises en lugar de blancas y negras. Tiene un aspecto extraño, sí, y tal vez un poco misterioso, pero no especialmente extraordinario. Por lo menos, no en pleno día. «Y tampoco es que dé mucho miedo», piensa Bailey.

—Lo haré —responde. Salta desde su rama baja y comienza a andar por el campo sin pararse a escuchar las respuestas de los demás. No quiere que Caroline se eche atrás, pues está convencido de que ella esperaba que él se negara. Una bellota pasa silbando justo por encima de la oreja de Bailey, pero eso es todo.

Y así, por motivos que no sabría expresar muy bien con palabras, se encuentra de repente caminando hacia el circo con una considerable determinación.

Tiene exactamente el mismo aspecto que la primera vez que Bailey lo vio, cuando tenía poco más de seis años.

En aquella ocasión, apareció de repente en el mismo sitio y, ahora, da la sensación de que siempre ha estado allí. Como si sencillamente hubiera sido invisible durante el período de cinco años en que ese campo ha permanecido vacío.

La otra vez, cuando Bailey apenas había cumplido los seis años, no le permitieron ir al circo. Sus padres consideraron que aún era demasiado pequeño, así que tuvo que limitarse a contemplar desde lejos, fascinado, las carpas y las luces. En aquella ocasión, deseó que el circo se quedara el tiempo suficiente para que él fuera lo bastante mayor como para ir, pero desapareció sin previo aviso al cabo de dos semanas, con lo que Bailey se llevó un disgusto.

Pero ha regresado.

Llegó hace apenas unos días y aún es toda una novedad. Si llevara aquí más tiempo, lo más probable es que Caroline hubiera elegido una acción diferente, pero en este momento no se habla de otra cosa en el pueblo y a su hermana le gusta que sus acciones estén al día.

La noche anterior, Bailey tuvo su iniciación propiamente dicha en el circo.

No se parecía a nada que el chico hubiese visto hasta entonces: las luces, los trajes… todo era tan distinto, como si hubiera abandonado la vida cotidiana y se hallara deambulando por otro mundo.

Esperaba que fuese una especie de función, es decir, que tuviese que sentarse en una silla y limitarse a mirar, pero no tardó en darse cuenta de lo equivocado que estaba.

Lo que había que hacer era explorar. Bailey investigó lo mejor que pudo, aunque no se sentía en absoluto preparado para ello. No sabía qué carpas elegir, pues había decenas de posibilidades, todas ellas provistas de tentadores carteles que insinuaban lo que uno iba a encontrar dentro. Y cada vez que doblaba una curva de alguno de los zigzagueantes senderos rayados, se encontraba aún más carpas, más carteles y más misterios.

Descubrió una tienda llena de acróbatas que saltaban y giraban en el aire, y estuvo contemplándolos hasta que empezó a dolerle el cuello de tanto mirar hacia arriba. Deambuló por el interior de otra carpa repleta de espejos y vio a cientos de miles de Baileys que le devolvían la mirada, perplejos, todos ellos con una gorra gris idéntica a la suya.

Incluso la comida era asombrosa: manzanas bañadas en caramelo de un tono tan oscuro que parecían casi negras y, sin embargo, resultaban ligeras, crujientes y dulces; murciélagos de chocolate con alas increíblemente delicadas, y la sidra más deliciosa que Bailey había probado jamás.

Todo allí era mágico. Y parecía no tener fin. Los senderos no llegaban a ningún sitio, sino que se unían a otros o trazaban un círculo que regresaba a la explanada de la entrada.

Más tarde, no se sintió capacitado para describirlo y se limitó a asentir cuando su madre le preguntó si se había divertido.

No estuvieron tanto tiempo como a Bailey le hubiera gustado. Si sus padres se lo hubieran permitido, se habría quedado toda la noche, pues aún quedaban muchas carpas por explorar. Pero sus padres le obligaron a volver a casa al cabo de unas pocas horas y lo consolaron con la promesa de que podría volver el fin de semana siguiente. El muchacho, sin embargo, recuerda con inquietud lo rápido que desapareció el circo la otra vez. Desde que anoche salió del circo, se muere por volver.

Se pregunta si en parte habrá aceptado la acción para poder volver antes al circo.

Tarda prácticamente diez minutos en cruzar el campo y, cuanto más se acerca al circo, más grandes e imponentes le parecen las carpas y más fuerza pierde su determinación.

Llega a las puertas mientras está pensando en encontrar algo que le sirva de prueba sin tener que entrar. Las puertas son por lo menos tres veces más altas que él, y las letras de la parte superior, donde anoche se leía «LE CIRQUE DES RÊVES», resultan casi indiscernibles en pleno día, a pesar de que cada una de ellas es del tamaño de una calabaza grande. Las espirales de hierro que adornan las letras le recuerdan a una calabacera. Una cerradura de complicado aspecto mantiene las puertas cerradas. Un pequeño cartel dice así:

LAS PUERTAS SE ABREN CUANDO ANOCHECE

Y SE CIERRAN AL AMANECER

Está escrito con recargados caracteres y justo debajo, en letras más sencillas, se lee lo siguiente:

SE EXANGUINARÁ A LOS INTRUSOS

Bailey no sabe qué significa «exanguinará», pero no le gusta mucho cómo suena esa palabra. El circo se le antoja extraño en pleno día, demasiado silencioso. No se oye música ni ruido alguno, sólo el trino de algún pájaro y el susurro de las hojas entre los árboles. Ni siquiera se ve a nadie por allí cerca, como si el recinto estuviera desierto. Huele igual que por la noche, a caramelo, palomitas de maíz y humo de hoguera, pero todos los olores son más débiles.

Bailey vuelve la vista atrás y mira hacia el campo. Los otros siguen allí, en el árbol, aunque se les ve muy pequeñitos desde tan lejos. Es obvio que le están observando, así que decide rodear la valla. Ya no está tan seguro de querer entrar, y si por lo que sea llega a hacerlo, no tiene ningún interés particular en que lo vean.

Más allá de las puertas, buena parte de la valla pasa pegada a las carpas, así que de hecho no hay forma de entrar. Bailey sigue caminando.

Unos pocos minutos después de haber perdido de vista el roble, encuentra un trozo de valla que no está pegada a ninguna lona, sino que bordea un pequeño pasadizo, como si fuera un pasillo entre las carpas, que discurre pegado a una de ellas y desaparece tras una esquina. Es un lugar tan bueno como cualquier otro para intentar colarse.

El chico descubre en ese momento que, en realidad, sí quiere entrar. No sólo por lo de la acción, sino también porque siente curiosidad, una enorme y total curiosidad. Y aparte del deseo de probarse a sí mismo ante Caroline y su banda, aparte de la curiosidad, siente la punzante necesidad de volver al circo.

Los barrotes de la valla son gruesos y lisos, y sin intentarlo siquiera, Bailey ya sabe que no podrá saltarla. Dejando a un lado el hecho de que a partir de cierta altura ya no hay ningún sitio en el que afianzar los pies, la parte superior de la valla se curva hacia fuera con una especie de espirales que terminan en afiladas puntas. No es que sean abiertamente amedrentadoras, pero desde luego tampoco son muy acogedoras.

Sin embargo, no parece que la valla se haya construido con el objetivo expreso de mantener alejados a los niños de diez años, pues, aunque los barrotes son robustos, están separados por más de un palmo unos de otros. Y Bailey, que es más bien menudo, puede escurrirse entre ellos con relativa facilidad.

Vacila durante un instante, pero sabe que más tarde se odiará a sí mismo si no lo intenta al menos, sin importar las consecuencias que ello pueda tener.

Creía que se sentiría distinto, como se había sentido la noche anterior, pero después de escurrirse entre los barrotes y quedarse de pie en el pasillo que discurre entre las carpas, se siente exactamente igual que hace un momento, cuando estaba fuera. Si la magia sigue ahí durante el día, no la percibe.

Y, según parece, el circo está completamente desierto. No se ve rastro alguno de trabajadores, ni tampoco de artistas.

Una vez dentro, todo es más silencioso. Ya no oye los pájaros. Las hojas que crujían entre sus pies fuera del recinto no le han seguido a este lado de la valla, aunque entre los barrotes hay espacio más que suficiente para que entren empujadas por la brisa.

Bailey se pregunta hacia dónde dirigirse y qué prueba puede elegir que demuestre que ha realizado su acción. No parece haber nada que se pueda coger, sólo el suelo desnudo y los lados rayados de las carpas. A plena luz del día, las carpas parecen viejas y gastadas, y el muchacho se pregunta cuánto tiempo llevará viajando el circo y adónde se dirigirá cuando se marche. Supone que tendrá su propio tren, aunque en la estación más cercana no hay ninguno y, por lo que él sabe, nadie ha visto nunca llegar o partir ese tren.

Al final del pasillo, el chico tuerce a la derecha y se encuentra ante una hilera de carpas, cada una de ellas con su puerta y el letrero que anuncia lo que se oculta en su interior. «FANTASÍAS», se lee en uno de los letreros; «ENIGMAS ETÉREOS», dice otro. Bailey contiene la respiración al pasar ante un cartel que anuncia «FIERAS TEMIBLES Y CRIATURAS EXTRAÑAS», pero no le llega ningún ruido del interior. No encuentra nada que pueda llevarse, pues tampoco le apetece mucho robar un cartel. Aparte de eso, los únicos objetos a la vista son trozos de papel y alguna que otra palomita de maíz aplastada.

El sol de la tarde proyecta largas sombras sobre las carpas, que oscurecen también el suelo reseco. El suelo está pintado o cubierto de polvo blanco en algunas zonas, negro en otras. Bailey atisba debajo la tierra marrón, levantada por la multitud de pies que han pasado por allí. Mientras dobla otro recodo, se pregunta si lo vuelven a pintar todas las noches y, puesto que está contemplando el suelo, casi tropieza con la niña.

Está en el centro del sendero que discurre entre las carpas, plantada allí en medio, como si estuviera esperándole. Tendrá más o menos la misma edad que él y va vestida con lo que sólo puede definirse como un disfraz, porque desde luego no se parece en nada a la ropa convencional: botas blancas con muchos botones, medias blancas y un vestido blanco confeccionado con todos los tejidos imaginables. Retales de encaje, seda y algodón que se combinan en una única prenda, sobre la cual lleva una especie de guerrera militar corta, también blanca, y unos guantes blancos. De la garganta hacia abajo, cada centímetro de piel está cubierto de blanco, lo cual hace que su melena pelirroja destaque espectacularmente.

—No deberías estar aquí —dice la niña pelirroja en voz baja. No parece enfadada, ni siquiera sorprendida.

Bailey parpadea unas cuantas veces antes de responder.

—Yo… eh… ya lo sé —responde, y tiene la sensación de que lo que acaba de decir es lo más absurdo del mundo, pero a pesar de ello, la niña se limita a mirarle—. Lo siento —añade, lo cual suena todavía más absurdo.

—Será mejor que te vayas antes de que te vea alguien —le reprende la niña, echando un vistazo por encima de su hombro, aunque Bailey no sabría decir qué es lo que está mirando—. ¿Por dónde has entrado?

—Por… eh… —el chico se vuelve, pero ya no sabe por dónde ha entrado, pues el sendero gira sobre sí mismo y ya no ve ninguno de los carteles frente a los que ha pasado—. No lo sé —concluye al fin.

—Da igual, ven conmigo.

La niña le coge la mano con su mano enguantada y le guía por uno de los pasillos. No dice nada más mientras caminan entre las carpas, pero al llegar a un recodo obliga a Bailey a detenerse y ambos permanecen inmóviles durante casi un minuto. Cuando el niño abre la boca para preguntar qué están esperando, ella se limita a llevarse un dedo a los labios para pedirle que guarde silencio y luego, unos segundos más tarde, sigue caminando.

—¿Puedes colarte entre los barrotes? —le pregunta. Bailey asiente. La niña tuerce bruscamente tras una de las carpas, por un pasillo en el que él ni siquiera había reparado, y allí está de nuevo la valla, y el campo al otro lado.

—Sal por aquí —indica la niña—. No te verá nadie.

Ayuda a Bailey a escurrirse entre los barrotes, que en esa parte de la valla están un poco más juntos. Una vez al otro lado, se vuelve para mirarla.

—Gracias —dice. No se le ocurre nada más.

—De nada —responde la niña—. Pero ten más cuidado, se supone que no se puede entrar aquí durante el día. Es propiedad privada.

—Ya lo sé, lo siento mucho —contesta Bailey—. ¿Qué quiere decir que se exanguinará a los intrusos?

La niña sonríe.

—Significa que te sacan toda la sangre —explica—. Pero la verdad es que no lo hacen, creo.

La niña da media vuelta y empieza a alejarse por el pasillo.

—Espera —la llama Bailey, aunque en realidad no sabe por qué le ha pedido que espere. La niña se acerca de nuevo a la valla. No contesta, se limita a aguardar lo que él tenga que decir—. Es… es que tengo que llevar algo —le explica, pero se arrepiente de inmediato. La niña frunce el ceño mientras le contempla a través de los barrotes.

—¿Llevar algo? —repite.

—Sí —insiste Bailey, mientras baja la vista para contemplar sus rozados zapatos marrones y las botas blancas de ella, al otro lado de la valla—. He elegido acción —añade, con la esperanza de que ella lo entienda.

La niña sonríe. Se muerde el labio durante un instante, con gesto pensativo, y luego se quita uno de los guantes blancos y se lo entrega a Bailey a través de los barrotes. El niño vacila.

—No pasa nada, cógelo —indica ella—. Tengo una caja llena.

Bailey coge el guante y se lo guarda en el bolsillo.

—Gracias —vuelve a decir.

—De nada, Bailey —responde ella. En esta ocasión, cuando la niña se da la vuelta, el chaval no dice nada y la sigue con la mirada hasta que desaparece tras una carpa rayada.

Bailey se queda allí un buen rato, antes de atravesar de nuevo el campo. Cuando llega al roble ya no hay nadie; lo único que queda son un montón de bellotas en el suelo, y el sol, que empieza a ocultarse.

Ya está a medio camino de casa cuando se da cuenta de que en ningún momento le ha dicho su nombre a la niña.