LONDRES, DICIEMBRE DE 1902
Poppet Murray se halla en los escalones de acceso a la maison Lefèvre, con un maletín de piel en una mano y una cartera grande a los pies. Llama al timbre una docena de veces, cosa que alterna con sonoros golpes a la puerta a pesar de que oye resonar dentro de la casa el eco de la campanilla.
Cuando finalmente se abre la puerta, el mismísimo Chandresh aparece tras ella. Lleva una camisa morada por fuera de los pantalones y sostiene en la mano un periódico arrugado.
—La última vez que te vi eras más pequeña —dice, mirando a Poppet de arriba abajo, desde las botas hasta la pelirroja melena—. Y también erais dos.
—Mi hermano está en Francia —replica ella, al tiempo que recoge la cartera y sigue a Chandresh al interior de la casa.
La estatua dorada con cabeza de elefante que preside el vestíbulo necesita que le saquen un poco de brillo. La casa está hecha un desastre o, por lo menos, todo lo desastre que puede estarlo una casa que, a pesar de estar abarrotada hasta los topes de antigüedades, libros y obras de arte, resulta en cierta manera acogedora. No resplandece tanto como cuando Poppet correteaba por aquellos salones en compañía de su hermano Widget, persiguiendo gatitos de color naranja entre un arcoíris de invitados. No hace más que unos pocos años de eso, pero parece que haya transcurrido mucho más tiempo.
—¿Qué ha pasado con el servicio? —le pregunta Poppet, mientras suben la escalera.
—Los he despedido a todos —responde Chandresh—. Eran unos inútiles, no conseguían mantener nada en orden. Sólo me he quedado con los cocineros. Ya hace bastante tiempo que no organizo ninguna cena, pero al menos saben hacer su trabajo.
La chica le sigue por un pasillo, flanqueado de columnas, hasta su gabinete. Nunca antes había entrado en esa habitación, pero duda mucho que siempre haya estado tan abarrotada de planos, bosquejos y botellas vacías de brandy.
Chandresh deambula por la estancia, deja el periódico arrugado que lleva en la mano sobre una montaña que se acumula en una silla y contempla despreocupadamente los planos que cuelgan ante las ventanas.
Poppet hace un poco de sitio en el escritorio para dejar su maletín. Aparta libros, cornamentas y tortugas talladas en jade. Deja la cartera en el suelo, a sus pies.
—¿A qué has venido? —le pregunta Chandresh. Se vuelve y contempla a Poppet como si acabara de advertir su presencia.
Poppet abre el maletín que ha dejado sobre el escritorio y extrae del interior un voluminoso fajo de papeles.
—Necesito que me haga usted un favor, Chandresh —responde ella.
—¿De qué se trata?
—Me gustaría que firmara usted conforme cede la propiedad del circo. —Poppet encuentra una pluma estilográfica entre el revoltijo de objetos del escritorio y la prueba en un trozo de papel para ver si tiene tinta.
—Para empezar, el circo nunca ha sido mío —murmura Chandresh.
—Claro que sí —responde ella, mientras traza una recargada P—. Fue idea suya. Pero sé muy bien que no tiene tiempo, así que he pensado que lo mejor es que renuncie usted a su calidad de propietario.
Chandresh medita durante unos instantes, pero finalmente asiente y se acerca al escritorio para leer el contrato.
—Aquí figuran Ethan y Lainie, pero no tante Padva —dice, mientras lo examina detenidamente.
—Ya he hablado con todos ellos —afirma Poppet—. Madame Padva no desea seguir formando parte de él, pero está convencida de que la señorita Burgess puede asumir sus funciones.
—¿Y quién es este tal señor Clarke? —pregunta Chandresh.
—Un muy buen amigo mío —responde Poppet. Un ligero rubor tiñe sus mejillas—. Cuidará muy bien del circo.
Cuando Chandresh llega al final del documento, Poppet le entrega la pluma. Lefèvre escribe su nombre con temblorosa caligrafía y luego deja caer la pluma sobre el escritorio.
—Le estoy tan agradecida que no sé cómo expresarlo.
Antes de volver a guardar el contrato en el maletín, la muchacha sopla sobre la firma para que se seque la tinta. Chandresh resta importancia a sus palabras con un gesto vago de la mano y regresa junto a la ventana, donde se pierde de nuevo en la contemplación de los grandes planos azules que la cubren.
—¿Para qué son los planos? —se interesa Poppet, después de cerrar el maletín.
—Tengo un montón de… proyectos de Ethan y no sé qué hacer con ellos —dice Chandresh, mientras hace un gesto vago hacia la enorme cantidad de papel.
Poppet se quita el abrigo, lo deja doblado sobre el respaldo del sillón del escritorio y estudia con detenimiento los planos y bosquejos que cuelgan de estantes o están clavados a espejos, cuadros y ventanas. Algunos de ellos son habitaciones completas, otros son fragmentos de arquitectura de exterior o elegantes arcos de entrada y pasadizos.
Se detiene al llegar a una diana con un cuchillo plateado, en cuyo mango se aprecian oscuras manchas, incrustado en el corcho. El cuchillo desaparece mientras Poppet sigue caminando, aunque Chandresh ni siquiera lo advierte.
—Se supone que son planos de las reformas de la casa —explica Chandresh, mientras Poppet sigue recorriendo la estancia—, pero no acaban de combinar adecuadamente.
—Se trata de un museo —detalla ella, superponiendo mentalmente los planos y buscando en qué parte del edificio que ella ya ha visto en las estrellas encajan. Están desordenados, pero no le cabe la menor duda. Descuelga un conjunto de planos y lo sustituye por otro, de manera que los va distribuyendo por plantas—. No es este edificio —le explica a Chandresh, que la observa con curiosidad—. Es otro nuevo.
Coge entonces una serie de puertas, que parecen variaciones de una misma entrada, y las coloca unas junto a otras sobre el suelo, convirtiéndolas así en entradas a distintas estancias.
Chandresh la observa mientras va reordenando los planos y, al darse cuenta de lo que está haciendo, una amplia sonrisa aparece en su rostro. Él mismo realiza algunas modificaciones en el mar de papel color azul de Prusia, como respuesta a los cambios de Poppet, y va rodeando réplicas de antiguos templos egipcios con columnas de estantes curvos. Se sientan juntos en el suelo y se dedican a combinar habitaciones, vestíbulos y escaleras.
Chandresh se dispone entonces a llamar a Marco, pero se contiene en el último momento.
—Siempre se me olvida que ya no está —le dice a Poppet—. Un día se marchó y nunca más ha vuelto. Ni siquiera me dejó una nota. Era de esperar que alguien que se pasa la vida escribiendo notas me dejara por lo menos una.
—Estoy convencida de que no tenía planeado marcharse —comenta ella—. Y sé que lamenta profundamente no haber podido cumplir con sus responsabilidades en esta casa.
—¿Sabes por qué se fue? —le pregunta Chandresh, mirándola.
—Se fue para estar con Celia Bowen —responde Poppet, sin poder disimular una sonrisa.
—¡Ajá! —exclama él—. No sabía que fuera tan valiente. Me alegro por ellos, pues. Brindemos.
—¿Brindar?
—Tienes razón, no hay champán —se lamenta Chandresh, apartando una pila de botellas vacías de brandy mientras extiende en el suelo otra serie de planos—. Les dedicaremos una habitación, entonces. ¿Cuál crees que les gustaría más?
Poppet contempla los planos y proyectos. Hay varias habitaciones que, en su opinión, podrían gustar a Celia, a Marco, o a ambos. Se fija entonces en el plano de una habitación circular, sin ventanas, iluminada tan sólo por la luz que se filtra a través del cristal del estanque de peces koi situado en la parte superior, a modo de techo. Es, en conjunto, una estancia serena y cautivadora.
—Ésta —afirma.
Chandresh coge un lápiz y, en el borde del papel, escribe lo siguiente: «Dedicada a M. Alisdair y a C. Bowen.»
—Yo podría ayudarle a encontrar un nuevo secretario —se ofrece Poppet—. Puedo quedarme una temporada en Londres.
—Te lo agradecería mucho, querida.
La cartera grande que la joven ha dejado antes en el suelo se cae de repente hacia un lado, con un ruido sordo.
—¿Qué hay dentro de esa bolsa? —se interesa Chandresh, observándola con cierta inquietud.
—Le he traído un regalo —dice ella en tono jovial.
Coloca bien la bolsa, la abre con mucho cuidado y saca de su interior una gatita negra con manchas blancas en las patas y en la cola, como si la hubieran sumergido en nata.
—Hola, Ara —saluda Poppet—. Viene cuando la llaman y sabe hacer unos cuantos trucos, pero en realidad lo que más le gusta es que le hagan caso y sentarse en las ventanas. He pensado que le iría bien tener un poco de compañía.
Poppet la deja en el suelo y coloca una mano por encima de ella. La gatita se pone de pie sobre las patas traseras con un delicado maullido y le lame los dedos antes de demostrar curiosidad por Chandresh.
—Hola, Ara —dice él.
—No voy a devolverle la memoria —dice Poppet, mientras la gatita intenta subirse al regazo de Chandresh—. Tampoco estoy muy segura de poder conseguirlo si lo intentara, aunque creo que Widge sí podría. A estas alturas, ya no creo que necesite seguir cargando con ese peso. Me parece que lo mejor es que mire hacia adelante en lugar de hacia atrás.
—¿De qué estás hablando? —le pregunta Chandresh, mientras coge a la gatita y la acaricia detrás de las orejas. Ara ronronea.
—De nada —le responde Poppet—. Gracias, Chandresh.
Poppet se acerca a él y le besa en la mejilla. Y, en cuanto los labios de la muchacha le rozan la piel, Chandresh se siente mucho mejor de lo que se ha sentido en años, como si hubieran desaparecido los últimos restos de bruma. Nota la mente despejada, los planos del museo adquieren coherencia y los proyectos futuros aparecen ahora ordenados y totalmente factibles.
Ambos dedican horas enteras a ordenar y modificar los planos. Crean también un nuevo espacio que se llenará de antigüedades, obras de arte y visiones del futuro.
Mientras ellos trabajan, la gatita blanca y negra araña alegremente los planos enrollados.