Transmutación

NUEVA YORK, 1 DE NOVIEMBRE DE 1902

Si Celia pudiera abrir la boca, gritaría, pero entre el calor, la lluvia y Marco, que está entre sus brazos, es mucho lo que debe controlar.

Se concentra únicamente en él y, al desintegrarse, se lleva consigo todo lo que él es. Se aferra al recuerdo del roce de la piel de Marco en la suya, al de todos y cada uno de los momentos que han pasado juntos. Se lleva a Marco consigo.

Y, de repente, ya no hay nada. Ni lluvia, ni fuego. Sólo un gran vacío, blanco y sereno.

En algún lugar de ese vacío, un reloj empieza a dar las doce de la noche. «Para», piensa Celia.

El reloj sigue dando las campanadas, pero ella nota como se va imponiendo la quietud.

La parte fácil es desintegrarse, piensa. Lo difícil es recomponerse.

Es como cuando de pequeña se curaba los cortes de los dedos, pero llevado al extremo.

Es mucho lo que hay que encajar, tratando de unir de nuevo los lados.

Sería más sencillo dejarse llevar.

Sería mucho más fácil dejarse llevar.

Mucho menos doloroso.

Celia se enfrenta a la tentación, al dolor y al caos. Lucha por controlarse a sí misma y controlar su entorno.

Piensa en un lugar en el que concentrarse, el sitio más conocido que se le ocurre.

Y despacio, con una lentitud exasperante, consigue recomponerse.

Pronto se encuentra de pie en su propia carpa, en el centro de un círculo de sillas vacías.

Se siente más ligera. Como diluida. Y ligeramente mareada.

Pero no es un eco de su antiguo yo. Está entera de nuevo, y respira. Nota que el corazón le late; desbocado, sí, pero también con regularidad. Hasta su vestido parece el mismo de antes: cae en torno a su cuerpo formando una especie de cascada y ya no está empapado de lluvia.

Celia gira en círculos y el vestido parece llamear a su alrededor.

La sensación de mareo va desapareciendo a medida que se recobra, asombrada aún de haberlo conseguido.

Y, entonces, se da cuenta de que, en la carpa, todo es transparente: las sillas, las luces que cuelgan sobre su cabeza… Hasta las rayas de la lona parecen incorpóreas.

Y está completamente sola.

Para Marco, el momento de la explosión dura mucho más.

El calor y la luz se prolongan eternamente mientras, en mitad del dolor que experimenta, se aferra a Celia.

Y, entonces, ella desaparece.

No queda nada. Ni fuego, ni lluvia, ni suelo bajo sus pies.

Lo que ve cambia continuamente de la sombra a la luz: la oscuridad se ve reemplazada por un expansivo blanco que, a su vez, es inmediatamente engullido por la oscuridad. Y así una y otra vez.

El circo gira en torno a Celia, tan líquido como una de las fantasías de Marco.

La muchacha imagina en qué parte del circo quiere estar y, de repente, se encuentra allí. Ni siquiera tiene la sensación de estar moviéndose o manipulando el circo.

El Jardín de Hielo permanece tranquilo y silencioso. Lo único que se percibe, se mire hacia donde se mire, es una blancura fresca y vigorizante.

Sólo una parte de la Sala de los Espejos refleja su propio semblante; algunos de los espejos no le devuelven más que una temblorosa imagen de su vestido gris pálido, o el movimiento de las cintas que flotan a su espalda.

Le parece vislumbrar en el cristal algunos fragmentos de Marco, como el faldón de su chaqueta o el blanco reluciente del cuello de su camisa, pero no está segura de ello.

La mayoría de los espejos permanecen huecos y vacíos dentro de sus recargados marcos.

La neblina de la carpa de los Animales Salvajes se disipa mientras Celia registra el interior, pero lo único que encuentra es papel.

El Estanque de las Lágrimas no se mueve: la superficie permanece serena y lisa, y Celia ni siquiera consigue coger una piedra para dejarla caer dentro. Tampoco puede encender ninguna vela en el Árbol de los Deseos, aunque los deseos que cuelgan de las ramas siguen ardiendo.

En el Laberinto, Celia va pasando de una habitación a otra. Las que ella creó conducen a otras que él inventó, y vuelta a empezar otra vez.

Percibe su presencia. Lo bastante cerca como para esperar encontrarse con él detrás de cada curva, de cada puerta.

Pero lo único que ve son plumas que se arremolinan despacio, naipes que revolotean. Estatuas plateadas cuyos ojos no ven. Suelos pintados como tableros de ajedrez con las casillas vacías.

Las huellas de Marco están en todas partes, pero no hay nada en lo que ella pueda centrarse, nada a lo que aferrarse.

En el pasillo repleto de puertas desiguales y cubierto de nieve recién caída se aprecian marcas que podrían ser huellas de pisadas, aunque tal vez sólo sean sombras.

Y Celia no es capaz de adivinar adónde conducen.

Marco respira agitadamente mientras los pulmones se le van llenando de aire, como si hubiera permanecido debajo del agua sin darse cuenta siquiera.

Su primer pensamiento coherente es que jamás hubiera imaginado que se pudiera sentir tanto frío al quedarse atrapado en el fuego.

El aire frío es áspero y cortante, y lo único que ve, mire hacia donde mire, es blancura.

A medida que los ojos se le van acostumbrando, consigue vislumbrar la sombra de un árbol. A su alrededor, caen en cascada las ramas colgantes de un sauce cubierto de escarcha.

Da un paso al frente y el suelo se le antoja de una blandura desconcertante.

Está en mitad del Jardín de Hielo.

La fuente del centro no funciona. El habitual borboteo del agua no es ahora más que quietud y silencio.

Y, aunque la blancura hace que resulte difícil apreciar el efecto, el jardín entero es transparente.

Marco baja la vista y se observa las manos. Le tiemblan ligeramente, pero según parece siguen siendo sólidas. Su traje aún es oscuro y opaco.

Alarga una mano hacia una rosa cercana y sus dedos atraviesan los pétalos sin encontrar más que una débil resistencia, como si estuvieran hechos de agua y no de hielo.

Aún está contemplando la rosa cuando oye una exclamación a su espalda.

Celia se cubre la boca con una mano, sin poder creer apenas lo que ve. La imagen de Marco en el Jardín de Hielo es algo con lo que ya ha fantaseado en otras muchas ocasiones mientras se hallaba sola en la helada extensión de flores. Sin embargo, y a pesar de que su traje oscuro contrasta con un emparrado de rosas blancas, no parece real.

Y, justo entonces, Marco se vuelve y la mira. En cuanto Celia ve sus ojos, todas sus dudas se disipan.

Durante apenas un instante, Marco parece tan joven que Celia casi ve al niño que fue en otros tiempos, mucho antes de que se conocieran, cuando ya estaban unidos y, sin embargo, tan lejos el uno del otro.

Hay tantas cosas que quiere decirle, tantas cosas que temía no poder volver a contarle nunca… Pero sólo una de ellas parece importante.

—Te quiero —dice.

Las palabras resuenan en la carpa y arrancan suaves susurros a las hojas heladas.

Marco se limita a observarla mientras ella se acerca, pensando que no es más que un sueño.

—Creía que te había perdido —dice Celia al llegar junto a él, con una voz que no es más que un tembloroso suspiro.

Celia parece tan sólida como él, no transparente como el jardín. Tiene un aspecto suntuoso y radiante que contrasta contra el fondo blanco. Un intenso rubor tiñe sus mejillas y las lágrimas anegan sus oscuros ojos.

Marco acerca una mano a su rostro, aunque le aterra la posibilidad de que sus dedos lo atraviesen igual que han atravesado antes la rosa.

El alivio que siente al comprobar que el rostro de Celia es sólido y cálido y que responde a la caricia es abrumador.

La estrecha entre los brazos, y sus lágrimas caen sobre el pelo de ella.

—Te quiero —dice, cuando por fin recupera la voz.

Permanecen abrazados, reacios los dos a separarse.

—No podía permitir que lo hicieras —le explica Celia—. No podía dejarte marchar.

—¿Qué has hecho? —le pregunta Marco. Aún no está muy seguro de comprender lo que acaba de ocurrir.

—He usado el circo como piedra de toque —declara Celia—. No sabía si iba a funcionar o no, pero tenía que intentarlo, no podía dejar que te fueras. He intentado llevarte conmigo, pero luego no te encontraba y creía que te había perdido.

—Estoy aquí —la consuela Marco, acariciándole el pelo—. Estoy aquí.

La sensación de haberse liberado del mundo para después verse confinado en un lugar concreto no es exactamente lo que Marco esperaba. No se siente confinado, sólo separado, como si él y Celia se solaparan con el circo en lugar de estar dentro de él.

Echa un vistazo a su alrededor y contempla los árboles, las largas ramas heladas del sauce que caen en forma de cascada y los topiarios que flanquean, como si fueran fantasmas, un sendero cercano.

Sólo entonces se da cuenta de que el jardín se está derritiendo.

—La hoguera se ha apagado —dice Marco.

Ahora percibe el vacío. Percibe el circo a su alrededor: se cierne sobre él como si fuera una neblina, como si pudiera simplemente extender un brazo y, a pesar de la distancia, tocar la valla de hierro. Casi no tiene que hacer esfuerzo alguno para detectar la valla y la distancia a la que se encuentra en cualquier dirección para percibir el lugar que ocupa cada carpa y hasta la explanada en penumbra, donde aún permanece Tsukiko. Percibe el circo entero con la misma naturalidad con que nota la camisa pegada a la piel.

Y lo único que resplandece alegremente en él es Celia.

Sin embargo, es un resplandor trémulo, tan frágil como la llama de una vela.

—Eres tú quien mantiene el circo unido —dice Marco.

Celia asiente. Aún no le cuesta mucho, pero sin la hoguera es mucho más difícil de manejar. No consigue concentrarse lo bastante como para mantener intactos todos los detalles. Algunos elementos ya empiezan a escurrirse, gotean como las flores que se derriten a su alrededor.

Y Celia sabe muy bien que, si el circo se desintegra, no conseguirá volver a unir todos los fragmentos.

Está temblando y, aunque se tranquiliza un poco cuando Marco la estrecha con fuerza, sigue tiritando entre sus brazos.

—Suéltalo, Celia.

—No puedo —dice ella—. Si lo suelto, se desmoronará.

—¿Y qué nos pasará a nosotros si se desmorona? —le pregunta Marco.

—No lo sé —responde Celia—. Lo he suspendido en el aire. Sin nosotros, no es independiente. Necesita un guardián.