Incendiario

NUEVA YORK, 31 DE OCTUBRE DE 1902

Marco cae de espaldas al suelo como si alguien le hubiera empujado bruscamente, y empieza a toser no sólo por el golpe, sino también por la nube de ceniza negra que le rodea.

Cuando se levanta empieza a caer una fina lluvia y, al disiparse la ceniza a su alrededor, ve una hilera de arbolillos y estrellas, rodeado todo ello de engranajes plateados y piezas de ajedrez blancas y negras.

Tarda unos instantes en darse cuenta de que se halla justo al lado del reloj Wunschtraum.

El reloj avanza hacia la medianoche, y el arlequín malabarista de la parte superior hace filigranas con once bolas entre las estrellas titilantes y las piezas que se mueven.

El viento sacude el cartel que anuncia que el circo está cerrado a causa del mal tiempo, aunque de momento la lluvia no es, en realidad, más que una persistente llovizna.

Marco se sacude el tembloroso polvo de la cara. Su rostro ha vuelto a adquirir su verdadero aspecto, aunque él se siente aún demasiado desorientado como para cambiarlo. Intenta fijarse mejor en la ceniza negra de su traje, pero ya está desapareciendo.

La cortina a rayas, al otro lado de la taquilla, está abierta. A través de la neblina, Marco ve una figura de pie entre las sombras, iluminada de repente por la brusca chispa de luz de un mechero.

Bonsoir —le saluda alegremente Tsukiko al acercarse él. La contorsionista vuelve a guardarse el mechero en el bolsillo y sujeta el cigarrillo en su larga boquilla plateada. Una ráfaga de viento cruza aullando la explanada y sacude las puertas del circo.

—¿Cómo… cómo lo ha hecho? —pregunta Marco.

—¿Te refieres a Isobel? —contesta Tsukiko—. Fui yo quien le enseñó ese truco. Creo que no llegó a comprenderlo del todo, pero parece que aun así le ha salido bastante bien. ¿Te sientes mareado?

—Estoy bien —responde Marco, aunque le duele la espalda a causa de la caída y aún le escuecen los ojos.

Observa a Tsukiko con curiosidad. Nunca ha mantenido una conversación larga con la contorsionista, y su presencia casi le resulta tan desconcertante como el hecho de que, hasta hace apenas unos momentos, él mismo estaba en otro lugar completamente distinto.

—Ven, resguárdate al menos del viento. —Con la mano libre, Tsukiko le hace una seña para que entre en el túnel de cortinas—. Esta cara es mejor que la otra —dice, estudiando entre el humo y la neblina el rostro de Marco—. Te queda bien.

Una vez que Marco ha entrado, Tsukiko deja caer la cortina y ambos quedan envueltos en una oscuridad tachonada de luces que centellean débilmente. Entre tantos puntos blancos, la brasa de su cigarrillo es el único toque de color.

—¿Dónde está todo el mundo? —pregunta Marco, sacudiéndose las gotas de lluvia del bombín.

—Fiesta a causa del mal tiempo —le explica Tsukiko—. Normalmente, se celebra en la carpa de los acróbatas, ya que es la más grande. Pero claro, tú no tienes por qué saberlo, puesto que en realidad no formas parte de la compañía, ¿verdad?

Marco no ve lo bastante bien como para juzgar la expresión de Tsukiko, aunque no le cabe duda de que sonríe abiertamente.

—No, supongo que no —admite. La sigue mientras ella avanza por ese túnel que es como un laberinto y se adentra cada vez más en el circo—. ¿Qué hago aquí? —le pregunta.

—Lo sabrás a su debido tiempo —responde ella—. ¿Qué es lo que te ha contado Isobel?

La conversación que la adivina y él han mantenido frente a su casa ya casi ha caído en el olvido, a pesar de haberse producido apenas unos momentos antes. Sólo recuerda vagamente algunos fragmentos, pero nada lo bastante coherente como para repetirlo.

—Da igual —dice Tsukiko, al ver que él no responde de inmediato—. A veces es difícil recobrarse después de un viaje así. ¿Te contó que tú y yo tenemos algo en común?

Marco recuerda que Isobel mencionó a Celia y a alguien más, pero no sabe exactamente a quién.

—No —responde al fin.

—Los dos somos expupilos del mismo instructor —explica Tsukiko. La punta del cigarrillo se ilumina más cuando la contorsionista aspira el humo en la oscuridad casi completa—. Un refugio temporal, me temo —añade, justo cuando llegan a otra cortina. Tsukiko la aparta y el espacio queda iluminado por el resplandor procedente de la explanada. Por señas, le indica a Marco que eche a andar bajo la lluvia y aspira de nuevo el humo de su cigarrillo mientras él pasa obedientemente bajo la cortina abierta, al tiempo que intenta comprender la última afirmación de la contorsionista.

Las luces que adornan las carpas están apagadas, pero en el centro de la explanada la hoguera arde alegremente y despide un resplandor blanco. La suave lluvia que cae en esos momentos resplandece en torno a las llamas.

—Es preciosa —dice Tsukiko, que ha salido también a la explanada—, eso tengo que reconocerlo.

—¿Tú también fuiste alumna de Alexander? —pregunta, no muy seguro de haberlo entendido.

Tsukiko asiente.

—Me cansé de escribir cosas en libros, así que empecé a escribirlas sobre mi propia piel. No me gusta mucho mancharme las manos —dice, señalando los dedos de Marco, manchados de tinta—. Me sorprende que aceptara un terreno de juego tan abierto para este reto, pues él siempre ha preferido el aislamiento. Supongo que no debe de estar muy satisfecho con la forma en que se ha desarrollado todo.

Mientras la escucha, Marco se da cuenta de que la contorsionista está completamente seca. Las gotas de lluvia que caen sobre ella se evaporan al instante: nada más rozar su piel, chisporrotean y se convierten en vapor.

—Tú ganaste la última partida —dice.

—Yo sobreviví a la última partida —le corrige ella.

—¿Cuándo? —le pregunta Marco, mientras se dirigen hacia la hoguera.

—Terminó hace ochenta y tres años, seis meses y veintiún días. Un día en que los cerezos estaban en flor. —Tsukiko aspira con fuerza el humo de su cigarrillo antes de proseguir—. Nuestros instructores no quieren entender lo que significa —continúa— estar atado a alguien de esta manera. Son demasiado viejos, están excesivamente desvinculados de sus emociones. Ya no recuerdan qué significa vivir y respirar en el mundo. Les parece sencillo enfrentar a dos personas cualesquiera, pero nunca es fácil. La otra persona se convierte en la forma en que uno define su vida y se determina a sí mismo. Se vuelven tan necesarios el uno para el otro como la respiración. Y, luego, esperan que el vencedor siga adelante sin el otro. Sería como separar a los gemelos Murray y esperar que continuaran siendo los mismos. Estarían enteros, sí, pero no completos. La amas, ¿verdad?

—Más que a nada en el mundo —dice Marco.

Tsukiko asiente con aire pensativo.

—Mi oponente se llamaba Hinata —cuenta—. Su piel olía a jengibre y a crema. Yo también la amaba más que a nada en este mundo. Ese día en que los cerezos estaban en flor, Hinata se inmoló. Creo una columna de fuego y entró en ella como si entrara en el agua.

—Lo siento —dice Marco.

—Gracias —responde Tsukiko, con una sombra de su sonrisa, por lo general radiante—. Eso es precisamente lo que la señorita Bowen planea hacer por ti. Dejarte ganar.

—Lo sé.

—No le deseo ese sufrimiento a nadie. El sufrimiento del vencedor. A Hinata le hubiera encantado esto —dice, cuando llegan a la hoguera, mientras contempla las danzarinas llamas bajo una lluvia cada vez más intensa—. Le encantaba el fuego. Mi elemento siempre fue el agua. Antes.

Extiende una mano y contempla las gotas de lluvia que se niegan a posarse sobre su piel.

—¿Conoces la historia del mago del árbol? —le pregunta.

—¿La de Merlín? —responde Marco—. Conozco varias versiones.

—Hay muchas —asiente Tsukiko—. Es habitual que las historias antiguas se cuenten una y otra vez y se vayan modificando. Cada persona que las cuenta deja en ellas su huella. Si alguna vez hubo algo de verdad en esa historia, está oculta tras la parcialidad y los detalles que la embellecen. Los motivos no son tan importantes como la historia en sí. —La lluvia sigue arreciando y cae con fuerza mientras Tsukiko prosigue—. En algunas historias es una gruta; en otras, un árbol. Tal vez éste sea más romántico. —Coge el cigarrillo aún encendido de la boquilla y lo sostiene en delicado equilibrio entre sus gráciles dedos—. Aunque hay muchos árboles que podrían usarse con ese fin —dice—, se me ha ocurrido que esto quizá sea más apropiado.

Marco dirige su atención hacia la hoguera, cuyas llamas iluminan la lluvia de tal forma que las gotas de agua resplandecen como la nieve.

En todas las versiones de la historia de Merlín que Marco conoce, el mago está atrapado. En un árbol, en una gruta o en una roca.

Siempre como castigo, siempre como consecuencia de un amor insensato.

Marco se vuelve de nuevo hacia Tsukiko.

—Lo has entendido —dice, antes de que él tenga tiempo de hablar.

Marco asiente.

—Sabía que lo entenderías —afirma. La luz procedente de las llamas blancas hace resplandecer su sonrisa bajo la lluvia.

—¿Qué estás haciendo, Tsukiko? —suena una voz, tras la contorsionista. Cuando Tsukiko se vuelve, Marco ve a Celia inmóvil en el límite de la explanada. Su vestido, del color del claro de luna, está tan empapado que parece gris oscuro, y las cintas cruzadas de la espalda, negras, blancas y gris marengo, ondean tras ella al viento, enredándosele en el pelo.

—Vuelve a la fiesta, querida —responde Tsukiko, mientras se guarda la boquilla de plata en el bolsillo—. No creo que quieras presenciar esto.

—¿El qué? —pregunta Celia, mirando a Marco.

Cuando Tsukiko habla de nuevo, se dirige a los dos.

—He vivido rodeada de cartas de amor que os habéis construido el uno al otro durante años, en forma de carpas. Me recuerda lo que significaba para mí estar con ella. Es maravilloso y terrible a la vez. Yo no estoy dispuesta a abandonar, pero vosotros estáis dejando que se debilite.

—Tú me dijiste que el amor era voluble y efímero —dice Celia, confusa.

—Te mentí —admite Tsukiko, jugueteando con el cigarrillo entre los dedos—. Pensé que sería más fácil si dudabas de él. Y te di un año para encontrar la forma de que el circo pudiera seguir adelante sin ti. No la has encontrado. Tengo que intervenir.

—Lo estoy in… —empieza a decir Celia, pero la contorsionista la interrumpe.

—Sigues pasando por alto una cuestión muy sencilla —dice—. Llevas este circo dentro de ti. Él utiliza el fuego como herramienta. Tú eres la que más pierde, pero eres demasiado egoísta para admitirlo. Crees que no podrías convivir con ese dolor, pero con un dolor así no se convive, lo único que se puede hacer es soportarlo. Lo siento.

—Kiko, por favor —suplica Celia—. Necesito más tiempo.

Tsukiko niega con la cabeza.

—Ya te lo dije —replica Tsukiko—, el tiempo no es algo que yo pueda controlar.

Marco no ha apartado los ojos de Celia desde que ella ha aparecido en la explanada, pero ahora desvía la mirada.

—Adelante —le dice a Tsukiko, por encima del fragor cada vez más intenso de la lluvia—. ¡Hazlo! Prefiero arder a su lado que vivir sin ella.

El grito de Celia, que podría haber sido un simple «No» pronunciado a pleno pulmón, se ve convertido en algo mucho más poderoso a causa del viento. La agonía de su voz se le clava a Marco como si recibiera a la vez el impacto de todos los cuchillos de la colección de Chandresh, pero aun así sigue dedicando toda su atención a la contorsionista.

—Servirá para terminar la partida, ¿no? —pregunta—. La partida terminará si yo quedo atrapado en el fuego, aunque no muera, ¿no?

—No podrás continuar —dice Tsukiko— y eso es lo único que importa.

—Entonces, hazlo —le ordena Marco.

Tsukiko le sonríe. Une las palmas de las manos, mientras las volutas de humo de su cigarrillo se le escurren entre los dedos. Saluda a Marco con una profunda y respetuosa reverencia.

Ninguno de los dos está mirando cuando Celia echa a correr hacia ellos bajo la lluvia.

Tsukiko lanza su cigarrillo, aún encendido, al fuego.

Todavía está en el aire cuando Marco le grita a Celia que se detenga.

Apenas ha rozado las temblorosas llamas blancas de la hoguera cuando Celia se precipita entre los brazos de Marco.

Marco sabe que ya no tiene tiempo para apartarla de allí, así que la estrecha con fuerza y entierra la cara en su pelo. El viento le arranca el bombín de la cabeza.

Y entonces empieza el dolor. Un dolor agudo, desgarrador, como si le estuvieran haciendo pedazos.

—Confía en mí —le susurra Celia al oído. Marco deja entonces de luchar y se olvida de todo; de todo excepto de ella.

En el momento previo a la explosión, justo antes de que la luz blanca se vuelva tan deslumbrante que resulta imposible distinguir qué está pasando, ambos se desintegran en el aire. Primero están allí, el vestido de Celia revolotea entre el viento y la lluvia, y las manos de Marco siguen aferradas a la espalda de ella, y un instante después no son más que una neblina de luces y sombras.

Y, de repente, desaparecen los dos y el circo arde por los cuatro costados. Las llamas devoran las carpas y se enredan con la lluvia.

Sola en la explanada, Tsukiko suspira. Las llamas pasan junto a ella sin rozarla siquiera, formando un vórtice a su alrededor, iluminándola con un asombroso resplandor.

Y entonces, tan rápido como han surgido, las llamas se extinguen.

El caldero de la hoguera está ahora vacío, no arde en él ni una sola brasa. La lluvia tamborilea con un eco sordo sobre el metal, y las gotas, al tocar el hierro aún candente, se evaporan.

Tsukiko se saca otro cigarrillo del abrigo y enciende el mechero con un gesto lánguido y muy ensayado.

La llama prende con facilidad, pese a la lluvia.

Mientras espera, Tsukiko observa como el caldero se va llenando de agua de lluvia.