Antiguos fantasmas

LONDRES, 31 DE OCTUBRE DE 1902

Es tarde y la acera está oscura, a pesar de las farolas que flanquean la línea de edificios de piedra gris. Isobel se halla cerca de los escalones en penumbra de la casa que durante casi un año consideró su hogar, aunque tiene la sensación de que desde entonces ha transcurrido una vida entera. Espera en la calle a que regrese Marco. Sobre los hombros lleva un chal de color azul pálido que, en mitad de la noche, parece un retazo de cielo diurno.

Transcurren horas antes de que Marco aparezca después de doblar la esquina. Al verla, aferra con más fuerza el maletín que lleva en la mano.

—¿Qué haces aquí? —le pregunta—. ¿No tendrías que estar en Estados Unidos?

—He dejado el circo —responde Isobel—. Me he marchado. Celia dijo que podía.

Isobel se saca del bolsillo un fragmento descolorido de papel en el que figura su nombre, el nombre auténtico que Marco la obligó a revelar ya hace años y que le pidió que escribiera en uno de sus cuadernos.

—Lo imaginaba —dice Marco.

—¿Puedo subir? —le pregunta Isobel, jugueteando con una de las puntas de su chal.

—No —responde Marco, mientras dirige la vista hacia las ventanas, a través de cuyos cristales se percibe una luz tenue y danzarina—. Por favor, suelta de una vez lo que tengas que decirme.

Isobel frunce el ceño. Echa un vistazo a la calle, pero está oscura y desierta. Sopla una leve y fresca brisa, que empuja las hojas hacia la alcantarilla.

—Sólo quería decirte que lo siento —dice en voz baja—. Que siento no haberte dicho que estaba tratando de mantener el equilibrio. Sé que lo que sucedió el año pasado fue en parte culpa mía.

—A quien deberías pedirle disculpas es a Celia, no a mí.

—Ya lo he hecho —responde Isobel—. Sabía que estaba enamorada de alguien, pero creía que se trataba de Herr Thiessen. Hasta esa noche, no me di cuenta de que se trataba de ti. Pero a él también le quería, y le perdió y yo tuve la culpa.

—Tú no tuviste la culpa —dice Marco—. Había otros muchos factores implicados.

—Siempre ha habido otros muchos factores implicados —replica Isobel—. Yo no quería involucrarme tanto en todo este asunto, sólo quería resultar útil. Quería acabar con… esto para que las cosas volvieran a ser como antes.

—No podemos volver atrás —contesta Marco—. Hay muchas cosas que ya no son como antes.

—Lo sé —admite Isobel—. No puedo odiarla. Lo he intentado, pero ni siquiera consigo que me caiga mal. Me dejó seguir durante años, aunque yo desconfiara de ella, y siempre fue amable conmigo. Y yo adoraba el circo. Me sentía como si, por fin, hubiera encontrado un hogar, un lugar con el que identificarme. Transcurrido algún tiempo, ya no tenía la sensación de que debía protegerte de ella, lo que sentía era que debía proteger a todos los demás de vosotros dos y, sobre todo, que debía protegeros a uno del otro. Empecé después de que vinieras a verme a París, cuando parecías tan molesto por el Árbol de los Deseos, pero después de echarle las cartas a Celia, supe que debía seguir.

—¿Cuándo fue eso? —le pregunta el muchacho.

—Aquella noche en Praga, cuando supuestamente habías quedado conmigo —dice Isobel—. Antes del año pasado, tú nunca me habías dejado echarte las cartas, ni siquiera una sola. Pero hasta entonces no me había dado cuenta. Me pregunto si, de haber tenido la oportunidad, habría dejado que esto se alargara tanto. Tardé años enteros en comprender de verdad lo que decían sus cartas. Lo tenía justo delante de mí y, sin embargo, no lo veía. Perdí demasiado tiempo. Siempre se trató de vosotros dos, incluso antes de que os conocierais. Yo no fui más que una distracción.

—No fuiste una distracción —niega Marco.

—¿Llegaste a amarme? —le pregunta ella.

—No —reconoce él—. Creí que podría, pero…

Isobel asiente.

—Yo creía que sí —dice—. Estaba tan convencida de que me amabas, a pesar de que jamás me lo hubieras dicho… No era capaz de ver la diferencia entre lo real y lo que yo deseaba que fuera real. Pensaba que sería algo temporal, aunque se fuera alargando eternamente. Pero no lo es, ni lo fue nunca. Sólo yo era temporal. A veces pensaba que, si ella desapareciera, tú volverías a mi lado.

—Si ella desapareciera, yo no sería nada —dice Marco—. Deberías valorarte más y no conformarte con tan poca cosa.

Permanecen en silencio en la calle desierta, separados por el aire gélido de la noche.

—Buenas noches, señorita Martin —se despide Marco, empezando a subir los escalones.

—Lo más difícil de leer es el tiempo —dice Isobel. Marco se detiene y se vuelve para mirarla—. Tal vez sea porque son tantas las cosas que cambia… He echado las cartas a muchísimas personas que deseaban saber algo acerca de innumerables temas y lo más difícil de interpretar en las cartas es, siempre, el tiempo. Yo lo sabía y, aun así, me sorprendió. ¿Durante cuánto tiempo estaba dispuesta a esperar algo que sólo era una posibilidad? Siempre pensé que era una cuestión de tiempo, pero me equivocaba.

—Yo tampoco esperaba que esto se prolongara tanto… —empieza a decir Marco, pero Isobel le interrumpe.

—Fue todo una cuestión de sincronización —continúa—. Mi tren llegó tarde ese día. El día que vi como se te caía el cuaderno. Si hubiera llegado a su hora, tú y yo no nos habríamos conocido jamás. Tal vez no estaba previsto que nos conociéramos, tal vez no era más que una posibilidad entre miles, pero no inevitable, como sucede a veces con ciertas cosas.

—Isobel, lo siento —replica Marco—. Siento haberte implicado en todo esto. Siento no haberte dicho antes lo que sentía por Celia. No sé qué otra cosa esperas de mí, si es que hay algo que pueda ofrecerte.

Ella asiente y se ajusta el chal sobre los hombros.

—Hace una semana le eché las cartas a un muchacho —dice—. Era joven, más joven que yo cuando te conocí. Era alto, pero tenía ese aire de quien aún no se ha acostumbrado a ser alto. Me pareció sincero y dulce. Hasta me preguntó cómo me llamaba. Y todo estaba en las cartas. Todo. Fue como leer en las cartas el futuro del circo, y eso sólo me ha ocurrido en una ocasión, cuando le eché las cartas a Celia.

—¿Por qué me lo cuentas? —le pregunta Marco.

—Porque creía que él podría haberte salvado. En aquel momento no supe muy bien qué pensar, y ni siquiera ahora lo sé. Pero estaba allí, en sus cartas, junto a todo lo demás, y resultaba mucho más claro que cualquier otra cosa que yo haya visto hasta ahora. Pensé entonces que todo acabaría de otra forma, pero me equivoqué. Me equivoco mucho últimamente, tal vez vaya siendo hora de buscarme otro empleo.

Marco se detiene y, a la luz de una farola, palidece.

—¿Qué estás tratando de decir? —le pregunta.

—Te estoy diciendo que tenías una oportunidad —responde Isobel—. Una oportunidad de estar con ella. Una oportunidad de que todo se resolviera de una forma favorable. Casi deseaba que fuera así, en serio, a pesar de todo lo que ha sucedido. Aún deseo que seas feliz. Y la posibilidad estaba allí. —Le dedica una sonrisa triste mientras se mete una mano en el bolsillo—. Pero la sincronización no es la correcta.

Isobel saca la mano del bolsillo y abre los dedos. En la palma de su mano descansa una pila de relucientes cristales negros, una especie de légamo tan fino como la ceniza.

—¿Qué es eso? —le pregunta Marco, mientras ella se acerca la palma de la mano a los labios.

A modo de respuesta, Isobel sopla con suavidad, y la ceniza, convertida en una abrasadora nube negra, sale volando hacia Marco. Cuando el polvo se disipa, el maletín de Marco yace abandonado a los pies de Isobel, que lo recoge y se marcha de allí.