Apariciones

SEPTIEMBRE DE 1902

Celia Bowen está sentada ante un escritorio, rodeada de pilas de libros. Ya hace tiempo que su biblioteca se ha quedado sin espacio, pero en lugar de ampliar la habitación, ha optado por dejar que los libros se conviertan en la habitación. Algunos de ellos, colocados en pilas, hacen las veces de mesas, mientras que otros cuelgan del techo junto a grandes jaulas doradas que albergan palomas blancas.

En otra jaula redonda, que descansa en una mesa en lugar de colgar del techo, se ve un recargado reloj. Sus manecillas marcan, además de la hora, los movimientos astrológicos.

Un enorme cuervo negro duerme, sin jaula, junto a las obras completas de Shakespeare.

Velas desparejadas, que arden de tres en tres en candelabros de plata, rodean el escritorio situado en el centro de la estancia. Sobre el escritorio mismo, una taza de té que se enfría lentamente, una bufanda deshecha en parte para formar una bola de hilo rojo, la fotografía enmarcada de un difunto relojero, un naipe solitario separado ya hace mucho del resto de la baraja y un libro abierto repleto de signos, símbolos y firmas recortados de otros trozos de papel.

Celia está sentada con un cuaderno y una pluma, tratando de descifrar el código utilizado para escribir el libro.

Trata de pensar como cree que lo hizo Marco en el momento de escribir ese libro: se lo imagina llenando cada página, reflejando las delicadas ramas de tinta del árbol que recorre el libro entero.

Lee una y otra vez cada firma, comprueba lo bien pegados que están todos los mechones de pelo y observa con atención cada símbolo.

Ha repetido ese proceso tantas veces que podría volver a escribir el libro de memoria, pero aun así no ha llegado a comprender del todo el método utilizado.

El cuervo se mueve y le grazna a algo oculto entre las sombras.

—Estás molestando a Huggin —protesta Celia, sin alzar la vista.

La luz de las velas ilumina únicamente los contornos de la figura de su padre, que flota allí al lado. Revela las arrugas de su chaqueta y el cuello de la camisa. Centella en el hueco de sus oscuros ojos.

—Tendrías que conseguir otro —dice su padre, sin perder de vista al inquieto cuervo—. Un Muninn, para completar la pareja.

—Prefiero el pensamiento a la memoria, papá —replica Celia.

—Ejem —tose su padre, a modo de respuesta.

Celia le ignora cuando él se inclina sobre su hombro y la observa mientras va pasando las páginas abarrotadas de signos.

—Menudo galimatías —dice.

—Un idioma que no entiendes no tiene por qué ser un galimatías —responde Celia, mientras copia en su cuaderno una línea entera de símbolos.

—Es un follón de vínculos y hechizos —protesta Hector, mientras se desliza flotando al otro lado del escritorio para ver mejor—. Excesivamente complicado y denso. Muy propio del estilo de Alexander.

—Y, sin embargo, cualquiera podría hacerlo si estudiara lo suficiente. Qué contraste con todas tus charlas sobre lo especial que yo era.

—Eres especial. Estás por encima de tanta —comenta, pasando una mano transparente por encima de la pila de libros—, tanta herramienta y tanta teoría. Con tu talento podrías conseguir mucho más. Y explorar mucho más.

—Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, que todas las que pueda soñar tu filosofía —cita Celia.

—Shakespeare no, por favor.

—Ya que me persigue el espectro de mi padre, creo que tengo derecho a citar Hamlet tanto como me plazca. Antes te encantaba Shakespeare, Próspero.

—Eres demasiado inteligente para comportarte así. Esperaba más de ti.

—Te pido disculpas por no estar a la altura de tus absurdas expectativas, papá. ¿No tienes a nadie más a quien incordiar?

—Teniendo en cuenta mi estado, hay pocas personas con las que pueda conversar. Alexander me resulta terriblemente aburrido, como siempre. Chandresh era bastante interesante, pero el muchacho ese le ha alterado la memoria tantas veces que hablar con él es casi como hablar conmigo mismo. Aunque no estaría mal, aunque fuera para cambiar de aires.

—¿Hablas con Chandresh?

—De vez en cuando —reconoce Hector, mientras inspecciona el reloj que sigue girando dentro de su jaula.

—Tú le dijiste a Chandresh que Alexander estaría en el circo aquella noche. Tú le enviaste.

—Me limité a hacerle una sugerencia a un borracho. Sí, los borrachos son altamente sugestionables. Y se avienen muy amablemente a charlar con los muertos.

—Pero tú debías de saber que no podía hacerle nada a Alexander —dice Celia. El razonamiento no tiene sentido, aunque tampoco es que los razonamientos de su padre suelan tenerlo.

—Creía que al bueno de Alexander no le iría nada mal que le clavaran un cuchillo por la espalda, aunque fuera para variar. Pero si ese alumno suyo casi se moría por hacerlo en persona… En fin, que la idea ya le rondaba a Chandresh por la mente: llevaba tanto tiempo expuesto a esa rabia que, de alguna manera, se le había metido en el subconsciente. Lo único que tuve que hacer fue encaminarle en la dirección correcta.

—Dijiste que existía una regla acerca de las interferencias, ¿no? —dice Celia, mientras deja su pluma.

—Interferir contigo o con tu oponente —aclara su padre—. Con los demás puedo interferir lo que me venga en gana.

—¡Pues tus interferencias mataron a Friedrick!

—Hay otros fabricantes de relojes en el mundo —dice Hector—. Seguro que no te costará encontrar otro si por lo que sea necesitas más relojes.

A Celia le tiemblan las manos cuando coge un volumen de la pila de obras de Shakespeare y se lo lanza a su padre. Como gustéis le atraviesa el pecho sin detenerse, se estrella contra la pared de la carpa y cae al suelo. El cuervo grazna y eriza las plumas.

Las jaulas de las palomas y el reloj empiezan a temblar, y el cristal de la foto enmarcada se resquebraja.

—Vete, papá —ordena Celia entre dientes, tratando de controlarse.

—No puedes pasarte la vida alejándome de ti —responde Hector.

Celia dirige su atención a las velas del escritorio y se concentra en una única llama danzarina.

—¿Crees que estás estableciendo lazos personales con esa gente? —prosigue Hector—. ¿Crees que significas algo para ellos? Todos morirán, tarde o temprano. Estás dejando que los sentimientos le ganen la partida a tu poder.

—Eres un cobarde —le espeta Celia—. Los dos sois unos cobardes. Lucháis por poderes porque sois demasiado cobardes para desafiaros abiertamente el uno al otro. Os da miedo fracasar y no poder culpar de ello a nadie excepto a vosotros mismos.

—Eso no es cierto —protesta Hector.

—Te odio —dice ella, todavía contemplando fijamente la llama de la vela.

La sombra de su padre se estremece y luego se esfuma.

No hay escarcha en las ventanas del piso de Marco, así que escribe con tinta series de símbolos que, en conjunto, forman una letra A. Presiona los dedos manchados contra los paneles y la tinta gotea por el cristal como si fuera lluvia.

Se sienta a contemplar la puerta y se dedica a girar el anillo en el dedo, trazando nerviosos círculos, hasta que a la mañana siguiente alguien llama a la puerta.

El hombre del traje gris no le reprende por haberle convocado. Se queda en el pasillo, justo ante la puerta, y se apoya con ambas manos en el bastón mientras aguarda a que Marco empiece a hablar.

—Ella cree que uno de los dos tiene que morir para que termine la partida —explica Marco.

—Tiene razón.

Ver confirmados sus temores es mucho peor de lo que Marco imaginaba. Dos simples palabras bastan para acabar con la leve esperanza que aún le quedaba de que Celia estuviera equivocada.

—Ganar será peor que perder —dice.

—Ya te avisé de que tus sentimientos hacia la señorita Bowen convertirían el reto en algo mucho más complicado para ti —responde su instructor.

—¿Por qué me hace esto? —quiere saber Marco—. ¿Por qué ha dedicado todos estos años a entrenarme para luego acabar así?

El hombre del traje gris hace una larga y agobiante pausa antes de responder.

—Sin importar las consecuencias, me pareció preferible a la vida que, de no haber sido así, habrías llevado.

Marco cierra la puerta y echa el cerrojo.

El hombre del traje gris levanta la mano para llamar de nuevo, pero luego vuelve a bajarla y se aleja de allí.