LONDRES, 1 DE NOVIEMBRE DE 1901
En otros tiempos, el piso de Marco era sencillo y espacioso, pero ahora está abarrotado de una gran variedad de muebles que no combinan entre sí. Muchos de ellos son piezas de las que Chandresh se aburrió en un momento dado y que, en lugar de desaparecer para siempre, han ido a parar a ese purgatorio.
Hay muchos libros y pocos estantes para ordenarlos, así que la mayoría se amontonan sobre antiguas sillas chinas y cojines de sari indio.
El reloj que descansa sobre la repisa de la chimenea es una creación de Herr Thiessen, embellecida con minúsculos libros cuyas páginas van pasando a medida que el segundero se aproxima a las tres de la madrugada.
Las páginas de los libros más grandes, que descansan sobre el escritorio, pasan a un ritmo menos constante, mientras Marco revisa volúmenes escritos a mano y garabatea notas y cálculos en hojas sueltas de papel. Una y otra vez, tacha símbolos y números, desecha unos libros para coger otros y luego regresa de nuevo a los que antes ha desechado.
La puerta del piso se abre obedeciendo a su propia voluntad: el pestillo salta de golpe y los goznes chirrían con furia. Marco da un respingo y vuelca un tintero sobre los papeles.
Celia está junto a la puerta. Unos cuantos rizos rebeldes se escapan de su moño alto. Lleva desabrochado el abrigo color crema, que de todas formas resulta demasiado ligero para esa época del año.
Sólo cuando entra en la habitación, cuando la puerta se cierra automáticamente tras ella con una serie de chasquidos, repara Marco en que el vestido de Celia, bajo el abrigo, está manchado de sangre.
—¿Qué ha pasado? —dice. La mano que en ese momento se dirigía al tintero volcado queda suspendida en el aire.
—Sabes perfectamente lo que ha pasado —responde ella. Le habla con voz serena, pero aun así ya han empezado a formarse ondas en la oscura superficie del charco de tinta que se ha acumulado sobre el escritorio.
—¿Estás bien? —le pregunta Marco, tratando de acercarse a ella.
—Desde luego que no estoy bien —contesta Celia. El tintero se hace añicos y arroja sobre los papeles una lluvia de gotas de tinta que salpican las mangas blancas de la camisa de Marco y se vuelven invisibles al aterrizar en su chaleco. Marco tiene las manos cubiertas de tinta, pero le preocupa más la sangre del vestido de ella, un río carmesí que va empapando la seda de color marfil y desaparece tras el calado de terciopelo negro que, como si de una jaula se tratara, cubre el tejido.
—Celia, ¿qué has hecho? —le pregunta.
—Lo he intentado —dice la chica. La voz se le quiebra al pronunciar esa palabra, así que se ve obligada a repetirla—. Lo he intentado. Creía que podría curarle. Hace tanto tiempo que le conozco… Pensaba que sería como conseguir que un reloj volviera a hacer tictac. Sabía exactamente lo que no funcionaba, pero no he conseguido arreglarlo. Le conocía tan bien… y, sin embargo, no ha funcionado.
El llanto que se ha ido acumulando en su pecho estalla de repente, y las lágrimas que lleva horas intentando contener brotan finalmente de sus ojos.
Marco cruza apresuradamente la habitación para llegar hasta ella. La abraza y la estrecha con fuerza mientras ella llora.
—Lo siento —dice, repitiéndolo como una letanía que se impone a los sollozos de Celia, hasta que ella se calma, relaja los hombros y se abandona a sus brazos.
—Era mi amigo —dice, con voz apenas audible.
—Lo sé —dice Marco, secándole las lágrimas y, al mismo tiempo, emborronándole de tinta las mejillas—. Lo siento tanto… No sé qué es lo que ha ocurrido. Algo se ha desequilibrado, pero no consigo entender de qué se trata.
—Ha sido Isobel —afirma Celia.
—¿Qué?
—El hechizo que Isobel lanzó sobre el circo, sobre ti y sobre mí. Yo lo sabía, lo percibía en cierta manera. No pensaba que tuviera mucho efecto, pero al parecer sí lo tenía. No sé por qué ha elegido esta noche para deshacerlo.
Marco suspira.
—Ha elegido esta noche porque finalmente le he dicho que te amo —dice—. Hace años que tendría que habérselo dicho, pero he elegido hacerlo precisamente esta noche. Me ha parecido que se lo tomaba bastante bien, pero está claro que me he equivocado. No tengo ni la menor idea de lo que estaba haciendo allí Alexander.
—Estaba allí porque yo le invité —admite Celia.
—Pero… ¿por qué lo has hecho? —le pregunta Marco.
—Quería un veredicto —dice, mientras los ojos se le vuelven a llenar de lágrimas—. Quería que todo esto terminara de una vez para poder estar contigo. Pensaba que si Alexander venía a ver el circo, tal vez podría determinarse un ganador, porque si no, no entiendo de qué otra forma lo van a decidir. ¿Cómo sabía Chandresh que Alexander iba a visitar el circo esta noche?
—No lo sé. Ni siquiera sé por qué ha decidido ir. Ha insistido en que no quería que le acompañara, así que he decidido seguirle y no perderle de vista. Sólo he dejado de vigilarle unos minutos, mientras iba a hablar con Isobel, y cuando he vuelto a encontrarle…
—¿Tú también has tenido la sensación de que el suelo se abría bajo tus pies? —le pregunta Celia.
Marco asiente.
—Sólo intentaba proteger a Chandresh de sí mismo —dice—. Ni siquiera se me había ocurrido pensar que pudiera ser un peligro para los demás.
—¿Qué es todo esto? —quiere saber Celia, dirigiendo su atención hacia los libros del escritorio. Contienen innumerables páginas de jeroglíficos y símbolos rodeados de texto recortado de otras fuentes, todo ello unido y tan lleno de garabatos que no queda ni un solo espacio libre. En el centro del escritorio se halla un volumen grande encuadernado en piel. Pegado en la parte interior de la tapa y rodeado por un árbol repleto de elaboradas inscripciones, Celia distingue algo que en su día debió de ser un recorte de periódico. La única palabra que consigue distinguir es «trascendente».
—Así es como trabajo —dice Marco—. Ese cuaderno en concreto es el que mantiene unidos a todos los miembros del circo. Una especie de salvaguarda, a falta de un término mejor. Puse una copia en la hoguera antes de la ceremonia de encendido, pero a éste le he hecho unos cuantos ajustes.
Celia va pasando las páginas de nombres y se detiene en una en la que se ve un pedazo de papel con la recargada firma de Lainie Burgess, junto a un espacio del que se ha eliminado otro pedazo de papel de idéntico tamaño. Lo único que queda es un vacío reluciente.
—Tendría que haber puesto ahí a Herr Thiessen —se lamenta Marco—. La verdad es que ni siquiera se me ocurrió.
—De no haber sido él, se habría tratado de cualquier otro visitante del circo. No hay forma de proteger a todo el mundo, es imposible.
—Lo siento —se disculpa Marco de nuevo—. No conocía a Herr Thiessen tan bien como tú, pero le admiraba y consideraba su obra.
—Él me mostró el circo de una forma en que yo no lo había visto hasta entonces —declara Celia—. Me enseñó cómo se ve desde fuera. Llevábamos años escribiéndonos cartas.
—Yo también te habría escrito, si hubiera podido expresar en palabras todo lo que quería decirte, pero no me hubiera bastado con un mar de tinta.
—Pero tú construiste sueños para mí —sostiene Celia, mirándole—. Y yo te construí carpas que casi nunca ves. Siempre he tenido muchas cosas tuyas a mi alrededor y, sin embargo, yo a cambio no te he dado jamás nada que puedas conservar.
—Aún tengo tu chal —dice Marco.
Celia sonríe con dulzura mientras cierra el cuaderno. Junto a él, la tinta derramada regresa a su tintero y los fragmentos de cristal vuelven a unirse.
—Creo que esto es lo que mi padre llamaría trabajar de fuera hacia dentro en lugar de hacerlo de dentro hacia fuera —dice Celia—. Siempre me estaba advirtiendo sobre ello.
—Entonces, seguro que despreciaría profundamente la otra habitación —afirma Marco.
—¿Qué habitación? —le pregunta ella. El tintero vuelve a estar intacto, como si jamás se hubiera roto.
Marco le indica por señas que se acerque y la acompaña a la habitación contigua. Abre la puerta, pero no entra, y cuando Celia le sigue hasta el umbral, entiende por qué.
Tal vez en otra época fuera un gabinete o un salón, no demasiado grande, aunque seguramente se podría haber definido como acogedor si no hubiera sido por la cantidad de papel y cordel que se acumula en cada centímetro de espacio libre.
De la araña de luz cuelgan pedazos de cordel que serpentean hasta la cima de los estantes. Están enlazados unos con otros, formando una especie de tela de araña que cae en cascada desde el techo.
En cada superficie disponible —mesas, escritorios y sillones— se ven maquetas de carpas construidas con todo detalle. Algunas están hechas de papel de periódico; otras, de tela. Trozos de planos, de novelas y de papel de carta, doblados, recortados y modelados en forma de carpas de rayas, todas ellas atadas con cordel negro, blanco y rojo. Están unidas a engranajes de relojes, fragmentos de espejos o cabos de vela.
En el centro de la habitación, sobre una mesa redonda de madera pintada de negro con incrustaciones de madreperla, se ve un pequeño caldero de hierro. En su interior arde un alegre fuego de resplandecientes llamas blancas, las cuales proyectan alargadas sombras por toda la estancia.
Celia entra en la habitación, agachándose para esquivar los cordeles que cuelgan del techo. La sensación que experimenta es idéntica a la de entrar en el circo, hasta el punto de que le parece percibir el olor del caramelo flotando en el aire. Y, sin embargo, hay algo más, algo más profundo y antiguo que subyace bajo el papel y el cordel.
Marco permanece en el umbral mientras la joven se abre paso con cautela por la estancia, consciente del movimiento de su vestido mientras contempla las minúsculas carpas o pasa delicadamente los dedos sobre los engranajes de reloj y los pedazos de cordel.
—Todo esto es magia muy antigua, ¿no? —pregunta.
—La única que conozco —responde Marco. Tira de un cordel situado junto a la puerta y el movimiento reverbera por toda la habitación. El circo a escala resplandece cuando los fragmentos metálicos reflejan la luz de las llamas—. Aunque dudo que éste fuera el propósito de dicha magia.
Celia se detiene junto a la carpa que contiene una rama de árbol cubierta de cera de vela. Orientándose desde allí, no tarda en localizar otra carpa, cuya puerta de papel empuja suavemente: tras la puerta, descubre un círculo de diminutas sillas que reproduce el escenario en el que ella misma actúa.
En las páginas que lo circundan se pueden leer sonetos de Shakespeare.
Celia suelta la puertecita de papel y deja que se cierre.
Concluye su vacilante recorrido por la estancia y se reúne de nuevo con Marco junto al umbral. Después de salir, cierra suavemente la puerta tras ella.
La sensación de estar dentro del circo desaparece nada más traspasar el umbral y, de repente, percibe de forma mucho más aguda todo lo que contiene la habitación colindante: el calor del fuego que lucha contra la corriente de las ventanas, el olor de la piel de Marco bajo la tinta, su colonia…
—Gracias por enseñármelo —dice.
—Supongo que tu padre no lo aprobaría —insinúa Marco.
—La verdad es que ya no me interesa lo que mi padre aprueba o deja de aprobar.
Celia pasa por delante del escritorio y se detiene junto a la chimenea para contemplar las diminutas páginas que van pasando al compás del tiempo en el reloj de la repisa.
Junto al reloj ve un único naipe, el dos de corazones. No queda en él señal alguna que indique que, en otros tiempos, lo atravesó una daga otomana. Tampoco hay rastro en su superficie de la sangre de Celia, aunque ella sabe muy bien que se trata de la misma carta.
—Podría hablar con Alexander —propone Marco—. Tal vez haya visto lo bastante como para emitir un veredicto, o tal vez considere que lo sucedido merece una descalificación. Estoy convencido de que a estas alturas ya me considera un fracaso, así que podría declararte vencedora a ti…
—Basta —ordena Celia, sin volverse—. Por favor, deja de hablar. No quiero seguir hablando de este estúpido juego.
Marco intenta protestar, pero la voz se le quiebra en la garganta. Trata de recuperarla, pero pronto descubre que le es imposible hablar. Suspira en silencio y deja caer los hombros.
—Estoy harta de intentar mantener unidas las cosas que no pueden estarlo —dice Celia, cuando él se le acerca—. De intentar controlar lo que no puede controlarse. Estoy cansada de negarme lo que de verdad quiero por miedo a romper cosas que luego no podré arreglar. Hagamos lo que hagamos, se romperán inevitablemente.
Se apoya en el pecho de Marco, y él la rodea con los brazos, al tiempo que le acaricia muy despacio la nuca con las manos aún manchadas de tinta. Permanecen así largo rato, arrullados por el chisporroteo del fuego y el tictac del reloj.
Cuando ella levanta la cabeza, él la observa fijamente mientras le quita el abrigo y apoya las manos en sus brazos desnudos.
La conocida pasión que siempre acompaña el roce entre la piel de ambos invade de nuevo a Celia y, esta vez, ya no puede resistirse, ya no quiere resistirse.
—Marco —musita, mientras trata de desabrocharle los botones del chaleco—. Marco, yo…
Antes de que pueda terminar, Marco cubre con sus labios los de ella y la besa con tanta urgencia como pasión.
Mientras la joven le va desabrochando el chaleco, él, incapaz de apartarse de sus labios, desabrocha a tientas cierres y lazos, hasta que el vestido de Celia, tan minuciosamente confeccionado, cae a sus pies formando una especie de charco.
Marco se enrolla en las muñecas las cintas desatadas del corsé y los dos jóvenes se tienden en el suelo, donde siguen retirando capas y más capas de ropa, hasta que ya nada los separa.
Atrapados los dos en el silencio, Marco dibuja con la lengua, por todo el cuerpo de ella, palabras de disculpa y de adoración, como si quisiera expresar así todo lo que no es capaz de decir en voz alta.
Pronto encuentra otras formas de decírselo, a medida que sus dedos van dejando un leve rastro de tinta sobre la piel de Celia. Marco saborea cada gemido que obtiene de ella.
La habitación entera se estremece cuando llegan juntos al orgasmo.
Y, aunque son muchos los objetos frágiles que contiene la estancia, ninguno de ellos se rompe.
Por encima de sus cabezas, el reloj sigue volviendo sus páginas, pasando hacia adelante historias demasiado diminutas para poder leerlas.
Marco no recuerda haberse quedado dormido. Recuerda que Celia estaba acurrucada entre sus brazos, con la cabeza apoyada en su pecho para escuchar el latido de su corazón, pero un momento después se encuentra solo.
El fuego se ha apagado, apenas quedan unos pocos rescoldos. La luz gris del amanecer empieza a filtrarse por la ventana y proyecta tenues sombras.
Sobre el dos de corazones de la repisa de la chimenea descansa un anillo de plata con una inscripción en latín. Marco sonríe, mientras se coloca el anillo de Celia en el meñique, justo al lado de la cicatriz de su dedo anular.
No descubre hasta más tarde que la salvaguarda encuadernada en piel que hasta entonces estaba sobre su escritorio ha desaparecido.