LONDRES, MAYO - JUNIO DE 1884
Poco antes de que el muchacho cumpla diecinueve años, el hombre del traje gris le saca de la casa sin previo aviso y le instala en un piso de dimensiones modestas con vistas al Museo Británico.
Al principio, el muchacho piensa que se trata de algo temporal. Últimamente han hecho viajes de varias semanas, incluso meses, a Francia, Alemania y Grecia, en los que el chico se ha dedicado más a estudiar que a ver monumentos. Sin embargo, ahora no se trata de una de esas semanas que pasan en hoteles de lujo, aunque no sea exactamente de vacaciones.
Es un piso modesto, amueblado con lo imprescindible y tan parecido a sus anteriores aposentos que al muchacho le cuesta sentir algo parecido a la añoranza. La única diferencia está en la biblioteca, aunque aquí sigue disponiendo de una cantidad asombrosa de libros.
Hay un armario lleno de trajes negros de corte elegante pero nada llamativos, y de camisas blancas almidonadas. Descubre también una hilera de bombines hechos a medida.
Pregunta cuándo dará comienzo eso a lo que se refieren únicamente como «el reto». El hombre del traje gris no se lo dice, pero el traslado marca con toda claridad el fin de las clases formales.
A partir de ese momento, el muchacho prosigue con sus estudios de forma independiente. Llena cuadernos de símbolos y jeroglíficos, trabaja en sus antiguas notas y descubre elementos nuevos sobre los que reflexionar. Siempre va cargado con pequeños cuadernos que luego, cuando están llenos, transcribe a otros de mayor tamaño.
Empieza todos los cuadernos de la misma forma: un detallado bosquejo de un árbol, que dibuja con tinta negra en el interior de la tapa. Desde allí, las ramas negras se extienden hacia las páginas siguientes y unen líneas que forman letras y símbolos, hasta que cada página queda prácticamente cubierta de tinta. Y todo ello —runas, palabras y jeroglíficos— se enrosca y se une al árbol del principio.
Hay todo un bosque de árboles así, colocados con esmero en los estantes.
Practica lo que ha aprendido, aunque le resulta difícil juzgar por sí mismo el efecto de sus trucos de ilusionismo. Dedica mucho tiempo a observar las imágenes que le devuelven los espejos.
Puesto que ya no está sujeto a un horario de clases ni encerrado bajo llave, da largos paseos por la ciudad. Hay tantísima gente en todas partes que se pone muy nervioso, pero el placer que le produce poder salir del piso cuando le viene en gana supera con creces el miedo de tropezar accidentalmente con algún transeúnte cuando intenta cruzar una calle.
Se sienta en los parques y en los cafés, observa a la gente, que apenas le presta atención cuando se pierde entre una multitud de hombres jóvenes vestidos con idénticos trajes y bombines.
Una tarde regresa a su antigua casa, pensando que tal vez no será una grosería por su parte visitar a su instructor para algo tan sencillo como tomar el té con él, pero la encuentra abandonada, y las ventanas, tapiadas con tablones de madera.
Mientras regresa a su piso, se lleva una mano al bolsillo y se da cuenta de que ha perdido el cuaderno.
Se pone a maldecir en voz alta, lo cual atrae la atención de una mujer que pasa por allí y que se hace a un lado cuando el joven se detiene de golpe en la concurrida acera.
Empieza a desandar lo andado, inquietándose más y más cada vez que dobla una esquina. Justo entonces empieza a llover: no es más que una fina llovizna, pero varios paraguas se abren entre el gentío. El joven se baja un poco el ala de su bombín, para protegerse los ojos mientras sigue buscando en la húmeda acera algún rastro de su cuaderno.
Se detiene en una esquina, bajo el toldo de un café, y contempla las farolas que poco a poco se van encendiendo a ambos lados de la calle. Se pregunta si es mejor esperar a que la multitud se vaya dispersando, o a que deje de llover. Es entonces cuando se fija en una chica que, a pocos pasos de donde está él, se refugia también bajo el toldo y estudia con gran interés las páginas de un cuaderno que él, casi sin lugar a dudas, reconoce en seguida.
Debe de tener unos dieciocho años, puede que algo menos. Tiene los ojos claros y el pelo de un tono que no se acaba de definir, entre el rubio y el castaño. La lluvia ha humedecido su vestido, que probablemente estuvo muy a la moda un par de años atrás.
El muchacho se acerca, pero ella, completamente absorta en el cuaderno, no lo advierte. Incluso se ha quitado uno de los guantes para sujetar mejor las delicadas páginas. Ahora ya está completamente seguro de que es su cuaderno y se da cuenta de que la chica lo tiene abierto por una página en la que él había pegado una carta de tarot, la imagen de varias criaturas aladas que se arrastran por los radios de una rueda. Su propia caligrafía cubre la carta y el papel que la rodea, incorporándola así al texto.
Observa la expresión de la chica mientras pasa las páginas, y ve en ella una mezcla de perplejidad y curiosidad.
—Creo que ese cuaderno que tiene usted es mío —le dice, al cabo de un momento. La chica da un respingo, sorprendida, y casi deja caer el cuaderno. Consigue cogerlo, pero se le escapa uno de los guantes, que aterriza revoloteando en la acera. Él se agacha para recogerlo y, cuando se incorpora para devolvérselo, a ella parece sorprenderle la sonrisa de él.
—Lo siento —se disculpa, a la vez que intercambia apresuradamente el guante por el cuaderno—. Se le cayó en el parque y quería devolvérselo, pero le he perdido a usted de vista y luego… Lo siento. —La chica se interrumpe, algo aturullada.
—No tiene importancia —responde él, aliviado ahora que lo ha recuperado—. Temía haberlo perdido para siempre, lo cual hubiera sido una lástima. Estoy en deuda con usted, señorita…
—Martin —dice ella, pero suena a mentira—. Isobel Martin.
Le dirige una mirada interrogante, a la espera de que él le diga su nombre.
—Marco —contesta él—, Marco Alisdair.
El nombre le suena extraño al pronunciarlo, pues son contadísimas las ocasiones que ha tenido que decirlo en voz alta. Ha escrito tantas veces esa variante de su nombre real combinada con una forma del alias de su instructor, que ya casi la reconoce como propia, pero ahora, al añadirle sonido al símbolo, adquiere unas dimensiones completamente distintas. El hecho de que Isobel lo acepte con naturalidad hace que suene aún más real.
—Encantada de conocerle, señor Alisdair —dice.
Él piensa que lo más sensato sería darle las gracias, coger su cuaderno y marcharse, pero tampoco es que sienta un deseo especial de volver a su piso.
—¿Puedo invitarla a tomar algo como muestra de mi agradecimiento, señorita Martin? —le pregunta, después de guardarse el cuaderno en el bolsillo.
Isobel vacila, pues sin duda no es de las que aceptan invitaciones de desconocidos en oscuras esquinas, pero finalmente, para sorpresa de Marco, accede.
—Me encantaría, gracias —responde.
—Perfecto —contesta él—. Pero conozco cafés más agradables que este de aquí —añade, señalando la ventana junto a la que se encuentran—. Están relativamente cerca, si a usted no le importa mojarse un poco. Me temo que no he traído paraguas.
—No me importa en absoluto —accede Isobel. Marco le ofrece el brazo y echan a andar por la calle, bajo la fina lluvia.
Recorren sólo una o dos manzanas y luego giran por un callejón bastante estrecho. Marco nota la tensión de la chica en la oscuridad, pero Isobel se relaja cuando divisa una puerta bien iluminada junto a una ventana de cristal esmerilado. Le sujeta la puerta y entran en un minúsculo café, que a lo largo de los últimos meses se ha convertido en el favorito de Marco. Es uno de los pocos lugares de Londres en los que se siente verdaderamente cómodo.
Todas las superficies disponibles están repletas de candelabros de cristal en los que titila la llama de una vela, y las paredes están pintadas de un rojo intenso y atrevido. Sólo hay unos cuantos clientes desperdigados por ese íntimo espacio, repleto de mesas vacías. Se sientan a una pequeña, junto a la ventana. Marco le hace una seña a la mujer que está detrás de la barra, que de inmediato les lleva dos copas de vino de Burdeos y deja la botella sobre la mesa, al lado de un jarroncito que contiene una rosa amarilla.
Mientras la lluvia golpetea suavemente los cristales de la ventana, los dos jóvenes charlan amablemente de temas intrascendentes. Marco ofrece muy poca información acerca de sí mismo, e Isobel corresponde del mismo modo.
Cuando él le pregunta si tiene hambre, ella evita educadamente responder, pero ese gesto la traiciona y desvela que está famélica. El joven capta de nuevo la atención de la camarera, quien a los pocos minutos se acerca a ellos con un plato de queso, fruta y rebanadas de baguette.
—¿Cómo ha descubierto usted este sitio? —pregunta Isobel.
—Probando —responde él—. Y bebiendo muchas copas de vino malo.
Isobel se echa a reír.
—Lo siento —dice—, aunque parece que al final ha acertado usted. Este sitio es encantador. Parece un oasis.
—Un oasis con buen vino —admite Marco, inclinando su copa hacia Isobel.
—Me recuerda a Francia —comenta ella.
—¿Es usted francesa? —le pregunta Marco.
—No —responde Isobel—, pero he vivido algún tiempo allí.
—Yo también —afirma el joven—, aunque de eso ya hace bastante tiempo. Y tiene usted razón, este sitio es muy francés, lo cual forma parte de su encanto. Hay tantos locales por ahí que ni se preocupan por resultar encantadores…
—Usted sí lo es —le espeta Isobel, ruborizándose de inmediato y con expresión de querer tragarse sus propias palabras si eso fuera posible.
—Gracias —responde Marco, sin saber muy bien qué decir.
—Lo siento —comienza Isobel, visiblemente aturullada—. No quería decir… —Por un momento, parece que no va a terminar la frase, pero luego prosigue, envalentonada tras una copa y media de vino—: Su cuaderno está lleno de encantamientos —susurra. Observa al joven, a la espera de su reacción, pero él no dice nada, y ella termina por desviar la mirada—. Encantamientos —repite, para llenar el silencio—. Talismanes, símbolos… No tengo ni idea de lo que significan, pero son encantamientos, ¿no?
Nerviosa, Isobel bebe un sorbito de vino antes de atreverse a mirarle otra vez. Marco elige sus palabras con mucho cuidado, receloso del rumbo que está tomando la conversación.
—¿Y qué sabe acerca de talismanes y encantamientos una jovencita que en otros tiempos vivía en Francia? —le pregunta.
—Sólo lo que he leído en libros —responde ella—. No recuerdo lo que significan. Sólo conozco los símbolos astrológicos y algunos de los símbolos alquímicos, y tampoco se puede decir que me resulten muy familiares… —Isobel hace una pausa, como si no estuviera segura de si quiere o no entrar en detalles, pero finalmente añade—. La Roue de la Fortune, la Rueda de la Fortuna. La carta de su cuaderno. La conozco. Yo también tengo una baraja.
Si bien hasta este momento Marco ha considerado a la joven ligeramente enigmática y bastante atractiva, esa revelación le hace cambiar de idea. Se inclina sobre la mesa y observa a Isobel con un interés considerablemente mayor que el anterior.
—¿Está usted diciéndome que lee el tarot, señorita Martin? —le pregunta.
Isobel asiente.
—Sí, o por lo menos lo intento —admite—. Aunque sólo para mí, así que supongo que en realidad no es leerlo. Es… es, bueno, algo que aprendí hace unos cuantos años.
—¿Lleva usted la baraja? —se interesa Marco. Isobel asiente de nuevo—. Me gustaría mucho verla, si a usted no le importa —añade el joven, al ver que ella no hace movimiento alguno para sacarla del bolso. Isobel echa un vistazo a los otros clientes del café, pero Marco le quita importancia con un ademán—. No se preocupe usted por ellos —dice—, hace falta algo más que una baraja de cartas para asustar a estos tipos. Pero si prefiere no hacerlo, lo entiendo.
—No, no, no me importa —responde ella, mientras coge su bolso y, con sumo cuidado, saca una baraja de cartas envuelta en una tela negra de seda. Retira el envoltorio y coloca los naipes sobre la mesa.
—¿Puedo…? —pregunta Marco, acercando la mano para cogerlas.
—Claro —responde ella, sorprendida.
—A algunos videntes no les gusta que otras personas toquen sus cartas —aclara Marco, mientras coge con cuidado la baraja y empieza a recordar algunos detalles de sus clases de adivinación—. Y no quisiera parecerle presuntuoso. —Le da la vuelta a la primera carta, El Mago. Marco no puede evitar una sonrisa antes de devolver la carta a su sitio.
—¿Usted también lee? —le pregunta Isobel.
—Oh, no —contesta él—. Estoy familiarizado con las cartas, pero ellas no me hablan, o no lo bastante como para que pueda leerlas. —Desvía la mirada de la mesa y la dirige hacia Isobel, sin saber muy bien qué pensar de ella—. Pero a usted sí, ¿verdad?
—Nunca lo he considerado de esa forma, pero sí, supongo que lo hacen —admite.
La joven guarda silencio mientras observa a Marco ir pasando las cartas de la baraja. Las trata con el mismo respeto que poco antes ha demostrado ella con el diario de él, sosteniéndolas cuidadosamente por una esquina. Después de estudiar la baraja entera, vuelve a dejar los naipes sobre la mesa.
—Tienen muchos años —dice—. Me atrevería a decir que bastantes más que usted. ¿Puedo preguntarle cómo han llegado a sus manos?
—Las encontré en el interior de un joyero, en una tienda de antigüedades de París, ya hace años —responde Isobel—. La mujer de la tienda ni siquiera quiso vendérmelas, me dijo que me llevara la baraja sin más, que la alejara de su tienda. Cartas del diablo, las llamó. Cartes du Diable.
—La gente suele ser muy ingenua con estas cosas —dice Marco, citando una frase que su instructor le ha repetido en muchas ocasiones a modo de amonestación y advertencia—. Hay quien prefiere tacharlas de diabólicas antes que molestarse en conocerlas. Una desafortunada verdad, pero verdad al fin y al cabo.
—¿Para qué sirve su cuaderno? —le pregunta Isobel—. No pretendo ser indiscreta, es sólo que me ha parecido interesante. Espero que me disculpe usted por haberle echado un vistazo.
—Bueno, en ese sentido estamos en paz, ya que usted me ha permitido ojear sus cartas —dice él—, pero me temo que es una cuestión complicada y nada fácil de explicar, o de creer.
—Yo creo en muchas cosas —afirma Isobel. Marco no dice nada, pero observa a la muchacha con la misma atención con que antes ha estudiado sus cartas. Isobel le sostiene la mirada y no la aparta.
Le resulta demasiado tentador. Haber encontrado a alguien que quizá sea capaz de entender el mundo en el que él ha vivido prácticamente durante toda su existencia… Sabe que no debería dejarse llevar, pero no puede evitarlo.
—Podría enseñárselo, si usted quisiera —propone, al cabo de un momento.
—Me encantaría —responde Isobel.
Terminan el vino y Marco le paga la cuenta a la mujer que está al otro lado de la barra. Se pone el bombín y coge a Isobel del brazo mientras abandonan el calor del café y echan a andar de nuevo bajo la lluvia.
Marco se detiene bruscamente a mitad de la manzana siguiente, justo delante de un patio grande rodeado por una verja. Está un poco apartado de la acera, como si fuera una especie de antecámara adoquinada con muros de piedra gris.
—Aquí está bien —dice. Aleja a Isobel de la acera y la conduce hacia el espacio entre el muro y la verja. La coloca de forma que la joven queda con la espalda apoyada en la piedra gris y húmeda del muro, y se sitúa justo delante de ella, tan cerca que la muchacha puede ver hasta la última gota de lluvia en el ala de su bombín.
—¿Bien para qué? —quiere saber Isobel, con la voz atenazada por el temor. Sigue lloviendo y no hay escapatoria posible. Marco se limita a levantar una mano enguantada para tranquilizarla, y se concentra en la lluvia y en el muro gris, tras la cabeza de ella.
Nunca, hasta ese momento, ha podido poner en práctica esa proeza concreta con nadie y no está del todo convencido de que vaya a salir bien.
—¿Confía usted en mí, señorita Martin? —le pregunta, dirigiéndole la misma mirada intensa que en el café, con la única diferencia de que ahora sólo unos pocos centímetros separan los ojos de ambos.
—Sí —responde ella, sin vacilar.
—Bien —contesta Marco.
Y, con un movimiento rápido, levanta la mano y la coloca con firmeza sobre los ojos de Isobel.
Ella, sobresaltada, se queda inmóvil. Es como si hubiera perdido por completo la visión; no ve nada y lo único que nota es el roce de la piel húmeda del guante de Marco. Se estremece, sin saber muy bien si se debe al frío o a la lluvia. Junto a ella, una voz susurra palabras que debe esforzarse para escuchar y que, aun así, no entiende. Poco después, deja de oír el golpeteo de la lluvia y tiene la sensación de que la pared de piedra en la que está apoyada se vuelve rugosa, cuando hasta ese momento le había parecido lisa. La oscuridad se le antoja algo más luminosa y, justo entonces, Marco baja la mano.
Isobel parpadea para que los ojos se le acostumbren a la luz, y ve al joven, que sigue delante de ella. Sin embargo, hay algo distinto: ya no se aprecian gotas de lluvia en el ala de su sombrero. En realidad, no hay gotas de lluvia en ninguna parte. Más bien al contrario: la luz del sol proyecta sobre él un leve resplandor, aunque no es eso lo que deja sin aliento a Isobel.
Lo que la deja sin aliento es el hecho de que ahora se encuentran en un bosque y que ella tiene la espalda apoyada en un enorme y añejo tronco. Los árboles son negros y carecen de hojas; sus ramas se extienden hacia la inmensa y radiante extensión azul que es el cielo, sobre sus cabezas. El suelo está cubierto por una finísima capa de nieve que brilla y centellea bajo la luz del sol. Es un hermoso día de invierno y no se ve ni un solo edificio en kilómetros a la redonda, únicamente una gran extensión de nieve y bosques. Un pájaro trina en un árbol cercano y, a lo lejos, otro le responde.
Isobel está desconcertada. Es real. Nota el calor del sol en la piel y la rugosidad de la corteza del árbol bajo los dedos. El frío de la nieve es palpable, aunque se da cuenta de que su vestido ya no está empapado de lluvia. Hasta el aire que le llega a los pulmones tiene la inconfundible frescura del campo, sin rastro alguno de la polución londinense. No puede ser real, pero lo es.
—Es imposible —dice, volviéndose hacia Marco. Él sonríe, y sus ojos, verdes, resplandecen bajo el sol del invierno.
—Nada es imposible —afirma él.
Isobel se echa a reír, con la risa aguda y alegre de una niña. Se le pasan por la cabeza miles y miles de preguntas, pero no es capaz de formular adecuadamente ni una sola de ellas. Y, entonces, de golpe, una imagen muy clara invade su mente: El Mago.
—Eres mago —asegura.
—Creo que hasta ahora nadie me había llamado así —responde Marco.
Isobel se echa a reír de nuevo y sigue riéndose en el momento en que él se inclina para besarla.
Dos pájaros revolotean sobre sus cabezas mientras una ligera brisa sopla entre las ramas de los árboles, en torno a los dos jóvenes. Los transeúntes de las oscuras calles de Londres no ven en ellos nada de extraordinario: sólo son dos jóvenes enamorados que se besan bajo la lluvia.