Intersecciones I: La caída de un sombrero

LONDRES, 31 DE OCTUBRE - 1 DE NOVIEMBRE DE 1901

El circo siempre está muy animado la víspera de Todos los Santos. En la explanada cuelgan farolillos de papel, y las sombras que danzan sobre sus blancas superficies parecen silenciosos rostros de mirada hostil. En unos cestos situados junto a la entrada y también repartidos por todo el circo se amontonan máscaras blancas, negras o plateadas, provistas de cintas, para que se las pongan los espectadores que así lo deseen. Resulta difícil distinguir entre artistas y espectadores.

Deambular de forma anónima por el circo es una experiencia completamente distinta: fundirse con el entorno, pasar a formar parte de la atmósfera… Muchos espectadores disfrutan inmensamente de la experiencia, mientras que a otros les parece desconcertante y prefieren mostrar su verdadero rostro.

Pasada la medianoche, cuando el reloj empieza a marcar las horas del día de Todos los Santos propiamente dicho, la multitud ya no es tan numerosa.

Los espectadores que aún permanecen allí, ocultos tras máscaras, se mueven como fantasmas.

La cola para consultar a la adivina se ha reducido hasta desaparecer, pues la mayoría de los espectadores prefieren conocer su futuro durante las primeras horas de la noche. Las últimas son más apropiadas para otro tipo de pasatiempos, menos cerebrales. Poco antes, la cola de buscadores espirituales era prácticamente interminable, pero ahora que octubre ya es noviembre, no queda nadie esperando en el vestíbulo, nadie esperando tras la cortina de cuentas para conocer los secretos de las cartas.

Y justo entonces, la cortina de cuentas se abre, aunque la adivina no ha oído acercarse a nadie.

Lo que Marco ha ido a decirle no debería ser ninguna sorpresa para ella. Ya hace años que las cartas lo vaticinan, pero ella se ha negado a escuchar y ha decidido, en cambio, ver sólo las otras posibilidades, las rutas alternativas que puede seguir.

Pero escucharlo de sus propios labios es algo completamente distinto. Nada más pronunciar él las palabras, un recuerdo olvidado se abre paso en la mente de la adivina y la ocupa por completo: dos figuras de verde en el centro de un vistoso salón de baile, tan enamoradas que la sala entera exuda calor.

La adivina le pide a Marco que coja una única carta y se sorprende por el hecho de que él acepte.

Pero no de que la carta elegida sea La Papisa.

A veces, la adivina retira temprano el letrero de su carpa, o lo retira durante épocas en las que está cansada de leer las cartas y necesita tomarse un respiro. Suele pasar ese tiempo con Tsukiko, pero esta noche en concreto, en lugar de buscar a la contorsionista, se queda sentada a su mesa, barajando de forma compulsiva las cartas del tarot.

Le da la vuelta a una carta, y luego a otra y otra.

Sólo salen espadas. Filas de espadas en puntiagudas hileras. Cuatro. Nueve. Diez. El afilado as.

Vuelve a colocarlas todas en una pila.

Luego deja a un lado las cartas y se concentra en otra cosa.

Guarda la sombrerera debajo de la mesa. Es el lugar más seguro que se le ha ocurrido, el lugar al que puede acceder más fácilmente. A menudo se le olvida que está allí, oculta bajo una cascada de terciopelo, siempre suspendida entre ella y los buscadores espirituales, como una presencia oculta y constante.

Pero ahora se agacha bajo la mesa y saca la caja de entre las sombras de terciopelo, de forma que queda iluminada por la trémula luz de las velas.

La sombrerera es sencilla y redonda, está forrada de seda negra. No tiene cierre ni bisagras: la tapa se mantiene en su sitio gracias a dos cintas, una negra y la otra blanca, cuidadosamente atadas con nudos.

Isobel deja la caja sobre la mesa y sacude de la parte superior una gruesa capa de polvo, aunque una considerable cantidad se queda pegada a las cintas atadas. Vacila, y durante apenas un instante piensa que es mejor dejar en paz la sombrerera y devolverla a su sitio. Pero ahora ya no parece tener importancia.

Desata lentamente las cintas, deshaciendo los nudos con las uñas. Cuando éstos se aflojan lo bastante como para poder quitar la tapa, la adivina la retira con mucha cautela, como si le diera miedo lo que pudiera haber dentro.

Dentro de la caja hay un sombrero.

Está tal y como lo dejó ella. Un viejo bombín negro, un poco gastado en el ala. Está atado con otras cintas blancas y negras, adornado como si fuera un regalo, con lazos claros y oscuros. Bajo los nudos de la cinta se encuentra una única carta del tarot y, entre el sombrero y la carta, un pañuelo doblado de encaje blanco, con un bordado en las esquinas en forma de enredadera negra.

Eran cosas tan sencillas… Nudos y propósitos.

Se había reído durante las clases, pues prefería las cartas, que, a pesar de su miríada de posibles significados, le parecían, en comparación, mucho más sencillas.

Era sólo una precaución. Las reservas son una buena cosa en circunstancias tan impredecibles. No era más raro que coger el paraguas un día que se intuye lluvia, aunque luzca un sol radiante.

Aunque tampoco está segura de que el sombrero, en realidad, esté haciendo algo aparte de acumular polvo. No tiene forma de estar segura, carece de un barómetro con el que medir cosas tan insustanciales como ésa. No tiene un termómetro para medir el caos. En este momento, la sensación que tiene es la de estar presionando contra un espacio vacío.

Isobel saca con mucho cuidado el sombrero de la caja, y los largos extremos de las cintas caen a su alrededor formando una especie de cascada. Resulta extrañamente hermoso, a pesar de que sólo se trata de un viejo sombrero, un pañuelo y una carta sujetos con una gastada cinta. Tiene un aspecto casi festivo.

—Los hechizos más sencillos pueden ser también los más efectivos —dice casi al borde de las lágrimas, sorprendida de oír su propia voz.

El sombrero no contesta.

—Me parece que no estás produciendo ningún efecto —continúa ella.

De nuevo, no hay respuesta por parte del sombrero.

Lo único que pretendía era mantener el equilibrio del circo, impedir que dos partes en conflicto se causaran daño mutuamente o lo causaran a su alrededor.

Impedir que se rompiera la balanza.

A su mente acude, una y otra vez, la imagen de los dos juntos en el salón de baile.

Recuerda fragmentos de una discusión escuchada a escondidas. Recuerda a Marco diciendo que todo lo había hecho por ella, una afirmación que en su momento no entendió y que olvidó poco después.

Pero ahora está todo muy claro.

Toda la pasión que aparecía en las cartas cuando intentaba averiguar algo sobre él iba dirigida a Celia.

El circo en sí, todo por ella. Por cada hermosa carpa que ella crea, él corresponde con otra.

Y la propia Isobel ha colaborado a la hora de mantener el equilibrio de las cosas. Le ha ayudado a él. Los ha ayudado a los dos.

Contempla el sombrero que tiene entre las manos.

Encaje blanco que acaricia la negra lana, cintas entrelazadas. Inseparables.

Isobel tira de las cintas con los dedos y deshace los lazos, presa de una furia repentina.

El pañuelo cae al suelo, flotando como un fantasma, y las iniciales C.N.B. resultan perfectamente legibles entre las enredaderas bordadas.

La carta del tarot cae al suelo y aterriza con el anverso hacia arriba. En ella se aprecia la imagen de un ángel; debajo de la ilustración se lee la palabra Tempérance.

Isobel se queda inmóvil y contiene la respiración. Espera que su acción provoque alguna repercusión, que tenga algún resultado. Pero todo permanece en silencio. A su alrededor, la luz de las velas tiembla. La cortina cuelga perfectamente quieta y serena. De repente, se siente ridícula e incluso estúpida, sola en su carpa con un montón de cintas enredadas y un viejo sombrero. Se considera una tonta por haber creído que podía influir de alguna manera en esas cosas, que en realidad todo lo que ella hacía era importante.

Se inclina para recoger la carta del suelo, pero interrumpe el movimiento a pocos centímetros de la carta al oír algo. Durante apenas un segundo, le parece que se trata del chirrido de los frenos de un tren.

Isobel tarda algunos segundos en darse cuenta de que el ruido procedente del exterior de la carpa es, en realidad, el grito de Poppet Murray.