Mares tempestuosos

DUBLÍN, JUNIO DE 1901

Después de que la ilusionista haga una reverencia y desaparezca ante la mirada de un público embelesado, los espectadores empiezan a aplaudir el aire vacío. Se levantan de sus asientos y algunos charlan con sus vecinos y, a medida que van desfilando hacia la puerta, que ha vuelto a aparecer en uno de los laterales rayados de la carpa, comentan tal o cual truco.

Sólo un hombre, sentado en una de las sillas del círculo exterior, permanece en la carpa cuando todo el mundo se marcha. Mantiene los ojos, casi ocultos bajo la sombra que proyecta el ala de su bombín, fijos en un punto concreto del centro del círculo, el que hasta hace apenas un instante ocupaba la ilusionista.

El resto del público se marcha.

El hombre sigue sentado.

Al cabo de unos pocos minutos, la puerta desaparece de la pared de la carpa y se vuelve otra vez invisible.

El hombre ni siquiera parpadea. No se molesta en mirar hacia la puerta cuando ésta desaparece.

Un instante después, Celia está sentada frente a él en una silla, de lado y con los brazos apoyados en el respaldo. Lleva el mismo traje que ha lucido durante la actuación, un vestido blanco con un diseño de piezas de rompecabezas desencajadas, que se pierden en la negrura de la parte baja del vestido.

—Has venido a verme —dice ella, en un tono de voz que no oculta su alegría.

—Tenía unos días libres —responde Marco—. Y últimamente no es que tú vengas mucho a Londres.

—Iremos a Londres en otoño —le explica Celia—. Se está convirtiendo en una especie de tradición.

—No podía esperar tanto para verte.

—Yo también me alegro de verte —reconoce ella, en voz baja. Alarga una mano y le coloca bien el ala del sombrero.

—¿Te gusta el Dédalo de Nubes? —le pregunta el muchacho. Cuando ella se dispone a bajar la mano, él se la coge.

—Sí —responde Celia, conteniendo el aliento al notar el roce de los dedos de él—. ¿Convenciste al señor Barris para que te ayudara?

—Sí —dice Marco, mientras le pasa el pulgar por la parte interior de la muñeca—. Pensé que no me iría mal un poco de ayuda para equilibrar un poco las cosas. Tú tienes tu Tiovivo y el Laberinto lo compartimos, así que me parecía justo tener un diseño original de Barris para mí solo.

La intensidad de la mirada de Marco y el contacto de su piel recorre el cuerpo de Celia como si de una ola se tratara, y aparta la mano antes de que dicha ondulación la arrastre al fondo.

—¿Has venido a mostrarme tus propias hazañas de ilustre ilusionismo? —le pregunta.

—No lo tenía previsto, pero si es lo que quieres…

—Me parece lo justo, ya que tú has estado observándome.

—Podría observarte durante toda la noche —dice él.

—Ya lo has hecho —replica Celia—. Me he dado cuenta de que estabas entre el público durante cada representación.

Se pone en pie y se dirige al centro del círculo. Empieza a dar vueltas, y el vestido revolotea a su alrededor.

—Veo todos los asientos —dice—. Aunque te sientes en la última fila, no puedes esconderte.

—Me ha parecido que si me sentaba en la primera fila no podría resistirme a la tentación de tocarte —se explica Marco. Se levanta de su silla y se coloca de pie en el límite del espacio dedicado a la actuación, justo delante de la primera fila de sillas.

—¿Estoy lo bastante cerca para tus trucos? —le pregunta ella.

—Si te digo que no, ¿te acercarás más? —replica él, sin molestarse en disimular una sonrisa.

A modo de respuesta, Celia da otro paso hacia él y el bajo de su vestido le roza a Marco los zapatos. Celia está lo bastante cerca como para que él pueda extender un brazo y apoyarlo suavemente en su cintura.

—La última vez no te hizo falta tocarme —dice ella, pero no protesta.

—Esta vez quiero probar algo especial —se justifica Marco.

—¿Tengo que cerrar los ojos? —le pregunta Celia, en tono juguetón.

En lugar de contestar, Marco la hace girar sin soltarle la cintura, de modo que a ella no le queda más remedio que mirarle.

—Observa —le susurra al oído.

La lona a rayas de la carpa se vuelve rígida, y la superficie, hasta entonces suave, se endurece cuando el tejido se convierte en papel. Aparecen palabras en las paredes, letras de imprenta que se superponen a otras palabras escritas a mano. A medida que la carpa se va llenando de poesía, Celia reconoce versos de sonetos de Shakespeare y fragmentos de odas a diosas griegas. Los poemas van cubriendo las paredes y el techo e incluso se extienden por el suelo.

Y entonces el papel empieza a doblarse y rasgarse, y la carpa se abre. Las rayas negras se alejan hacia el espacio vacío a medida que sus compañeras blancas, cada vez más luminosas, se van desplazando hacia arriba y se convierten en ramas.

—¿Te gusta? —le pregunta Marco, cuando cesa el movimiento y se hallan en un sombrío bosque de árboles, repletos de poemas, que emiten un tenue resplandor.

Lo único que puede hacer Celia es asentir.

Marco la deja ir a regañadientes y la sigue mientras ella pasea entre los árboles y va leyendo, en ramas y troncos, fragmentos de poesía.

—¿Cómo se te ocurren estas imágenes? —le pregunta Celia, mientras apoya la mano en la corteza de papel de uno de los árboles. El tacto es cálido y sólido, y se da cuenta de que la luz procede del interior, como si el árbol fuera en realidad un farol.

—Veo cosas mentalmente —explica Marco—. En sueños. Imagino cosas que podrían gustarte.

—Me temo que tu tarea no consiste en imaginar cómo complacer a tu oponente —replica Celia.

—Nunca he llegado a entender del todo las reglas del juego, así que me limito a hacer caso a mi instinto —se justifica Marco.

—Mi padre sigue siendo intencionadamente vago acerca de las reglas —confiesa Celia, mientras pasean entre los árboles—. Sobre todo cuando le pregunto cuándo o cómo se decide quién es el ganador.

—Alexander también se ha negado a proporcionarme esa información.

—Espero que no te agobie tanto como mi padre a mí —dice ella—, aunque, claro está, mi padre no tiene nada más que hacer.

—Apenas le he visto durante años —explica Marco—. Siempre se ha mostrado… distante, y no precisamente comunicativo, pero es lo más parecido que tengo a una familia. Y aun así, no me cuenta nada.

—Estoy un poco celosa —afirma Celia—. Mi padre no hace más que repetirme lo mucho que le he decepcionado.

—Me niego a creer que puedas decepcionar a alguien —dice Marco.

—Eso es porque no has tenido el placer de conocer a mi padre.

—¿Por qué no me cuentas qué le ocurrió en realidad? —le pregunta él—. Siento bastante curiosidad.

Celia suspira antes de empezar y se detiene junto a un árbol en el que se pueden leer palabras de amor y añoranza. Jamás le ha contado a nadie esa historia, tal vez porque nunca se le ha presentado la oportunidad de revelársela a alguien capaz de comprenderla.

—Mi padre siempre ha sido demasiado ambicioso —empieza a decir—, pero no ha conseguido hacer lo que se proponía, al menos no tal y como él esperaba. Pretendía sustraerse a sí mismo del mundo físico.

—Pero… ¿cómo iba a lograr algo así? —le pregunta Marco. Celia le agradece que no descarte de inmediato la idea. Se da cuenta de que Marco está intentando comprender qué significa y se esfuerza por encontrar la mejor manera de explicarlo.

—Imagínate que tengo una copa de vino —dice y, de inmediato, aparece en su mano una copa de vino—. Gracias. Si yo cogiera este vino y lo vertiera en un cuenco de agua, o en un lago, o incluso en el océano… ¿desaparecería el vino?

—No, sólo se diluiría —responde Marco.

—Exactamente —dice Celia—. Pues mi padre encontró la forma de eliminar su copa. —Mientras habla, la copa que aún sostiene en la mano desaparece, pero el vino permanece flotando en el aire—. Lo malo es que se fue directamente al océano en lugar de ir primero a un cuenco, o a una copa más grande. Y ahora tiene problemas para recomponerse. Puede hacerlo, claro, pero no sin dificultades. Si se hubiera conformado con rondar por un solo lugar, seguramente ahora estaría mucho más cómodo. Pero lo que pasó fue que el procedimiento le dejó a la deriva y ahora se ve obligado a aferrarse a las cosas. Ahora ronda por su casa de Nueva York y por los teatros en los que solía actuar. Se aferra a mí en cuanto tiene ocasión, aunque yo ya he aprendido a evitarle cuando me apetece. Sé que él no lo soporta, sobre todo porque lo único que hago es desarrollar una de las técnicas de ocultación que él mismo inventó.

—¿Y se puede conseguir lo que él se proponía? —pregunta Marco—. Quiero decir si se puede hacer correctamente.

Celia contempla el vino, que tiembla en el aire sin su copa. Acerca una mano para tocarlo y el líquido oscila, se separa en minúsculas gotitas que luego vuelven a fundirse.

—Estoy convencida de que se puede —dice—, si se dan las circunstancias adecuadas. Se necesita una piedra de toque: un lugar, un árbol, un elemento físico al que aferrarse. Algo que te impida ir a la deriva. Sospecho que lo que en realidad quería mi padre era poder moverse por el mundo entero, pero en mi opinión tiene que ser algo más delimitado. Es decir, ha de funcionar como el cristal de la copa y, a la vez, dejar más espacio para moverse en el interior.

Toca de nuevo el trémulo vino y lo empuja hacia el árbol junto al que ella se encuentra. El líquido se filtra en el papel y lo va empapando lentamente hasta que el árbol entero emite, en mitad de un bosque blanco, un resplandor rojo intenso.

—Estás manipulando mi ilusión —dice Marco, contemplando con curiosidad el árbol empapado en vino.

—Tú me lo permites —responde ella—. No estaba muy segura de poder hacerlo.

—¿Tú podrías conseguirlo? —le pregunta Marco de repente—. Lo que él estaba intentando…

Antes de responder, la chica contempla el árbol durante un instante con gesto pensativo.

—Si tuviera un buen motivo, creo que podría conseguirlo —admite—, pero la verdad es que le tengo apego al mundo físico. Me temo que mi padre empezaba a acusar la edad, pues era bastante más mayor de lo que aparentaba y no le atraía precisamente la idea de pudrirse bajo tierra. Es posible que también quisiera controlar su destino, pero no estoy del todo segura, ya que no me consultó antes de intentarlo. Me dejó con un montón de preguntas por contestar y un falso funeral por organizar. Lo cual, por cierto, es más fácil de lo que cabría suponer.

—Pero… ¿te habla? —pregunta el muchacho.

—Sí, pero no tan a menudo como antes. Tiene el mismo aspecto; a veces creo que es un eco, como si su conciencia hubiera conservado la apariencia de una forma física. Pero le falta volumen, y me temo que es terriblemente humillante para él. Si hubiera hecho las cosas de otra forma, podría haber conservado una forma más tangible. Aunque creo que a mí no me gustaría quedarme atrapada en un árbol durante el resto de la eternidad… ¿y a ti?

—Creo que eso dependería del árbol —responde Marco.

Se vuelve hacia el árbol carmesí, cuyo brillo se intensifica al instante: del rojo de las ascuas pasa al alegre resplandor de una hoguera. Los árboles colindantes lo imitan al momento.

La luz procedente de los árboles resplandece tanto que Celia cierra los ojos. Justo entonces, tiene la sensación de que el suelo tiembla bajo sus pies, como si se hubiera vuelto inestable, pero el chico le pone una mano en la cintura para ayudarla a mantener el equilibrio.

Cuando Celia vuelve a abrir los ojos, se hallan en el alcázar de un barco, en mitad del océano. El barco, sin embargo, está hecho de libros; las velas son miles de páginas superpuestas, y el mar por el que navega la embarcación es de tinta negra.

En el cielo se vislumbran diminutas luces, como estrellas apiñadas que resplandecen igual que el sol.

—Después de tanto hablar sobre espacios confinados, he pensado que nos vendría bien algo inmenso —dice Marco.

Celia se acerca al borde del alcázar y pasa las manos por el lomo de los libros que forman la barandilla. Una suave brisa, que trae consigo el olor a polvo de los volúmenes y el de la humedad de la tinta, le revuelve el pelo.

Marco se acerca y se queda en pie junto a Celia, mientras la joven contempla el mar oscuro que se extiende hasta un horizonte más claro, sin que se vea tierra por ninguna parte.

—Es hermoso —dice.

Baja la mirada para contemplar la mano de Marco, que reposa sobre la barandilla, y frunce el ceño al darse cuenta de que no se aprecia ninguna marca en sus dedos.

—¿Es esto lo que buscas? —le pregunta, al tiempo que realiza una floritura con la mano. La piel cambia de repente y muestra la cicatriz de su dedo anular—. Me la hizo un anillo cuando tenía catorce años. Dije algo en latín, pero no recuerdo el qué.

Esse quam videri —dice Celia—. «Importa más ser que parecer.» Es el lema de la familia Bowen. A mi padre le encantaba grabarlo en todo tipo de objetos. No estoy muy segura de que captara la ironía. Supongo que el anillo se parecía a éste…

Celia coloca la mano derecha junto a la de él, sobre los libros más próximos. En el anillo de plata que lleva en el dedo se aprecia una inscripción que el chico había creído una delicada filigrana. Ahora se da cuenta de que es esa misma frase en latín, escrita con recargadas letras.

Ella gira el anillo de un lado a otro para quitárselo y mostrarle a Marco una cicatriz idéntica a la suya.

—Es la única herida que jamás he podido curar del todo —afirma la joven.

—Sí, era parecido —dice Marco, fijándose en el anillo de Celia, aunque en realidad la vista se le va una y otra vez hasta la cicatriz—, pero el mío era de oro. ¿La cicatriz te la hizo Alexander con su anillo?

Celia asiente.

—¿Cuántos años tenías? —le pregunta.

—Tenía seis años. El anillo era de plata, normal y corriente. Era la primera vez que conocía a alguien capaz de hacer las mismas cosas que mi padre, aunque los dos eran tan diferentes entre sí… Me dijo que yo era un ángel. Hasta entonces, nunca me habían dicho nada tan bonito.

—El cumplido se queda corto —la halaga Marco, apoyando una mano en la de ella.

Una repentina brisa tira de las velas de papel y las páginas revolotean mientras, más abajo, se riza la superficie del mar de tinta.

—Has sido tú —dice él.

—No era mi intención —responde Celia, aunque no aparta la mano.

—No me importa —contesta el joven, entrelazando sus dedos con los de ella—. Yo también puedo hacerlo, ¿sabes?

De repente, el viento se intensifica y levanta olas de tinta que se estrellan contra el casco del barco. De las velas se desprenden páginas, que revolotean en el aire como si fueran hojas de árbol. El barco empieza a escorarse y Celia a punto está de perder pie, pero Marco le rodea la cintura para sujetarla y ella se echa a reír.

—Ha sido impresionante, don Ilusionista —dice.

—Llámame por mi nombre —le pide. Jamás la ha oído pronunciar su nombre y en ese momento, mientras la tiene entre sus brazos, anhela escuchar ese sonido en sus labios—. Por favor —añade, al ver que ella vacila.

—Marco —pronuncia, en un tono de voz bajo y dulce. El sonido de su nombre en la lengua de ella es incluso más embriagador de lo que había imaginado, y se inclina hacia ella para probarlo. Pero Celia se aparta antes de que él pueda rozar sus labios.

—Celia —suspira Marco junto a su oído, transmitiendo en ese nombre el mismo deseo y frustración que ella siente y abrasándole el cuello con su aliento.

—Lo siento —se disculpa la muchacha—. Es sólo que… que no quiero complicar las cosas aún más.

Marco no dice nada y sigue sujetándola entre los brazos, pero la brisa empieza a amainar, y las olas que rompen contra el barco se calman.

—Me he pasado buena parte de mi vida luchando por controlarme —confiesa Celia, mientras apoya la cabeza en el hombro de Marco—. Por conocerme en todos los sentidos, por mantenerlo todo en un orden impecable. Pero todo eso lo pierdo cuando estoy contigo. Me da miedo y…

—No quiero que tengas miedo —la interrumpe Marco.

—Me da miedo lo mucho que me gusta —concluye ella, volviéndose a mirarle—. Y lo fácil que es perderme en ti. Dejarme llevar. Dejar que me impidas romper arañas en lugar de pasarme la vida preocupándome por eso.

—Podría hacerlo.

—Lo sé.

Permanecen en silencio mientras el barco navega a la deriva hacia el horizonte infinito.

—Ven conmigo —le pide él—. A cualquier sitio. Lejos del circo, lejos de Alexander y de tu padre.

—No podemos —responde Celia.

—Claro que podemos —insiste—. Tú y yo juntos podemos hacer lo que queramos.

—No —replica ella—, sólo aquí podemos hacer lo que queramos.

—No te entiendo.

—¿Has pensado alguna vez en ello, en marcharte sin más? Me refiero a considerarlo de verdad, con la intención de llevarlo a cabo. No como si se tratara de un simple sueño o de una fantasía pasajera. —Al ver que Marco no responde, Celia prosigue—: Pues bien, piénsalo ahora. Imagina que abandonamos este sitio, este juego, y que empezamos una vida juntos en cualquier otra parte. Imagínalo de verdad.

Marco cierra los ojos y dibuja mentalmente la escena, concentrándose no en el maravilloso sueño, sino en las cuestiones prácticas: planear hasta el más mínimo detalle, desde organizar los libros de Chandresh para el nuevo contable hasta hacer las maletas en su piso, pasando por las alianzas que ambos se pondrían en el dedo.

Y justo entonces empieza a arderle la mano derecha: el dolor, intenso y agudo, empieza en la cicatriz del dedo anular y va subiéndole por el brazo hasta borrar todo pensamiento de su mente. Es el mismo dolor que sintió cuando le hicieron la cicatriz, sólo que multiplicado por mil.

El movimiento del barco cesa abruptamente. El papel se desmorona y el mar de tinta se disuelve. Cuando Marco se precipita al suelo, lo único que queda a su alrededor es un círculo de sillas en el interior de una carpa rayada.

El dolor disminuye lentamente cuando Celia se arrodilla junto a él y le toma la mano.

—La noche de la fiesta de aniversario —empieza a decir—. La noche en que me besaste. Lo pensé esa noche. Ya no quería seguir jugando, sólo quería estar contigo. Pensé en pedirte que huyeras conmigo y lo pensé de verdad. En el mismo instante en que me convencí de que podíamos conseguirlo, el dolor que sentí fue tan intenso que apenas pude soportarlo. Friedrick no sabía muy bien cómo ayudarme: me llevó a un rincón tranquilo, me obligó a sentarme y… es tan bueno que ni siquiera me hizo preguntas cuando yo no supe cómo explicárselo. —Celia observa la cicatriz en la mano de Marco mientras él intenta recuperar el aliento—. Pensé que a lo mejor el dolor tenía que ver contigo —prosigue—, así que una vez me propuse no subir al tren cuando partiera, y me resultó igual de doloroso. Estamos ligados de verdad.

—Querías huir conmigo —dice él, sonriendo a pesar de que el dolor aún no ha desaparecido del todo—. No estaba muy seguro de que el beso hubiera surtido efecto.

—Podrías habérmelo hecho olvidar, borrarlo de mi memoria como hiciste con los demás invitados de la fiesta.

—No me resultó precisamente fácil —confiesa Marco— y, además, no quería que lo olvidaras.

—No hubiera podido —reconoce Celia—. ¿Cómo estás?

—Muy triste. Pero el dolor ya se me está pasando. Esa noche le dije a Alexander que quería abandonar, pero supongo que no lo dije en serio, que sólo quería provocar en él una reacción.

—Imagino que la intención es que no nos sintamos atrapados —sostiene Celia—. No percibimos los barrotes hasta que chocamos contra ellos. Mi padre dice que todo sería mucho más fácil si no pensáramos tanto el uno en el otro, y puede que tenga razón.

—Lo he intentado —admite Marco, sujetándole la cara con ambas manos—. He intentado dejarte marchar y no puedo. No puedo dejar de pensar en ti, no puedo dejar de soñar contigo. ¿Es que tú no sientes lo mismo por mí?

—Sí —reconoce Celia—. Y te tengo siempre aquí, a mi alrededor. A veces me siento en el Jardín de Hielo y percibo la forma en que me haces sentir. Lo percibía incluso antes de saber quién eras y cada vez que pienso que ese sentimiento no puede ser más fuerte, se hace más fuerte.

—Entonces, ¿qué es lo que nos impide estar juntos ahora? —le pregunta. Deja resbalar las manos por su cara y le pasa los dedos por el cuello del vestido.

—Quiero hacerlo —suspira Celia, cuando él baja aún más las manos—. Quiero hacerlo, de verdad. Pero no se trata sólo de ti y de mí, hay otras muchas personas atrapadas en este juego. Cada vez resulta más y más difícil mantener el control de todo. Y esto —admite, apoyando las manos en las de él— me distrae en exceso. Me preocupa lo que pueda pasar si pierdo la concentración.

—No tienes una fuente energética —dice Marco.

Celia se le queda mirando, perpleja.

—¿Una fuente energética? —repite.

—Algo que haga las veces de conducto. Así es como yo utilizo la hoguera: extraigo la energía del fuego. ¿Tú no tienes nada parecido, te sirves sólo de ti misma para trabajar?

—No sé hacerlo de otra forma —confiesa Celia.

—¿Estás controlando el circo constantemente? —le pregunta Marco.

Celia asiente.

—Ya estoy acostumbrada. La mayor parte del tiempo me resulta bastante llevadero.

—Pues no me imagino lo agotador que debe de ser.

La besa con ternura en la frente antes de soltarla, pero permanece todo lo cerca de ella que puede sin tocarla.

Y luego empieza a contarle historias. Le habla de los mitos que aprendió de su instructor y de los espejismos que él mismo ha creado, inspirados en trozos y fragmentos de otras fantasías leídas en antiguos libros de lomo gastado. Le describe también ideas para el circo que no tendrían cabida en ninguna carpa.

Celia corresponde con historias de su infancia en los camerinos de infinidad de teatros y aventuras vividas con el circo en lejanas ciudades. Incluso le cuenta anécdotas de su época espiritista y se alegra al comprobar que a Marco le parece tan absurdo como le parecía a ella entonces.

Permanecen sentados, charlando hasta el amanecer, y Marco no se marcha hasta que el circo está a punto de cerrar las puertas. Antes de ponerse en pie, la estrecha entre sus brazos un instante. Luego se levantan los dos a la vez.

Marco coge una tarjeta de su bolsillo, en la que figura sólo la letra M y una dirección.

—Cada vez paso menos tiempo en la residencia de Chandresh —le explica, al tiempo que le da la tarjeta—. Si no estoy allí, me encontrarás en esta dirección. Puedes venir cuando lo desees, de día o de noche. Siempre que te apetezca distraerte un rato.

—Gracias —dice ella. Le da la vuelta a la tarjeta entre los dedos y la hace desaparecer.

—Cuando todo esto termine, da igual cuál de los dos gane, no te dejaré marchar tan fácilmente. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Marco le coge una mano, se la lleva a los labios y besa el anillo de plata bajo el que se oculta la cicatriz. Celia recorre con un dedo la forma de su mandíbula; luego da media vuelta y desaparece antes de que él pueda alargar una mano para impedirlo.