LONDRES, BASILEA Y CONSTANTINOPLA, 1900
El taller de madame Padva es un lugar excepcional situado cerca del cementerio de Highgate, provisto de ventanales que llegan hasta el suelo y ofrecen una vista panorámica de Londres. Varios maniquís que lucen elegantes vestidos se agrupan en parejas o en tríos, como si allí se estuviera celebrando una fiesta de invitados acéfalos.
Lainie Burgess deambula entre varios vestidos en tonos blanco y negro mientras espera a madame Padva y se detiene a admirar un traje de satén blanco como el marfil adornado con una tela calada de terciopelo negro, que recuerda al hierro forjado, en un diseño de elegantes líneas y curvas.
—Puedo hacértelo en otro color, si te gusta —dice madame Padva al entrar en el taller, acompañada por el acompasado golpeteo de su bastón sobre el suelo de baldosas.
—Es demasiado elegante para mí, tante Padva —responde Lainie.
—Sin color, es difícil encontrar el equilibrio —afirma madame Padva, mientras gira el maniquí y contempla la cola del vestido con los ojos entrecerrados—. Si hay demasiado blanco, la gente cree que se trata de vestidos de novia. Pero si hay demasiado negro, resultan toscos y adustos. Diría que a éste le falta un poco de negro. Y yo le añadiría mangas, pero Celia no las soporta.
Madame Padva le muestra a Lainie sus últimos trabajos, entre ellos una pared repleta de nuevos bosquejos, antes de sentarse a tomar el té con ella en una mesa situada junto a los ventanales.
—Cada vez que vengo, tiene usted una secretaria nueva —comenta Lainie, después de que la última versión les traiga una bandeja con el té y vuelva a desaparecer de inmediato.
—Se cansan de esperar a que me muera y luego se van a trabajar para otra, después de decidir que es demasiado complicado arrojarme por una ventana y esperar que ruede colina abajo directamente hasta algún mausoleo. Soy una anciana rica que no tiene herederos, y ellas no son más que brujas repeinadas. Ésta no me va a durar ni un mes.
—Yo siempre había pensado que se lo dejaría usted todo a Chandresh —dice Lainie.
—Chandresh no lo necesita económicamente y me temo que no sabría manejar las cosas como a mí me gusta. No tiene buen ojo para el diseño. De hecho, últimamente no tiene buen ojo para nada.
—¿Tan mal está? —pregunta Lainie, mientras remueve su té.
—Es como si hubiera perdido una parte de sí mismo —dice madame Padva—. No es la primera vez que le veo obsesionado con un proyecto, pero nunca hasta este punto. Se ha convertido en una especie de fantasma de sí mismo, aunque tratándose de Chandresh, un fantasma de su antiguo yo sigue resultando mucho más interesante que la mayoría de las personas. Yo hago lo que puedo. Le busco vanguardistas compañías de ballet para que actúen en sus teatros, le dejo que se apoye en mí cuando se queda dormido en la ópera, aunque tendría que ser al revés… —Bebe un sorbito de té antes de añadir—: Y no pretendo sacar a relucir un tema delicado, querida, pero procuro mantenerle alejado de los trenes.
—Hace usted muy bien —dice Lainie.
—Le conozco desde que era un crío, es lo menos que puedo hacer por él.
Lainie asiente. Tiene otras preguntas, pero decide que es mejor formulárselas a otra persona a quien también tiene intención de visitar. El resto de la tarde lo dedican a charlar sobre moda y movimientos artísticos. Madame Padva insiste en confeccionarle una versión más informal, en tonos melocotón y crema, del vestido marfil y negro, y termina el bosquejo en cuestión de minutos.
—Cuando me retire, todo esto será para ti, querida —dice madame Padva antes de que Lainie se marche—. No se lo confiaría a nadie más.
El despacho es grande, pero parece más pequeño de lo que en realidad es debido a todo lo que contiene. Si bien todas las paredes son en parte de cristal esmerilado, muchas de ellas están medio ocultas tras armarios y estantes. La mesa de dibujo, situada junto a las ventanas, está casi escondida bajo un caos meticulosamente ordenado de papeles, diagramas y planos. El hombre provisto de anteojos que está sentado a la mesa se funde con el entorno y resulta prácticamente invisible. El ruido de su lápiz al arañar el papel es tan preciso y metódico como el tictac del reloj del rincón.
Es idéntico a un despacho que ocupaba un espacio similar en Londres, y luego a otro en Viena, antes de que el hombre se trasladara aquí, a Basilea.
El señor Barris deja su lápiz y se sirve una taza de té. Casi se le cae cuando, al levantar la vista, ve a Lainie Burgess de pie junto al umbral de la puerta.
—Al parecer, tu secretaria ha salido —comenta Lainie—. No era mi intención asustarte.
—No pasa nada —la disculpa el señor Barris. Deja la taza de té sobre el escritorio y luego se pone en pie—. No te esperaba hasta última hora de la tarde.
—He cogido un tren que salía más temprano —explica Lainie—. Y quería verte.
—Pasar más tiempo contigo siempre es un placer —la halaga él—. ¿Té?
Lainie asiente mientras se abre paso por el abarrotado despacho hasta la silla situada al otro lado del escritorio.
—¿De qué hablasteis Tara y tú cuando te visitó en Viena? —le pregunta, antes incluso de tomar asiento.
—Creía que lo sabías —le responde sin mirarla. Está concentrado en la tetera mientras le sirve una taza.
—Somos personas distintas, Ethan. El hecho de que tú no acabaras de decidir jamás de cuál de las dos estabas enamorado no nos convierte en seres intercambiables.
El señor Barris deja la tetera y le prepara el té a Lainie. No le hace falta preguntar cómo lo toma, pues ya lo sabe.
—Te pedí que te casaras conmigo y jamás me diste una respuesta —dice él, mientras remueve el líquido.
—Me lo pediste cuando ella ya había muerto —dice Lainie—. ¿Cómo podía estar segura de si la decisión la habías tomado tú o la había tomado el destino por ti?
El señor Barris le da la taza de té, y, al cogerla Lainie, apoya una mano en la de ella.
—Te quiero —le dice—. A ella también la quería, pero no era lo mismo. Para mí, sois como una familia, todos vosotros. Y, en algunos casos, más que eso.
El señor Barris regresa a su silla y se quita los anteojos para limpiarlos con un pañuelo.
—Ni siquiera sé por qué los llevo —dice, contemplándolos—. Hace años que no los necesito.
—Los llevas porque te quedan bien —contesta Lainie.
—Gracias —responde él, al tiempo que vuelve a colocárselos. Luego observa a Lainie, mientras ella bebe un sorbito de té—. Mi proposición sigue en pie.
—Lo sé —responde Lainie—. Y me lo estoy pensando.
—Tómate el tiempo que necesites —dice el señor Barris—. Según parece, tiempo es lo que nos sobra.
Lainie asiente y deja su taza de té sobre la mesa.
—Tara siempre fue la más racional de las dos, la más sensata —explica—. Nos compensábamos la una a la otra y ése es uno de los motivos por los que siempre destacábamos en cualquier cosa que nos propusiéramos. Ella daba sentido a mis imaginativas ideas. Yo veía los detalles de las cosas y ella las veía en perspectiva. Y precisamente por eso, porque yo no veo las cosas en perspectiva, hoy sigo aquí y ella ya no está. Yo me fijaba en los elementos por separado, pero jamás me paré a pensar en que no encajaban.
El tictac del reloj resulta casi estruendoso durante la pausa que se produce a continuación.
—No quiero mantener esta conversación —dice el señor Barris, cuando ya no soporta más el tictac—. No quise mantenerla con ella entonces y no quiero mantenerla contigo ahora.
—Tú sabes lo que está pasando aquí, ¿verdad? —le pregunta Lainie.
Él coloca bien una pila de papeles sobre la mesa mientras medita la respuesta.
—Sí —dice al cabo de un momento—, lo sé.
—¿Se lo dijiste a mi hermana?
—No.
—Entonces, dímelo a mí —exige Lainie.
—No puedo. Para contarlo, tendría que traicionar la confianza de alguien y no estoy dispuesto a hacer tal cosa, ni siquiera por ti.
—¿Cuántas veces me has mentido? —le pregunta Lainie, mientras se pone en pie.
—No te he mentido nunca —replica el señor Barris, imitándola—. No cuento lo que no estoy autorizado a revelar. Di mi palabra y me propongo mantenerla, pero jamás te he mentido. Ni siquiera me lo preguntaste nunca, porque dabas por sentado que no sabía nada.
—Tara sí te lo preguntó —insiste Lainie.
—Indirectamente —dice él—. Creo que no sabía qué preguntar y, de haberlo hecho, yo no hubiera respondido. Estaba preocupado por ella y le propuse que hablara con Alexander si lo que buscaba eran respuestas. Supongo que por eso estaba en la estación, pero no sé si llegaron a hablar. Nunca lo he preguntado.
—¿Alexander también lo sabe? —pregunta Lainie.
—Creo que hay muy poco, si es que hay algo, que Alexander no sepa.
Lainie suspira y se sienta de nuevo en su silla. Coge su taza de té y luego, sin beber un sorbo siquiera, la deposita de nuevo en la mesa.
El señor Barris rodea el escritorio y le coge las manos. Antes de hablar, se cerciora de que ella le esté mirando.
—Si pudiera, te lo contaría —dice.
—Lo sé, Ethan —responde ella—, lo sé.
Le presiona suavemente las manos para tranquilizarle.
—Todo eso no me molesta, Lainie —dice el señor Barris—. Traslado mi oficina cada pocos años y contrato personal nuevo. Mantengo el contacto con mis proyectos por correspondencia y te aseguro que, teniendo en cuenta lo que recibo a cambio, no es tan difícil.
—Lo entiendo —le tranquiliza Lainie—. ¿Dónde está ahora el circo?
—No estoy muy seguro. Creo que salió hace poco de Budapest, aunque no sé muy bien hacia dónde se dirige. Pero puedo averiguarlo: seguro que Friedrick lo sabe, y tengo que enviarle un telegrama.
—¿Y por qué Herr Thiessen sabe hacia dónde se dirige el circo?
—Porque se lo dice Celia Bowen.
Lainie no hace más preguntas. El señor Barris se siente aliviado cuando Lainie acepta salir a cenar con él y más aún cuando ella accede a alargar su estancia en Suiza antes de partir en busca del circo.
Lainie invita a Celia a reunirse con ella en el hotel Pera Palace de Constantinopla en cuanto llega a la ciudad. La espera en el salón de té, frente a dos vasos ligeramente humeantes en forma de tulipán que, con sus platillos a juego, reposan ante ella en una mesa de azulejos.
Cuando Celia llega, se saludan afablemente y la ilusionista le pregunta por su viaje. Luego charlan sobre la ciudad y el hotel y, especialmente, sobre la asombrosa altura del salón en el que están tomando el té.
—Es como estar dentro de la carpa de los acróbatas —dice, levantando la vista hacia las cúpulas del techo, cada una de ellas con sus numerosos cristales redondos de color azul turquesa.
—Hace mucho que no vienes al circo —comenta Celia—. Aún tenemos tus trajes, por si esta noche te apetece unirte a las estatuas.
—Gracias, pero no —responde Lainie—. No estoy de humor para quedarme quieta.
—Siempre serás bienvenida.
—Lo sé —afirma—, aunque si he de serte sincera, no he venido hasta aquí por el circo. He venido para hablar contigo.
—¿Y de qué quieres hablar conmigo? —pregunta la ilusionista, mientras un velo de inquietud le cubre el rostro.
—Mi hermana murió en la estación de St. Pancras, después de una visita al Midland Grand Hotel —dice Lainie—. ¿Sabes por qué fue allí?
Celia sujeta con más fuerza su vaso de té.
—Sé a quién fue a ver —contesta al fin, escogiendo sus palabras con cautela.
—Supongo que eso te lo dijo Ethan —dice Lainie.
Celia asiente.
—¿Y sabes por qué quería verle? —le pregunta Lainie.
—No, no lo sé.
—Porque estaba intranquila —responde Lainie—. En el fondo de su ser, sabía que su mundo había cambiado y que no había recibido ninguna explicación. No tenía nada a lo que aferrarse para entender qué estaba pasando. Supongo que todos hemos sentido lo mismo y que cada cual se enfrenta a ello a su propia manera. Ethan y tante Padva tienen su trabajo y a ello dedican todo su tiempo para mantener la mente ocupada. Durante mucho tiempo, yo ni siquiera me había preocupado por todo esto. Adoraba a mi hermana y siempre será así, pero creo que cometió un error.
—Creía que se había tratado de un accidente —comenta Celia en voz baja, contemplando el diseño de los azulejos de la mesa.
—No, antes de eso. Su error fue hacer las preguntas equivocadas a las personas equivocadas. Y yo no pienso cometer el mismo error.
—Por eso has venido.
—Por eso he venido —afirma Lainie—. ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos, Celia?
—Más de diez años.
—Supongo que, a estas alturas, ya confías lo suficiente en mí como para contarme qué está ocurriendo aquí. Dudo que te atrevas a decirme que no pasa nada, o que me insinúes que no me preocupe por tales cuestiones.
Celia deja el vaso sobre su platillo y empieza a explicarse lo mejor que puede. No da muchos detalles, se limita a hablarle en líneas generales del reto y afirma que el circo hace las veces de terreno de juego. Le cuenta también que ciertas personas saben más que otras, pero decide no dar nombres y deja bien claro que ni siquiera ella tiene todas las respuestas.
Lainie no dice nada. Se limita a escuchar atentamente mientras va bebiendo sorbitos de té.
—¿Cuánto tiempo hace que Ethan lo sabe? —pregunta, cuando Celia concluye su relato.
—Mucho —responde la ilusionista.
Lainie asiente y se lleva el vaso a los labios, pero en lugar de beber, separa los dedos y suelta el vaso, que cae y se estrella contra su platillo. El cristal se hace añicos y el estrépito resuena en todo el salón. El té se derrama sobre los azulejos.
Pero antes de que nadie tenga tiempo de volverse para averiguar qué ha sucedido, el vaso vuelve a estar entero. Los fragmentos de cristal se unen en torno al líquido y no sólo el vaso queda intacto, sino que los azulejos de la mesa se secan al instante.
Quienes se han vuelto a mirar la mesa al oír el ruido acaban por pensar que se lo han imaginado y se concentran de nuevo en sus respectivas tazas de té.
—¿Por qué no has evitado que se rompiera? —le pregunta Lainie.
—No lo sé —confiesa Celia.
—Si alguna vez necesitas algo de mí, me gustaría que me lo dijeras —concluye, mientras se pone en pie—. Estoy harta de que la gente guarde demasiado bien sus secretos, hasta el punto de provocar la muerte de otros. Todos estamos metidos en vuestro jueguecito y, según parece, no es tan fácil repararnos como lo es reparar esa taza de té.
Cuando Lainie se marcha, Celia se queda allí sola un buen rato, hasta que los dos vasos de té se enfrían.